Capítulo 16
Los sentimientos de Margaret eran todavía los de una niña pequeña, pero más fuertes que los de la mayoría de las jovencitas de su edad, y no se contentaba con ver al señor Challis solo en contadas ocasiones. Deseaba hablar con él y, aunque sabía que cuanto más se quiere una cosa, menos probabilidades hay de que se cumpla, convertirse en su amiga. Quería entablar con él una hermosa amistad, como la de Alice Meynell con George Meredith[37], y que esta estuviera colmada de emociones espirituales. Si ella pudiera gozar de una amistad semejante con Gerard Challis, ya no desearía nada más en toda su vida.
Había comprado todas sus obras y se sabía muchos pasajes de memoria. Incluso había ido a ver El pozo escondido, que habían vuelto a representar en Londres; una vez con Zita y dos sola. ¡Qué mente tan excepcional! ¡Qué maravilla ver cómo ese talento se revelaba a través de las palabras y los gestos de los actores! ¡De qué modo tan espiritual y a la vez pasional enfocaba el Amor, con mayúsculas! Cuando sus personajes hablaban de amor, era como si estuviesen expresando sus sentimientos más profundos. No era como esa vergüenza y esa sensación de desagrado que le habían sobrevenido al contemplar el cuadro de Alexander Niland en el que aparecían dos amantes tumbados en la hierba veraniega.
Sin embargo, no le bastaba con soñar despierta, leer las obras de Challis y verlas representadas. A veces experimentaba una pequeña revulsión, como si estuviera empachada de comer dulces. La deslealtad de estos sentimientos le molestaba, pero admitía su existencia y hasta empezaba a darse cuenta de que estos se debían a la exigua dieta a la que se habían visto sometidos durante toda su vida.
Así que, cuando una tarde de sábado del mes de marzo abrió la puerta de la Habitación Pequeña y vio al dramaturgo sentado junto a la ventana abierta, se puso tan contenta que en seguida notó que las mejillas se le enrojecían.
Él se lo tomó como algo inevitable. Su presencia es lo que tenía. Se levantó despacio y con elegancia y permaneció junto a la ventana: su alta y estilizada silueta, con una mano apoyada en el respaldo del pequeño sofá victoriano, se perfilaba contra el resplandor de aquel día primaveral. Le sonrió y ella le devolvió una trémula sonrisa. Luego, él dijo:
—¿Le importa si me quedo aquí un momento?
—¡Oh, no! Eh… ¿Está seguro de que no seré yo la que lo molesto a usted? Zita y yo estamos… cosiendo unas cosas… y creo que… ella no está, pero yo tengo la tarde libre y pensé en adelantar un poco el trabajo.
¡Menos mal que la naturaleza de ese «trabajo» le permitía desempeñarlo ante sus ojos sin ruborizarse! Se encontraba en tal estado de amor platónico que el pensamiento ni siquiera la hizo sonreír.
Él asintió con la cabeza, muy cortés, y no se movió, mientras ella sacaba de un cajón la blusa blanca de tul que Zita le estaba ayudando a confeccionar y se sentaba en el extremo más alejado de la habitación. Él volvió a acomodarse en el pequeño sofá y, estirando el brazo por la curvatura del respaldo, se quedó mirando al vacío en silencio. Margaret se inclinó sobre su labor y advirtió que le temblaban las manos y que estas apenas eran capaces de emprender la tarea. De repente, se le ocurrió que estaba estudiando la Habitación Pequeña, absorbiendo su atmósfera para utilizarla en la nueva obra que sabía que estaba escribiendo, cosa que no hizo sino incrementar su agitación. ¡Y estaba con él a solas! ¡Era testigo (aunque apenas se atrevía a levantar la vista) de su fervor creativo! Aquello era demasiado. De pronto, él rompió el silencio y ella no pudo hacer nada por reprimir un sobresalto convulsivo, como si le estuviera yendo la vida en ello.
—Durante doscientos años las mujeres han sido prisioneras de esta habitación —dijo con brusquedad.
