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Cada segundo que transcurría era un tormento para Ben mientras exploraba los nuevos alrededores de la segunda planta. La habitación en la que se encontraba bien podía haber sido un lujoso dormitorio en algún momento de la historia de ese edificio, con travesaños tallados y profusamente decorados en el techo y una puerta doble espléndida. En su pasado más reciente, los propietarios de la academia de arte la habían convertido en un aula. Una enorme mesa de roble en un lado de la habitación albergaba un proyector de diapositivas y un televisor portátil conectado a un video. Había estanterías hasta arriba de libros y viejos video casetes con títulos como El arte del Renacimiento y Obras maestras de Florencia. Había filas de sillas dispuestas enfrente del escritorio del profesor, cubierto de bolis de todo tipo y blocs de notas, una perforadora de papel y celo.
Ben se asomó al pasillo mientras la cabeza le iba a mil por hora, porque sabía que aquellos hombres armados seguían peinando el edificio a cada segundo que él vacilaba. Casi podía oír sus pisadas apresuradas cercándolo. Cogió la perforadora del escritorio, la ponderó en su mano y se imaginó su mejor uso como arma.
Necesitaba con desesperación conseguir algo de ventaja. Escapar era una opción, solo unos minutos de carrera y volvería al pueblo por el que había pasado antes. Si tuviera un teléfono a mano, podría avisar a los Carabinieri; pero le resultaba imposible no pensar en lo que podía ocurrirle a toda esa gente que estaba allí abajo durante los preciosos minutos en los que él desaparecería.
A unos metros del pasillo, había una vieja manguera de incendios enrollada en un carrete de metal rojo del tamaño de la rueda de un tractor dispuesto en una pared. Era como si llevara allí, sin usar, desde la guerra. A su lado, sujeta por unos ganchos de acero tras un panel de cristal lleno de polvo, había una vieja hacha para incendios. Ben corrió hacia ella, se valió de la perforadora para romper el cristal y arrancó el hacha de la pared. Sintió el mango de nogal grueso y sólido en sus manos.
Ahora sí que oía las pisadas. Estaban a cierta distancia y resonaban en el edificio vacío, pero se estaban acercando con rapidez.
Apoyó contra la pared el mango del hacha y se arrancó un jirón de tela del final de su camiseta. Lo siento, Brooke. Cogió un trozo largo y afilado de cristal de los que habían caído al suelo y envolvió la tela alrededor de la base para hacerse un cuchillo improvisado. Giró el carrete y metros de manguera se desparramaron cual entrañas por el suelo. Se valió de su nuevo cuchillo para cortar cuatro secciones de la gruesa goma y luego giró el carrete en el sentido contrario para enrollar la manguera que arrastraba. Cogió de nuevo el hacha y echó a correr hacia el aula.
—Luigi —repitió con apremio el Conde Pietro De Crescenzo—. Haz lo que te dice.
Corsini parecía paralizado por la indecisión. Sus ojos se le salieron de las órbitas mientras miraba a sus socios, a la mujer que se revolvía en el suelo del despacho y a la pistola ametralladora con la que Anatoly apuntaba a la nunca de esta.
—Demasiado lento —dijo Anatoly. Apretó el gatillo de la Steyr. El grito de protesta de De Crescenzo quedó ahogado por la atronadora ráfaga de tres disparos.
Corsini soltó un grito ahogado. Silvestri se echó hacia delante y hacia atrás en la silla y se metió el puño en la boca para no gritar del horror. De Crescenzo observó con impotente desesperación cómo en sus últimos instantes de vida el sistema nervioso central de la mujer hizo que sus extremidades se convulsionaran y el olor a muerte y cordita llenaron la pequeña habitación. El vómito erupcionó en su garganta cual lava candente.
Rocco Massi le dijo con total tranquilidad a Corsini:
—Podemos seguir haciendo esto todo el día hasta que nos des el código.
El hombre orondo había tenido suficiente. Las lágrimas se agolparon en sus ojos cuando cogió el teclado inalámbrico del ordenador y tecleó una serie de números. Tragó saliva y pulsó la tecla del «ENTER».
Anatoly asintió con satisfacción cuando en la pantalla parpadeó el mensaje «CÓDIGO VÁLIDO». Señaló a Silvestri.
—Ahora es tu turno.