32
Londres
En el interior de una sala de operaciones sellada, en la última planta de un edificio moderno y fuertemente vigilado cuya identidad y propósito real se mantenían en estricto secreto, nueve personas estaban reunidas en torno a una mesa. Si la habitación hubiera tenido ventanas, las vistas habrían sido un espectacular panorama del Támesis, el puente de Westminster, el Big Ben y el Parlamento. Aquello que se veía y discutía en el interior de la habitación se mantenía lejos del alcance de ojos y oídos curiosos, pero a través de la gigantesca pantalla LCD que dominaba el extremo posterior de la habitación, aquellos con acceso a la sala disponían de una ventana al mundo cuyo alcance era virtualmente ilimitado. Desde la comodidad de sus butacas podían monitorizar acontecimientos en cualquier lugar del mundo y en tiempo real. Podían enfocar a los objetivos lo suficientemente cerca como para contarles los pelos de la cabeza y seguirlos adonde desearan. Todos ellos en alta definición, controlados por un pequeño equipo de técnicos con uniforme y auriculares que estaban sentados al otro lado de un panel de cristal insonorizado.
El miembro de mayor antigüedad del grupo, que presidía la mesa, era un hombre enjuto de cabello cano llamado Mason Ferris. Incluso para sus ayudantes más cercanos, veteranos expertos como Brewster Blackmore, sentado a su derecha, y la mujer de mirada penetrante llamada Patricia Yemm a su izquierda, Ferris era una leyenda. Su ocupación actual era menos conocida incluso que los detalles de su antigua carrera militar. Su mera presencia en la sala demandaba una absoluta deferencia.
De toda la gente alrededor de la mesa, nadie reverenciaba más a Ferris que Jamie Lister, de veintinueve años y el más joven y novato del equipo con diferencia, recién ascendido del centro de espías del GCHQ en Cheltenham. Confiaba en no parecerse a esos tipos cuando llegara a su edad. Ferris era un esqueleto retorcido. Por el contrario, Blackmore parecía haber vivido exclusivamente a base de manteca, con una piel que no había visto la luz del sol en décadas. Ninguno de los demás tenía mucho mejor aspecto. Lister intentó no mirarlos demasiado.
Era la primera vez que Lister estaba en la sala de operaciones, y se sentía tan rígido e incómodo como el traje nuevo que llevaba. Desde el momento en que había pasado la seguridad y ocupado su lugar en la sala, había sido consciente de que los ojos vigilantes de Brewster Blackmore se desviaban en su dirección muy a menudo. De los pocos cotilleos que Lister había conseguido oír durante su breve estancia en el departamento, había sabido que Blackmore vivía por y para servir a su señor y amo Ferris. A ese hombre no se le pasaba nada por alto, e informaba de todo.
La pantalla gigante mostraba una visión aérea granulada de una enorme villa ubicada dentro de unos cuidados jardines de una zona residencial de Roma. La imagen estaba cruzada por cuadrículas, lecturas técnicas y coordinadas que cambiaban de manera periódica conforme el satélite se movía lentamente para seguir a la figura solitaria que salía de la parte trasera de la casa. Observaron cómo se movía sigiloso por el terreno, saltaba el muro en la parte posterior del jardín y se colaba por entre los árboles de la propiedad vecina. La mirada del satélite lo siguió mientras avanzaba por las calles. Los espectadores no tenían interés alguno en la flota de coches de policía que, como un enjambre, atestaban la entrada de la villa que el hombre acababa de dejar.
Las nueve personas presentes en la mesa disponían de una copia idéntica de la carpeta con información clasificada abierta ante sí. Todos a esas alturas se habían familiarizado con los detalles relativos a aquel hombre cuyos movimientos habían estado siguiendo durante las últimas veinticuatro horas. Habían observado cómo lo habían trasladado desde la escena del crimen en la galería hasta el hospital. Habían seguido su viaje a y desde el cuartel general de los Carabinieri en Roma, y lo habían estado observando por el sistema de circuito cerrado de seguridad del aeropuerto cuando no se había subido a su avión y aparentemente había decidido permanecer en Italia.
—¿Qué está tramando, señor Hope? —dijo Patricia Yemm con un amago de sonrisa mientras observaba atentamente cómo la figura de la pantalla caminaba por las tranquilas calles residenciales de la ciudad. La imagen del satélite había sido ampliada. Pudieron ver cómo agachaba la cabeza pensativo, su cigarrillo encendido.
—¿Te refieres a aparte de cargarse toda la operación? —dijo Blackmore.
Ferris hizo un gesto de impaciencia.
—La cuestión es qué hacemos con él.
Al otro lado de Jamie Lister, un hombre grande y de espaldas anchas llamado Mack habló por vez primera.
—Creo que todos estamos de acuerdo en que la implicación de Hope en esta delicada situación representa un lastre potencialmente desastroso para nosotros. Es decir, ha sido pura suerte que saliera de allí antes de que la maldita policía llegara. Este era un plan cuidadosamente trazado y él se ha metido en todo el medio, no solo una, sino dos veces ya. Es un peligro andante. Solo veo una solución.
—Coincido con ello —dijo la mujer que estaba a la izquierda de Lister. Tenía el cabello de color marrón oscuro, corto como un hombre, y llevaba un pintalabios rojo brillante que relucía bajo las luces. La placa de identificación de su chaqueta rezaba Lesley Pollock.
