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Pasaban las dos de la mañana cuando Ben condujo su Honda por distintas calles adoquinadas y por la Porta Settimiana, una entrada de piedra de la época del Renacimiento que daba al barrio de Trastevere, a las orillas occidentales del Tíber. Antes de abandonar la moto junto a un callejón angosto y serpenteante, rebuscó en sus alforjas laterales y encontró unas gafas de sol y un sombrero de ala flexible. Se guardó las gafas en el bolsillo. Desde allí había poca distancia a pie hasta los jardines botánicos de Roma. Trepó por la verja cerrada y minutos después ya caminaba libremente por el parque bajo la luz de la luna. El aire de la noche estaba impregnado del dulce olor de las flores. Permaneció en la sombra, sigiloso e invisible.

Busca siempre terrenos elevados. Una colina lo llevó hasta una cresta desde la que se divisaba la ciudad, donde una hondonada entre algunos arbustos ofrecía una perspectiva ventajosa donde descansar unas pocas horas. Se sentó inmóvil entre las hojas y dejó que la naturaleza lo absorbiera hasta que apenas estuviera allí. Observó las estrellas y las luces de la ciudad y se preguntó cómo estaría Fabio Strada. Pensó en Darcey Kane y en lo que le estaba ocurriendo. Pensó en Jeff Dekker y en el resto de su equipo en Francia. Probablemente ya habrían visto las noticias. Jeff estaría preocupado, pero sabía que Ben no iba a llamar. Primero, los teléfonos estarían pinchados. Segundo, Ben no era de los que implicaba a los amigos en sus problemas. Jeff había pertenecido al Servicio Especial de Embarcaciones. Él habría hecho lo mismo. En ocasiones, un hombre tenía que sacarse las castañas del fuego él solo.

Y entonces Ben pensó en Brooke, y siguió pensando en ella durante largo tiempo. Nunca antes la había echado tanto de menos. Nunca antes había parecido estar tan alejada de él.

Cuando amaneció, se puso de nuevo en marcha.

El lugar obvio para encontrar a un conde italiano sería su palazzo ancestral, salvo por el detalle de que Pietro De Crescenzo no había dicho que viviera allí. Buscando en el listín telefónico de Roma, Ben encontró cuatro posibles y trazó una ruta que lo llevaría en dirección oeste, luego norte y finalmente noroeste, cruzándose Roma de un lado a otro. Se puso las gafas de sol para recorrer la ciudad. Llévalas en Gran Bretaña, y levantarás sospechas de inmediato, como si solo sirvieran para que ladrones, terroristas y asesinos prófugos fueran de incógnito. Pero en Roma todo el mundo llevaba gafas de sol y él era tan solo otro rostro más en los atestados autobuses y tranvías que cogió para cruzar la ciudad.

Alguien había dejado un periódico matutino en un asiento del autobús, y Ben lo cogió. El titular del artículo ocupaba casi toda la primera página. Si bien más detalles del asesinato de Tassoni empezaban a salir a la luz, los oficiales gubernamentales de Gran Bretaña guardaban silencio sobre las especulaciones de que el asesino que andaba suelto por Roma era un antiguo soldado de las SAS.

En la página siguiente, Ben leyó un interesante artículo sobre sí mismo, escrito por un psicólogo criminal de renombre llamado Alessandro Ragonesi. Según Ragonesi, el implacable adiestramiento recibido por los soldados de las fuerzas especiales, en particular las SAS británicas, estaba diseñado para eliminar hasta la más mínima humanidad, programando a hombres otrora decentes en máquinas de matar capaces de cometer las peores atrocidades sin dudar, sentir lástima o remordimiento. Incluso años después, el más leve trauma psicológico u otro factor estresante podrían volver a despertar esa programación y desencadenar actos aleatorios de comportamiento psicópata. Entre un galimatías de jerga científica, Ragonesi explicaba cómo la experiencia del robo en la galería podía haber desencadenado en el que fuera soldado de operaciones especiales un estado de confusión mental tal que había resultado en la trágica matanza en la casa de Urbano Tassoni. ¿Quién sabía dónde y cuándo volvería a atacar ese asesino perturbado?

