Último capítulo
Ya bien entrado el otoño, Margaret hizo por fin la visita a lady Challis que tanto tiempo llevaba aplazando.
Cuando la llamó por teléfono, hecha un manojo de nervios, no pudo hablar con la anciana y tuvo que concertar la cita, acompañada de la habitual algarabía de ladridos y aullidos infantiles de fondo, con una chica de alegre voz que dijo llamarse Mary. Esta no se atrevió a asegurarle que Bertie (al que describió como Ocupado Con Los Ciruelos) pudiera acercarse a recogerla a la estación. «Oh, no importa, conozco el camino, iré dando un paseo», le aseguró Margaret con entusiasmo, y luego le dijo que iría el siguiente sábado por la mañana.
El sábado hacía el típico día de otoño, y el viento hacía rodar nubes blancas y doradas por un cielo cuya inmensidad azul y soleada parecía conducir a la Gloria. Margaret respiraba quietud; avanzaba entusiasmada contra el viento y levantaba de vez en cuando la cara al cielo, pensando que se parecía al que Alex había pintado en Los buscadores de metralla. Aquel otoño, toda Inglaterra hablaba del cuadro. Mostraba a tres niños que buscaban, entre la maleza de los fuegos y las acederas de un terreno bombardeado, los fragmentos de acero que habían caído durante la noche. Los críticos habían afirmado que era comparable a Hojas de otoño, de Millais[82], y muchos de ellos insistían en que era el mejor cuadro que Niland había pintado jamás, puesto que en él, además de la belleza, se recreaban la piedad y el temor en estado puro propios de la difícil época por la que atravesaba el país, mientras que en sus antiguas obras solamente había belleza. Margaret no tenía una opinión formada al respecto, pero había ido a ver innumerables veces Los buscadores de metralla y no podía apartar sus formas y colores de su mente y su retina. Cada vez que lo veía encontraba consuelo en él, y el cuadro le transmitía una fuerza casi desalentadora.
Ahora le resultaba difícil asimilar que el hombre que había pintado este cuadro la hubiera besado una vez en una azotea, y le hubiera aconsejado acerca de su actitud ante la vida. Tras acabar su retrato, no lo volvió a ver más. El Gobierno lo había destinado a Italia en misión oficial, y se había marchado dejando a Hebe al cargo de la casa de St. John’s Wood. Ya llevaba fuera casi tres meses. Mientras hacía el boceto, apenas si intercambió unas palabras con Margaret y, al despedirse de él, lo único que se llevó de la casa, junto con sus honorarios de modelo, fue una sonrisa ausente y una palmadita en el hombro.
Estaba decepcionada, pero no tanto como lo habría estado hacía unos meses. Se dijo a sí misma que si pretendía seguir el consejo que él le había dado en la fiesta (y así lo hizo), lo mejor que podía hacer era no tomarse en serio su desapego. Era normal, se decía a sí misma, que los Niland y los Challis significaran más para ella que al revés, puesto que ellos tenían vidas plenas y la suya estaba vacía de todo aquello que más desea un ser humano.
Una vez que nos proponemos algo, la tarea nos va resultando más sencilla a medida que avanzamos. Cambio de parecer, conversión, ver la luz: todas ellas son expresiones que sirven para designar un giro rápido o gradual hacia el Camino, trillado por los cansados pies de millones de personas corrientes que «intentaron hacerlo lo mejor posible» y por los pies sangrantes de los santos. Durante aquel otoño, Margaret también tomó la determinación de apartar de su mente a los grandes trágicos, a los grandes filósofos y a los grandes luchadores, combatientes e inquisidores y se dedicó simplemente a escuchar música y a leer poesía. De vez en cuando, algún conocido especialmente obstinado le sugería que estaba siendo débil, cobarde o escapista (esa maldita palabra), y entonces Margaret pensaba en lo que habría respondido Lev (le habría ignorado), y seguía su vida con ánimos renovados. (Zita le informó de que habían enviado a Lev al extranjero y en Westwood no habían vuelto a tener noticias suyas. Zita, como es normal, asumió que estaba muerto y se sintió ofendida cuando Margaret recibió una postal del soldado en Navidad).
Las vacaciones que las dos chicas habían pasado juntas resultaron todo un éxito. Margaret temía la verborrea y susceptibilidad de Zita, por no mencionar otros atributos que bien podrían salir a la luz después de tener que convivir con ella durante una semana, pero la mayoría de sus miedos demostraron ser infundados. El cambio de ambiente, las caras nuevas y el sentido de libertad ejercían sobre Zita un poder balsámico; su vivacidad y cordialidad judías eran de naturaleza expansiva. Además, poseía la cualidad inestimable de hacer que las cosas funcionasen: por donde Zita pasaba, el aburrimiento era impensable.
