46
Roma
Urbano Tassoni y sus dos guardaespaldas ya llevaban un tiempo residiendo en la morgue de la ciudad, pero su casa seguía a rebosar de policías y forenses. Darcey y Buitoni dejaron el coche en la calle y se abrieron paso por entre el grupo de vehículos aparcados delante de la casa.
Darcey se sentía cansada y tenía calor. Accedieron al vestíbulo de la entrada. Unas cuantas horas de sueño, una ducha fresca y un cambio de ropa no habían ayudado a aliviar la frustración que sentía por haber dejado que su objetivo escapara la noche anterior, y se había pasado toda la mañana intentando de manera infructuosa acceder a las cintas de grabación de que la policía italiana disponía, de acuerdo a cierta difusa información de las altas esferas, tomadas por las cámaras de vigilancia la casa de Tassoni poco después de los asesinatos. Pero ahora, después de martillearle la cabeza a Buitoni para que contactara con un centenar de personas que o bien no respondieron al teléfono o que simplemente pasaron las llamadas a otro departamento donde otro idiota ni siquiera sabía qué día era, parecía que el paradero de la prueba clave que mostraba al asesino Ben Hope escapando de la escena de los crímenes era un completo misterio. A Darcey le sacaba de quicio encontrarse ese tipo de trabas.
—No sé por qué ha querido venir aquí —le dijo Buitoni por encima del hombro—. Ya han registrado el lugar.
Un apósito cubría el corte sobre su ojo izquierdo, allí donde la madera le había golpeado.
—Por el mismo motivo que quería ver esas malditas grabaciones —le dijo ella sin mirarlo—. Para percatarme de esos detalles que la gente por lo general pasa por alto.
—Qué afortunados somos de tenerla —murmuró Buitoni. Llevaba toda la mañana de mal humor. Darcey le lanzó una mirada, pero lo dejó pasar y escudriñó la escena del crimen que tenía ante sí.
Tres siluetas en el suelo y las escaleras mostraban dónde habían yacido los muertos. Evaluando su ángulo y posición, Darcey caminó hasta donde la persona que había disparado se habría encontrado en el momento de efectuar los disparos. Un espejo en la pared más alejada había quedado hecho añicos por una bala que había atravesado a uno de los guardaespaldas. Tras el espejo roto, la bala había abierto un agujero en la pared del tamaño de una piña. Lo mismo había ocurrido con los disparos dirigidos a Tassoni. La bala había viajado en ángulo ascendente hacia las escaleras, había hecho su trabajo con el político y luego había continuado hasta penetrar casi un metro en el estucado, detrás de donde había estado su cabeza.
Darcey pasó por encima del precinto policial y subió las escaleras. Observó el agujero de bala en la pared y pudo ver cómo la luz del día se abría paso al otro lado. Cruzó el rellano hasta una puerta y la abrió con el pie. Se encontró en el interior de una habitación muy luminosa, revestida de paneles de madera lustrosa y caras reproducciones de antigüedades. Tras gastar tal vez dos terceras partes de la energía de su cañón reventando los sesos de Tassoni, la bala había llegado hasta allí para detenerse finalmente en el corazón de un ornamentado reloj de pie situado en la pared posterior. Todo apuntaba a que la policía forense ya había estado allí para sacar la bala y efectuar los análisis y buscar posibles coincidencias. No quedaría demasiado, tan solo una aleación de plomo aplastada y distorsionada que solo mostraría leves trazas de las marcas estriadas del cañón del arma.
Darcey cruzó la gruesa alfombra de color crema de la habitación y examinó el reloj inerte. Sus manillas, con el extremo dorado, se habían detenido a las seis menos tres minutos. El reloj estaba revestido de madera para parecer una pieza propia de un castillo del siglo XVIII, pero a través del revestimiento de caoba astillado pudo ver que la bala había atravesado un reloj de cuarzo moderno controlado por radio. El tipo de reloj que tal vez perdiera un segundo cada dos millones de años o así. Lo que significaba que su testimonio era de fiar. Tassoni se había encontrado con su creador a exactamente las seis menos tres minutos.
Pero a Darcey le preocupaba menos eso que el hecho de que la bala hubiera llegado hasta tan lejos. No encajaba con el perfil de Hope usar un arma así para ese tipo de trabajo. No cuadraba con la idea que se había formado de ese hombre. Un revólver Magnum .357, grande y ruidoso, era el tipo de arma que esperabas encontrar en el cinturón de tipos como Thomas Gremaj. Un arma para tipos malos, para gilipollas petulantes que se modelaban de acuerdo a lo que veían en películas de acción de pésima calidad, que las blandían de costado y gritaban «¡Que te den, gilipollas!» a sus víctimas antes de llenar de balas el lugar con temerario desenfreno. No era el estilo de un hombre que había sido adiestrado por las SAS. Desde el cuartel general en Hereford a las selvas de Borneo y los campos de batalla en Iraq y Afganistán, las lecciones allí aprendidas quedaban tan profundamente grabadas en aquellos tipos que nunca las olvidaban. Darcey se habría jugado su pulgar izquierdo a que la opción de Ben Hope para un asesinato así, algo tan arraigado en él como cepillarse los dientes o atarse los cordones, habría sido una automática de nueve milímetros con silenciador y munición subsónica. Discreta y pulcra, clínica y profesional. Nada de ruido en exceso, ni caos en la escena del crimen, nada de enfrentarse a tres oponentes con solo seis balas en el tambor.