Las maravillas de la neurociencia moderna, pensó Ben. Ha dado en el clavo.

La primera residencia De Crescenzo que visitó, justo antes de que dieran las ocho de la mañana, era un pequeño adosado con un Volkswagen Beetle antiguo y dos pastores alemanes esmirriados que empezaron a ladrarlo desde el otro lado de una verja metálica. No se imaginó al atildado conde viviendo allí. En el segundo lugar, le dijeron que el anciano llamado Pietro De Crescenzo había muerto un año atrás. Dos descartados, dos restantes.

Pasaban las nueve cuando Ben encontró el tercer lugar de su lista, un deteriorado edificio de apartamentos del siglo XVIII que aún conservaba cierta elegancia y que potencialmente podría haber ser el hogar del Pietro De Crescenzo que estaba buscando. Pero cuando llamó a la puerta, una despampanante chica de cabello oscuro y unos veintidós años le abrió y le dijo que su novio estaba en la oficina. Bien podía haber sido una modelo.

De Crescenzo no parecía de esos.

Tres descartes. Solo quedaba uno.

Se acercaban las diez de la mañana y el sol iba calentándose con rapidez cuando se bajó del autobús y recorrió a pie lo que parecía una zona residencial más adinerada incluso que la de Tassoni. Enormes cipreses ocultaban las casas de la calle. Cuando se acercó a unas elevadas puertas de madera, dos cosas le dijeron que se hallaba en el lugar adecuado. La primera fue la enorme casa blanca que pudo ver a través del follaje. Era de un gusto impecable y refinado: lo que cabría esperar de un hombre con la sensibilidad artística de De Crescenzo.

La segunda fue el sedán Volvo plateado que estaba saliendo por las verjas, levantando la gravilla tras de sí. Ben reconoció al momento la figura desgarbada y demacrada al volante. El conde iba a algún sitio y tenía prisa, demasiada como para percatarse de que Ben estaba en la acera observando cómo se adentraba en la creciente calima.

Ben entró por las verjas antes de que se cerraran automáticamente y echó a andar hacia la casa. La puerta principal no estaba cerrada. En el vestíbulo hacía una temperatura agradable y era de color blanco, con frescos en las paredes y una acertada disposición de estatuas desnudas de reluciente color blanco. Deambulando, entró en un enorme salón y vio a una mujer rubia con un vestido liviano sentada en un sofá con la cabeza sujeta entre las manos. En la mesita cercana había un sofisticado mechero incrustado en un bloque de ónix, y al lado una botella de vodka y un vaso de cristal vacío. A juzgar por lo que quedaba de vodka en la botella y el aspecto de la mujer, ambas se habían dado un buen tute la noche anterior.

Ben estaba a un par de metros de la mujer cuando esta se percató de su presencia y entrecerró los ojos para poder verlo a través de la nebulosa de la resaca. Parecía tener unos cuarenta y cinco años, pero si lo del vodka era algo habitual bien podía tener unos ocho años menos. Tenía el pelo pegado al lado derecho de la cara, el lado del que había estado durmiendo, y se le había corrido el rímel. No parecía importarle que el tirante del vestido se le hubiera deslizado por el brazo.

Ben se quitó las gafas.

—¿Lo conozco? —farfulló en italiano. Obviamente, ha estado demasiado ocupada como para ver las noticias, pensó Ben.

—Soy un amigo de su marido.

—Él no está aquí.

—Lo sé. Acabo de verlo marcharse en coche. ¿Qué ha ocurrido para que se marchara con tanta prisa?

Puso una expresión despectiva y el tirante se le bajó un poco más.

—¿Qué cree usted? —murmuró—. Ese idiota solo está interesado en una cosa. Arte. Siempre arte.

Ben se sentó a su lado. Olía a Chanel n.º 7 y a alcohol rancio. Lo miró vacilante un segundo, con los ojos aún brillantes del vodka.