Margaret le cogió una especie de cariño protector. En muchos sentidos, parecía una hermana mayor de Zita, y esta se remitía a ella constantemente para pedirle consejo y consuelo. Esto (aunque resultara agotador cuando las sesiones se prolongaban hasta la madrugada) constituía para Margaret un auténtico halago.
Y menos mal que se había hecho amiga íntima de Zita, pues, cuando volvió a Londres, se encontró con que Hilda se había prometido en matrimonio.
Y aquí hay que decir que nunca hubo mujer tan férreamente comprometida como Hilda; «Ya puestos, bien podría llevar un cartel colgado anunciándolo», pensaba Margaret, tal era su estado de ensoñación, reserva y solemnidad para con el asunto conyugal. A veces, Margaret la veía al caer la tarde, paseando con el joven suboficial de marina artífice con el que se había prometido, y que a la postre era el artífice de tal cambio en su amiga. Caminaban en silencio, mirándose el uno al otro arrobadamente, y con los brazos entrelazados, haciendo caso omiso al reglamento militar. A Margaret, él le parecía un joven lo suficientemente corriente y agradable como para resultar recomendable. Iban a casarse pronto y pensaban compartir los permisos que él tuviera en un diminuto apartamento que Hilda había tenido la suerte de encontrar en el centro. Eso hasta que su barco recibiera órdenes de partir hacia el extranjero, lo cual podía ocurrir de un día para otro. Entonces, correrían tiempos difíciles y solitarios para Hilda, aunque la señora Wilson esperaba que pronto le dieran un nietecito y tuviera en qué ocuparse.
De modo que el cazador había sido finalmente cazado; la bailarina estaba atrapada y maniatada, y se veía obligada a experimentar aquellos sentimientos que tantas veces le habían provocado la risa cuando los observaba en los demás. Margaret se alegraba de que su amiga fuese a sentar finalmente la cabeza, y estaba deseando que le propusieran ser la dama de honor de la boda, al menos; pensaba que el cambio que se había operado en Hilda obedecía a una especie de justicia poética.
La señora Steggles le dijo que a Hilda se le caía la baba con aquel chico, aunque luego siempre tenía el detalle de abstenerse de hacer comentarios sobre el estado de soltería de Margaret. A madre e hija les resultaba cada vez más fácil llevarse bien, y cuando el inevitable distanciamiento de su querida amiga, la señora Piper, se produjo, si bien más tarde de lo que Margaret había anticipado, fue a su hija a quien la señora Steggles buscó para descargar su indignación y encontrar consuelo.
Los Steggles asistieron a la boda de Dick Fletcher y comprobaron que la señora Coates iba rematadamente guapa con su vestido rosa, su sombrero floreado y su velo vaporoso. Le dio un efusivo apretón de manos a Margaret y la escrutó con una mirada que no se suavizó del todo hasta que la desvió hacia Dick. Durante el banquete que siguió (en el Westwood de Brockdale, dónde si no), Margaret pudo advertir que la nueva señora de la casa, al instalarse en ella, había acabado con ese aire de cuento de hadas que ella tanto adoraba. La casa seguía siendo bonita, cierto, seguía estando tan limpia que parecía irreal en medio de la dejadez y la suciedad del Londres devastado por la guerra, pero aquel silencio roto tan solo por las campanillas de viento se había perdido, quizá para siempre.
Vio a Linda una vez más, vestida para la ocasión, pero la niña no pareció reconocerla hasta que ella le preguntó: «¿Te has olvidado de Margaret?», y Linda sonrió y le tendió la mano, aunque no le quedó claro si la recordaba o no. Le pareció que había vuelto a sumirse en la apatía de la que ella misma se enorgullecía de haberla sacado y, una vez, oyó por casualidad cómo la novia le hablaba en un tono un tanto brusco, aunque tal vez fuera mejor que tratara a la niña con la debida firmeza cuando la ocasión lo requiriera. En cualquier caso, Margaret sabía que ya no podía hacer nada al respecto.
Cuando Dick aceptó sus felicitaciones y buenos deseos, su actitud no reveló en ningún momento el menor atisbo de conciencia. Si alguna vez llegó a sospechar que Margaret disponía de amor en abundancia para enriquecer su vida, lo había olvidado por completo. Y, si su propia satisfacción por la felicidad de Dick se había visto empañada por el asombro de que se conformara con alguien como la señora Coates, entonces es que estaba preparada para admitir que aún conocía muy poco a los hombres.
A veces, cuando iba al Westwood de Highgate, vislumbraba (de lejos) a Gerard Challis. Según la prensa sensacionalista, estaba trabajando en una nueva obra, pero el tema se mantenía en secreto y Zita no había podido sonsacarle ni a Seraphina ni a Hebe de qué iba.
