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Nací con el nombre de Simonetta Renzi en 1912 —comenzó la anciana—. Hace mucho tiempo. Tengo cien años, pero Dios me ha bendecido con una memoria nítida. Aunque en ocasiones preferiría que no lo hubiera hecho —añadió enigmáticamente.

Señaló a su alrededor.

—No siempre he vivido así. Mis padres, analfabetos ambos, trabajaban en una granja y jamás dejaron su aldea hasta el día de su muerte. Tuve seis hermanos. Todos han muerto ya. —Paró de hablar, como si estuviera recordando a cada uno de ellos—. Tal vez porque yo era la menor, y la única chica, siempre supe que el duro trabajo del campo no era la vida que quería. A una edad temprana aprendí yo sola a leer y escribir, y cosía y bordaba excelentemente. Cuando casi tenía doce años, llegó a mis oídos que un aristócrata local buscaba una doncella para su nueva esposa.

—El Conde Rodingo De Crescenzo —dijo Ben.

Mimi asintió.

—Yo era muy madura para mi edad. Fingiendo tener catorce, me presenté ante los principales sirvientes del conde y de algún modo logré convencerlos de que era la persona adecuada para ese puesto. Así fue como conocí por primera vez a Gabriella, la flamante Contessa De Crescenzo. Pronto nos hicimos amigas. Fue ella quien empezó a llamarme «Mimi», por la costurera heroína de la ópera de Puccini, La Bohème. Ese apodo ha seguido conmigo toda mi vida. —La anciana paró de hablar de nuevo cuando Elise regresó con bebidas. La doncella dejó una soda de Campari en la mesa junto al codo de Mimi, y una botella de vino blanco bien fría y una jarra de granizado de limón en el lado de Ben y Darcey. Cuando se hubo marchado, Mimi prosiguió con su historia.

—En muchos aspectos, los orígenes de Gabriella se asemejaban a los míos. Gabriella Giordani nació en 1908 en una familia milanesa de clase media-alta venida a menos. Para cuando cumplió los diecisiete, su padre había dilapidado gran parte de su herencia. Lo único que le quedaba por vender era a su hermosa hija. Para ayudar a salvar a su familia de la pobreza, Gabriella aceptó casarse con el Conde De Crescenzo, veinticinco años mayor que ella y, renuente, se fue a vivir a su propiedad. Recuerdo la casa muy bien. Era un palacio de verdad, tan grande que algunas zonas jamás se habían usado. Y era antiguo, tanto que algunas estancias y pasajes habían sido olvidados. Gabriella solía deambular sola, explorando el lugar. Un día encontró un pasaje oculto que conducía a una estancia secreta que llevaba muchos años sin ser utilizada. Tras preguntar con gran discreción a los sirvientes, supo que nadie sabía siquiera que estuviera allí incluso.

»Aquel lugar se convirtió en su refugio. Verán, su vida era miserable. Su marido era un hombre cruel, débil, que vivía a la sombra de su dominante madre y que pagaba sus frustraciones con su pobre mujer. Hizo todo lo que estuvo en su mano para menoscabar su confianza. Ordenó a su sirviente Ugo, un hombre terrible y bruto al que todos temíamos, que la espiara. Y de tanto en tanto, su madre y él rebuscaban entre sus pertenencias para que no tuviera privacidad alguna. Tan solo su diario secreto, cuya llave llevaba al cuello en una cadena, estaba a salvo de sus ojos fisgones. Y solo me tenía a mí como amiga. Pasamos muchas horas juntas, compartiendo historias y soñando con el día en que nuestras vidas fueran diferentes.

La anciana suspiró y permaneció unos instantes en silencio, inmersa en sus pensamientos. Ben se preguntó qué significaría la expresión de sus ojos. Arrepentimiento, sin duda. Culpabilidad, posiblemente también.

—El único consuelo que Gabriella podía hallar en su vida en ese momento era su amor por el arte —prosiguió Mimi—. Pero, una vez más, el conde puso fin a aquello. Cuando Gabriella decidió solicitar su ingreso en la academia de arte para estudiar oficialmente allí, fue rechazada. La junta le dijo que no tenía talento, que carecía de ojo para la forma o la composición y que no tenía futuro como artista.