A pesar de su alegría, esta observación sorprendió enormemente a Margaret. La Habitación Pequeña era un lugar tan tranquilo, tan agradable y soleado que ella sentía que coser allí era un privilegio; no solo calmaba sus nervios sino que satisfacía su propio instinto creativo; y le gustaba tanto pensar que otras mujeres habían cosido también en aquella estancia desde la construcción de la casa que tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para imaginársela como una prisión. No obstante, lo hizo (aunque le costó un poco esbozar su respuesta). Levantó la vista y dijo:
—Sí… sé a qué se refiere.
—Mujeres, con sus deseos a medio formar luchando tímidamente por salir a ese mundo ignoto al otro lado de estas paredes. Aquí sentadas… cosiendo.
Sería imposible dejar constancia por escrito de la gélida ironía con la que pronunció esta última palabra; ante ella, cualquier contestación movida por el amor propio se habría congelado y Margaret no pudo sino responder emitiendo un suave sonido de afirmación, pues el señor Challis había hablado de manera contemplativa, meditando, como si estuviera dialogando consigo mismo.
—Quiero… —continuó, inclinándose hacia delante y juntando las manos sobre la rodilla—, quiero expresar en una frase de diálogo esa sensación de encarcelamiento medio consciente, ese desasosiego atrapado entre los hilos del… esto… del…
Margaret aguardó, mientras él vacilaba. ¿Estaba buscando la palabra idónea, la frase perfecta del maestro o es que, aunque le costaba creerlo, no sabía qué era lo que cosían las mujeres?
—… del dobladillo de los pañuelos —concluyó el señor Challis, con delicado desdén.
—Oh, pero seguro que no era solo eso… —empezó a decir Margaret con entusiasmo y luego se detuvo, horrorizada de sí misma. ¿Qué había estado a punto de decir?
Por primera vez, él volvió la cabeza despacio y la miró. Su cara estaba en penumbra, en contraste con el espléndido día que hacía fuera, y sus ojos eran más azules de lo habitual y brillaban con un extraño reflejo. Parecía un profeta.
—He usado los «pañuelos» como símbolo, ya sabes —le explicó con amabilidad, como si intuyera lo que había estado a punto de decir, comprendiera que le costara entenderlo y se exigiera un poco de paciencia—: un símbolo de lo necesario, de lo común, incluso de lo sórdido.
Pese a su alarma por lo cerca que había estado de corregirlo, Margaret se sentía profundamente interesada en esta discusión y deseaba ayudarle. ¡Caramba, con qué minuciosidades tenían que vérselas los dramaturgos! ¡Y había dicho que con estos pequeños detalles quería reunir en una sola frase las vastas emociones de una mujer aprisionada! ¡Se moría por tener el valor de sugerirle que, en lugar de pañuelos, hablara de paños de cocina! Pero fue inútil, no se atrevió. ¿Tenían dobladillo los paños de cocina? No, lo más probable es que se tejieran o se hicieran con algún harapo. ¿Y los mantelitos individuales? No, eso ya se alejaba bastante de la idea. «Es un ejercicio fascinante», pensó, y en seguida se percató de que él volvía a tomar la palabra.
—¿Se da cuenta de lo que estoy haciendo aquí?
—¡Oh, sí! —jadeó—. Absorbiendo la atmósfera.
—Más bien dejando que me absorba ella a mí —corrigió—. Me sumergiré en ella durante una hora y, cuando llegue el momento, la reproduciré en forma de arte.
Margaret se sentó con las manos cruzadas sobre la costura y sus ojos se posaron con fervor en su cara. Hubo otra larga pausa.
—La mujer que tengo en mente murió hace treinta años —dijo de pronto—, pero usted… usted está viva. El sol calienta sus mejillas y sus manos aprecian la fina textura de la gasa que está cosiendo. Y cree que es libre; libre como nunca lo fue esa mujer que murió en Viena hace treinta años. Pero ¿lo es en realidad?
