56

Lister soltó una risotada carente de humor al verle la cara a Darcey.

—Así es. Nosotros. Los buenos.

—No me lo creo —dijo Buitoni.

Lister lo miró por el espejo retrovisor.

—¿No? Pues eso es solo el principio.

Un millón de frenéticas preguntas se agolparon de repente en la cabeza de Darcey. Lister acababa de compartir con ellos una información que, aunque fuese cierta a medias, podía hacer que acabaran todos muertos. Una parte de ella deseó no haberlo oído; la otra quería saber más.

—Siga hablando —dijo.

Lister habló con rapidez mientras conducía. El Laguna estaba metido en un denso tráfico que bordeaba la Plaza de la Concordia, con los Campos elíseos a la derecha.

—De acuerdo. El rostro público de Tassoni está más que documentado. Nacido en una familia influyente y adinerada en 1956. Hombre de éxito, guapo, carismático, predestinado desde el principio a ser alguien grande, de una u otra manera. Lo que la gente no sabe es que Tassoni estuvo relacionado con el crimen organizado, años atrás. La mafia italiana, la rusa, aunque nunca pudo demostrarse. Hasta donde sabemos, se presentó por vez primera ante Grigori Shikov a finales de la década de los setenta como un joven muy metido en el movimiento marxista italiano. Esas ideologías no duraron demasiado. Shikov y él han sido fotografiados juntos en numerosas ocasiones desde entonces y se cree que han hecho muchos negocios. Los servicios de inteligencia lo han estado vigilando desde que yo pueda recordar, pero jamás ha dado un paso en falso. No hasta principios de este año, cuando cometió un error que dio a nuestra gente la apertura que buscaban. —Lister miró de nuevo de reojo a Darcey—. Al parecer, a Tassoni le gustaban jovencitos.

Buitoni soltó una palabrota desde el asiento trasero. Darcey no dijo nada.

Lister prosiguió.

—Así que no perdieron el tiempo. Contactaron con él y le ofrecieron un trato. Los términos eran sencillos. Delata a Shikov y saldrás de rositas, o te verás envuelto en un escándalo sexual con menores que acabará con tu carrera. Tassoni aceptó sin pensárselo dos veces. El problema era que ni siquiera él podía ofrecernos nada para dar con Shikov. Entonces, hace unos pocos días, Tassoni contactó con nuestros agentes. Todo apuntaba a que la oportunidad perfecta había llegado. Dijo que Shikov estaba planeando un robo en una galería de arte italiana y que le había encargado el trabajo a su hijo, Anatoly. Un trabajo complicado, desde luego. Su banda y él iban a secuestrar a los tres propietarios de la galería en sus casas por las noches y les iban a obligar a que les dieran los códigos de seguridad. Pero, al final, no ocurrió así.

Darcey frunció el ceño y se esforzó por no perder ningún detalle.

—Aguarde. ¿Está diciendo que la inteligencia británica tenía conocimiento de que ese robo se iba a producir?

Lister tragó saliva y asintió.

—Está todo en el archivo de la Operación Jericó. El archivo real, no la versión censurada que ha visto. Los jefes de mi departamento decidieron dejarles hacer. La policía italiana no fue informada de ello.

—Esto es muy serio.

—Siga escuchando. No dispongo de mucho tiempo. Fue Tassoni quien reclutó al equipo italiano para el trabajo, incluyendo a su propio guardaespaldas, Rocco Massi. Lo que Rocco no sabía era que lo estaban usando como títere. Si hubiera sido detenido y hubiera intentando llegar a un acuerdo delatando a su jefe, lo habrían silenciado. Resulta que salió limpio de todo. Pero lo que Tassoni no sabía era que uno de los tipos a los que reclutó, Bruno Bellomo, era un agente secreto cuyo nombre real era Mario Belli. ¿Me siguen?

—Continúe.

—Si hubiera salido bien, cualquiera de estas dos cosas podría haber ocurrido. Una, Anatoly nos habría llevado directos a su padre, en cuyo caso padre e hijo podrían ser detenidos juntos. Nos habría tocado el gordo. La otra alternativa, si los Shikov eran más cuidadosos y no establecían contacto directo alguno, cogeríamos con la ayuda de Belli solo a Anatoly y lo presionaríamos. Era un cabrón sádico, pero en el fondo no era más que un enclenque consentido que se habría venido abajo sin dificultad y que habría aceptado entregar a su padre antes que pasarse el resto de su vida en prisión.

Darcey rio con amargura.

—Me encanta la manera en que su gente trabaja.

