24
Estaba oscureciendo cuando la flota de ambulancias ululó hasta llegar al acceso de Urgencias del hospital San Filippo Neri de Roma y los heridos fueron conducidos al interior por el personal médico. Ben rechazó la silla de ruedas en la que los enfermeros intentaron sentarlo. Tras unos minutos lo llevaron a una sala con una cegadora iluminación donde le dieron un formulario que cumplimentar y lo dejaron a solas un rato. Se sentó en la cama y se sujetó la cabeza con las manos. No alzó la vista cuando oyó que la enfermera entraba a curarle el hombro. No le dijo nada cuando esta le cortó con cuidado la camiseta ensangrentada y empezó a limpiarle la herida. Apenas si se percató del escozor del alcohol ni del pinchazo de la aguja mientras lo preparaba para coserlo. Estaba muy lejos, atrapado en una oscura tormenta de rabia y culpabilidad y desesperación.
Por primera vez en su vida había permitido de manera voluntaria que la policía comprometiera una situación volátil y delicada con rehenes. Eso iba en contra de su adiestramiento, de toda su experiencia. Y mira lo que había ocurrido como resultado.
¿En qué estabas pensando?
No tenía opción.
Sí, la tenías. Podías haber salvado a esa gente.
Daba igual lo fuerte que cerrara los ojos o que apretara los puños contra estos. No podía apartar la imagen de Donatella y Gianni muertos. Sus ojos. Su ropa hecha jirones por las balas, el charco de su sangre mezclada velando el suelo. Vio el rostro del crío mirándolo cuando habían caminado pegados a la carretera los dos juntos ese mismo día. Vio la expresión de alivio y alegría de la joven madre cuando le había llevado a su hijo de vuelta. Era una mujer tan cálida, tan vivaz. El crío tan curioso e inteligente, con toda una vida por delante.
Ahora los dos estaban sobre unas mesas de autopsias en algún lugar de ese mismo hospital. Y podría haberse evitado.
Era insoportable.
Ben no se dio cuenta de que la enfermera se marchaba de la sala. Las horas pasaban. Podían haber sido minutos o días, había perdido la noción del tiempo. Entonces una voz se abrió paso entre sus pensamientos y dijo su nombre. Alzó la vista y vio a dos hombres allí, los dos con trajes oscuros.
Al momento se figuró que se trataba de la policía. Uno de ellos se quedó junto a la entrada mientras el otro se acercaba a él.
—¿Signor Hope? —repitió—. Soy el Capitano Roberto Lario del Arma dei Carabinieri, aquí en Roma. —Tenía un fuerte acento, pero su inglés era fluido.
Ben se lo quedó mirando durante un buen rato sin decir nada. Cientos de emociones se agolpaban en su interior y miles de cosas que decir en su boca. Pero Ben no era el único que estaba mal. El shock y el sentimiento de dolor que se percibía en aquellos hombres era palpable, y pudo ver tensión en sus rostros y unas ojeras que indicaban algo más que cansancio por largos turnos de trabajo. Poco iba ganar desatando su ira hacia esos tipos.
—Soy Ben Hope —dijo.
Lario le dio algo. Una camisa blanca, bien planchada y doblada.
—Espero que sea de su talla.
Ben la cogió y se la puso. Le quedaba justa en el torso y le apretaba el grueso vendaje que le había puesto la enfermera en el hombro.
—Gracias —murmuró.
—He de hacerle algunas preguntas —dijo Lario—. Hay un coche esperando abajo.
Ben se sentó sin articular palabra alguna y cerró los ojos mientras el Alfa Romeo 159 sin distintivos avanzaba por las calles de Roma. Nadie dijo nada. Quince minutos después, el coche fue conducido al interior de unas instalaciones vigiladas por guardias armados. Lario y su silencioso acompañante escoltaron a Ben a un edificio con barrotes en las ventanas. En su interior, banderas italianas y el símbolo heráldico de los Carabinieri adornaban un amplio vestíbulo. La misma atmósfera lúgubre pendía de aquel lugar mientras Lario encabezaba la marcha por unas escaleras resonantes y un pasillo que daba a un despacho. Su silencioso compañero desapareció cuando Ben fue conducido al interior. Lario le ofreció café. Ben lo rechazó educadamente.
El escritorio del capitán de la policía estaba repleto de toneladas de papeles. Colocó una montaña de papeles a un lado, dejó un bloc y una carpeta delante de él y comenzó a soltarle lo que a Ben se le antojó el principio de una larga perorata acerca de los terribles acontecimientos de ese día.
Ben lo interrumpió.
—¿Cuántos han sobrevivido?
Lario infló los carrillos.
—Once.
—De treinta.