Aun así, pensó, hasta los mejores pueden perder sus facultades.
Pero ¿de verdad que el hombre que había escapado de ella anoche parecía alguien que hubiera perdido sus facultades?
Le vibró el teléfono en el bolsillo. Llevaba dos, uno para los asuntos relacionados con la SOCA y otro personal, que rara vez utilizaba. Era el particular el que estaba sonando. Se preguntó quién estaría llamándole.
—Darcey Kane.
Sin respuesta.
—¿Quién es?
Nadie respondió. Tan solo el sonido de una fuerte respiración al otro lado.
—Que te jodan, pues —dijo, y cortó la llamada. Miró el registro de llamadas entrantes. Era un número oculto.
Seguía con el ceño fruncido cuando Buitoni apareció.
—Ya he visto suficiente —le dijo—. Lléveme al despacho de nuevo.
Una hora después se hallaba en el despacho vacío de Roberto Lario, en las dependencias centrales de los Carabinieri. No tenía estómago para comer nada. El café de la cafetería de la policía estaba lo suficientemente cargado como para que la cucharilla pudiera sostenerse recta, y le estaba ayudando a mantenerse despierta y alerta.
Tal como se había temido, las grabaciones de las cámaras de seguridad de Tassoni aún no se habían materializado. Ni tampoco tenían una sola pista sobre Ben Hope. Era como si las calles de Roma se lo hubieran tragado.
Estaba considerando seriamente la posibilidad de arrojar la taza contra la pared cuando Lario entró en el despacho con gesto estresado. Tiró una carpeta en el escritorio, delante de ella.
—Los agentes de la Interpol han visitado el negocio de Hope en Normandía a primera hora de la mañana —dijo—. Esta es la declaración que le han tomado a su compañero, Jeff Dekker.
Mientras Lario se desplomaba en su silla, se frotaba los ojos y se colocaba la corbata, Darcey ya había leído toda la declaración. Una defensa firme de la inocencia de Hope, cómo no. Giró la silla, cogió un portátil con conexión inalámbrica a internet y tecleó la dirección de la página web del negocio de Ben Hope. Revisó la página hasta que encontró el nombre de Jeff Dekker, hizo clic en este y estudió la imagen del hombre de cabello oscuro que apareció en la pantalla. El expediente militar de Dekker estaba unido con un clip a la declaración que le acababa de dar Lario. Tenía un par de años menos que Hope. Cuerpo de los Reales Marines, seguido de cinco años en el Servicio Especial de Embarcaciones de la Marina Real. Después, una temporada haciendo trabajos en el sector privado antes de unirse a Ben Hope en Francia.
Darcey apartó la silla giratoria del escritorio y miró a Lario.
—Usted habló con Ben Hope antes del asesinato de Tassoni.
Lario asintió.
—Aquí, en este mismo despacho.
—¿Qué tipo de hombre le pareció?
Lario se encogió de hombros.
—Se expresaba con claridad. Tranquilo. Inteligente. Competente.
—¿Estuvo sentado cara a cara con él y no vio nada fuera de lo normal?
Lario extendió las manos.
—¿Qué puedo decir? Se sentó aquí. Era una persona racional. Se comportó con perfecta normalidad, considerando lo que acababa de pasarle. Me dijo que estaba aquí por negocios…
—¿No le preguntó qué tipo de negocios? —le interrumpió Darcey.
—No me pareció importante. En cualquier caso, iba a marcharse a Inglaterra a la tarde siguiente.
—¿Y usted se lo creyó?
—¿Y por qué no iba a hacerlo?
—¿Lo comprobó?
—No había razón para ello. No era sospechoso en ese momento. Era l’eroe della galleria. No tenía motivos para sospechar que ese hombre supusiera una amenaza para Tassoni ni nadie…
Darcey levantó la mano para interrumpirlo.
—Así que dejó que se marchara de aquí, y el resto es historia. Una investigación que deja bastante que desear, ¿no cree?
El rostro de Lario enrojeció y sus ojos parecieron salírsele de las órbitas.
—¿Cuántos años tiene? —le dijo con un tono duro y desafiante.
—No es que sea de su incumbencia, pero tengo treinta y cinco.
—Yo ya era agente de policía cuando usted era una niña. No pienso permitir que una ragazzina me trate como a un estúpido.
Darcey le permitió que le sonriera con gelidez.
—Dejémoslo en que tiene todos mis respetos por su ingente y superior experiencia e intuición. Así que, instrúyame, Roberto. ¿Por qué mató Hope a Tassoni?