—¿Quién me ha dicho que es? Esto no tiene que ver con lo que ha ocurrido, ¿verdad?

—Tan solo soy un amigo —dijo Ben—. Me llamo Shannon. Rupert Shannon. —Sacó el paquete de Gauloises—. ¿Fuma?

Ella asintió y sacó uno con sus alargadas uñas pintadas de rojo. Ben se lo encendió con el mechero de ónix y luego se encendió otro para él.

—Ornella De Crescenzo —dijo entre una nube de humo y extendió la mano para que Ben se la estrechara. Le apretó los dedos durante unos cuantos segundos de más, pero podía deberse a que la resaca le había entumecido los sentidos.

—Pietro me ha hablado mucho de usted —dijo Ben—. Es como si ya la conociera.

Casi se atraganta.

—Está bromeando, ¿verdad?

—¿Dijo adónde iba? —le preguntó Ben—. Es importante que pueda hablar con él.

Ornella hizo un gesto impreciso.

—Alguien le llamó anoche. Un tratante de arte o similar. No me acuerdo del nombre. Para mí son todos iguales. Y esta mañana se ha puesto a preparar apresuradamente sus mierdas y me ha dicho que tenía que dejar todo y marcharse a España, a un lugar cerca de Madrid. Y, claro, como no le gusta volar, quería coger mi coche, que es más rápido que el suyo. Ya le he dicho, «toca el coche y pido el divorcio». —Rompió a reír frívolamente.

—Madrid está muy lejos.

—Así no veré a ese stronzo en uno o dos días. Me dejará en paz con mis cosas.

—¿Como beber hasta morir?

Resopló y le dio otra larga calada al cigarro.

—No me parece un mal plan.

—Puede salirle muy caro intentarlo —dijo Ben—. Lo sé bien.

Ornella se le acercó y Ben pudo oler el vodka en su aliento.

—Rupert Shannon. Es un bonito nombre.

Ben lo había tomado prestado del mayor gilipollas que había conocido entre sus excompañeros soldados, el sobrino de un brigada que sorprendentemente había sobrevivido a tres años en los Paracaidistas, y que después, también sorprendentemente, durante un breve espacio de tiempo, había conseguido ganarse el afecto de Brooke.

—Es muy amable por su parte, Ornella.

Ella arqueó una ceja y se acercó más.

—¿Ha venido para quedarse un rato, Rupert? —dijo con un leve ronroneo.

Ben sonrió.

—Creo que le vendría bien un café.

La cocina se encontraba junto al vestíbulo de la entrada, y tenía una moderna máquina para preparar capuchinos que no parecía haber sido estrenada. Ben la encendió y preparó dos cafés solos cargados, puso las tazas en una bandeja y las llevó al sofá donde la Condesa Ornella De Crescenzo se había vuelto a sentar, aún de resaca. Se excusó con el pretexto de que tenía que ir al baño y la dejó sola con el café mientras subía a la planta superior.

Era un lugar enorme y le llevó unos cuantos giros incorrectos y muchas puertas que abrir hasta dar con lo que parecía el despacho de Pietro De Crescenzo. Había una buena colección de cuadros en sus paredes. En el escritorio antiguo había una foto del conde y la condesa de jóvenes, en algún lugar montañoso. Suiza, quizá. Él tenía más pelo y parecía menos cadavérico; ella aún no había descubierto el vodka. Tiempos más dichosos.

Junto a la foto estaba el material habitual de un escritorio: un teléfono, un portalápices lleno de bolis y lápices, un bloc a rayas, un folleto de una exposición y una montaña de correo abierto, facturas y cartas. Ben vio que la que estaba encima era del director de un museo de Ámsterdam que había prestado a De Crescenzo una de las obras maestras de su museo. Las palabras «destrucción» y «trágica» y «consecuencias graves» destacaban en el texto.

Ben cogió el bloc. La primera página había sido arrancada a toda prisa, dejando parte del papel atrapado en las anillas. Acercó el bloc a la luz. Había apretado tanto el bolígrafo al escribir que en la hoja de debajo habían quedado unas leves marcas.

