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Ben aguardó a que siguiera hablando. Se estaba de lo más tranquilo en el balcón, con tan solo el leve rugido de una lancha motora surcando el mar en la distancia y el murmuro de las palmeras. El sol estaba empezando a acercarse al mar, su brillante disco dorado quemando las aguas.

—¿Una pintura? —preguntó Darcey.

Mimi negó con la cabeza.

—No es una pintura. Pero sí una obra de arte. La Medusa Negra es uno de los huevos perdidos creados por Peter Carl Fabergé, joyero de la corte imperial rusa.

De un Goya falso a la inútil baratija de un rico. Ben no dijo nada.

La anciana prosiguió:

—Fabergé hizo miles de maravillosos huevos decorados, cada uno con su propia temática, y el que Alexander Borowsky le encargó era especialmente singular. El príncipe era un ávido estudioso de la literatura y la mitología clásicas. Había leído a Ovidio, Homero y Virgilio en griego y latín, y quería que en el huevo se reflejara esa pasión. Era grande —separó verticalmente las manos unos veinte centímetros—, de oro blanco, con incrustaciones de diamantes, y en el exterior había pintado escenas de la mitología. Pero lo mejor estaba en su interior. Cada huevo de Fabergé contenía una «sorpresa». En ocasiones una fabulosa joya, a veces un icono o retrato en miniatura. Este contenía el busto tallado en una piedra preciosa de una de las creaciones más terribles e infames de la literatura clásica. La Medusa.

—La mujer de las serpientes en el pelo —dijo Darcey—. La que podía convertir a los hombres en piedra con solo mirarlos.

Mimi asintió.

—Y la Medusa de Fabergé tenía los ojos igual de penetrantes. Eran alejandritas talladas, una gema muy difícil de encontrar, conocida como la piedra nacional de la Rusia Imperial, y que recibía ese nombre por el Zar Alejandro II. Podía cambiar de color, de un rojo profundo al verde más vívido, dependiendo de la luz. El resto de la estatuilla había sido tallada a partir de un solo heliotropo. Casi negro, con motas de óxido de hierro rojo que parecían manchas de sangre. Fabergé quería que el efecto fuera epatante, aterrador incluso. No es de extrañar que su creación pronto se conociera como la «Medusa Negra».

Ben estaba intentando deducir adónde conducía aquella historia. ¿Cuál era la conexión entre una pieza de joyería rusa y un Goya falsificado por una condesa italiana?

—Dice que esa pieza se perdió. Pero, por la manera en que la describe, parece como si la hubiera tenido en sus manos.

Mimi lo miró fijamente, frunció sus labios arrugados y prosiguió.

—El huevo era tan esplendoroso que rivalizaba incluso con los llamados huevos imperiales que Fabergé había creado para la familia Romanov. Completamente cautivado por su belleza durante una visita a la hacienda de Borowsky, el Zar Nicolás II le ofreció a Alexander el precio que pusiera por él. Incluso en 1903, valía millones. Pero Borowsky estaba demasiado orgulloso de él y le dijo al Zar que no estaba a la venta.

»El Zar Nicolás era un hombre envidioso y sin escrúpulos. Desairado, envió a una panda de ladrones a robar el huevo una noche mientras los Borowsky estaban en la ópera. Alexander quedó devastado por la pérdida. Sospechaba quién era el responsable y estaba convencido de que el huevo se hallaba en el palacio de invierno del Zar. Pero sabía que no podía acusarlo de nada. El Zar no respondía ante nadie y la Okhrana, su policía secreta, tenía poderes ilimitados para hacer que la gente, así como los objetos valiosos, desaparecieran en mitad de la noche para nunca más ser vistos de nuevo.

»Así que, sabia y juiciosamente, Alexander Borowsky mantuvo la boca cerrada. Los años transcurrieron. Nuestra historia avanza hasta el año 1917. Por aquel entonces, la riqueza de Alexander era mayor que nunca. Su hijo Leo tenía veintidós años y era un príncipe apuesto y encantador.