En caso de que el lector quiera estar mejor informado que los periodistas, revelaremos que la obra iba a llamarse En otoño y trataba de una mujer a la que sus amigos describían como «corrupta pero ardiente» (una especie de montón de compost y hoguera todo en uno, pero no tan útil), que estaba casada con un místico. Había estado flirteando durante años, feliz en la creencia de que cuando quisiera Volver con él, este lo Comprendería, pero cuando finalmente quiso Volver con él (en medio del Blitz, un momento de lo más inoportuno), él no lo Comprendió, y ella se vio obligada a refugiarse, con el corazón roto, en su último amante ocasional. El marido se marchó a la India y vivió con un yogui en una cueva, que (salvo por el yogui) era exactamente lo que habría tenido que hacer si se hubiera quedado en Londres.
Esta joya iba a estrenarse ante el público británico en febrero, coincidiendo con la nueva expedición de cupones de ropa, pero como Kattë seguía cosechando llenos absolutos, Margaret pensó que tal vez el público británico tenía lo que se merecía. Por lo demás, el señor Challis estaba pagando muchos impuestos sobre la renta y se quejaba amargamente de tal circunstancia. (Ya sabemos que le gustaba horriblemente el dinero; no de un modo alegre o codicioso, sino de un modo serio y desdeñoso que a nosotros nos resulta mucho peor).
Margaret ya no sentía el menor interés por él o por sus obras. Cuando su respeto por él como ser humano quedó aniquilado, su admiración por él como artista también se destruyó. En cuanto a Alex Niland, que abandonaba a su esposa de tanto en tanto y se acercaba a jovencitas con besos en los labios y una copa en la mano, pero seguía pintando cuadros que emanaban belleza y bondad, Margaret lo excusaba. «Al menos —pensaba— no finge ser mejor de lo que es; no finge ser nada: es él mismo». La verdad es que Alex Niland le gustaba.
Lo único que queda por decir del señor Challis es que, en los últimos años de su vida, Volvió con Seraphina, ofreciéndole los maltrechos restos de su corazón, y que ella lo recibió con la misma indefectible amabilidad afectuosa que siempre le había mostrado. Y así, despedimos a este portento.
Margaret visitó más de una vez la casa de St. John’s Wood en respuesta a alguna abrupta invitación lanzada por Hebe. La encontró tan llena de encanto como la casa de Highgate. Hebe la fue llenando poco a poco de muebles victorianos enormes y macizos contra los que los niños podían chocar sin sufrir daños graves y, lo que era casi de la misma importancia en aquella época, sin que sufrieran daños los muebles. Compró grandes platos decorados con flores rojas y azules que una vez habían portado los grandes asados de los lejanos días victorianos, donde se servían ahora la carne y las verduras juntas para minimizar el fregado. Invitaba a sus amigas a sentarse con ella por las tardes a hacer colchas con retales, se tonificaban con tazones de sopa y, después, utilizaban las colchas que habían hecho para adornar sus sillas y camas desvencijadas. Tenía sus abejas en el jardín y había plantado las flores que estas preferían. Pero ahora estaba enzarzada en una disputa con los vecinos por su derecho a criar pollos y se había visto obligada, a regañadientes, a abandonar definitivamente su proyecto de la cabra. Vogue ya la había contactado con el objeto de hacer una crónica sobre algunas de estas actividades en sus páginas, con fotografías incluidas.
Cuando Margaret se apeó en Martlefield, la misma joven robusta cuyo atuendo había provocado el desagrado de Gerard Challis en verano le cogió el billete y, cuando salió de la estación, vio que el campo que entonces la había impresionado con su manto de botones de oro estaba ahora sembrado de las hojas caídas de los olmos, mientras que el follaje que aún persistía en los árboles más lejanos parecía más bien pelusa de felpa amarilla.
El tiempo era tan espléndido que se sintió un poco decepcionada al ver la carreta, el cob y a Bertie aproximarse hacia ella; habría disfrutado del paseo de tres millas. Se preguntaba si Bertie se habría visto obligado a abandonar su Ocupación con las Ciruelas para ir a por ella, y si estaría malhumorado en consecuencia. De hecho, su semblante era más bien serio, pero sabía que esta era su expresión habitual y se debía más a su opinión sobre el destino del Imperio Británico que a cualquier otra preocupación de tipo más personal.
Después de intercambiar los correspondientes saludos informales, Margaret preguntó cómo estaba todo el mundo y si había mucha gente alojada en Yates Row.
—Estamos hasta los topes —fue la breve respuesta de Bertie, echando por tierra las esperanzas que Margaret albergaba de mantener largas e ininterrumpidas conversaciones con la anfitriona—. Todos estamos bien por aquí… aunque mi abuela murió.
Margaret le dio el pésame y, en cuanto su educación se lo permitió, le preguntó si Irene estaba todavía en la casa.
