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Salamanca, España occidental

Tras un largo trayecto en dirección oeste bajo un sol abrasador, el reloj del salpicadero del Maserati marcaba las 22:31 y el crepúsculo estaba dando paso a la oscuridad cuando Ben llegó a su destino.

Salamanca, al noroeste de Madrid, no muy lejos de la frontera con Portugal, en el altiplano norte de España. Ben se sentía algo melancólico. No había estado nunca antes en esa ciudad histórica, pero era un sitio del que Brooke y él habían hablado de visitar. Tomarse algo de tiempo para descubrirla, ir a los restaurantes castellanos en pequeñas calles donde los turistas no se aventuraban. Ben recordó haber leído que a Salamanca la llamaban la «Ciudad dorada», por sus espléndidos edificios de arenisca. Sitiada en su día por el ejército cartaginés comandado por Aníbal, en siglos posteriores había sido campo de batalla entre los moros y las fuerzas cristianas.

Pero la ancestral y colorida historia y herencia cultural de Salamanca era lo último que tenía Ben en mente en esos momentos. Se negó a dejar que toda esa melancolía le llevara a pensar en Brooke y siguió las indicaciones del navegador del Maserati para adentrarse en la ciudad en dirección a la casa del coleccionista de arte Juan Calixto Segura. El sol se estaba poniendo con un resplandor de rojos y púrpuras que centelleaban sobre las aguas del río Tormes y sobre la cúpula de la lejana catedral. Agujas y minaretes intentaban alcanzar el cielo mientras este se tornaba oscuro, proyectando sombras alargadas sobre los tejados.

Ben dejó el Maserati en una calle lateral desierta a cerca de un kilómetro de la casa de Segura. Había hecho su trabajo y lo había llevado hasta allí con gran rapidez, pero permanecer demasiado tiempo con un coche tan llamativo en la situación en que se encontraba solo le traería problemas. Comprobó la dirección que había copiado en Roma, estiró las piernas tras tan largo trayecto y se dirigió a casa de Segura a pie. La noche estaba cayendo con rapidez. Hacía un calor húmedo. Amenazaba con llover.

El coleccionista de arte vivía en una casa de cuatro plantas, un edificio noble e imponente de arenisca con balcones, contraventanas y un tejado de pizarra roja, en lo alto de una colina desde la que se divisaba la ciudad y rodeada por jardines de flores bien cuidadas. La calle era tranquila y las únicas personas a las que vio fue a una pareja joven de paseo que le sonrieron amablemente y le dieron las buenas noches a Ben al pasar junto a él.

Miró la fila de coches aparcados junto a la acera. El Volvo plateado de Pietro De Crescenzo no era uno de ellos. Mantuvo los ojos bien abiertos por si aparecía doblando la esquina mientras se dirigía hacia la casa. No apareció. No le sorprendía demasiado que hubiese conseguido adelantarse al conde.

Como Ben se había esperado de un tipo que guardaba piezas de arte costosas en su casa, la seguridad de Segura era bastante buena. Ben tardó cuatro minutos en meterse dentro. Fue de habitación en habitación sin ser visto, silencioso como una sombra.

El olor a tabaco de pipa impregnaba toda la casa. Muchos desnudos adornaban las paredes, algunos lo suficientemente subidos de tono como para que Ben pensara que o bien la señora Segura era una esposa extremadamente permisiva o que Juan Calixto era soltero. El toque femenino de una mujer deja una huella inconfundible en cualquier hogar; cuanto más veía de aquella casa, más convencido estaba de que no había señora Segura. Por él no había problema. Menos personas que podrían alertar de su presencia.

Oyó un violín en algún lugar de las plantas superiores. Siguió la música por las escaleras, pisando con cuidado el borde de cada escalón para que la madera no crujiera. Al final de la escalera había un rellano oscuro. La música se oía con mayor claridad ahí (tal vez Bach, o Haydn) y el olor a tabaco de pipa también era más fuerte. Del rellano salían tres puertas, una en el centro, otra a la izquierda y la restante a la derecha. La puerta de la derecha estaba entreabierta. La música provenía de la habitación tras esta, así como la rendija de luz. Ben se acercó lenta y sigilosamente hasta la puerta y se asomó por entre la rendija.

La habitación era un estudio. Sentado en una butaca de cuero verde oscuro junto a un escritorio antiguo había un hombre alto y robusto, en la cincuentena y con una mata de cabello peinada hacia atrás desde una frente bastante despejada. Llevaba una camisa con el cuello abierto y una corbata de seda, y estaba jugueteando con el pie de una copa medio llena de vino tinto mientras echaba un vistazo a lo que parecía el catálogo de una subasta de obras de arte. Una pipa curvada pendía de la comisura de su labio y la luz de la lámpara de su escritorio captaba el humo de esta. Segura parecía preocupado. No paraba de mirar al voluminoso reloj de plata de su muñeca, como si estuviera esperando a alguien.

