17

Scagnetti y Bellomo irrumpieron en la segunda planta de la casa y abrieron a patadas cada puerta que encontraron a su paso. Bellomo iba un par de metros por delante cuando levantó el puño y señaló con la cabeza hacia el final del pasillo como si estuviera diciendo: «Espera. He oído algo».

Más adelante, en el pasillo inmerso en sombras había una puerta doble tallada. Las puertas estaban abiertas unos centímetros hacia el interior de la sala y la luz del sol se filtraba a la habitación desde la ventana de esta. Los hombres escucharon. Tras las puertas, la voz de un hombre estaba hablando. Hablaba en un veloz italiano, algo sobre Botticelli. La voz sonaba metálica, aflautada, y entonces cayeron en la cuenta de que provenía del altavoz de una televisión.

—Acaba de encenderse —susurró Scagnetti. Bellomo asintió. Conforme escuchaban, el sonido cesó de repente, como si quienquiera que hubiera encendido la tele por error la hubiera apagado a toda prisa.

Los dos hombres armados abrieron las puertas de una patada y entraron corriendo en la habitación.

Directos al impacto masivo que los tiró de bruces al suelo boca arriba e hizo que las armas les salieran disparadas de las manos.

Ben se subió a la pesada mesa de roble cuando esta se acercó balanceándose violentamente desde su punto de sujeción, justo encima de la puerta doble. Había atado una sección de la manguera a dos de las patas de la mesa y luego a los travesaños del techo, trazando un arco tan perfecto que la superficie de la mesa golpeó directamente los cuerpos de los hombres cuando entraron en la habitación, dejándolos secos. Fue como si los hubiera atropellado un tren. Saltó, aterrizó ágilmente sobre sus pies y se echó a un lado cuando la mesa se balanceó de nuevo hacia él.

Uno de los hombres estaba inconsciente. El otro estaba gimiendo mientras intentaba levantarse del suelo. Tenía el rostro ensangrentado. Ben lo recordaba; era uno de los que habían asesinado a Marcello Peruzzi con la misma tranquilidad con que habrían aplastado a un escarabajo. Cogió el hacha del interior de la puerta, colocó su filo desafilado en la garganta del hombre y lo empujó hacia el suelo.

—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó sin subir la voz.

—Que te jodan.

Ben apretó con más fuerza el hacha y el rostro del tipo se tornó de un púrpura moteado. La sangre le caía de las comisuras de los labios, allí donde la mesa le había golpeado.

—¿Cuál es tu nombre? —repitió Ben de nuevo.

—Scagnetti.

—Estás en el lugar equivocado, Scagnetti. ¿Tienes un nombre de pila?

—Antonio.

—¿Qué hay de él?

—Bruno Bellomo. —Esas dos palabras salieron como un gemido cuando Ben apretó un poco más el hacha.

—¿Para quién trabajáis?

Scagnetti le escupió sangre y resopló con desdén. Ben apartó el hacha de su garganta. La cogió por el mango y golpeó con ella el suelo. La madera del suelo se astilló y la sangre salió disparada, y con ella, cuatro dedos de la mano izquierda de Scagnetti.

—Así te ahorras las clases de guitarra —le dijo Ben.

Los gritos de Scagnetti resonaron por todo el pasillo mientras se retorcía de dolor y se sujetaba fuertemente la mano ensangrentada bajo su axila derecha.

—Creo que estabas a punto de decirme para quién trabajáis —dijo Ben tras acuclillarse junto a él con el mango del hecho apoyado contra su hombro.

—El Ruso —gimoteó Scagnetti—. No sé su nombre. Lo juro.

Ben conocía la expresión de aquel hombre. Era la expresión de quien acababa de darse cuenta de con qué se las estaba viendo: un enemigo perfectamente capaz de hacerle pedazos, con total tranquilidad, cachito a cachito. Ese era un momento aterrador, incluso para un asesino frío como Antonio Scagnetti. En la experiencia de Ben, alguien en semejante estado estaba dispuesto a hacer lo que fuera para hacer desaparecer ese horror. Lo primero que salía de sus bocas era por norma general la verdad.