Lario no dijo nada.
—¿Tal vez crea que no lo hizo?
Lario permaneció en silencio durante más tiempo y a continuación se puso en pie y se dirigió a la puerta.
—No tengo más que añadir en este punto, signorina —dijo con brusquedad.
—Soy su superiora —le espetó mientras él se disponía a salir del despacho. Pero cuando lo dijo Lario ya había salido y había cerrado la puerta de un golpe tras él—. Gilipollas —murmuró para sus adentros y volvió a mirar la página web para obtener el número de Le Val. Cogió el teléfono y marcó—. Con Dekker, por favor.
—Al aparato —dijo la voz al otro extremo de la línea. Parecía amable, pero tenso de la preocupación. Cuando Darcey se presentó, la amabilidad se esfumó y el tono de preocupación se tornó en hostilidad.
—Piérdase. Muérase.
Darcey cogió aire. Habló sin subir la voz.
—No cuelgue, señor Dekker. Por favor.
—No tengo más que decir de lo que les he dicho a esos gilipollas que se han presentado esta mañana —dijo Dekker, enfadado—. Si quiere saber lo que les he dicho, lea mi declaración.
—La tengo aquí delante —dijo ella.
—Entonces sabe exactamente lo que pienso. Están buscando al hombre equivocado.
—Si es inocente, no tiene nada que temer. Ha de entregarse. Tiene que hablar conmigo.
Dekker rio forzadamente.
—Está perdiendo el tiempo y lo sabe. Todos ustedes. No tienen ni idea de con quién se las están viendo.
—Me hago una ligera idea —dijo Darcey.
—Y, mientras tanto, quienquiera que haya hecho esto estará partiéndose de la risa.
—¿Ha sabido algo de Ben?
—¿Qué le hace pensar que se lo diría si así fuera?
—Porque quiere ayudar a su amigo —dijo Darcey con tranquilidad—. No puede estar huyendo eternamente. Sé lo inteligente que es, pero no es Supermán. Acabará apareciendo. Siempre lo hacen, y es entonces cuando un poli de gatillo fácil recién salido de la academia le meterá una bala por la espalda. Así que le sugiero que lo mejor que puede hacer por Ben es ayudarme a realizar mi trabajo y resolver esta situación.
Jeff Dekker calló y, cuando volvió a hablar, el tono defensivo de su voz parecía haber disminuido un poco.
—Ben llamó.
Darcey se puso tensa. Esa información no figuraba en la declaración policial de Dekker.
—¿Cuándo?
—Ayer por la tarde. Dejó un mensaje en el contestador del teléfono del despacho, pero no lo vi hasta hace un par de horas, después de que los de la Interpol se hubieran marchado. Hemos tenido unas fuertes tormentas y a veces las líneas se caen.
Darcey cogió un bolígrafo y un bloc.
—¿Qué le decía en el mensaje?
—No se emocione demasiado —dijo Dekker—. Solo llamaba para ver cómo iba todo. Llamó desde el aeropuerto de Roma. Dijo que estaba a punto de coger el vuelo a Londres y que regresaría a Francia en un par de días.
—¿A qué hora fue eso?
—A eso de las cuatro.
—¿Y no dijo nada más?
—Solo que el vuelo salía con retraso. Ya le dije que no se emocionara demasiado.
El corazón de Darcey se desplomó de nuevo.
—¿Y no tiene idea alguna de dónde puede estar ahora?
—No, no lo sé. Tampoco es que fuera a decírselo, si lo supiera.
—¿Por qué iba a ir a Londres?
—Eso es personal.
—Nada es personal en una investigación por asesinato, señor Dekker.
—Porque allí es donde vive su novia —dijo tras un instante.
—¿Nombre y dirección?
Dekker suspiró con irritación y se lo dijo. Darcey lo escribió.
—Brooke Marcel. ¿Es francesa?
—Mitad francesa, por parte de padre. No creo que ella le pueda decir nada distinto de lo que yo le he dicho.
—¿Cuál era el motivo del viaje de Ben a Italia?
—Creo que mencionó algo de matar a un tipo llamado Tass-algo.
—Por favor, señor Dekker.
—Fue allí para ofrecerle trabajo a alguien.
—¿Trabajo?
—Aquí, en Le Val. Me imagino que habrá visto el tipo de trabajo que hacemos aquí.
—Y me imagino que usted podrá decirme el nombre de esa persona a la que quería contratar.
—Sí que puedo —dijo Dekker—. Aunque tampoco le servirá de nada. Y si está pensando en llamarle, deje que le diga que no es tan amable como yo.
—Gracias por la advertencia. Le agradecería que me diera ese nombre —dijo Darcey con paciencia.
Jeff Dekker se lo dijo.
Darcey le hizo repetirlo, y a continuación lo escribió en el bloc, justo debajo de los datos de Brooke Marcel.
Le dio las gracias a Dekker, colgó y se quedó sentada durante largo rato contemplando el nombre que acababa de darle.