Ben giró muy despacio y con cuidado el pomo de la puerta del medio del rellano y la abrió una rendija. Era un dormitorio. A menos que Segura fuera el soltero más ordenado del mundo, tenía que ser una habitación de invitados. Ben cerró con sigilo la puerta y regresó a vigilar a Segura en su estudio, bien parapetado tras las sombras.

El reloj del escritorio del coleccionista de arte daba casi las 23:15 cuando el timbre de la puerta sonó. Segura dejó la pipa, se levantó y fue hacia la puerta del estudio. Ben se metió a toda prisa en la habitación de invitados cuando el español salió al rellano y bajó con premura las escaleras.

Un instante después, Ben oyó voces, al principio indistintas pero que luego fueron ganando en volumen cuando Segura condujo a su visita al estudio. Ben se agachó para mirar por el ojo de la cerradura y vio a De Crescenzo subir las escaleras tras su anfitrión. El traje del conde esta arrugado tras tan largo viaje. Parecía pálido y nervioso, no paraba de retorcerse las manos y de mostrar sus dientes grisáceos. Estaban hablando en inglés; Ben se imaginó que ese era el único lenguaje que compartían. Segura le indicó al italiano que entrara en el estudio y cerró la puerta tras de sí.

Cuando Ben salió con cuidado de la habitación de invitados sintió un gran alivio al ver que el español había dejado la puerta abierta unos centímetros. Pudo ver a los dos hombres a través de la rendija. Ben se acercó más y escuchó.

—Vayamos al grano —estaba diciendo Segura con su fuerte acento.

De Crescenzo parecía tan nervioso que a duras penas podía respirar.

—El Goya —susurró—. Enséñemelo.

Segura asintió. Abrió un cajón del escritorio, sacó un mando y apuntó con este a un enorme óleo colgado en una de las paredes del estudio. La pintura se deslizó a un lado con el zumbido de un motor eléctrico, revelando una caja fuerte oculta con un teclado numérico a un lado. Tapando el teclado con la mano izquierda, Segura tecleó un número con el índice derecho. Doce dígitos, doce bips. La puerta se abrió.

—Naturalmente —le dijo mientras se volvía hacia De Crescenzo—, la mayor parte de mi colección está guardada en la cámara acorazada de mi sótano. Subí esto antes, consciente de que querría verlo.

Metió ambos brazos en el interior de la caja y sacó un objeto rectangular cubierto por una tela blanca. Ben observó cómo Segura lo llevaba hasta el escritorio y lo depositaba como si fuera a convertirse en polvo de un momento a otro. Cuando el español quitó la tela, De Crescenzo soltó un grito ahogado y susurró:

—¿Puedo cogerlo?

—Con cuidado, por favor —dijo Segura con una sonrisa.

El conde lo cogió. Estaba de espaldas a la pared, por lo que Ben pudo ver sin problemas el cuadro que sostenía en sus manos. Era idéntico al carboncillo de la exposición, el dibujo de un hombre de rodillas rezándole a Dios con expresión de devota pasión, como si su vida dependiera de ello.

La misma obra que había sido robada.

Ben siguió mirándola. ¿Qué estaba ocurriendo?

De Crescenzo apenas si podía mantenerse en pie de la sorpresa mientras contemplaba impresionado el dibujo que tenía en sus manos.

—Ahora entenderá por qué le pedí que viniera aquí en persona —dijo Segura mientras cogía la pipa—. No es algo que se pueda describir sin más por teléfono. Este, mi querido amigo, es el auténtico Pecador penitente. Su autenticidad está todo lo certificada que podría estar. —Volvió a encender la pipa con un mechero que sacó del bolsillo y le dio varias caladas. De la pipa empezaron a salir nubes de humo.

Ben estaba tan estupefacto que tuvo que contener la tos. ¿La pieza robada había sido una falsificación?

—¿Cómo… cómo puedo saber…? —tartamudeó De Crescenzo.

—¿Que este dibujo es el original? —Segura sonrió—. He sido cauto. Más cauto que usted, amigo. —Mientras Ben escuchaba, el español le soltó una perorata acerca de la datación del albayalde, difracción de rayos X, análisis de infrarrojos, dendrocronología y pruebas de isótopos estables y un montón de cosas más de las que Ben no entendía una palabra pero que parecieron bastante convincentes para Pietro De Crescenzo.