—Oh, sí. Al parecer, es fija. Su Edna va a la escuela del pueblo. Este fin de semana hay un montón de niños venidos de Londres que se supone que van a ayudar con las ciruelas. Se supone. Y mi hermana pasó aquí la semana pasada entera.
—Anda, me alegro mucho por ti. ¿Cuántos años tiene?
—Diez. Una pesada de tomo y lomo. No sé cómo podía aguantarla cuando vivía en mi casa.
—Eres de Londres, ¿verdad?
—Wathamstow, E. 17. Me evacuaron en 1939. Me educaron aquí y todo eso. Así que no volví. ¡A mí no me vuelven a ver el pelo por allí!
—¿No te gusta Londres?
—No después de haber vivido en el campo. La agricultura mecanizada: a eso me voy a dedicar. Los de mi clase no tienen nada que hacer en Londres; los de tu clase, sí.
Mientras Margaret meditaba aún sobre esta respuesta, la carreta alcanzó la hilera de casas que tan bien recordaba y cuyo aspecto era tan diferente de cuando la vio en los lejanos días veraniegos; se apeó y recorrió lentamente el pequeño sendero que conducía a la entrada contemplando todo cuanto la rodeaba. Todavía quedaban algunas manzanas rojas en las ramas más altas de los árboles del huerto, y unos cuantos girasoles y dalias que habían sobrevivido a las heladas mecían sus enormes corolas al viento sobre los senderos llenos de musgo.
—Ayer salieron todos a por nueces —observó Bertie, que ya estaba llevándose a Maggie—, pero no cogieron ninguna, claro. Las ardillas se hicieron con todas ellas hace semanas. Lady Challis estaba encantada; dice que cuando era una cría pasaba lo mismo. Esa de ahí arriba es tu habitación —añadió, señalando la ventana con gabletes del desván, donde ondeaba una cortina blanca—. Lady Challis dice que vayas al prado cuando te hayas instalado. Estarán allí todos.
Un poco más tarde, cuando cruzó el jardín que estaba situado en la parte trasera del complejo de casas, el viento le trajo voces y risas, y pronto pudo distinguir figuras que se movían de acá para allá entre los ciruelos en el extremo de un enorme prado que se extendía a todo lo largo de Yates Row. Había árboles de todos los tamaños cargados de diferentes variedades de ciruelas y esto le venía muy bien a los recolectores, cuyas edades eran tan diversas como la fruta que estaban cogiendo. Los niños tiraban con cuidado de los orbes recios y dotados de un púrpura oscuro de los árboles pequeños, dejando los frutos maduros para hacer mermelada. Por encima de sus cabezas, subidos a escaleras apoyadas en los árboles, que se mecían sin cesar con el viento, los mayores se afanaban, riendo y profiriéndose unos a otros gritos entrecortados cuando las ráfagas de aire los dejaban sin aliento. Por encima de todos ellos, en el árbol más veterano y alto, con un pie en el último peldaño de una escalera y el otro plantado entre dos ramas, estaba lady Challis.
Margaret la reconoció desde lejos. Se acercó tímidamente a los pies de la escalera y permaneció allí sin que su anfitriona se percatara de su presencia, alzando la vista para mirarla, procurando conciliar la concepción de la dignidad poética que esta le inspiraba con el atisbo de unas piernas finas enfundadas en medias grises llenas de carreras y otras prendas utilitarias. Y a la vez se fijaba en los niños, cuya mezcla de edades y extracciones sociales era tan heterogénea como las propias ciruelas (aunque todos sin excepción tuvieran el rostro sonrosado de ir de acá para allá con aquel viento), y que no paraban de soltar esos comentarios grandilocuentes y un tanto mojigatos con los que los niños siempre acompañan cualquier trabajo útil.
—Te digo que hay que recolectar aquí; hay miles de ellas; las ramas están completamente atestadas. Si no las cogiera, no habría sitio para las del año que viene.
—Lo sé. Es un trabajo muy duro, pero hay que hacerlo. No digas miles, Claudia. Mi mamá dice que eres una esagerada.
—Exagerada, no esagerada. Pues en esta rama hay doce, ni más ni menos. Mira, Edna, tienes que ponerlas en la cesta con cuidado y no dejarlas caer simplemente o estropearás la película blanca que la recubre. Mi mamá dice que lo mejor de una ciruela es la película. ¡Mira, esta es súper! ¡Es de grande como un huevo!
—Un huevo no muy grande.
—Anda que no, un huevo enorme. Mira, la voy a poner en la cesta con cuidado para no estropear la película… ¡Ay, Maggie, vete por ahí! —soltó dando un chillido aterrado.
Margaret acudió y apartó a la yegua, que se había acercado al trote y había metido el hocico en la cesta de ciruelas, y vio a Claudia saliendo de detrás de un árbol.
—Hola, Claudia. ¿Te acuerdas de mí? —preguntó Margaret.
