18
Ben arrastró el cuerpo inconsciente de Scagnetti por el aula, dejando un rastro de sangre de la mano machacada del tipo hasta el balcón. A continuación lo levantó y lo colocó sobre el parapeto, de manera tal que el más leve empujón lo precipitaría por el borde. Hizo lo mismo con el otro hombre, Bellomo, y luego volvió al pasillo, desenrolló de nuevo lo que quedaba de la manguera y cortó un trozo. Regresó al balcón y ató a toda velocidad un extremo de la gruesa goma alrededor de sus tobillos. Calculó la caída al suelo en unos tres metros y después aseguró el otro extremo de la manguera al balcón antes de empujar a los dos por el borde de este. Cayeron como si de saltadores con cuerdas elásticas se tratara y su descenso se vio frenado en seco por la elasticidad de la manguera antes de que sus sesos se desparramaran por el suelo.
Ben contempló aquellos dos cuerpos balanceantes. No iban a ir a ninguna parte. Se colgó una de las Steyr al hombro, sacó el cargador de la otra y se lo guardó en el bolsillo trasero. Tiró el arma vacía por el balcón junto con una de las radios y se puso rápidamente en marcha.
Los cristales salieron disparados cuando la culata de la Steyr de Anatoly golpeó la vitrina expositora que protegía el dibujo de Goya. Se valió del arma para quitar los cristales dentados de alrededor y luego se la colgó al hombro y metió las dos manos para agarrar los extremos del sencillo marco de madera negra.
Dio un tirón brusco y sintió cómo algo cedía. La obra de arte se soltó con facilidad de la pared y Anatoly la sacó de la vitrina expositora rota y dio un paso atrás.
Nada ocurrió. Ni alarmas que sonaran, ni contraventanas que los encerraran. Sonrió para sí mismo. Era suyo.
Y también el resto, todo lo que fuera capaz de llevarse de allí. Puede que al viejo se le hubiera ido un poco la olla, pero a él no.
Anatoly regresó al despacho con el Goya pegado contra su pecho. Rocco Massi estaba toqueteando la radio con el ceño fruncido, a pesar del pasamontañas.
—No consigo contactar con Bellomo y Scagnetti.
Anatoly le ignoró.
—Gracias por su cooperación, caballeros —dijo en ruso a los tres propietarios de la galería—. Eso es todo.
Colocó el marco encima del archivador y a continuación se descolgó la Steyr y se volvió hacia Corsini. El hombre obeso tenía el rostro empapado de sudor. Comenzó a levantar las manos y los ojos casi se le salen de las órbitas cuando vio que el cañón de la pistola apuntaba en su dirección. Anatoly chascó la lengua, sonrió y el arma le saltó en la mano del retroceso. Corsini cayó desplomado hacia atrás, volcando la silla y golpeándose contra el suelo. Anatoly dirigió entonces la Steyr hacia Silvestri y apretó el gatillo.
—Mierda. —Miró el arma—. Vacía.
Rocco Massi le pasó un cargador. Anatoly gruñó, sacó el cargador vació, colocó el nuevo en el receptor y tiró del percutor.
—Sois animales —dijo Silvestri. Sus siguientes palabras quedaron ahogadas por la ráfaga de disparos que lo alcanzaron desde ambos lados y que salpicaron de sangre la pared que tenía detrás.
Pietro De Crescenzo estaba acurrucado en una bola, cual animal atrapado, temblando de terror, cuando Anatoly se volvió hacia él. Una delgada voluta de humo salía del cañón de la Steyr. Anatoly sopló el cañón para que se dispersara el humo y rio. Se acercó un paso más a De Crescenzo.
—Bellomo, Scagnetti, responded. ¿Dónde coño estáis? Corto —dijo Rocco Massi por la radio.
Ben estaba recorriendo a la carrera uno de los pasillos cuando encendió la radio y volvió a poner la frecuencia que los ladrones habían estado usando. Entre interferencias oyó una voz áspera por el altavoz.
—Bellomo, Scagnetti, responded. ¿Dónde coño estáis? Corto.
Una especie de interruptor de plástico rojo en un lateral de la radio era el botón para hablar. Ben lo pulsó y dijo:
—Eh… Me temo que Antonio y Bruno no van a unirse a nosotros. En estos momentos andan algo liados.
Silencio estupefacto.
—Quiero hablar con el Ruso —dijo Ben—. Ahora.
Se hizo otro momento de silencio y luego oyó otra voz por la radio. Habló en italiano, pero con un fuerte acento. El Ruso.
—¿Quién coño eres?
El ruso de Ben no era tan fluido como su italiano, pero sí lo suficientemente bueno como para hacerse entender.
—Si estás aquí para robar obras de arte, he de suponer que estás interesado en hacer negocios. ¿Estoy en lo cierto? Corto.
Pausa.
—Continúa —dijo la voz.
—Tengo una oferta de negocios para ti —dijo Ben—. Estas son las condiciones. La policía está de camino. Deponed las armas y rendíos de inmediato y tenéis mi palabra de que viviréis como hombres libres. Quizá no en un par de décadas, pero sí eventualmente. Y tengo entendido que la comida en las cárceles italianas es muy buena. Corto.
La pausa fue mayor en esta ocasión.
—Interesante. ¿Y si decido arriesgarme?
—Hiere a alguna persona más allí abajo y hoy será el último día de tu vida.
—Comprendo. Debes de ser uno de esos ejércitos de una sola persona, ¿verdad? Vas a patearme el culo y el de todos mis compañeros, ¿no? Todo tú solito.
—Con Scagnetti y Bellomo no tuve que esforzarme demasiado.
—No sabes con quién te las estás viendo. Creo que eres tú quien debería rendirse. Me gustaría verte.
—Tal vez lo hagas.
—Tal vez. Seguiré disparando a los rehenes hasta que te entregues.
—Entonces retiro mi oferta. Tú y todos tus hombres moriréis.
—Esa es una afirmación atrevida.
—Es una promesa —dijo Ben—. La oferta está sobre la mesa. Piénsatelo.
Cortó la comunicación por radio.