58
Vila Flor, Portugal
Tras pasar la mayor parte del día acurrucada en el sofá con el portátil y una montaña de notas para trabajar en su artículo de investigación, Brooke se había puesto unos pantalones cortos y las zapatillas y se había ido a correr por el bosque que rodeaba su casa. Estaba regresando, aún a un par de kilómetros de casa, cuando el cielo se tornó inquietantemente negro y percibió el olor a quemado de una inminente tormenta eléctrica. Cuando el primer rayo se vislumbró por las colinas, sintió cómo una gota le caía en el brazo. Instantes después, el cielo se abrió. Para cuando llegó corriendo a su casa, estaba calada hasta los huesos y temblando.
Sintiéndose como nueva tras una larga ducha caliente, se secó un poco el pelo con una toalla y se puso una camiseta sin tirantes, unos pantalones de correr holgados que usaba como parte inferior de pijama —y, por lo general, para holgazanear— y su cálida y perenne bata. Bajó las escaleras al trote, puso algo de Django Reinhardt y se entretuvo un rato con una revista mientras se le secaba el pelo antes de ir a la pequeña cocina a prepararse una cena sencilla.
Cuando fue a la cocina descalza, la lluvia golpeteaba las ventanas y el cielo oscuro se iluminaba cada pocos segundos por los rayos. Esas tormentas de finales de verano podían durar horas. Tras la cena, tenía pensado leerse unas cien hojas del libro que tenía entre manos, antes de acostarse pronto y escuchar el ulular del viento y la lluvia en el tejado. Le encantaban las tormentas. En cierto modo le resultaban tranquilizadoras.
La cena iba a consistir en una ensalada de arroz con varios tipos de judías y tomates recién cogidos del jardín. Brooke preparó un aliño con aceite de oliva, ajo y un poco de vinagre de vino. Estaba echándole un poco de pimienta negra cuando la música cesó de repente, entre canción y canción.
Fue entonces cuando oyó el sonido proveniente del exterior. Brooke alzó la mirada del molinillo de pimienta. ¿Qué ha sido eso?
Parecían pisadas, fuera, en el camino de gravilla que había junto a la casa. Escuchó en silencio, pero entonces resonó un trueno desde las colinas.
Tal vez sea Fatima, pensó. La mujer del granjero, que podía haberse acercado con unos huevos o vino, como hacía con frecuencia.
¿Durante una tormenta?
Brooke fue a la puerta delantera, la abrió y escudriñó el exterior tras la cortina de lluvia.
—¿Fatima?
Ninguna respuesta. No parecía haber nadie allí. Brooke cerró la puerta y luego lo pensó mejor y echó también el pestillo. Estaba a punto de ir de nuevo a la cocina cuando lo oyó otra vez: el mismo sonido de zapatos pisando gravilla mojada, pisadas moviéndose con rapidez por el lateral de la casa.
Un fugaz movimiento tras la ventana de la cocina captó su atención. Podía haber sido cualquier cosa con semejante oscuridad: las hojas de un árbol, o un pájaro forcejeando con el viento. Pero juraría haber visto la figura de un hombre pasando corriendo.
Contuvo la respiración, cruzó rápidamente la cocina y sacó el más grande de los cuchillos que tenía en una tacoma, en la encimera. Fue a la puerta delantera. El corazón le latía a toda velocidad y la mano le tembló levemente cuando quitó el pestillo y giró el pomo.
—¿Luis? ¿Eres tú?
Nada.
¿Se lo había imaginado? No era de esas personas que se inquietaban con las tormentas.
Brooke fue a la cocina de nuevo y guardó el cuchillo en su sitio.
Y alzó la vista y se topó con un rostro pegado a la ventana.
Soltó un grito ahogado.
El hombre que estaba fuera la estaba mirando. Tenía el pelo y la ropa empapada con la lluvia. Su rostro era salvaje, agreste, manchado de barro en un lado.
Era Marshall.
—Brooke, déjame entrar —le imploró. La agresividad que había visto en sus ojos la última vez que lo había visto en Londres había desaparecido. Parecía desolado.
Brooke lo miró a través de la ventana durante un segundo y luego fue a la puerta y la abrió.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —consiguió decir a pesar del susto.
—He venido a verte —le respondió sin convicción. La lluvia seguía cayendo con fuerza a su alrededor y rebotaba contra el suelo. El maletín que tenía a los pies parecía empapado también.
—Me has dado un susto de muerte, Marshall —le dijo enfadada—. Merodeando por aquí, como si fueras un maldito violador.
—Lo siento. Pensé que no querrías verme.
—Pues claro que no quiero verte. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—Tu vecino me dijo adónde habías ido.
—Estás mintiendo, Marshall. Amal es de fiar, a diferencia de ti.
Marshall agachó la cabeza.
—Vale, de acuerdo. Lo engañé para que me dejara entrar en tu casa y miré en tu ordenador.
—Eres un puto mierda, ¿lo sabías?
—Sí, lo sé. Lo soy. Tienes razón. Pero tenía que verte.
—No te quiero aquí —gritó—. ¡Vine para estar lejos de ti! —Estaba a punto de cerrarle la puerta en las narices, pero algo le hizo vacilar. Su rostro no solo estaba mojado por la lluvia. Lloraba de manera desconsolada. Nunca había visto a un hombre tan vacío, tan derrotado.