—Pues claro. Estuviste aquí en verano —respondió Claudia gentilmente, atusándose su larga melena alborotada.
—Hola, Margaret —dijo Edna, que continuaba cogiendo fruta sin inmutarse—. Estamos ayudando en la Recogida de la Ciruela. Es un trabajo muy duro, pero hay que hacerlo. Mañana, lady Challis va a hacer cincuenta libras de mermelada —(«Vaya», pensó Margaret)—, y Frank y yo nos vamos a comer los posos para merendar si vemos que no cuajan.
—¿Quién es Frank?
—Mi primo. Ese de allí. —Señaló a tres niños pequeños que, hartos del método de la recolección manual, estaban sacudiendo violentamente el árbol—. Es el del gorro de duende. Ha tenido un oído malo. Masto… no sé qué.
—Mastoiditis —corrigió Claudia.
—¡Niños! ¡Así no! —gritó lady Challis, tan cerca del oído de Margaret que esta se sobresaltó. Al girarse, se encontró a su anfitriona pegada a su codo, frunciendo el ceño y meneando la cabeza al grupo que estaba agitando el árbol—. ¡Eso daña las ciruelas! ¡O lo hacéis a mano o no lo hacéis!
Luego, se volvió sonriente hacia Margaret:
—Aquí estás por fin. Me alegro mucho de que hayas podido venir. ¿Tienes hambre?
—Un poco, pero no mucho —contestó Margaret, sonriendo al recordar que casi el primer comentario que lady Challis le había dirigido había tenido que ver también con la comida.
—¿Estás segura? Hemos preparado una enorme olla de estofado, pero los sábados no almorzamos hasta la una y media.
—Lo he visto cuando he pasado por la cocina. Huele de maravilla.
—Lleva ciruelas pasas —le confesó lady Challis. Entonces, se quedó mirando a Margaret durante un momento, mientras sus grandes ojos, ahora apagados por la edad, adquirían una expresión inquisitiva y luego de ligera disculpa—. Perdona mi despiste —dijo al fin—, pero ¿te pedí que vinieras por algún motivo en particular (aparte de por verte de nuevo, por supuesto), o era solo para ayudar con las ciruelas?
—Bueno… —empezó a decir Margaret, a quien la pregunta había pillado por sorpresa—. En realidad, cuando estuve aquí este verano, me dijo que podía… que podía hablar con usted, si es que no le robo demasiado tiempo.
—¡Por supuesto! ¡Mira que no acordarme! —Su tono delataba alivio y energía—. ¿Te lo prometí?
—Pues la verdad es que sí.
—Entonces, vayamos a por otra escalera (acaban de terminar con aquella de allí), subamos juntas al ciruelo y empecemos a hablar. Siempre cumplo mis promesas, ¿verdad, jovencitas? —preguntó dirigiéndose a Edna y Claudia, aunque el llamamiento solo recibió un «Claro que sí, lady Challis» por parte de Claudia, que, obviamente, lo dijo por mera cortesía, y un robusto y sarcástico «¡Oh, claro!» de Edna, que hizo que lady Challis soltara una carcajada y lanzara una mirada traviesa a Margaret. Esto hizo que la ligera desilusión que había sentido esta última se desvaneciera.
Cuando subió por la segunda escalera, que Bertie y un campesino mayor que ayudaba en los jardines acercaron al árbol, y fue ascendiendo poco a poco al mundo nada familiar de ramas musgosas y crujientes racimos de hojas verde oscuro a través de las cuales se percibía la suave fragancia de la corteza y de la fruta al sol, Margaret sintió que sus ánimos se elevaban para encontrarse con las inmensas nubes que recorrían el cielo. Haciendo equilibrios contra el agrietado tronco, alzó la vista a través del entramado de hojas, que, de repente, pareció negro en contraste con la bóveda celeste y vio que, donde se abría un hueco en aquella intrincada trama, el cielo que se revelaba sugería un estanque insondable, en calma a pesar del azote del viento que hacía que el árbol entero, desde las raíces ocultas hasta las hojas nutridas por el sol, se meciera y se balanceara sin descanso.
Bajó los ojos y se topó con la sonrisa de lady Challis cuando esta última le quedó frente por frente en lo alto de otra escalera en el lado opuesto. Estaba toda rodeada de hojas; había sacado la cabeza por entre ellas y algunas le tocaban la mejilla cuando intentaba echar un vistazo a su alrededor en busca de las frutas grandes y maduras, las ciruelas emperatrices, que habían logrado escapar, semana tras semana, a la vara larga (aunque no lo suficiente) y ganchuda del recolector.