—Treinta y un visitantes a la exposición, los tres propietarios de la galería y las dos recepcionistas. Además del crío. Treinta y siete en total. —Lario paró de hablar y observó la expresión en el rostro de Ben—. Yo también he perdido a muchos hombres. Diecisiete muertos, tres que tal vez no sobrevivan y otros ocho gravemente heridos.
—No es lo que podría llamarse una operación muy exitosa —dijo Ben.
Lario extendió las manos y fue a decir algo más, pero luego se contuvo.
—No.
—¿Qué le ha pasado a la chica? —preguntó Ben—. Unos quince años. Rubia. Estaba en la biblioteca.
—Claudia Argento. Está siendo atendida por el shock que sufre. Sus padres también han sobrevivido.
—Me alegro —murmuró Ben, y lo dijo en serio.
—Bien, signor Hope. Sé que ha sido un día largo y difícil. Pero necesito que me cuente todo lo que sepa.
Ben le explicó cómo se había separado del resto de los invitados antes de que el ataque comenzara.
—Así que no vi a todos los intrusos. Pero obviamente estamos hablando de profesionales. Algunos eran italianos, otros rusos. ¿A cuántos han arrestado?
—A dos —dijo Lario—. Y eso es algo que no consigo entender, signor Hope. Encontramos a esos dos hombres colgando de una ventana, con los pies atados por una manguera de incendios.
—Pude con ellos —dijo Ben—. Tuve suerte, eso es todo.
Lario asintió. Tamborileó con los dedos la carpeta de su escritorio y luego la abrió. Ben reconoció la hoja enviada por fax de su interior.
—He leído su expediente militar —dijo Lario—. Vaya, todo lo que el Ministerio del Interior británico me ha permitido ver. Entiendo que es usted un hombre, cómo decirlo, de habilidades muy concretas.
—Era —dijo Ben—. Estoy retirado.
—Por supuesto. Dígame, signor Hope. A uno de los hombres detenidos le faltan cuatro dedos de la mano izquierda. Mis agentes encontraron los dedos en el edificio. Me interesaría conocer su opinión respecto a cómo pudo infligirse esas heridas.
Ben se encogió de hombros.
—Lo cierto es que no le puedo decir. Tal vez el tipo se pillara los dedos con la puerta, o algo similar.
La boca de Lario esbozó lo que podía haber sido una leve sonrisa. Tomó nota de nuevo en su libreta.
—¿Encontraron a los dos que están dentro del horno? —dijo Ben.
Lario lo miró con cara de no entenderlo.
Me parece que no, pensó Ben.
—Hay un aula de cerámica en la segunda planta. En el interior de uno de los hornos encontrará a dos de los rusos. Vivos, si es que no se han ahogado ya, claro está.
Lario lo miró un segundo y luego cogió el teléfono y bramó una ráfaga de órdenes en un frenético italiano.
—Tome nota de esto también —dijo Ben cuando hubo terminado—. Uno de los ladrones a los que sus hombres permitieron escapar tenía un rasgo característico. Una heterocromía ocular. —Cuando Lario volvió a mirarlo con cara de no entender, se explicó—. Ojos de colores distintos. Uno marrón, el otro avellana. No es muy obvio, pero lo verá si lo observa detenidamente. Lo más característico de ese hombre es su físico. No es muy alto, probablemente no más de metro noventa y dos. Pero grande como un tanque. Un culturista, probablemente consumidor de esteroides.
Lario estaba tomando notas mientras Ben hablaba.
—¿Y ese hombre era ruso o italiano?
—No le oí hablar.
—No obstante, se trata de una información útil —dijo Lario—. Gracias. —Paró de hablar y frunció el ceño pensativo—. Me pregunto si podría iluminarme respecto a los dos criminales muertos que hemos encontrado. Uno estaba en la escalera de incendios y había sido disparado con un arma automática de nueve milímetros. El otro estaba en la biblioteca donde encontramos a Claudia Argento.
—Anatoly Shikov —dijo Ben.
Lario lo escribió.
—Parece conocer bien su nombre.
—Se lo oí decir en una conversación.
—Comprendo. Qué descuidado por su parte. Bien, ese Shikov. La naturaleza de su muerte es inusual, por decir algo. Supongo que no tendrá ni idea de cómo ha acabado con un hacha clavada en el cráneo.
Un hacha. Ben contuvo una sonrisa lúgubre y mantuvo su expresión impertérrita. No iba a caer en esa vieja trampa.
—Me temo que no tengo ni idea.
—Comprendo.
—Pero había una especie de disputa entre los ladrones —dijo Ben—. No me pregunte por qué, pero me parecía que estaban peleándose entre sí. Por eso pude vencer a los dos que encerré. Se habían disparado el uno al otro en el pie. Así que tal vez eso explique lo del hacha. Y quizá lo de los dedos seccionados, también. ¿Quién sabe?