Se sintió tan confundida por esta repentina introducción de una nota de índole personal en la conversación, y tan rebosante de alegría porque se hubiera confiado a ella, que no fue capaz de ordenar sus pensamientos a tiempo para elaborar una respuesta sutil y cometió el error de darle una literal.
—Oh, bueno, soy más libre que la mayoría de las chicas de mi edad —dijo con una risita nerviosa—. Soy profesora, y la educación es uno de los servicios esenciales, ya sabe[38]…
«Me pregunto si debería decirle que no es gasa —pensó, presa del frenesí—. A lo mejor ha dicho gasa a propósito. No, seguro que no sabe que hay que intercambiar cupones por la gasa y que el tul no está racionado».
—Me refiero a libre de espíritu —le espetó, con el ceño fruncido—. La libertad del cuerpo carece de importancia.
Margaret estaba dotada de un gran juicio y de un fuerte sentido del deber hacia sus semejantes, que había heredado de sus antepasados, así que, a pesar de la deliciosa confusión de sus sentimientos, su respuesta refleja a ese autoritario «La libertad del cuerpo no tiene importancia» fue un vehemente «¡Tonterías!». Expresión, naturalmente, que no llegó a pronunciar en voz alta. Aun así, no pudo evitar ruborizarse y que le vinieran a la mente los millones de prisioneros de los campos de concentración repartidos por todo el mundo, cuyas voces pudo casi escuchar, implorando libertad.
—La mente lo es todo; el cuerpo, también, pero de un modo tan distinto que la comparación solo provoca una eterna paradoja —prosiguió—. En el caso de la libertad, la victoria final recae siempre del lado de la mente.
Margaret murmuró algo sobre que eso quedaba demostrado palmariamente por el sufrimiento de las gentes de la Europa ocupada, pero el señor Challis, que nunca pensaba en la guerra salvo cuando estaba en el Ministerio, no le prestó atención y repitió la pregunta:
—Y usted… ¿es libre?
Margaret tuvo que armarse de valor para contestar:
—No, porque no soy feliz.
—El alimento de los necios —se apresuró a decir el señor Challis, echando por tierra sus esperanzas de que le preguntara por qué. Esto habría derivado en una larga y maravillosa charla que le habría cambiado la vida—. Ningún adulto quiere ser feliz. —Se levantó y empezó a pasearse por la habitación con las manos a la espalda, como era su costumbre, mientras ella lo miraba con aire melancólico; con aire melancólico, pero también con un leve sentimiento de incrédula decepción, pues discrepaba de algunas de las cosas que había dicho.
—¿No cree usted que eso es lo que desea la mayoría de la gente? —dijo tímidamente.
—La mayoría de la gente es necia —respondió él con aquella media sonrisa glacial—. No es la felicidad lo que nuestros cuerpos y mentes deberían ansiar, sino la intensidad y la integridad. Y la fuerza determinante, la que forja y atempera el espíritu humano y lo pone al servicio de estas dos cualidades, no es la felicidad, sino el sufrimiento: la privación, la abnegación.
En ese momento, se abrió la puerta y apareció una cara bajo un alocado sombrero primaveral; dos ojos que tiraban a gris peltre se posaron con ironía en el semblante inspirado del señor Challis y luego en el rostro solemne y atento de Margaret.
—¡Hola, papi! —exclamó Hebe—. Te he escuchado desde el pasillo, vaya cháchara. No parabas de hablar. ¿Has visto a los mocosos por alguna parte? ¡Hola! —Hizo un gesto con la mano a Margaret, que no se alegraba de verla y que encontraba la manera en que había saludado a su padre totalmente inapropiada.
El señor Challis parecía desconcertado y estaba tratando de volver a poner los pies en la tierra.
—Eh… no. Hola, cariño, creo que tu madre ha salido con ellos.
Hebe asintió y echó un vistazo a la habitación.