—¡Aquí arriba hay montones! —le gritó a Irene, que estaba esperando debajo junto a una cesta, y que ahora miraba a Margaret con una sonrisa de bienvenida—. Las tendremos ahí abajo en un santiamén. ¿Tienes vara? —le preguntó a Margaret, que sospechaba sin ningún tipo de rencor que su anfitriona había olvidado su nombre, si es que alguna vez había llegado a saberlo—. Engánchala en una rama cuando no la utilices y procura que no se te caiga. ¡Venga! —Estiró el brazo enérgicamente por la rama con su vara hasta un racimo de ciruelas—. ¡Habla!
Margaret, por supuesto, se quedó muda en el acto. Sonrió confusa y fue incapaz de encontrar una palabra con la que empezar. Deseaba hablarle a lady Challis acerca de su futuro espiritual y mental, pero ¿cómo podían tratar de cuestiones tan importantes en lo alto de un ciruelo y con aquella ventolera?
—Pareces más feliz que cuando viniste este verano —empezó a decir lady Challis para ayudarla a arrancar—. (Tú déjalas que caigan a su aire; Irene las recogerá; pero no tires demasiadas a la vez o se perderán entre la hierba). ¿Lo eres?
—Oh, sí, lo soy. —Esta era una pregunta que Margaret no tenía que pensar antes de contestar.
—¿Por alguna razón especial o por todo en general…? ¡Uf! ¡Qué viento! Agárrate fuerte, ¡ahí va mi pañuelo! —dijo cuando un gran objeto gris salió volando entre los árboles.
—No hay ninguna razón especial —contestó Margaret, ruborizándose. Se estiró a todo lo largo de una rama y maniobró con su vara para alcanzar una ciruela medio escondida entre las hojas—. No me ha pasado mucho este último año, salvo que he conocido a alguna gente, he visto algunos cuadros y he oído un montón de música preciosa.
—¿Te gusta la música? —dijo—. (Claudia, coge mi pañuelo, ¿quieres, querida? Mira, allí, en aquel arbusto).
—Me gusta más que nada en el mundo, salvo la poesía.
—Ah, la poesía. Ya no la disfruto tanto como antes. A ti te pasará lo mismo cuando seas vieja, supongo. Se lo he oído decir a más gente mayor. Esto es lo que me gusta ahora. —Puso la mano en el tronco del árbol y levantó la cara al viento—. Descansemos un minuto, ¿de acuerdo?
Enganchó su vara en una rama y Margaret hizo lo mismo. Lady Challis sacó su pitillera, pero la volvió a guardar, pues habría sido imposible lograr una llama con aquel viento.
—Y he estado pensando mucho en el pasado —continuó Margaret, que descubrió que, a medida que hablaba, le resultaba cada vez más sencillo hacerlo—. Hay un viejo pabellón de caza que perteneció a Odo de Bayeux, según cuenta la leyenda, cerca de donde yo vivo, en Londres… o más bien, el lugar donde se levantaba está bastante cerca; ya no queda nada, salvo una pequeña colina que se puede ver desde la estación de metro. Fui a verla expresamente. Fue una especie de peregrinación.
—«Todos los horrores se difuminaron con la edad / como los demonios en una página de misal» —recitó lady Challis distraídamente, uniendo sus manos alrededor de una rama como para disfrutar de la rugosidad de la corteza—. No estoy segura de que sentir devoción por el pasado llegue a ser satisfactorio. A veces, lo único que produce es horror por el presente.
—¡Eso es exactamente lo que está produciendo en mí! Me está haciendo odiar todo lo contemporáneo. Dirá que los pobres sufrían horrores en el pasado; lo sé, y no me importa. Todo era hermoso; eso es lo único que cuenta.
—Me alegra oírte hablar con tanta pasión; demuestra que te gusta de verdad. No obstante, la devoción por el pasado es solo una forma de anhelo. Está condenada a no verse satisfecha jamás y, por tanto, nunca podrá ser grata.
—Estoy acostumbrada a sentirme insatisfecha. —El tono de Margaret fue un tanto áspero, pues le parecía que lady Challis disfrutaba de una posición privilegiada para dar consejos: había sido bella, se había casado, había dado a luz a un hijo y ahora, en su vejez, poseía dinero suficiente para comprar los objetos y las experiencias que le procuraban placer—. Creo que debo obtener la felicidad a partir de mis anhelos.
—Eres muy joven para que te hayas dado cuenta de que la felicidad procede de los anhelos. Espero que algún día oigas la llamada de Dios. Por cierto, ¿ha hablado ya Hebe contigo?
—¿Sobre qué? —El tono de Margaret traslucía demasiado asombro como para sonar completamente educado.
—Si no lo ha hecho, tal vez esté siendo indiscreta, pero está pensando en pedirte que le ayudes a cuidar de los niños. De forma permanente.
—¿Me está diciendo usted que me quiere proponer un trabajo?
—Sí. Cree que eres un ángel con ellos.
