67
Al llegar a Milán, compraron un teléfono de prepago en un stand de la atestada estación de tren. Darcey marcó un número de memoria.
—Espero que puedas confiar en ese tipo —dijo Ben. Le dolía el hombro y estaba irritable. Dejó la bolsa de deportes a sus pies.
—Le confiaría a Mick Walker mi vida —le soltó.
—Eso es de lo más conmovedor. Pero no la mía —le advirtió Ben—. No le digas dónde estamos ni adónde vamos.
Ben se mantuvo a regañadientes en un segundo plano mientras el contacto de Darcey respondía a la llamada. Darcey habló rápido y con claridad. Por la manera en que Walker no dejaba de interrumpirla con preguntas, a Ben le dio la sensación de que estaba preocupado.
—Estoy bien —le aseguró Darcey—. Todo está bajo control, pero necesito un favor, Mick. —Procedió a contarle los detalles.
Ben cogió la bolsa de deportes y se alejó unos pasos. Se apoyó contra un pasamanos cercano desde donde aún podía oír a Darcey por encima del ruido retumbante de la estación. Según el panel de llegadas y salidas, su tren a Mónaco salía en su hora y debería llegar de un momento a otro a la estación. No me vendría mal un cigarrillo ahora, pensó. Echaba de menos a su viejo Zippo. Se había llevado una bala por él en una ocasión, salvándole la vida. Ahora probablemente estuviera guardado en una caja de algún almacén del servicio penitenciario italiano.
Darcey terminó la llamada y parecía satisfecha cuando fue hasta Ben.
—Solucionado. Lo hará.
—Existe la posibilidad de que ya hayan abierto la taquilla para pasar el material de Lister al siguiente de la lista —dijo Ben—. Podría ser una pérdida de tiempo.
—Mick sabe que tiene que moverse con rapidez —dijo ella.
—Incluso aunque siga estando allí, ¿crees que ese Mick tuyo va a poder entrar en el club y pedirles que le abran la taquilla privada de un socio? —Negó con la cabeza.
—Una identificación de la SOCA puede abrir muchas puertas —dijo Darcey.
—No le veo el sentido. Estás implicando a este tipo, y ¿para qué exactamente? Te estás arriesgando a comprometernos por nada.
—Tengo un pálpito —insistió con una mirada a medio camino entre la ofensa y la indignación—. Siempre confío en mis pálpitos. —Se detuvo un segundo—. Estás resentido conmigo, ¿verdad?
—No hace mucho estabas intentando meterme entre rejas. Quizá no lo haya superado aún.
—No estoy hablando de eso. No te gusta que sea yo la que tenga las ideas.
—No tengo ningún problema con las ideas útiles —dijo.
—¿Sabes lo que pienso? Que estás demasiado acostumbrado a trabajar solo, Ben Hope. Cabezón, cascarrabias, chapado a tus viejos métodos.
—Puedo trabajar en equipo —dijo Ben—, pero me gustaría saber quién más está a mi lado. Si hubiera sabido que ibas a subir a bordo a cada Tom, Dick y Harry que conoces, tal vez no habría dejado que te me pegaras como una lapa con tanta facilidad.
Lo miró con las manos en las caderas.
—¿Pegarme cual lapa? Tal vez hubieras preferido que te dejara en Roma, con ese Gourko agujereándote.
—Olvídalo —dijo Ben. Cogió la bolsa de deportes—. Tenemos que coger un tren.
Pasaban las seis de la tarde cuando se apearon en el andén de la estación de Mónaco. En el segundo país más pequeño del mundo tras la Ciudad del Vaticano, con sus treinta mil habitantes agolpados en apenas dos kilómetros cuadrados de la paradisiaca y adinerada Riviera, Ben estaba convencido de que no les costaría mucho encontrar a Mimi Renzi. Cinco minutos después, Darcey y Ben se sentaron en una mesa apartada al final de un cibercafé cerca de la estación de tren, pagaron una cantidad extravagante por dos tacitas de espresso y comenzaron su búsqueda.
