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Los Land Rover de color azul oscuro con la parte superior blanca, las franjas rojas en los laterales y «CARABINIERI» en enormes letras blancas en las puertas habían avanzado en silencio hasta la entrada para coches de la Academia Giordani y se apiñaban alrededor de la entrada principal. El equipo de asalto, con uniforme paramilitar negro, cascos y gafas de protección, echó abajo la puerta delantera con un ariete e irrumpió en su interior. En cuestión de segundos, el vestíbulo de la entrada y el pasillo estaban a rebosar de policías armados.

Spartak Gourko había echado a correr por la galería en el mismo instante en que había oído que la puerta principal reventaba. En ese mismo instante, Rocco Massi emergió del pasillo que conducía a la escalera de incendios. Ninguno de ellos vaciló. Cuando la policía irrumpió en el vestíbulo blandiendo sus ametralladoras y escopetas antidisturbios, Massi y Gourko abrieron fuego contra ellos. El fuego cruzado fue frenético y devastador. Cinco, ocho, diez policías fueron abatidos antes de que el fuego enemigo hiciera que Massi y Gourko se replegaran al pasillo de cristal. Los paneles se hicieron añicos a su alrededor mientras corrían de vuelta a la galería.

—¿Anatoly? —rugió Gourko en italiano. Massi negó con la cabeza, como si le estuviera diciendo: «No lo he visto».

Una docena de Carabinieri les dio caza. Los ojos de su comandante se abrieron como platos tras las lentes protectoras cuando vio las obras de arte. Su departamento tendría que pagar una millonada si un solo cuadro se estropeaba por alguna bala perdida.

Massi y Gourko no compartían su preocupación. Cuando los Carabinieri aparecieron en el espacio abierto de la galería, estaban aguardándolos. Gourko los apuntó con su AR-15 y soltó una larga ráfaga de disparos a los policías invasores que abatió a un hombre e hizo que el resto corriera a ponerse a cubierto. Tres vitrinas estallaron en fragmentos voladores. Jirones de un cuadro que había sido un Picasso valorado en ocho millones de euros volaron por entre el humo de las armas.

En la habitación lateral, los rehenes estaban gritando presas del pánico. Donatella agarró con fuerza a Gianni contra sí y le tapó los ojos. Otro intercambio de disparos ensordecedor y vieron que los dos hombres enmascarados se replegaban hacia ellos justo tras la puerta.

Uno de los rehenes vio su oportunidad. Hasta el momento, el clon de Robert Redford con la chaqueta de Valentino no había hecho ni dicho nada. Entonces se puso de pie con los ojos fijos en las espaldas de los ladrones.

—No —dijo Donatella—. No lo haga.

Pietro De Crescenzo le tiró de la manga de la chaqueta.

—Agáchese —le imploró—. Va a conseguir que nos maten a todos, insensato.

El tipo no estaba escuchando. Se zafó del brazo de De Crescenzo y antes de que pudieran detenerlo había cruzado la sala y atacado a Gourko por detrás. Le agarró el arma e intentó quitársela de sus manos.

Gourko era dos veces más fuerte y rápido. En una ocasión había contenido a un escuadrón entero de guerrilleros chechenos, armado con nada más que una herramienta para cavar afilada, durante cinco horas, hasta la llegada de los refuerzos. Aquel tipo no iba a causarle demasiados problemas. Apartó las manos del hombre de su arma y lo mandó por los aires con un golpe de culata que casi le clava los dientes en la garganta. El tipo gritó y empezó a arrastrarse hacia donde estaban los otros rehenes, como si creyera que fuera a poder ocultarse entre ellos. Loco de la ira, Gourko corrió tras él y entró a la habitación lateral con su AR-15 en el costado, lo levantó y apretó el gatillo. Más de veinte balas de alta velocidad hicieron pedazos la habitación, ahogando los gritos de los rehenes. No dejó de disparar hasta que el cargador quedó vacío.

Para aquel entonces, sus gritos habían sido acallados.

Spartak Gourko contempló de manera desapasionada la carnicería del interior de la habitación y luego se dio la vuelta. Vio el maletín acolchado que contenía el Goya, lo cogió y se lo echó al hombro. Cuando corrió a la galería, vio que el lugar estaba siendo tomado por la policía. Massi estaba arrinconado por los disparos. Gourko escupió, levantó el AR-15 y utilizó el lanzagranadas que llevaba bajo el cañón.

La explosión hizo que la habitación se estremeciera y que la mayor parte de las ventanas reventaran. La lluvia de cristales cayó cual tormenta de nieve desde el techo. Allí donde los Carabinieri habían estado ganando terreno unos instantes antes, un lago de fuego cubrió los cuerpos desperdigados. Policías en llamas echaron a correr a trompicones y cayeron. Un Rembrandt hecho jirones se convirtió en una rueda de carro flameante que echó a rodar por el suelo.

Gourko y Massi corrieron por entre el humo y saltaron por las ventanas rotas al exterior como alma que llevaba el diablo. Saltaron un muro de poca altura y luego desaparecieron rápidamente por los pastos en dirección al bosque que se divisaba en la distancia.