—Este cuarto sigue apestando a harapos —comentó—. ¿Qué estás haciendo? —Se inclinó sobre Margaret con una sonrisa burlona, lo bastante como para que esta oliera su discreto perfume floral—. Vaya, qué recatado. En fin… —Se despidió con inclinación de cabeza y se marchó.
El hechizo se había roto y él pareció advertirlo, pues no hacía más que mirar desconcertado a su alrededor. Farfulló algo así como que tenía una cita y, con un leve asentimiento, como si estuviera despidiéndose de una extraña, abandonó la estancia. Margaret no estaba familiarizada con esas fiestas en que una conversación íntima se ve interrumpida por una experta anfitriona dispuesta a hacer circular a sus invitados, pero sus sentimientos eran exactamente los de un invitado al que acabaran de interrumpir en medio de un discurso apasionado. Para colmo, sintió en su pecho el dolor que le había infligido aquel abrupto cambio de formas. Comprobar que sus puntos de vista diferían había resultado algo desconcertante. Trató de concentrarse en su tarea, a ver si así se calmaba. Cuando por fin se serenó, cayó en la cuenta de que la charla le había reportado más placer que dolor. Era cierto. Un placer demasiado intenso, casi insoportable, como el que solía asociar a Challis, pero placer, al fin y al cabo. Empezó a rememorar cada una de sus palabras, sus cambios de expresión, y, por encima de todo, las confidencias que le había hecho sobre su trabajo, y poco a poco su turbación disminuyó. Todo eran buenos recuerdos. Bueno, aparte de que estaba cada vez más convencida de que Hebe la encontraba objeto de su diversión. Cada vez le gustaba menos esa mujer.
Lo cierto es que el señor Challis no era un hombre feliz en sus relaciones familiares: además de tener que cargar con tres nietos de lo más insoportable (y eso si no venían más cuando el resto de sus hijos se casaran), se sentía atormentado, por el otro lado de la balanza familiar, en el que a los hombres no les queda más remedio que esperar la muerte de sus parientes. De camino al estudio (pues su excusa de la cita era, por supuesto, falsa), se topó con una procesión (¿por qué sus nietos siempre se le presentaban en procesión, con su séquito de niñeras, abuelas y progenitores agasajándolos como si fueran esclavos en una marcha triunfal de algún monarca de Oriente?) compuesta por Hebe, Jeremy (que era ya un bebé muy rubio y muy grande para su edad, y que tenía unos ojos grises somnolientos como los su madre), Seraphina con Emma de la mano, y cerrando la marcha, Barnabas y Zita enzarzados en una discusión.
—Hola, cariño —lo saludó Seraphina cuando el convoy pasó por su lado. Tal era su ímpetu que se vio obligado a apartarse al rellano de las escaleras—; ¿te vienes? Vamos a gastar nuestra ración de golosinas. La bisabuela llamó hace diez minutos. Quiere que la llames antes de las cuatro.
—Son menos diez —dijo el señor Challis, molesto, mirando el reloj que reposaba en una mesa estilo boulle[39] en el rellano y cuya esfera azul cerúlea tenía delicadas flores pintadas—. ¿Quería algo en particular?
—Planificar nuestro viaje, me imagino, cariño —dijo Seraphina, y Hebe hizo una mueca.
El señor Challis, con aire impaciente, los siguió escaleras abajo, más despacio de lo que habría querido a causa de los inciertos pasitos de Emma, que aún se encontraba en la etapa en la que cada precipicio de mármol constituía un verdadero reto que debía individualizarse y abordarse por separado. Justo delante de él iban Barnabas y Zita, que no paraban de discutir.
—Bueno, bueno, haz lo que venga en tu gana, Barnabas. Igual da a mí. Pero cuando al fin del mes quieras más golosinas y no hay, tú acordarás de mí.
—¿Por qué no puedo comprar más?
—Ach! ¡Tonto niño! Porque señor Churchill no deja. Tienes tantas al mes y luego… kaputt. Si compras todas hoy, no quedarán para otras tres semanas.
