11

Eran exactamente las 6:46 de la tarde cuando la furgoneta apareció en la entrada y aparcó en el patio delantero junto al acceso a la Academia Giordani. El conductor bajó la ventanilla cuando los dos tipos de seguridad se acercaron al vehículo pavoneándose con sus oficiosos ceños fruncidos. Ghini, el del bigote, fue el primero en percatarse del tamaño intimidante del conductor cuando este se asomó por la ventanilla para hablar con ellos. Se vio a sí mismo y a su colega, Buratti, reflejados como dos cretinos en los cristales de espejo de sus gafas envolventes. Se cruzó de brazos para parecer más grande, intentó hacerse el duro y dejó que fuera Buratti quien hablara.

—Creo que se han equivocado de sitio —dijo Buratti.

El conductor puso gesto de desconcierto y negó con la cabeza.

—Esta es la Academia Giordani, ¿no? Tenemos una entrega para ustedes.

—Nadie nos ha informado de ello.

El grandullón sacó una hoja amarilla impresa del abultado bolsillo del pecho de su camisa.

—Véalo usted mismo.

Buratti la estudió con detenimiento. Todo apuntaba a que sí se había solicitado ese material.

—Tenemos un problema. En estos momentos se está celebrando una exposición.

—¿Y?

—¿No ve que hay gente dentro? No puedo tener a un grupo de obreros echando a perder las vistas de las ventanas de la galería. Tendrán que volver mañana.

—De ninguna manera. Tenemos trabajos apalabrados hasta el mes que viene, amigo.

—Cuando hable con su jefe lo veremos.

—Yo soy el jefe.

Buratti se mordió el labio y frunció el ceño pensativo. Si los despachaba, seguro que le caía alguna reprimenda.

—De acuerdo, pero háganlo rápido. Quiero que descarguen el material y saquen esta furgoneta de aquí en cinco minutos.

—De acuerdo.

Buratti les indicó con la mano que pasaran y la furgoneta bordeó el edificio, con el crujir de los neumáticos al pasar por encima de la gravilla, y siguió el camino que rodeaba la parte trasera del edificio hasta detenerse delante de la sección moderna. El motor diésel se apagó con un estremecimiento.

Rocco Massi abrió su puerta y se bajó de un salto. Bellomo y Garrone hicieron lo mismo. Nadie dijo una palabra. Por entre las alargadas ventanas de cristal del edificio Rocco pudo ver que había gente dentro, contemplando unas pinturas. Conversando, señalando, admirando, uno o dos tomando vino. Panda de mierdosos petulantes. Estaban demasiado ocupados como para percatarse de nada. Sonrió. En cinco minutos, las cosas serían muy diferentes para esa buena gente.

Los dos guardias de seguridad estaban observándolos con impaciencia desde las inmediaciones de la entrada. Rocco estiró bruscamente la cabeza como si estuviera llamándolos y ellos se acercaron corriendo. Su pose de tipos duros fue desinflándose a cada paso. Les sacaba una cabeza a ambos, y su ceñida camiseta negra le marcaba todos y cada uno de sus músculos. Bellomo y Garrone se apoyaron contra el lateral de la furgoneta y observaron en silencio.

—¿Qué ocurre? —dijo Buratti.

—Cambio de planes —dijo Rocco—. Si quieren que nos vayamos de aquí rápido, tendrán que ayudarnos a descargar.

—¿Qué?

—No nos llevará mucho tiempo si lo hacemos lo cinco. —Rocco señaló a la sección del terreno donde aún seguía parte del material de la construcción—. ¿Allí está bien?

—Estarán de coña.

—No. Hay muchas cosas allí. Véanlo por ustedes. —Rocco los atrajo a la parte trasera de la furgoneta, donde quedarían fuera del campo de visión de los invitados de la galería.

Buratti estaba haciendo un gran esfuerzo por parecer fiero y profesional, sin éxito.

—Escuche, hagan su trabajo y nosotros haremos el nuestro. No nos pagan para descargar material de jardinería. Tenemos un trabajo que desempeñar.

—Sí —dijo Ghini—. ¿Por quién nos ha tomado?