Ben asintió para sus adentros. Claro. Ahora recordaba de qué le sonaba ese nombre. Era la pintura que había visto en la galería. El retrato de Gabriella Giordani del joven de porte aristócrata. Así que ese era Leo.

—No era como tantos de esos jóvenes ricos consentidos que se ven hoy en día. —Mimi señaló al otro lado de la bahía, a las casas y palacios de Mónaco—. Leo tenía muchas cualidades. Era un virtuoso del violín, un poeta que había visto publicadas sus composiciones, un jinete experto. Sin duda habría destacado en la carrera militar que estaba considerando emprender, cuando todo cambió de repente.

—La revolución de 1917 —dijo Ben.

Mimi asintió.

—Todos sabemos qué ocurrió después. Prácticamente de la noche a la mañana, el Zar Nicolás fue destronado y encarcelado. Tras un breve periodo de gobierno provisional, el país cayó bajo el mando de los revolucionarios bolcheviques, dirigidos por Lenin. El país se vio sumido en el tumulto y el caos, empeorado por el hecho de que Rusia en esos momentos estaba inmersa en la Primera Guerra Mundial. Fueron tiempos de asesinatos brutales. Los bolcheviques ejecutaron al Zar y a su familia. La nueva policía secreta cercó a la aristocracia, confiscaron sus bienes, sus casas, todo. Sonja, Natasha y Kitty Borowsky fueron capturadas y enviadas a una prisión de mujeres. Nunca más se supo de ellas. Alexander Borowsky y su hermano menor fueron encarcelados en la prisión Spalernaia, donde fueron ejecutados en 1919 por un pelotón bajo las órdenes del comité bolchevique. Solo Leo consiguió huir. Pero era un fugitivo sin blanca. Se juntó con un grupo contrarrevolucionario molesto con la duplicidad y brutalidad de los bolcheviques. Una dictadura había reemplazado a la anterior.

—La misma historia de siempre —dijo Ben.

—Mientras tanto, los bolcheviques estaban llenando sus arcas con los botines arrebatados a la aristocracia. Llegó a oídos de Leo y algunos de sus amigos que la Medusa Negra se hallaba entre una horda de tesoros saqueados del Palacio de Invierno y guardados en un almacén junto con montañas de obras de arte, de oro, plata y otros objetos valiosos. Conspiraron para robar y recuperar el huevo. Rusia estaba a rebosar de armas por la guerra, así que no les costó procurarse fusiles.

»El robo llegó a buen término —prosiguió Mimi—. Y sin embargo, al mismo tiempo, fue un desastre. Leo y sus amigos consiguieron entrar en el almacén. Pero mientras buscaban el huevo, los guardias revolucionarios fueron alertados y el lugar rodeado. Se vieron obligados a salir de allí a tiros. Muchos murieron. Leo fue el único que pudo huir con vida. Pero tenía su huevo.

»Entonces se dispuso a marcharse de Rusia. Se había llevado dinero suficiente como para cruzar la frontera a base de sobornos, pero era una travesía peligrosa. Rusia estaba en un estado de anarquía. Bandas de soldados sin superiores a quienes obedecer plagaban el país aquellos días finales de la guerra, soldados que bajaban a las aldeas, violaban y asesinaban a mujeres mientras los hombres eran hechos pedazos con bayonetas para ahorrar munición. No era seguro viajar por las carreteras. Leo no se atrevió a intentar hacer ese viaje con tan valiosa carga. Se había derramado ya demasiada sangre como para que cayera en manos de bandidos. Así que ocultó su tesoro en un lugar secreto y dibujó un mapa para marcar su ubicación, prometiendo que, algún día, cuando aquella locura hubiera acabado, regresaría por él.

»Tuvo suerte. Logró exiliarse en Europa, donde encontró refugio entre nobles solidarios con el apuro en que se encontraba la aristocracia rusa. Logró sobrevivir valiéndose de su encanto y título nobiliario y dando clases de música a los hijos de los pudientes. Entonces, en 1925, casi ocho años después de huir de su país, pasó un tiempo como invitado en la casa de un conde italiano, cerca de Roma.

—Déjeme adivinar —dijo Ben—. El Conde Rodingo De Crescenzo.