Ben cogió un lápiz del portalápices y, usando el lateral de la punta, sombreó con cuidado las marcas. La escritura que apareció en blanco era el garabato irregular de alguien que había escrito a toda prisa mientras hablaba por teléfono. Tardó unos instantes en descifrar el nombre: Juan Calixto Segura. Debajo había una dirección en Salamanca, España.

Ben fue al portátil de De Crescenzo e hizo una búsqueda en Google del nombre. Segura no tenía página web propia, pero aparecía en listados de tratantes de arte europeos. Al parecer, se especializaba en pintura española de distintos periodos: El Greco, Velázquez, Zurbarán, Picasso. Ben recorrió la lista y se detuvo en un pintor de los siglos XVII y XIX llamado Francisco de Goya y Lucientes.

—Parece que estamos llegando a algún lugar —murmuró Ben. Recordó cuando De Crescenzo le había dicho que no le gustaba volar. Era un largo trayecto en coche por tres países para llegar a Salamanca, por lo que resultaba más interesante todavía que el conde hubiera sentido la necesidad de marcharse para ver a ese Segura tan repentinamente. Lo que quiera que ese tipo le hubiera dicho por teléfono tenía que merecer la pena ser oído. Ben copió con una letra más clara la dirección en otra hoja del bloc, la arrancó, la dobló y se la guardó en el bolsillo, y a continuación quemó la original de De Crescenzo en la chimenea. Borró el historial de búsqueda en el ordenador y luego bajó a la planta baja.

Ornella se había acabado el café y parte del de Ben y estaba de pie, si bien algo vacilante con tan elevados tacones. Se había limpiado el rímel corrido. Cuando Ben entró en la sala, ella se acercó tambaleante hacia él con una enorme sonrisa y le acarició la espalda con la mano.

—¿Se quedará a almorzar, Rupert? Estoy tan sola aquí, en esta casa tan grande.

—Quedan dos horas para el almuerzo.

Ornella De Crescenzo hizo un mohín.

—Tiene razón. Sin embargo, podemos pasar el tiempo, ¿no?

Cuando el conde se haya ido, pensó Ben.

—Ha sido un auténtico placer conocerla, Condesa. Me encantaría quedarme más, pero por desgracia tenía una cita concertada con anterioridad.

La expresión de su rostro se mudó en una de decepción.

—Una lástima. Ha sido tan dulce conmigo. Tiene que haber algo que pueda hacer a cambio por usted.

—Tal vez en otra ocasión —dijo Ben con una sonrisa, y los ojos de Ornella chispearon como el champán. Lo señaló juguetonamente con el pulgar en el pecho.

—Es usted un chico malo.

—No tiene ni idea de cuánto.

Cuando se dirigía a la puerta principal, Ben vio un juego de llaves de coche en un platito ornamentado de plata sobre un mueble del vestíbulo y un llavero de cuero reluciente con el distintivo emblema del tridente. Interesante.

Toca el coche y pido el divorcio.

Tal vez hubiera algo que Ornella podía hacer por él, después de todo. De todas maneras, ella tampoco estaba en condiciones de conducir. Ben cogió las llaves y salió al caluroso día para buscar dónde lo guardaba.

El garaje, tres puertas cubiertas de hidra, estaba a la vuelta de la casa. Usó el mando del llavero para abrir la puerta del medio y cuando esta se elevó soltó un silbido al ver lo que había dentro.

Fugitivo psicópata de las SAS huye en el Maserati de una condesa.

A Silvana Lucenzi le iba a encantar.

Mientras se sentaba al volante del GranTurismo color bronce, ya estaba planificando la ruta. De Roma a Génova, y a continuación pasaría por Niza y Marsella, cruzaría Andorra y luego pondría dirección oeste por España hasta Salamanca. Un trayecto de doce horas en coche, quizá trece. Pero cuando encendió el coche y el rugido de su V8 de 4,7 litros llenó el garaje, supo que podría hacerlo en menos.

Eran las 10:34 de la mañana.

Ben se puso las gafas de sol y pisó el acelerador.