Rocco los miró de manera impasible tras sus gafas curvadas.

—Por un par de gilipollas muertos —dijo y abrió la puerta trasera de la furgoneta.

Lo primero que Ghini vio en el interior de la furgoneta fue lo último que vería en ese mundo. Spartak Gourko estaba acuclillado tras la puerta, observándolo impertérrito. Ghini lo miró y luego miró al extraño cuchillo que tenía en la mano. El hombre estaba señalando con él al torso de Ghini, pero no se movió. Entonces de repente se oyó un crujido y el filo del cuchillo salió disparado cual misil. Su afilada punta se le clavó profundamente, haciéndole añicos una costilla y perforándole el corazón. Murió antes de caer al suelo.

Buratti retrocedió presa del pánico y luego soltó un gemido ahogado cuando Bellomo se colocó tras él y le clavó un cuchillo de combate en la espalda. Se desplomó encima de Ghini.

Spartak Gourko bajó de un salto de la furgoneta. En la mano blandía la empuñadura del cuchillo y una especie de muelle alargado de acero sobresalía allí donde debería haber estado el filo. Un recuerdo de sus días en los Spetsnaz. Separó a los cadáveres de una patada y sacó el filo retráctil del torso de Ghini. Lo guardó en una especie de funda de metal y lo comprimió en el interior de la empuñadura, no sin cierto esfuerzo, antes de volver a colocar el arma en su cinturón.

Anatoly Shikov bajó de la furgoneta a continuación, seguido de los otros tres rusos, cada uno de ellos con una enorme bolsa de viaje de lona negra. Con sus fuertes manos agarraron a Ghini y Buratti por el cuello de la camisa y el cinturón y los arrojaron a la parte trasera de la furgoneta Mercedes.

Las losas y las piedras decorativas estaban en una cuneta, a kilómetros de allí.

Anatoly cerró las puertas de un golpe, se arremangó la chaqueta y miró la esfera de su reluciente Tag Heuer. Justo en ese momento, la radio cobró vida. Respondió. Era la voz de Petrovich, transmitiendo desde algún lugar más allá del bosque.

—Podéis empezar —le dijo Petrovich en ruso.

—¿La línea fija está muerta?

—Tanto como la música disco.

—De acuerdo. Quedaos tú y como se llame allí.

—Caracciolo. Recibido. Nos vemos cuando esto acabe, jefe.

Anatoly cortó la comunicación. Abrió una sencilla bolsa de deportes negra, sacó el bloqueador de llamadas por móvil que su padre le había dado, lo colocó en el asiento del copiloto de la furgoneta y lo activó. Y así, de repente, todas las comunicaciones desde y a la Academia Giordani quedaron cortadas. En la bolsa de deportes también llevaba un maletín acolchado que su padre le había dado, del tamaño de las medidas del Goya. Anatoly se la colgó al hombro.

Los ocho hombres avanzaron con rapidez por la gravilla y se detuvieron en el exterior de la entrada para abrir sus bolsas. Primero sacaron los pasamontañas; el típico de tres agujeros de uso militar. A Rocco no le gustaba quitarse las gafas, pero no podía llevarlas con el pasamontañas. Se las quitó a regañadientes y las guardó en el bolsillo. Luego se pusieron unos guantes de cuero ultraajustados y finalmente sacaron las armas. Cinco pistolas ametralladoras Steyr TMP ultracompactas de nueve milímetros y cargadores de veinte proyectiles. Anatoly cogió una como un niño cogería unos caramelos, mientras que Rocco Massi se decantó por uno de los dos fusiles de asalto AR-15 con lanzagranadas bajo del cañón. Gourko se quedó el otro. La última arma de fuego en sacar fue una escopeta de corredera automática Remington del calibre 12 con culata plegable. Muy útil para reventar cerrojos y, por lo general, para hacer pedazos todo lo que estuviera cerca. Esa cayó en manos de Garrone.

Entre todos, tenían armas de fuego suficientes como para abastecer a un regimiento.

Una vez estuvieron preparados, todos los ojos se posaron en Anatoly. Estaban aguardando sus órdenes. Cómo adoraba ese momento.