—Déjeme continuar. Así era como tenía que suceder. Todo cambió cuando Anatoly alteró los planes en el último momento. Belli aún podía llevarnos hasta él, eso no era un problema. Pero cuando el robo pasó de ser una incursión nocturna sencilla y discreta a ser un asalto en toda regla y a plena luz del día, permitieron que un factor nuevo y completamente inesperado entrara en la ecuación.

—Y el nombre de ese factor era Ben Hope —dijo Darcey.

—Ninguno de los dos bandos podía haber predicho que un tipo así iba a verse implicado. Una persona normal habría sido tomada como rehén junto con el resto, o bien habría muerto.

—Y eso era un riesgo aceptable, al menos en lo que respecta a los suyos. Daños colaterales.

Lister la miró de nuevo de soslayo mientras conducía.

—No me mire así, ¿de acuerdo? Yo soy un recién llegado. No tomo parte en esos putos planes.

—Así que Ben Hope ayudó a salvar a cuantos rehenes pudo. Conozco la historia. O tal vez hizo que lo pareciera.

Lister negó con vehemencia con la cabeza.

—Solo sabe lo que quieren que sepa, la información que han permitido que figure en el informe de la policía. Lo que no sabe es que Hope mató a Anatoly Shikov con un atizador y evitó que una de las rehenes fuera violada. Y asesinada, con toda probabilidad.

Darcey no respondió. No había sido informada de eso.

—Como si eso no hubiera jodido la operación lo suficiente —prosiguió Lister—, también cogió a nuestro hombre, Belli, y lo colgó de una ventana. Y eso terminó con todo el plan.

—Así que ahora son todo contención.

Lister asintió.

—Tan sencillo como eso. Tassoni sabía demasiado. Rocco Massi también. Acabaron con ellos dos y cubrieron su rastro para que pareciera un trabajo chapucero. La idea inicial era echarle la culpa a ese ecologista radical del Frente de Liberación de la Tierra.

—Pero, entre tanto, Ben Hope averiguó la conexión con Tassoni y decidió ir a hacerle una visita.

—Algo de nuevo completamente inesperado —dijo Lister—. No sé siquiera cómo lo averiguó.

—Me aseguraré de preguntárselo cuando lo coja —dijo Darcey.

—Solo que, en esta ocasión, en vez de fastidiar los planes, cuando apareció por sorpresa, nos ofreció una salida.

—¿Y cómo es eso? —preguntó Buitoni mientras fruncía el ceño.

—Cargándole con los asesinatos y enviando a alguien como usted tras él, así recuperaban el control. Hope ha pasado de ser un lastre a un valor activo. —Lister señaló a Darcey—. Y, una vez usted se lo entregue, van a usarlo.

Darcey parpadeó.

—¿Usarlo?

—Tigres y corderos —dijo Lister.

—¿Disculpe?

—Es algo que dijo mi jefe. Cuando quieres coger a un tigre, clavas un palo en mitad de un claro en la selva. Atas un cordero a ese palo. Entonces todo lo que tienes que hacer es esperar en lo alto de un árbol con tu rifle. Tarde o temprano, el tigre aparecerá.

—No creo que Ben Hope sea tan fácil de coger.

—No está entendiendo lo que digo. Ben Hope no es el tigre. Es el cordero.

Entonces, Darcey lo entendió.

—Quieren usarlo de cebo.

Lister asintió.

—Shikov es el tigre. Saben que nada lo detendrá en su deseo por vengar a su hijo. Quieren que mate a Hope y quieren cogerlo haciéndolo.

—Santo Dios —gimió Buitoni desde el asiento trasero.

Lister golpeó el volante con la palma de la mano.

—Todo está hasta arriba de mierda. No me metí en el servicio de inteligencia para esto. No puedo soportar ser parte de una cacería contra un hombre inocente. No solo es inocente sino que, además, Hope arriesgó su vida para salvar a esa gente. Al igual que arriesgó su vida por su país, y ahora esos cabrones están deseando quitársela.

—Pero usted es parte de esto, Lister.

—Ya no. No tras esto. Lo he dejado. Bueno, no exactamente.

—¿Se ha ido sin más?

—No puedo dejar que esto ocurra. Alguien tiene que detenerlos.

—¿No está corriendo un grave riesgo al hablar conmigo?

—Mayor del que se imagina. Pero no sabía a quién más acudir.

—Y se está olvidando de una cosa. El trato de Shikov con los terroristas. Si las fuentes están en lo cierto…

—Entonces los talibanes estarán en posesión de dos helicópteros de ataque Black Shark. Lo sé.

