7

Por lo general, nadie habría sabido ni le habría importado adónde iba la furgoneta. Era un vehículo comercial normal y corriente de la casa Mercedes, de color blanco aunque sucio y lleno de abolladuras, con «SERVIZI GIARDINIERI ROSSI» en letras descoloridas en los laterales. Una de los millones de furgonetas que iban y venían a diario y a las que nadie prestaba atención. No había nada destacable o inusual en el conductor ni tampoco en los dos tipos que iban sentados con él en la cabina. Sus nombres eran Beppe, Mauro y Carmine y todos trabajaban para la pequeña empresa con sede en las afueras de Anzio que vendía suministros de jardinería y materiales de paisajismo. El último trabajo del día era llevar unas losas y piedras decorativas a la Academia Giordani, la escuela de arte situada en las afueras de la ciudad donde últimamente habían estado llevando bastante material.

Pasaban las cuatro de la tarde y conducían por una estrecha carretera de tierra desierta salvo por el Audi Q7 negro que tenían detrás. Lo llevaban pegado desde hacía algunos kilómetros, y de tanto en tanto Beppe miraba por el espejo retrovisor y fruncía el ceño al ver cómo aquel enorme deportivo utilitario se le estaba pegando al culo. Mauro estaba fumando un cigarrillo, disfrutando de aquel momento de tranquilidad antes de que tuviera que ponerse los guantes de trabajo y descargar los pesados materiales que guardaban detrás. En el asiento de la ventanilla, Carmine estaba pensativo, como siempre.

Sin previo aviso, una pickup apareció dando bandazos por una carretera lateral unos treinta metros por delante y la atención de Beppe se desvió del irritante Audi que seguía tras ellos. Frenó en seco. A Mauro le pilló desprevenido y del frenazo se le cayó el cigarrillo encima de las piernas.

—Hijo de puta…

La pickup atravesó la carretera y luego, inexplicablemente, se detuvo. No había manera de rodearla. Era una Nissan Navara con cinco tipos dentro. Beppe, enfadado, les pitó para que se quitaran de en medio, pero la única respuesta que obtuvo fue la mirada inexpresiva del conductor. Tenía la ventanilla bajada y un antebrazo más ancho que un bate de béisbol asomaba por esta. Era un tipo con al menos una década de duro trabajo en la sala de pesas. El ancho de su mandíbula dejaba intuir el uso de esteroides. Tenía los ojos ocultos tras unas gafas envolventes con cristales de espejo, pero parecía estar mirando con total tranquilidad a la furgoneta.

—¿Qué coño están haciendo? —dijo Mauro.

—¡Quita de en medio, gilipollas! —gritó Beppe por la ventanilla bajada y, al no obtener ninguna respuesta, abrió la puerta y se bajó de la cabina. Carmine y Mauro se miraron y a continuación se bajaron de la furgoneta y lo siguieron. Las puertas de la pickup se abrieron lentamente y los dos tipos que iban delante se bajaron y echaron a andar hacia ellos. El conductor le sacaba una cabeza y los hombros a su copiloto. Mauro tragó saliva cuando estuvieron más cerca.

—Eh, gilipollas. ¿No ves que estás bloqueando la carretera? —le gritó Beppe. Carmine y Mauro se prepararon para respaldarlo al ver que los tipos de la pickup seguían acercándose. Jarana en la carretera, muy italiano. No era la primera vez para ellos. Pero no era solo el tamaño de aquel grandullón lo que les ponía nerviosos. Era la tranquilidad pasmosa que todos mostraban. Los tres que seguían dentro del vehículo no habían movido un músculo, aparentemente impertérritos ante lo que estaba ocurriendo. El paso firme de Beppe flaqueó cuando se acercó más—. ¿Vas a mover el camión o qué?

Tal vez fuera mejor negociar que una agresión abierta.

El grandullón se limitó a sonreír y luego, como si nada, empezó a soltarle una ristra de obscenidades tan abominables y controvertidas que Beppe se quedó petrificado como si lo hubieran abofeteado. Fue entonces cuando la discusión se puso más seria, con un intercambio brutal de insultos y Beppe y sus compañeros se cuadraron delante de los tipos de la pickup, frente a frente, en medio de la carretera.

Los tres estaban tan absortos con los gritos y las amenazas, los piques y los empellones, que se habían olvidado por completo del Audi Q7 negro que los había estado siguiendo. Demasiado ocupados para percatarse de que, al igual que en la pickup Nissan, este tenía dos hombres delante y tres sentados tranquilamente en la parte trasera. Y ninguno de ellos se dio cuenta de que las puertas delanteras del Audi se abrían con sigilo.

El conductor del Audi era Spartak Gourko. Sentado junto a él, en el asiento del copiloto, estaba Anatoly Shikov. Gourko se acababa de rapar la cabeza al cero. Mientras que a Anatoly le gustaba cuidar su aspecto, Gourko no se molestaba en hacer esfuerzo alguno. No tenía sentido, no con la desfiguración de aquella masa de tejido cicatrizal que se extendía por el lado izquierdo de su cara desde la sien hasta la mandíbula. Una vieja herida por granada de fragmentación durante la primera guerra chechena. Había crispado su rostro en un ceño fruncido permanente que le hacía parecer más enfadado incluso de lo que siempre estaba.