Margaret se quedó en silencio. Se tapó la nariz con el pañuelo, pues el viento la había vuelto desagradablemente activa. Un ligero resentimiento se mezcló con un sentimiento de halagadora sorpresa. «Parecen haber dado por sentado —pensó— que estaría encantada de dejar la enseñanza y aceptar un salario mucho menor solo por la recompensa de vivir bajo el mismo techo que los Niland, y de vez en cuando visitar a los Challis. ¡De verdad, la arrogancia (saboreó la palabra)… la arrogancia de esta gente es increíble! Seguro que hasta ella —lanzando una mirada a lady Challis, que había bajado unos peldaños de su escalera para coger el pañuelo de manos de Claudia, que estaba encantada de subir por ella—, hasta ella da por hecho que voy a decir que sí».
—¿Cree que debería aceptar? —preguntó tímidamente al cabo de un momento, después de vislumbrar la preciosa cabeza plateada de lady Challis entre el follaje y de que esta escena sumiera su humor de repente en la más absoluta humildad.
—No —respondió lady Challis con rotundidad—. Deberías librarte de la gente durante un tiempo. Si aceptas la propuesta de Hebe, te abrumará.
—Eso es justo lo que siento yo —murmuró Margaret—, pero entonces pareceré una desagradecida…
—¿Desagradecida, dices? Tonterías. Hebe siempre ha tenido cerca algún que otro perrito faldero que le lame los pies. Y, de vez en cuando, alguno se le muere, se rebela o se casa, así que tiene que encontrar otro. Acaba de perder a la pobre Grantey y, ahora, anda detrás de ti.
Margaret tenía una concepción de Hebe como alguien a quien persiguen más que como a un perseguidor, y esta nueva idea de que anduviera «detrás» de ella la dejó por un momento sin palabras.
—¿Cree que le gusto al menos un poco? —soltó al fin—. A decir verdad, no es que yo le tenga mucha estima a ella, pero a nadie le gusta que lo quieran solo por conveniencia.
—Ella cree que estarías encantada ante la posibilidad de vivir con la familia y que eso podría servirte de compensación. Oh, sí, supongo que le gustas hasta cierto punto. A Hebe no le gusta nadie salvo Alex, los niños y su madre. Siempre estará protegida de las cosas que le pasen, porque carece de sensibilidad. Tú sí que eres sensible. Así que, si yo estuviera en tu lugar, le diría: «No, gracias». No creo que queden más ciruelas aquí arriba, ¿verdad? ¿Bajamos?
—Por favor, quedémonos un ratito más —le imploró Margaret—. Mañana estará todo el día haciendo mermelada y no tendré oportunidad de hablar con usted.
—Eso es verdad. Cincuenta libras, nada menos. Uso tanto azúcar que hago que los mayores se beban el té viudo durante semanas. Bueno, ¿hay algo más que te aflija?
—Ha dicho usted que soy sensible. Me temo que lo soy, y mucho. Ya no me tomo las cosas tan mal como cuando llegué a Londres, pero sigo sintiéndolas en lo más hondo. ¿Existe alguna cura para eso? La directora de la primera escuela en la que di clases me dijo que necesitaba que me ocurriera una tragedia que me hiciera madurar y sacar lo mejor de mí, y la gente parece pensar… en las obras del señor Challis… me refiero a que alguna gente cree que querer ser feliz es de estúpidos y de débiles y que deberíamos aceptar el lado trágico de la vida…
Sus palabras desbordaban ansiedad y sus serios ojos permanecieron clavados en lady Challis mientras esta se inclinaba entre las hojas con las manos entrelazadas.
—Tú no —la interrumpió lady Challis—. No creo que seas una de esas personas que necesita una tragedia para madurar. Tú más bien necesitas lo que yo llamo los Nobles Poderes.
—¡Ay, por favor, dígame qué son!
—Belleza, Tiempo, Pasado y Compasión (sus nombres suenan como un coro de ángeles, ¿verdad?). Risa, también… necesitas calmarte y elevarte hacia la luz, no sumergirte en la oscuridad y lo contingente.
Empezó a limpiarse las manos sobre la bata de yute que llevaba ajustada a la cintura, como si de la voluminosa toga de una monja medieval se tratara. Mientras pronunciaba los nombres inmensos y apacibles de su coro de ángeles, la imaginación de Margaret, en uno de esos vuelos que a veces emprendía, pareció ver pasar ante sus ojos las formas terrenales que esos ángeles habían adoptado durante aquel año: Westwood, la música, el pabellón de caza del obispo Odo, Linda, los niños y Alex Niland. Se dio cuenta de lo mucho que ya había sido «calmada y elevada hacia la luz». ¡Los Nobles Poderes! «Por eso soy más feliz», pensó.