—La tripulación de nuestros Apaches no sabrá qué los ha impactado. Cientos de soldados británicos estarán en peligro. ¿Todo por salvar a un hombre inocente?

Lister se volvió para mirarla.

—Mi padre fue capitán del Cuerpo de los Reales Marines. Murió en Iraq por su país. ¿Cree que quiero poner en riesgo a nuestras tropas ahí fuera? No puede permitirse que el trato de Shikov llegue a término. Tan solo digo que no puedo quedarme parado y dejar que las cosas sucedan de esta manera. No lo haré.

—Es probable que no pueda demostrar nada de lo que nos ha contado.

—Sí puedo.

—¿Cómo?

—No diré una palabra más hasta que acepte ayudarme.

—¿Ayudarle a qué?

—Tenemos que ponerle fin a esto.

—¿Tenemos?

—Por favor. Como le he dicho, no sabía a quién más acudir.

Darcey estaba a punto de responder, pero las palabras murieron en sus labios cuando un movimiento en el espejo retrovisor captó su atención. Se volvió en su asiento y Buitoni hizo lo mismo.

El Laguna se había alejado de la Plaza de la Concordia y avanzaba en paralelo con el Sena por la Voie Georges Pompidou. Dejaron atrás el Louvre a su izquierda, pero Darcey estaba más interesada en las dos motos que se estaban abriendo paso por entre el tráfico hacia ellos. Sus pilotos iban prácticamente pegados al manillar, y los pasajeros se divisaban por encima de ellos. Los cuatro llevaban cazadoras de cuero negras y sus rostros quedaban ocultos tras visores opacos.

En segundos, las motos habían alcanzado al Laguna y se habían colocado a ambos lados del coche. El ruido de sus tubos de escape era gutural y fuerte. La moto del lado de Darcey estaba tan pegada a ellos que pudo ver sin problemas el logo de Kawasaki en el depósito.

—¡Son ellos! —gritó Lister.

Como a cámara lenta, Darcey vio que el copiloto de la Kawasaki se llevaba una mano enguantada al pecho. Se bajó la cremallera de la cazadora de cuero. Su mano desapareció en el interior y sacó una pistola ametralladora micro-Uzi negra con correa.

Buitoni también lo vio y fue a sacar su pistola. Pero Darcey fue más rápida. Apartó las manos de Lister y cogió el volante para girar con brusquedad un cuarto en el sentido de las agujas del reloj. Con un chirrido de neumáticos, el Laguna viró a la derecha y se golpeó contra la moto. El impacto hizo que el coche empezara a girar frenéticamente por la carretera. La moto se cayó y se golpeó contra el asfalto levantando una lluvia de chispas, a continuación se volteó y cayó encima del piloto. El ocupante del asiento trasero dio una voltereta hasta golpearse contra un Volkswagen. El sonido fue tan terrible que Darcey pudo oírlo incluso por encima del motor del coche.

—Por favor —gimió Lister—. No dejen que me maten.

—Calle y conduzca. —Darcey apuntó con la Beretta a la segunda moto. Antes de que pudiera efectuar el disparo, el del asiento trasero apuntó con otra micro-Uzi idéntica por encima del hombro del piloto y abrió fuego. Las balas golpearon la carrocería e hicieron añicos la ventanilla de Lister. El salpicadero y el interior del parabrisas se tiñeron de rojo.

Lister soltó un grito agudo y estridente. Cayó encima del volante. Su pie pisó el acelerador.

En esos momentos estaban casi pegados el río, a pocos metros de la orilla. El coche empezó a virar hacia allí. Buitoni gritó algo en italiano que Darcey ni se molestó en intentar comprender. Tiró la pistola y forcejeó con el volante y con el peso del cuerpo de Lister para intentar mantener el coche en la carretera e intentar quitarle el pie del acelerador.

Pasaron por debajo de un puente y casi se chocaron con una furgoneta de tres ruedas. La moto llegó hasta ellos de nuevo, y el ocupante del asiento trasero soltó otra ráfaga de balas. Buitoni disparó tres veces, pero erró todos porque el Laguna se movía de lado a lado.

La carretera se curvaba a la izquierda y de repente aparecieron unos árboles entre el río y ellos. El cuerpo de Lister se desplomó hacia la derecha cuando Darcey tomó la curva, golpeándola hacia atrás y haciendo que soltara el volante. El Laguna iba a cien kilómetros por hora cuando se golpeó contra la acera herbosa, comenzó a derrapar, se chocó contra los árboles y empezó a dar vueltas de campana. Se detuvo sobre el techo y permaneció quieto junto a la orilla del río.