Tal como Ben se había imaginado, no les llevó mucho tiempo. Figuraba en un directorio local de negocios como la directora gerente de una empresa inmobiliaria llamada Immobilier Renzi. Un vistazo rápido a la página de la empresa le confirmó que la Signora Renzi había dirigido ese negocio desde su creación, en la década de los setenta, desde su casa en el distrito Les Revoires. Immobilier Renzi parecía haberse convertido en un pequeño imperio con los años, con filiales en toda la Riviera a la caza de ricos y famosos. Hasta Ben reconoció algunos de los nombres de actores que figuraban en su lista de clientes.
—Ahora averiguaremos si ha merecido la pena venir hasta aquí —dijo Darcey a nadie en particular mientras su taxi subía por la escarpada carretera hasta el punto más alto de la diminuta ciudad, dejando atrás verdosos jardines y relucientes casas blancas desde las que se divisaba la Roca de Mónaco y la vasta extensión del Mar Mediterráneo—. Si la vieja a la que vamos a ver fue la acompañante de Gabriella Giordani cuando esta era condesa, debe de tener un millón de años.
Ben no dijo nada. No iba a discutir con ella, en parte por la distancia gélida que había surgido entre ellos desde Milán, y en parte porque las dudas de Darcey eran las mismas que las suyas. La preocupación de que Mimi Renzi tal vez no tuviera nada valioso que contarles había ido en aumento a cada kilómetro. Además, habían pasado muchas cosas desde que había intentado contactar con él. Ahora era el asesino de Tassoni y los delincuentes fugitivos no podían merodear por casas de ancianos respetables y esperar que les ofrecieran té y galletas.
La villa Renzi se hallaba en lo alto de un acantilado desde el que se divisaba el puerto de Mónaco, si bien bastante alejada de la carretera. Era unas cuatro veces el tamaño del acogedor apartamentito de Pietro De Crescenzo en Roma. Balaustradas y columnas de piedra blanca brillaban con el sol de la tarde y las palmeras susurraban con la brisa del lugar. Cuando se acercaron a la casa, un pekinés de pelo largo empezó a ladrarlos fuera de sí desde un jardín vallado. Había una limusina negra con los cristales tintados aparcada fuera. Alguien estaba en casa. Ben dejó la bolsa de deportes en el suelo y llamó con los nudillos a la puerta.
La mujer que abrió no podía tener más de sesenta años. Tenía el cabello teñido de rubio y llevaba demasiado maquillaje y una chaqueta a medida de cuyo bolsillo del pecho sobresalían dos bolígrafos. Ben se la quedó mirando un momento.
—¿Signora Renzi?
La mujer negó con la cabeza y les informó con educación y en francés que su tía no podía atenderlos.
—Soy Madame Dupont.
—Estamos aquí por una propiedad —dijo Ben—. La Signora Renzi nos espera.
—¿Tienen una cita? —La mujer lo miró de arriba abajo con desdén, desde la gorra hasta las zapatillas blancas. Resultaba evidente que los clientes potenciales no se presentaban por lo general con camisetas que decían: «¡Sí, nena!». No a menos que llegaran en un Rolls con chofer.
Ben se sacó la cartera y de esta un viejo tique y le cogió un bolígrafo a la mujer del bolsillo de la chaqueta antes de que esta pudiera reaccionar. Garabateó algo en la parte posterior del tique, lo dobló y se lo pasó.
—Madame Dupont, mi nombre es Don Jarrett. —Señaló a Darcey—. La señora Jarrett y yo tenemos asuntos importantes que tratar con la signora Renzi. Asuntos privados —añadió con énfasis—. Por favor, hágale llegar esta nota. Esperaremos aquí.
La mujer lo miró con frialdad durante un instante y luego desapareció en el interior de la casa.