—¿Vienes? —Lady Challis comenzó a descender por la escalera. Irene había dejado su cesta al pie del árbol y se había ido a coger la fruta de otro grupo de trabajadores en el extremo opuesto del prado. Algunos de los niños habían encendido una fogata con hierbajos secos y restos de la poda, y el humo azul celeste flotaba a ras de hierba, acelerándose hacia los setos, donde algunas madreselvas tardías se aferraban a la cima iluminada por el sol.
—Oh… ¡solo dos preguntas más!
Lady Challis se detuvo, levantando una cara ligeramente sonriente. Empezaba a impacientarse.
—¿Cree que algún día llegaré a casarme? —le preguntó Margaret en voz baja y acelerada, descendiendo por su propia escalera.
—¡Pero qué pregunta es esa! ¿Cómo voy a saberlo yo? Eso espero, querida, eso espero. Sin embargo, si no te casas, confío en que los Nobles Poderes te sigan ayudando a hacer lo más difícil.
—¿Y qué es? —le preguntó Margaret, aunque ya lo sabía.
—Vivir sin un amor terrenal.
Durante un momento, ninguna de las dos habló. Lady Challis intentó levantar la cesta de ciruelas y, como pesaba demasiado, la dejó de nuevo en el suelo dando un pequeño suspiro. Margaret miraba, perdida en sus ensoñaciones, la exuberante hierba oscura salpicada de hojas amarillentas. Lady Challis se apoyó en una escalera y sacó su pitillera.
—Dijo —comenzó Margaret de nuevo, alzando de pronto la mirada— que un día oiría la llamada de Dios. ¿Podría explicarme qué quería decir? Nunca voy a misa ni pienso mucho en Dios… si es que existe. Ni siquiera estoy segura de que…
—Creo que eres lo que una vez un conocido mío llamó «una fugitiva de Dios». No sé explicarte por qué lo creo, pero lo creo, y lo que has dicho sobre lo de obtener satisfacción a partir de tus anhelos me terminó de convencer. Mira, la única «cosa» que un ser humano puede seguir anhelando toda su vida, y sentirse satisfecho solo con anhelarla, es Dios.
—No me gusta la idea de buscar a Dios —dijo Margaret con determinación.
Lady Challis rio.
—Querida, eso no te ayudará ni cambiará las cosas. ¿Has leído «El lebrel del cielo»[83]?
—Sí. Me parece técnicamente interesante, pero a nivel emocional no me sugiere nada.
—Yo de ti no permitiría que eso me preocupase. Hay tiempo de sobra para ello.
—No lo voy a permitir, lady Challis. ¡Me gustaría —dijo en tono rebelde— hacerle entender que odio la idea de convertirme en religiosa!
Lady Challis se limitó a reírse de nuevo y a permanecer muy erguida. El viento encendía la punta de su cigarrillo haciendo que, de vez en cuando, soltara minúsculas chispas.
—Vamos a tener que ir a por Maggie para que cargue con todo esto —dijo, señalando la cesta—. Allí hay otra lista. Voy a pedirle a Bertie que le ponga las alforjas. —Antes de que Margaret pudiera ofrecerse a ir en su lugar, se marchó a toda prisa con las manos metidas en los bolsillos de la bata.
Margaret se quedó a la sombra del árbol susurrante, observando las figuras que danzaban alrededor de la hoguera y reunían las cestas repletas de fruta de color rojo claro, dorado y púrpura oscuro, mientras el viento arremolinaba las hojas a su paso: «“De todos los bosques que el otoño / despoja en el mundo entero”[84], —pensó—. Despoja; qué palabra más bonita. Sin embargo, las hojas volverán en primavera y otra vez tendremos alhelíes y narcisos, y tardes largas. Nunca me cansaré de ellas; amaré la naturaleza y el arte hasta que me haga vieja, muy vieja, y los Nobles Poderes también, pero nunca, nunca amaré a Dios, incluso si Dios existe. Mi naturaleza no es religiosa. No siento la necesidad de Dios».
Y allí se quedó, con la lucha que habría de continuar durante tantos años ya instalada en su corazón.
Entonces, una procesión emprendió la marcha desde el establo que había cerca del seto. Estaba compuesta por Bertie, que guiaba a Maggie, lady Challis, que caminaba junto a esta con una corona de madreselva sobre la cabeza, Edna, Claudia, Frank, algunos niños más y, a la cola, el hombre encargado de las reparaciones de la casa. Atravesaron el humo azul, que formaba remolinos a la altura de sus rodillas.
—¡Tenemos el tiempo justo de subir una carga a la casa antes de almorzar! —gritó lady Challis, que parecía una profetisa en medio del humo que flotaba a su alrededor con la corona de madreselva en el pelo—. ¡Margaret, ven y ayúdanos!
Fue así como Margaret dejó la sombra del árbol y salió al encuentro de la procesión, y se unió a ella, y ayudó.