Darcey abrió los ojos. Estaba suspendida del cinturón de seguridad en el coche volteado y cubierta de sangre. El shock la paralizó unos instantes, hasta que se dio cuenta de que la sangre era de Lister. Estaba colgando del asiento del conductor y la sangre le caía de la boca mientras intentaba respirar y hablar. El interior del coche estaba lleno de restos y objetos desparramados. Había cristales por todas partes. El cargador del teléfono de Lister pendía del cable y las monedas se le habían caído del bolsillo.

—Paolo. —Darcey tosió e intentó girarse hacia el asiento trasero para ver a Buitoni—. ¿Se encuentra bien? —Se soltó el cinturón y cayó al techo interior del coche. Fue a gatas junto a él—. ¡Paolo!

Buitoni no respondió.

No podía. Se había partido el cuello en la colisión.

Por entre la ventanilla rota, Darcey vio que la moto se detenía junto a la carretera, a solo treinta metros de distancia. El pasajero se bajó primero, aún con la Uzi en la mano. Luego el pilotó bajó también, puso el caballete a la moto y los dos cruzaron tranquilamente la carretera en dirección al río.

Darcey recordó la Beretta. Tras unos segundos frenéticos buscándola, supuso que debía de habérsele caído por la ventanilla mientras daban las vueltas de campana. Intentó coger la de Buitoni, pero estaba atrapada bajo su cuerpo y no podía moverlo.

—Tenemos que salir de aquí —le dijo a Lister—. Ahora.

Lister pendía de su cinturón de seguridad enmarañado, junto a ella, casi pegado al techo volteado del coche. Intentó hablar, pero todo lo que salió de su boca fue sangre. Darcey supo entonces que era demasiado tarde para él. Estaría muerto en cuestión de minutos y en sus ojos vio que él también lo sabía. Extendió una mano temblorosa. Levantó el dedo índice, lleno de sangre.

Darcey se percató de que estaba señalando a una de las monedas que se le habían caído, libras y euros, desperdigadas por el techo del coche. Su índice señalaba con poca energía a la libra. Se estaba apagando con rapidez. Bajó la mano y Darcey miró la mancha que había dejado en la cabeza de la Reina, en el revés de la moneda. Lister levantó la mano y levantó el índice. Sus ojos la miraron implorantes. Entiéndelo. Por favor, entiende lo que estoy intentando decirte.

Lister extendió la mano, pulgar y resto de dedos pegados. A continuación dobló el meñique y el anular.

Estaba haciendo un número.

Uno. Cinco. Tres.

—¿Qué es uno-cinco-tres? —le preguntó con apremio. Miró de nuevo a la moneda ensangrentada. ¿Se refería a dinero? ¿Ciento cincuenta y tres qué? ¿Millones?—. ¡No lo comprendo!

Los motociclistas estaban en esos momentos a tan solo veinte metros. El piloto se había abierto la cazadora, revelando una pistolera. Mientras caminaba, sacó una pistola. El pasajero mantuvo la Uzi a la altura del costado y soltó una ráfaga ensordecedora de disparos. Darcey se agachó y las balas perforaron la carrocería y rebotaron en el interior del coche.

Cuando alzó la vista de nuevo, Lister estaba muerto. Una bala le había reventado la frente.

Darcey salió como buenamente pudo del coche. Las balas levantaron el terreno a su alrededor cuando echó a correr por entre los árboles hacia el río.

Solo había un lugar a donde ir.

Corrió directa a la orilla de hormigón, dispuesta a zambullirse en las aguas del Sena. Mientras se tiraba, cogió aire y se preparó para el shock inminente de las aguas gélidas. Soltó un grito ahogado cuando su cuerpo atravesó la superficie y luego comenzó a nadar frenéticamente, sumergiéndose con fuertes brazadas. El agua rugía en sus oídos. Las balas pasaron a su lado, dejando pequeñas estelas en espiral. Nadó con más fuerza hasta que el corazón empezó a resonarle con fuerza y los pulmones amenazaron con estallarle.

Cuando Darcey emergió a la superficie, boqueando para coger aire, estaba a cien metros río abajo, oculta por un soporte en arco del puente. Se acurrucó contra el lateral y observó cómo los dos motociclistas regresaban al Laguna siniestrado. Uno de ellos tiró un pequeño objeto negro por entre la ventanilla rota.

Casi al momento, las llamas engulleron el coche. Los motociclistas se volvieron y echaron a correr hacia la moto. Una sirena de policía empezó a ulular en la distancia. Luego una segunda.

Cuando la motocicleta se marchó, el Laguna en llamas estalló.