—¿Qué has escrito? —le preguntó Darcey cuando la mujer se hubo marchado.
—«L’eroe della galleria está aquí». —Ya que no se podía quitar ese sambenito de encima, tal vez pudiera hacer algún uso de él.
Darcey frunció el ceño.
—¿Quién demonios es Don Jarrett?
—Un negador del Holocausto que vive en Brujas —dijo Ben.
—Oh, y yo soy la señora Jarrett. Muchas gracias.
Transcurrieron varios minutos. Darcey iba de un lado a otro, levantando la gravilla de las piedras del pavimento. Ben estaba empezando a pensar que tendrían que encontrar otra manera de entrar cuando la agria francesa regresó de repente y los invitó a pasar con renuencia. La siguieron por interminables pasillos de suelo marmóreo hasta unos escalones y luego por entre unas puertas dobles que daban a un amplio balcón. Había macetas con plantas y flores por todas partes. Tras la elegante barandilla de hierro forjado, el sol proyectaba su luz dorada sobre el mar.
Sentada en una butaca de mimbre con el respaldo alto se hallaba la mujer más anciana que Ben había visto nunca. Era diminuta, con un vestido negro liso y zapatos de cordones que apenas tocaban el suelo. Tenía el pelo ralo y cano y peinado hacia atrás bajo una pañoleta. En una de sus marchitas manos llevaba un abanico, que agitaba lentamente para refrescarse. En la otra mano sostenía un rosario. Había un bastón apoyado contra el brazo de la butaca de mimbre. El cuerpo de la anciana era encorvado y frágil, como si todos y cada uno de sus órganos estuvieran al borde de un colapso inminente, pero tras aquellas arrugas, sus ojos azules brillaban alertas, con determinación. Con solo mirarla Ben supo que aquella mujer era una superviviente. Desdoblada, en el regazo de Mimi Renzi, estaba la nota escrita a mano de Ben. Tanto mientras la mujer francesa los presentaba hoscamente como monsieur y madame Jarrett como cuando una vez esta se hubo marchado, los ojos de la anciana en ningún momento abandonaron los de Ben.
Ben se quitó las gafas de sol y la gorra.
—Por favor, no se alarme, signora Renzi —le dijo en italiano.
—Hablo inglés, señor Hope —le respondió la anciana. Su voz resultaba sorprendentemente fuerte—. Y no creo que haya venido aquí para asesinarme. Por favor, siéntense. —Señaló a un par de sillas de loneta plegables.
—No he asesinado a nadie —dijo Ben.
—No creo que lo haya hecho —respondió Mimi Renzi—. La Medusa Negra siempre ha estado rodeada de muerte y dolor.
—¿La Medusa Negra?
—Ella es el motivo por el que quería hablar con usted, señor Hope. —Mimi dejó el abanico en la mesa de hierro blanca que tenía junto a ella, cogió una pequeña campanilla dorada y la hizo sonar. Casi al instante, apareció una doncella.
—Elise, mis invitados están sedientos. ¿Podría traer alguna bebida? —Elise asintió y luego se marchó.
—Esta es Darcey Kane —dijo Ben—. Es una amiga.
Darcey lo miró un poco sorprendida.
Mimi sonrió.
—Enchantée. —Se volvió hacia Ben y dijo—. Me alegro mucho de verlo, señor Hope. Temía que mi mensaje no le hubiera llegado.
—He estado un poco ocupado —dijo Ben mientras tomaba asiento con la bolsa de deportes entre sus pies, muy consciente del pequeño arsenal militar que había llevado a la casa de aquella diminuta anciana—. Pero ahora estoy aquí.
—¿Puede dedicarle a una anciana unos minutos de su tiempo?
—No pienso ir a ninguna parte —dijo Ben.
Mimi Renzi pareció satisfecha.
—Bien. Porque tengo una historia que contarle.