Hubo asentimientos y murmullos de aprobación alrededor de la mesa. Lister miró la carpeta que tenía delante y no dijo nada. Tenía la boca seca. Había una jarra de agua mineral y nueve vasos en mitad de la mesa, pero era consciente de la regla no escrita según la cual nadie bebería hasta que Ferris lo hiciera, un gesto de deferencia.
—Por tanto, propongo que actuemos para sacarlo de la ecuación —dijo Mack mientras miraba con gesto solemne a sus colegas—. E intentar buscar una manera de salir de este lío en el que nos hallamos inmersos.
Patricia Yemm apartó la vista de la pantalla y acercó su silla a la mesa. Tamborileó con sus uñas largas y pintadas de rojo en la carpeta abierta que tenía ante sí.
—¿Estamos seguros de que queremos iniciar acciones terminales contra este hombre? No es el más fácil de los objetivos. La cosa podría ponerse fea.
—Naturalmente, ha de hacerse rápida y sigilosamente —dijo Mack—. Es difícil, no imposible. Nada es imposible. Eso ha quedado demostrado muchas veces por este y otros departamentos.
Lesley Pollock frunció los labios y asintió.
—Es cuestión de seleccionar el activo más apropiado para la tarea a la que nos enfrentamos. Tenemos gente a la espera. Solo hay que mandarles un mensaje de texto y problema eliminado.
La boca de Lister estaba más seca a cada minuto. Sabía lo que le esperaba cuando había solicitado unirse a ese departamento. Aun así, aquella conversación le resultaba bastante surrealista. Problema eliminado. Estaban hablando de la vida de un hombre.
Pensó en su padre. Tragó saliva.
—¿Han leído el informe sobre Hope? —dijo con vacilación Yemm, que se había vuelto de nuevo para mirar a Mack y a Pollock.
Mack se sonrojó irritado.
—Soy consciente de sus capacidades. Pero no es el único que ha recibido adiestramiento y formación a ese nivel. Puede ser vencido. Y ese es el tipo de acción por la que abogaría en este punto. Francamente, no creo que tengamos más opciones al respecto.
Ferris había estado escuchando atentamente con la barbilla pegada al pecho. Chascó la lengua y las ocho cabezas se volvieron, atentas.
—Tengo la sensación —empezó Ferris y luego se interrumpió a sí mismo para extender su largo y huesudo brazo para coger la jarra de agua. Se tomó su tiempo para servirse un vaso y lo bebió con lentitud. Lister aprovechó la oportunidad para llenarse otro para él. Se lo bebió de un trago. Blackmore lo estaba observando.
Ferris prosiguió, midiendo sus palabras con cautela.
—Tengo la sensación de que, si bien nuestro amigo ha sido un lastre para nosotros hasta ahora, y en principio podría estar de acuerdo con la valoración de mi apreciado colega, existe una acción alternativa que ninguno de ustedes parece haber considerado.
Todos los ojos estaban fijos en Ferris, salvo Mack, que de repente parecía tener gran interés en la correa de su reloj.
—Tal como yo lo veo, la repentina e inesperada intrusión del comandante Hope en el tema de Urbano Tassoni puede inclinar la balanza a nuestro favor. —Ferris siguió hablando—. Dadas las circunstancias, la eliminación del objetivo no es la acción apropiada. Y no quiero abordar esto de manera privada. Quiero que me traigan a ese hombre vivo, lo más ruidosa y públicamente que sea posible.
—Señor, no estoy seguro de estar siguiéndolo —dijo Lesley Pollock con el ceño fruncido.
Ferris sonrió secamente. Se recostó en su silla y junto las manos con una palmada.
—Permítanme que les hable de mi abuelo —dijo—. Fue coronel en el ejército británico. Durante la década de los años veinte pasó un tiempo en la India, donde, como rastreador y fusilero profesional, los gobernantes de varias provincias le encomendaron que diera caza y acabara con los tigres que estaban atacando y comiéndose a los trabajadores rurales. Y lo logró, muy satisfactoriamente, gracias a ciertos métodos.
—¿Señor?
—En realidad es muy sencillo —dijo Ferris—. Tengan paciencia. Si les explico un poco cómo trabajaba mi abuelo, comprenderán mi razonamiento.
Ferris siguió hablando y su línea de razonamiento pronto quedó clara.
A Jamie Lister se le volvió a secar la boca mientras escuchaba. Hacía calor en la sala de operaciones, pero unos dedos de hielo parecían estar rodeándolo. Miró a la mesa, consciente de que Blackmore estaba observando su rostro en busca de una respuesta, y permaneció con gesto resuelto e impertérrito.
—Y así se caza un tigre —concluyó Ferris. Escudriñó los rostros de su equipo—. ¿Ahora lo comprenden? Es una conclusión lógica.
Nadie lo rebatió.
—Entonces, está decidido —dijo Ferris—. Quiero a Hope detenido en las próximas doce horas. Avisen a la policía italiana.
—¿Espera que lo cojan así, sin más? —dijo Mack.
—No. Por eso quiero que manden a uno de los nuestros a encabezar el equipo de fuerzas especiales.
—¿Del departamento?
Ferris negó con la cabeza.
—Mantengámonos al margen de esto.
—Vamos a necesitar a alguien muy bueno —dijo Yemm—. Si es que tenemos la oportunidad de cogerlo. Alguien que sea tan capaz e inteligente como él.
Blackmore la miró.
—¿Tiene a alguien en mente?