Anatoly estaba contento con su plan hasta el momento. Era mucho más ingenioso que el de su padre. La idea de hacer que uno de sus socios italianos llamara para pedir más materiales para el terreno colindante a la galería de arte se le había ocurrido durante el vuelo. Como es natural, los italianos pensaban que todo aquello era idea de su padre, así que no habían cuestionado nada.

Y de esa manera iba a ser mucho más divertido.

Vale, el viejo se iba a cabrear un poco por haber modificado uno o dos detalles menores del plan, pero siempre y cuando consiguiera lo que quería al final, ¿qué más daba? Fines y medios, y todo eso. Ni que su padre no hubiera hecho muchas locuras en la época en que estaba subiendo en el escalafón. Anatoly estaba bien versado en la leyenda del mayor hijo de puta que había pisado la faz de la tierra. Solo quería dar la talla. Y divertirse haciéndolo.

Anatoly sonrió en silencio para sí mismo al salir del coche. Gourko y él echaron a andar disimuladamente tras los italianos a la gresca. Asintió al conductor de la pickup. El nombre del grandullón era Rocco Massi y era uno de sus principales contactos allí. Anatoly no estaba muy seguro, pero pensaba que el jefe de Massi era un amigo de su padre. El resto del equipo italiano se llamaba Bellomo, Garrone, Scagnetti y Caracciolo. Anatoly no recordaba quién era quién. Confiaba en ellos lo suficiente, si bien no tanto como en sus hombres. En Gourko, por supuesto, y luego en Rykov, Petrovich y Turchin. Solo Petrovich sabía bastante italiano. Rykov no hablaba nada de nada. Pero Anatoly no los había escogido por sus habilidades comunicativas. Eran la peor y más chunga panda de hijos de puta que pudiera encontrarse en toda Rusia. Aparte del viejo, claro.

Anatoly se metió la mano en la chaqueta y sacó una pistola automática con un silenciador alargado. Sin aguardar un segundo, extendió el brazo del arma y disparó a quemarropa, reventando la parte trasera de la cabeza de Beppe.

En aquel lugar abierto, el sonido del arma silenciada fue como una palmada amortiguada.

Beppe cayó de cabeza al suelo.

Antes de que Mauro y Carmine pudieran reaccionar, Spartak Gourko había cogido la pistola que guardaba en una funda bajo su chaqueta y Rocco Massi había sacado un arma idéntica de detrás de la cadera de sus vaqueros. La bala de Gourko alcanzó a Carmine entre los ojos; Mauro recibió una en el pecho. Carmine murió al instante y su cuerpo se desplomó encima del de Beppe, entremezclando su sangre en la carretera.

Mauro no murió al momento. Gimiendo de agonía, intentó reptar hasta la furgoneta Mercedes, como si de alguna manera albergara la esperanza de subirse a ella y escapar. Rocco Massi estaba a punto de rematar a Mauro con otra bala cuando Anatoly negó con la cabeza e hizo un gesto brusco.

—Yo lo haré.

Su italiano era un tanto rudimentario, pero el tono de advertencia de su voz quedó más que claro.

Se colocó encima del hombre moribundo. Le dio la vuelta con la punta de sus carísimas botas de cocodrilo y se lo quedó mirando un instante mientras Mauro yacía impotente boca arriba, con la respiración entrecortada y la sangre manando del agujero de bala de su pecho. Entonces Anatoly levantó el pie derecho, sonrió y estampó el talón en el cuello de Mauro. Le aplastó la tráquea como si estuviera pisando una cucaracha. Mauro gorgoteó sangre por la boca hasta que sus ojos se pusieron en blanco y falleció.

La carretera seguía vacía. Los tres pasajeros de cada vehículo de la emboscada salieron y se dispusieron a limpiar la escena del crimen con rapidez. Los italianos y los rusos intercambiaron pocas palabras, pero trabajaron conjuntamente con premura y eficiencia. Los cuerpos fueron arrastrados hasta la pickup, donde les aguardaban unas bolsas para cadáveres con cierre de cremallera. Echaron tierra encima de los charcos de sangre en la carretera. En menos de dos minutos, todo rastro de los asesinatos quedó borrado.

Cuatro voluminosas bolsas de deporte fueron transferidas del Audi a la furgoneta. Anatoly y Gourko se subieron a la parte trasera de la furgoneta Mercedes junto con Rykov, Turchin y Scagnetti. Rocco Massi cogió el volante y a este se le unieron en la cabina Bellomo y Garrone. Caracciolo y Petrovich ocuparon sus respectivos lugares en la Nissan y el Audi. Se oyó el ruido de las puertas al cerrarse en aquel cálido y quieto aire. El convoy se marchó.

Exactamente siete minutos después de que la furgoneta hubiera sido interceptada, volvía a estar rumbo a su destino. Pararían un instante para una reunión informativa final, para asegurarse de que todos supieran qué iban a hacer, y esperarían hasta que fuera el momento.

Luego empezaría el juego.