—Panda de gilipollas —murmuró Darcey mientras cogía el vino. Ben le lanzó una mirada.

Mimi prosiguió.

—Ella tenía sus sospechas, porque sabía que sí tenía talento. Estas sospechas se acrecentaron al descubrir que uno de los principales directores de la academia, el que había rechazado con mayor vehemencia su solicitud y había alentado a sus colegas a hacer lo propio, era un íntimo conocido de su marido. Gabriella supo entonces que Rodingo había conspirado en su contra para arruinar toda posible oportunidad que pudiera tener. No fue hasta tres meses después, cuando el conde anunció que iba a celebrar una multitudinaria cena y Gabriella vio el nombre del académico de arte en la lista de invitados, que vio su oportunidad de vengarse. En las semanas previas a la fiesta, se dedicó a recrear un trabajo menor de uno de sus artistas favoritos. Creo que se hace una idea de a qué obra me refiero, ¿verdad, señor Hope?

No era difícil de adivinar.

El pecador penitente de Goya —dijo Ben—. Carboncillo en papel verjurado.

—Correcto —dijo Mimi.

—¿Cuál era el plan? —dijo Darcey mientras le daba un sorbo al vino. Ben notó que estaba enganchada con la historia.

—El plan era dejar en evidencia al supuesto estudioso del arte que la había humillado. Cuando hubo terminado la obra, yo le ayudé a enmarcarlo, tal como ella me había enseñado. Entonces, una hora antes de que comenzara la cena, mientras el conde estaba demasiado ocupado como para percatarse, Gabriella me pidió que colgara su dibujo en la pared del salón, donde quedaría a la vista de tan estimado experto. —El rostro de Mimi se arrugó en una sonrisa—. Y el plan funcionó a las mil maravillas. El director de la academia ocupó su lugar en la mesa y de repente metió un brinco y soltó un grito de admiración: «Dios mío, De Crescenzo, ¡nunca me habías dicho que tenías un Goya!». Antes de que Rodingo pudiera decir nada, el director de la academia ya había corrido a examinar de cerca el dibujo. «Magnífico», exclamó una y otra vez. Yo estaba observándolo todo por el ojo de la cerradura. Pude ver el triunfo en el rostro de Gabriella.

—Me gusta esa mujer —dijo Darcey.

—En ese momento, Gabriella se levantó y le habló. «Me alegro de que lo admire tanto, señor. Pero no fue el gran Goya quien lo dibujó, sino alguien carente de talento como para merecer un lugar en su ilustre academia». Rodingo enfureció. Cuando los invitados se hubieron marchado, pegó a la pobre Gabriella y le prohibió volver a pintar. Le dio una hora para destruir todo lo que había creado, amenazando con hacerlo él mismo si se negaba. Mientras la observaba desde una ventana, Gabriella se vio obligada a hacer con sus obras una hoguera en los terrenos de la finca. Pero no lo quemó todo. Muchas de ellas las ocultó en su estancia secreta, incluida su perfecta copia de El pecador penitente.

—El dibujo por el que ha matado y ha muerto gente, incluso a día de hoy —dijo Ben—. Lo que quiero saber es por qué.

Mimi sonrió.

—Y lo hará, señor Hope. Pero para entender por qué quería hablar con usted, debe por favor aguantarme un poco más. —Paró de hablar—. ¿Cuánto sabe de la historia de Rusia?

A Ben aquello le pilló desprevenido.

—Un poco —respondió—. No más que la mayoría de la gente.

—Debemos aparcar un momento la historia de Gabriella y Rodingo —dijo Mimi— y regresar al año 1903. A los días de la Rusia Imperial y a un aristócrata llamado Alexander Borowsky. Primo lejano de la dinastía gobernante, los Romanov, Borowsky también era propietario de las mayores minas de oro en Siberia y uno de los hombres más ricos del imperio. Su mujer, Sonja, y él tuvieron tres hijos: Natasha, Kitty y el menor, Leo, nacido en 1895. —Mimi exhaló largo tiempo—. Y ahora llegamos al quid de la cuestión. Pues, en ese año, 1903, Alexander Borowsky se convirtió en el dueño de un objeto de terrible belleza e increíble valor. Más adelante se conocería con el nombre de Medusa Negra. Y cuando les diga lo que es, empezarán a entender.