—Lo tiene desde hace…

—Diecisiete años —Segura terminó la frase por él. Asintió con la cabeza—. Al igual que el coleccionista privado a quien se lo compré, prefiero evitar la publicidad. Por el mismo motivo, por lo general me niego a prestar piezas de mi colección. —Esbozó una sonrisa lóbrega—. Como creo que bien sabe, es un negocio arriesgado.

El conde dejó con cuidado el Goya sobre el escritorio y se desplomó en una silla cercana. Segura estaba observándolo con detenimiento, y Ben pudo ver la expresión en el rostro del español. Segura no era ningún idiota. Estaba observando todos los ángulos. Estudiando el rostro de De Crescenzo en busca de cualquier señal de actuación que pudiera indicarle que había estado intentando algún tipo de estafa. Hacer que un falsificador discreto pintara una copia, disponer que fuera robado de manera tal que jamás pudiera ser el sospechoso, reclamar la indemnización del seguro y luego fingir total inocencia cuando alguien apareciera con el original.

Pero cualesquiera sospechas que Segura pudiera haber albergado se disiparon ante la reacción del italiano. Nadie podría haber actuado tan bien. De Crescenzo aparentaba de repente doscientos años. Durante unos instantes a Ben le preocupó —tanto como a Segura, sin duda—, que al italiano pudiera darle un síncope.

—¿Quiere beber algo? —le preguntó Segura mientras señalaba hacia un decantador que tenía en el aparador.

De Crescenzo se limpió la frente con un pañuelo, intentó sonreír y negó con la cabeza.

—Gracias, no. Estaré bien.

—Sé que ha tenido que ser un shock para usted —dijo con cierta empatía—. Aunque he de decir que me sorprendió que no realizara pruebas similares para verificar la autenticidad de su obra.

De Crescenzo hundió la cabeza entre sus manos.

—Di por sentado… —Su voz se apagó.

Segura rio.

—Yo también hice eso en el pasado y lo pagué caro. Nos ha ocurrido a todos.

Pero De Crescenzo no estaba escuchando. Siguió sentado allí, temblando, como si empezara a ser realmente consciente de todo.

—Si lo hubiera sabido… si me hubiera tomado la molestia de comprobarlo, en vez de dejar que el sentimiento me cegara, tal vez nada de esta tragedia hubiera ocurrido. Todo esto ha sido mi culpa.

Segura lo miró.

—¿Cómo puede ser usted responsable de lo que hicieron esos animales?

De Crescenzo negó con la cabeza con vehemencia.

—No, no. Usted no lo comprende. Los ladrones querían el Goya.

—Pero ¿por qué iban a hacer eso? Tenían que saber su escaso valor en comparación con…

—No sé por qué —le interrumpió De Crescenzo—. Todo lo que sé es que, si hubiera optado por no incluirlo en la exposición, esa gente inocente no habría muerto. —Se quedó pensativo un segundo y luego su rostro dibujó una mueca y rio con amargura—. La historia se repite. La primera vez los ladrones se fueron con las manos vacías. La segunda, con una falsificación.

Ben, escuchando atento en la oscuridad, se preguntó qué habría querido decir con eso.

Segura se encogió de hombros, sin entenderlo.

—Tiene aspecto de necesitar un trago, Pietro. No puedo ni imaginarme por lo que ha pasado. —Mientras mordisqueaba la boquilla de la pipa, fue junto al aparador y cogió el decantador y un vaso—. Tenga. Un poco de coñac le calmará los nervios.

De Crescenzo negó de nuevo con la cabeza.

—Creo que iré a buscar un hotel. —Se levantó vacilante y le extendió la mano—. Gracias. Mañana regresaré a Roma y daré parte a las autoridades.

—Habría preferido que mi posesión del Goya permaneciera en secreto —dijo Segura—. Pero me temo que ya no dispongo de ese lujo.

—Le agradezco su comprensión —dijo De Crescenzo con voz áspera.

Pasaban dos minutos de la medianoche cuando Segura condujo a De Crescenzo a la planta baja. El italiano cogió su gabardina Burberry del antiguo y ornamentado perchero del recibidor donde la había colgado y a continuación los dos estudiosos del arte se estrecharon la mano y se despidieron.

De Crescenzo salió de la casa a la bochornosa noche. Su mente era como un remolino mientras cruzaba la calle hacia el lugar donde había aparcado el Volvo. Se palpó el bolsillo de la gabardina en busca de la llave. No estaba allí. Estaba tan disperso que no podía recordar si había cerrado el coche o no, tal vez incluso se hubiera dejado la llave puesta. Confundido, probó a abrir la puerta. No estaba cerrada. Se metió en el coche.

La llave no estaba puesta. Soltó una palabrota en voz baja y se tocó el otro bolsillo.

—Buenas noches, Conde De Crescenzo —dijo una voz tras él.