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A Anatoly no le llevó mucho tiempo encontrar la obra para la que su padre le había enviado a Italia. El dibujo de Goya enmarcado se parecía mucho a la foto que había visto en el estudio del viejo. Tan solo una pintura sencilla, aburrida con ganas en su opinión, de un tipo de rodillas. El pobre bastardo iba descalzo y tenía una expresión desesperada en su rostro demacrado. Llevaba una especie de sotana sin forma alguna que bien podría haber sido del material con el que se fabricaban los sacos, y tenía las manos unidas, suplicantes, mientras rezaba fervientemente a Dios por algo o alguien. La salvación, supuso Anatoly. O tal vez un traje decente.

Contempló la pintura durante largo rato mientras las dos mismas preguntas no paraban de rondarle la cabeza. ¿Por qué alguien se molestaría en dibujar algo tan deprimente y aburrido? ¿Y por qué coño nadie querría tenerlo? De su viejo cabría esperar algo mejor.

Había una pequeña plaquita en la pared junto a la vitrina expositora que protegía el dibujo. Decía: «Francisco Goya, 1746-1824». Debajo había una nota explicativa de cómo había sido recientemente descubierto tras creerse durante años largo tiempo perdido y bla, bla, bla. Anatoly solo lo leyó por encima. Negó con la cabeza, se apartó y dedicó unos instantes a contemplar pensativo los demás cuadros que colgaban de las paredes de la galería. Óleos enormes de colores ricos y atrevidos con marcos dorados y ornamentados.

Eso ya era otra cosa. No tenía en muy alta consideración ese tipo de arte, pero había oído hablar de nombres de artistas famosos como Da Vinci. ¿Y quién no? Y no hacía falta ser un snob del arte para saber que había una maldita fortuna colgando de las paredes, allí mismo, al alcance de su mano. Con solo uno de esos cuadros seguro que se podía comprar otro Lamborghini, incluso tras el reparto. Eso le hizo volver a preguntarse por qué lo habían enviado a robar un dibujo pésimo y monocromático de un tipo escuálido rezando sus oraciones. Ni siquiera tenía un marco bonito, tan solo una madera negra y lisa.

Pero, qué demonios. Anatoly suspiró y se volvió de nuevo hacia el Goya. Levantó su Steyr y estaba a punto de hacer añicos la vitrina expositora cuando recordó lo que el capullo de Maisky le había dicho acerca de las contraventanas de seguridad inexpugnables que sellarían todo el lugar si alguien intentaba coger alguna de aquellas obras de arte. Antes de poder descolgarlo de la pared, tenía que introducir los tres códigos para desactivar el sistema de alarma secundario. Vale. Algunas partes del plan de su padre sí tenían sentido.

Anatoly regresó a la habitación lateral, jugueteando con su arma mientras caminaba. Pasó junto a la mesa de la comida y cogió un puñado de aceitunas rellenas de uno de los platos que no había reventado momentos antes. Se las metió por el agujero para la boca de su pasamontañas y masticó ruidosamente conforme se acercaba al grupo de rehenes. Gourko y Rykov se cernían amenazadores sobre ellos, apuntándolos con sus armas. Turchin estaba junto a la ventana, llenando un cargador con unas balas sueltas que tenía en el bolsillo. Rocco Massi y uno de sus hombres estaban repantingados en las sillas de lona, con las armas descansando despreocupadamente sobre sus regazos. Los dos italianos a los que Rocco había mandado arriba aún no habían regresado.

Anatoly cogió otra aceituna y escudriñó aquella multitud de rostros aterrorizados. Tenía el control. Su mirada se detuvo en la joven que estaba en brazos de su madre. El rostro le quedaba oculto por una mata de rizos rubios, pero recorrió con la mirada las curvas de su cuerpo y le gustó lo que vio. El tirante de su vestidito se le había deslizado por el hombro, mostrando la fina tira del sujetador que llevaba debajo. No podía tener más de quince años, pensó, y se preguntó si aún sería virgen. Una hermosa florecilla aguardando a ser desflorada por Anatoly. Bonito. Muy bonito.

Dos de los rehenes soltaron un grito ahogado de terror cuando Anatoly dio un paso al frente y cogió con brusquedad del brazo a la chica. Esta soltó un sollozo cuando sus dedos le presionaron la piel. La arrancó de su madre y la giró para poder verle la cara. Qué adorable. Le acarició la mejilla. La tenía pegajosa de las lágrimas y eso fue lo que más le excitó. Ladeó la cabeza, miró aquellos dulces y vidriosos ojos azules e hizo una mueca.