Lario lo miró.
—Discúlpeme. ¿Acaba de decir «en el pie»?
—Así es. Sus agentes se lo confirmarán cuando los encuentren.
Lario miró a Ben durante un largo rato, como si estuviera intentando encontrar algún signo de mentira tras sus ojos. Sus labios esbozaron otra breve e irónica sonrisa.
—Supongo que nunca sabremos lo que ocurrió en realidad.
—Fueron unos instantes muy confusos —dijo Ben—. Todo ocurrió muy rápido.
—Imagino que ya no está acostumbrado a verse en, cómo lo denominan ustedes, el fragor de la batalla.
—Como ha podido ver en mi expediente, han transcurrido unos cuantos años desde que dejé el ejército. En la actualidad, lo más escalofriante a lo que tengo que hacer frente es a mi declaración de la renta.
—Entonces no quiero cansarlo más. Creo que hemos acabado por ahora, signor Hope. —Lario se puso de pie. Echó la barbilla hacia delante—. En nombre del gobierno y del pueblo italiano —dijo con grandiosidad—, le doy las gracias por lo que ha hecho.
Ben se puso de pie y se estrecharon la mano.
—No hice gran cosa.
—Lo que usted diga. No obstante, le estamos agradecidos. —Lario señaló por la ventana del despacho al patio delantero vallado abajo.
—Su coche está fuera. Mis hombres encontraron su pasaporte y sus pertenencias en el interior y me tomé la libertad de hacer que lo trajeran aquí. Pídale al sargento en funciones las llaves.
—Entonces, ¿puedo irme?
Lario asintió.
—Aunque me temo que tal vez le pidamos que vuelva para testificar en algún punto de la investigación. En caso de que ese supuesto se diera, supongo que podremos contactar con usted en la dirección de su negocio en Francia.
—Correcto —dijo Ben y se dirigió a la puerta.
—¿Signor Hope?
Ben se volvió. Lario estaba apoyado contra el escritorio y lo observaba con una expresión de curiosidad.
—Por supuesto que no le permitiría que se marchara así, como si nada, si creyera por un momento que existen… irregularidades en su relato de los acontecimientos. ¿Entiende lo que quiero decir?
—¿Irregularidades tales como…?
Lario hizo un gesto con la mano para restarle importancia.
—Da igual. Estoy convencido de que es bastante plausible que esos hombres se dispararan el uno al otro en el pie. Al igual que estoy convencido de que debe de haber una explicación para el incidente con el atizador, así como para los dedos seccionados.
—Entonces fue un atizador —dijo Ben.
—Error mío.
—Cuando unos ladrones se pelean… —dijo Ben—. Usted sabe mejor que nadie cómo funcionan estas cosas.
—Bastante —respondió Lario gentilmente—. No tiene demasiada importancia. Y estoy seguro de que no tendré que preocuparme de que puedan darse… irregularidades durante el resto de su estancia en Italia.
—Ni mucho menos. —Ben sonrió—. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Tiene razón. ¿Por qué?
—En cualquier caso, me marcho a Londres mañana. —Ben miró su reloj. Pasaba la una de la mañana—. O debería decir, hoy. Mi vuelo sale a las cuatro de la tarde.
Lario iba a responderle cuando el teléfono sonó en su escritorio.
—Discúlpeme. —Respondió—. Lario.
Se hizo el silencio durante varios segundos mientras el capitán escuchaba, y un gesto serio recorrió su rostro. Se sentó en el escritorio, suspiró y se atusó el pelo.
Fuera lo que fuera, incluso en una noche así, eran malas noticias.
—¿Strada va a ponerse bien? —dijo Lario en italiano.
A Ben casi se le detiene el corazón al oír el nombre.
Lario frunció el ceño todavía más.
—Pobre hombre. Perder así a su familia y luego… Sí, vale. Gracias por hacérmelo saber.
Colgó el teléfono, suspiró ruidosamente y se frotó el rostro con las manos.
—Strada —dijo Ben—. ¿Fabio Strada?
Lario pareció sorprendido.
—¿Lo conoce?
—Conocí a su mujer Donatella y a su hijo Gianni en la galería. —Le resultaba muy difícil pronunciar sus nombres—. ¿Qué ha ocurrido?
—Fabio Strada se ha visto envuelto en un grave accidente de tráfico. Al parecer, conducía de regreso a casa cuando su hermana le llamó con las noticias de la muerte de su mujer e hijo. —Lario hizo una mueca—. Una isterica. Mujer estúpida. No debería hacer ocurrido así. Strada estaba tan afectado que perdió el control del coche. —Lario negó triste con la cabeza—. Gracias a Dios no ha resultado gravemente herido. Ha sido trasladado al hospital del que acaba usted de venir.