—De acuerdo, Marshall. —Suspiró—. Puedes entrar, darte una ducha y secarte la ropa, y luego hablaremos. Pero no puedes quedarte aquí. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
Asintió. Brooke retrocedió de los escalones de la entrada para dejarlo pasar. Dejó un rastro de pisadas embarradas en las baldosas del recibidor.
—¿Qué te ha pasado? —le dijo al ver el barro que tenía en un lado de la cara.
—Un maldito taxista que me ha dejado a kilómetros de aquí —murmuró—. He tenido que venir andando. Me resbalé y me caí en un lodazal pestilente.
—Sabes que no hay acceso para coches aquí, estúpido. Para eso está el camino. Tenías que haberlo seguido. —Señaló a las escaleras—. Recuerdas dónde estaba el baño, ¿verdad? Hay una toalla limpia y un albornoz. Sube.
Mientras Marshall se estaba duchando, Brooke echó a andar de un lado a otro de la cocina, maldiciendo en voz alta.
—¿Qué hago ahora? —se preguntó a sí misma una y otra vez. Una contraventana se golpeó con el viento y fue por las estancias de la planta baja para cerrarlas todas. Cuando cerró la última, se fue la luz y la casa se quedó a oscuras.
—Mierda. Se ha ido la luz. —En parte se lo había estado temiendo. No hacía falta que la tormenta fuera muy fuerte para que allí se quedaran sin luz. Encendió unas velas y las colocó alrededor de la cocina y el salón. Unos pocos minutos después, Marshall bajó las escaleras, tanteando el camino con la escasa luz de la casa. Llevaba el albornoz. Tenía el pelo aún mojado. Fue al salón arrastrando los pies y se desplomó en el sofá.
Brooke siguió de pie con los brazos cruzados y lo miró.
—Sabes que estar aquí está totalmente fuera de lugar, ¿verdad? Tienes suerte de que no haya dejado que te ahogues como una rata.
—Soy una rata —murmuró de manera miserable.
—¿Has venido a Portugal para decir esa obviedad?
—No me hagas daño. No tienes ni idea de cómo me siento ahora mismo.
—Esto no puede seguir así, Marshall. Tienes que quitarte de la cabeza esta fijación, o lo que quiera que sea. Tal vez te hayas convencido de que estás locamente enamorado de mí, pero no lo estás.
Su rostro se crispó.
—Habló la gran psicóloga. ¿Es eso un diagnóstico clínico? ¿Que estoy delirando, es eso lo que estás diciendo?
Brooke tomó aire e intentó sonar tranquila.
—Creo que estás confundido, Marshall. Tal vez trabajes demasiado y estés atravesando una crisis y ahora corres el riesgo de perderlo todo. Phoebe te quiere, ¿sabes? Le romperás el corazón si sigues comportándote de esta manera. Y acabarás solo, por el simple hecho de que yo no te quiero. Me caes bien, eres un gran tipo o, al menos, podrías serlo si empezaras a comportarte con más normalidad, y eres de mi familia. Pero jamás sentiré nada más y es importante que te entre en la cabeza. Estoy con Ben. Y, aunque no estuviera con Ben, incluso aunque albergara esos sentimientos por ti, ¿crees por instante que podría traicionar a mi hermana?
Se hizo un largo silencio. Marshall hundió la cabeza entre sus manos y sus hombros comenzaron a temblar. Cuando alzó la vista vio con la luz de las velas que tenía los ojos rojos y el rostro surcado de lágrimas.
—No sé qué me pasa —sollozó—. No puedo controlar cómo me siento.
Brooke suspiró. Era una visión patética.
—Creo que a los dos nos vendría bien un trago —dijo y fue al pequeño armario donde guardaba algo de vino, unos vasos y un sacacorchos. Abrió una botella y sirvió el vino en dos vasos. Manteniendo la distancia con él, se sentó en el otro brazo del sofá y dejó los vasos en la mesita que había delante.
Marshall cogió el suyo y se bebió la mitad de un trago.
—Oh, Dios, soy patético —murmuró—. He sido un auténtico gilipollas, ¿verdad? Debes odiarme. No te culparía si lo hicieras.
—No te odio —dijo Brooke en voz baja—. Creo que estás sufriendo mucho y desearía poder hacer algo más por ayudarte.
—¿Qué voy a hacer?
—Vas a regresar a Inglaterra. Vas a conducir directo a Exeter a por Phoebe y te la vas a llevar de ese curso que está haciendo. Sorpréndela. Llévatela de crucero. O a las Bahamas. Cuida de tu mujer.
Asintió lentamente, se sorbió los mocos y se limpió las lágrimas de la mejilla con la mano antes de tomar más vino.
—Tal vez tengas razón —murmuró débilmente.
—No hay tal vez. Respecto a mí, pronto me mudaré a Francia, cuando mi contrato termine, en unas seis semanas. Eso significará que Phoebe y tú no me veréis mucho, y tú podrás buscar ayuda profesional que te ayude a olvidar esos sentimientos irracionales que estás teniendo. Sigue con tu vida.
—Ben es un tipo con suerte.
—Y tú también. Tienes a Phoebe.
Empezó a llorar de nuevo.
—Esto es tan difícil.
Brooke sintió lástima por él. Se levantó del brazo del sofá para sentarse más cerca de él, dejó el vaso en la mesa y le tocó el brazo. Él se derrumbó sobre ella, pegó su cara en su hombro y ella lo abrazó durante unos segundos.
—Todo saldrá bien —dijo—. Confía en mí.