Ben se puso de pie.

—De acuerdo, Antonio. Te creo. Puedes guardarte el resto para la policía. Es el momento de que te eches una siestita. —Golpeó con el hacha la cabeza de Scagnetti, de canto, para que la cara plana de la hoja golpeara su cráneo con un ruido sordo. No lo suficientemente fuerte como para matarlo, ni probablemente tampoco como para causarle un daño permanente, pero así tendría algo que le ayudara a desconectar del dolor de su mano durante un rato.

Ben pasó por encima del cuerpo inconsciente y fue junto al otro tipo, que estaba empezando a despertar. Dulces sueños, Bruno. Crack.

Dejó a un lado el hacha y cacheó a los hombres. Encontró dos radios idénticas. Dejó una y examinó la otra. Era una Motorola VHF de banda ancha, un dispositivo complejo y de uso profesional lleno de botones e interruptores. Ben tomó nota mental de la frecuencia que estaban utilizando y luego usó la función de rastreo para buscar entre las múltiples frecuencias la de la policía. Los Carabinieri, parte oficial del ejército italiano, se valían de frecuencias encriptadas que no podían ser descodificadas por las radios de los civiles, pero tras un minuto de interferencias y ruidos, dio con una que parecía la sala de controles de la Polizia Municipale. Los policías municipales italianos eran una fuerza civil que se limitaba a regular el tráfico, velar por el cumplimiento de leyes locales menores, bajar a gatitos de los árboles…, pero en esos momentos le valía de sobra.

O al menos eso esperaba. Mantuvo la calma y no subió la voz mientras le explicaba al estupefacto operador que estaba al otro lado de la línea que unos ladrones fuertemente armados habían tomado el control de la Academia Giordani, cerca de Aprilia, que tenían rehenes e intenciones letales. Repitió esa última parte de nuevo, despacio y con cautela.

—Esto no es una broma. Están disparando a los rehenes. Deben alertar a la comisaría más cercana inmediatamente y enviar cuantas más unidades de respuesta rápida les sea pos…

Ben no pudo decir nada más, pues la señal se perdió entre zumbidos e interferencias. Solo le quedaba confiar en que la policía municipal lo hubiera tomado en serio y alertara a los Carabinieri. Estaba en Italia. Todo el mundo sabía lo eficaces que eran sus sistemas. Hasta que algo ocurriera, si es que eso llegaba a pasar, estaba solo.

Silvestri había sido raudo en quitarle el teclado inalámbrico a Corsini, que se había desplomado en su silla y lloraba del shock y la culpabilidad. Un instante después, el segundo código de seguridad había sido ya introducido y aceptado por el ordenador. A continuación Anatoly le impelió el teclado a Pietro De Crescenzo con un gesto de desdén.

El conde respiró profundamente, miró al ruso de ojos inyectados en sangre, posó sus largos y finos dedos sobre las teclas y tecleó el tercero y último código numérico para desactivar el sistema de seguridad secundario. Su mano tembló al situarse encima de la tecla del «ENTER». Al pulsarla estaría permitiendo que aquella panda de matones despiadados se escapara con todas las obras de la galería. Una ingente muestra representativa de cinco siglos de los mayores logros culturales del hombre, a manos de gentuza así. Si le hubieran obligado a lanzar misiles nucleares, no se habría sentido peor.

Pulsó la tecla. En su cabeza, aquel minúsculo clic sonó como el chasquido final de la muerte. Agachó la cabeza y cerró los ojos. Cuando los abrió, un nuevo mensaje había aparecido en la pantalla del ordenador: «SEGURIDAD DESACTIVADA».

—Ya está —gimió De Crescenzo—. Está hecho. Llévate lo que quieras y vete.

—Aún no hemos acabado —le dijo Anatoly.