—Después, nena, después —murmuró en ruso.

Sin embargo, tenía asuntos más acuciantes de los que ocuparse primero. Tiró a la chica al suelo. Observó al resto de los rehenes y al momento encontró los rostros de los tres hombres cuyas fotos su padre le había mostrado.

—Tú, tú y tú —dijo, apuntando con su Steyr.

Rocco Massi se puso de pie y señaló con el pulgar a los tres hombres.

—Levantaos —gritó en italiano.

De Crescenzo, Corsini y Silvestri se pusieron de pie nerviosos. Estaban entumecidos por haber estado de cuclillas en el suelo. El conde estaba pálido como un muerto. Silvestri se limpió la suciedad del traje e intentó mantener la compostura y dignidad. El rostro rechoncho de Corsini estaba rojo de la indignación. Abrió la boca para decir algo, pero no llegó a hacerlo, porque Gourko le golpeó con fuerza en la cara y luego lo cogió del cuello de la camisa y lo empujó con brusquedad hacia la puerta. Corsini se trastabilló y Anatoly dirigió la punta de su bota a sus fofas nalgas y lo mandó de morros hacia la puerta.

—No hay necesidad de semejante violencia —tartamudeó De Crescenzo—. Sea lo que sea lo que queráis, os lo daremos gustosos.

—Oh, eso lo sabemos —dijo Rocco Massi. De Crescenzo y Silvestri fueron conducidos al otro lado de la puerta a punta de pistola mientras Corsini se ponía en pie con un gemido.

Anatoly señaló hacia la puerta cerrada que había a pocos metros, en la pared posterior.

—Pregúntales qué hay allí —le dijo a Rocco.

El italiano grandullón lo tradujo. De Crescenzo se aclaró la garganta y respondió:

—Es el despacho desde el que se controla el sistema de seguridad.

—Abre la puerta.

El conde rebuscó en su bolsillo y sacó una llave con la que abrió la puerta del despacho. La habitación era pequeña y con poco mobiliario, salvo por un par de archivos de acero, un escritorio con un equipo informático y algunas sillas de oficina.

Obligaron a los tres dueños de la galería a sentarse. Anatoly se apoyó contra uno de los archivos mientras giraba su arma. Rocco se colocó junto a la silla de Corsini y se agachó para que su nariz quedara a escasos centímetros del rostro sudoroso del hombre y le dijo:

—Cada uno de vosotros dispone de un código distinto para desactivar el sistema de alarma secundario. Tienes cinco segundos para introducirlo.

Agarró la silla por el respaldo y condujo al hombre rechoncho hacia el escritorio con brusquedad. El ordenador estaba en modo de espera y la pantalla cobró vida cuando Rocco movió el ratón. Pulsó algunas teclas y se abrió un recuadro vacío con un cursor parpadeante en el extremo izquierdo invitando a introducir el código.

—No lo haré —murmuró Corsini.

—¿Qué es lo que ha dicho ese cabrón? —preguntó Anatoly mientras arqueaba una ceja.

—Dice que no va a hacerlo.

—Eso pensaba. Ya lo veremos. —Anatoly echó a andar con resolución. Pasó junto a los hombres sentados y salió del despacho. Se oyó cierto tumulto tras la otra puerta. Instantes después, Anatoly regresó a la habitación, tirando de la muñeca de una mujer que no paraba de gritar y patalear, la novia del barbudo a quien Gourko le había roto la nariz. Anatoly cerró la puerta del despacho de una patada, dejó a la mujer en el suelo y la dejó medio inconsciente con un manotazo de revés en la mandíbula. Se cernió sobre ella y quitó el seguro de la Steyr. Pegó el cañón a la cabeza de la mujer.

Corsini había pasado del púrpura al blanco. Silvestri y De Crescenzo lo miraron.

—Luigi —dijo De Crescenzo con un tembloroso susurro—. Por el amor de Dios, haz lo que te pide.

Corsini miró a sus colegas y luego a la mujer, y después a Anatoly. Su rostro se crispó por la agonía de la responsabilidad. Empezó a guiñar el ojo izquierdo con un fuerte tic nervioso.

—El código —dijo Rocco Massi.