—¿Por qué no? ¿Por qué dice el señor Churchill que no puedo?
—Porque si niños y niñas pequeños compran golosinas todas, no habrá para los demás. Cada uno tiene lo que toca a cada uno.
—Entonces, ¿a él le importa que compre todas las mías esta tarde?
—¡Cómo va a importar a él, bobo! Pero te estoy diciendo que si compras todas ahora, no tendrás hasta dentro de tres semanas.
El señor Challis, consciente de que se acercaban las cuatro, intentó adelantar a Emma con cuidado y esta, interrumpida en el acto de echar un pie al vacío que se abría bajo el escalón en el que se encontraba, levantó la vista y lo miró, muy seria y asombrada.
—Déjame pasar, niña, por favor, tengo que telefonear a la bisabuela —pidió mirándola de arriba abajo.
Al instante, todos prorrumpieron en chillidos:
—¡Pobre abuelo! ¡Dejad pasar al abuelo! —Luego—: Barnabas, hazte a un lado, Emma, ven con la abuela y deja al abuelo… pobrecito.
En medio de toda aquella algarabía, el señor Challis se despidió de ellos agitando la mano y corrió a refugiarse en el santuario de su estudio. Eran exactamente las cuatro menos cinco.
Le dio a la operadora el número correspondiente a un domicilio a las afueras de algún lugar en Bedfordshire y no tardó en escuchar un clic al otro lado de la línea. Oyó también otros sonidos que indicaban que había mucho alboroto en la habitación en la que se ubicaba el teléfono: un piano tocando, gente cantando a voz en grito y un constante zumbido. Se estremeció.
—¿Diga? —respondió una joven—. Disculpe, es el 3 de la calle Martlefield. ¿Quién es?
—Quisiera hablar con lady Challis.
—Como guste. En seguida la aviso. Está en el jardín, tomando el sol.
El señor Challis suspiró. ¿Cuándo no estaba su madre en el jardín tomando el sol?
—¿De parte de quién le digo, caballero?
—Del señor Gerard Challis.
—No cuelgue, por favor.
La voz calló y el señor Challis esperó pacientemente. Se oyeron unos pasos, acompañados del ladrido de varios perros enfurecidos, y una voz clara y mayor dijo en tono risueño:
—¿Gerry? ¿Eres tú, querido? ¡Oh, qué bien! Esta noche vamos todos al concierto de la Cruz Roja y estamos haciendo una merienda cena. Veamos lo de vuestro viaje en mayo. El catorce me vendría bien. Para entonces, habrá pasado la época del espino.
—A nosotros también nos viene bien, creo… Le diré a Seraphina que te llame mañana para confirmarlo. ¿Cómo estás, madre?
—Muy bien, gracias. Hay ciento cincuenta narcisos en el huerto. Los he contado.
El señor Challis emitió un sonido de aprobación.
—Y mis tulipanes papagayo van a ser un auténtico espectáculo.
El señor Challis repitió el mismo sonido de antes, solo que en un tono más alto.
—Y esos pensamientos silvestres que cogimos en Patt’s Wood el año pasado han agarrado bien y están creciendo como una alfombra.
El señor Challis, que recordó que tenía un compromiso en la ciudad, miró el reloj.
—¿Y cómo estáis todos? —continuó lady Challis.
—Estamos bien. El pequeño tuvo un leve resfriado hace unos días, pero ya está mejor.
—¿Cuál de ellos?
—El bebé.
—Menos mal. ¿Y cómo está mi querida Grantey?
—Bueno… Me parece que no muy bien; creo que Seraphina me comentó algo…
—¿Qué le ocurre?
—No lo sé exactamente. Al parecer, se estaba quejando de que le costaba respirar.
—¡Llevadla al médico cuanto antes! —dijo lady Challis con firmeza—. No me gusta cómo suena eso…
—En realidad, madre, no…
—Ninguno os dais cuenta de que Grantey es un tesoro.
—Está bien, ya le diré yo a Seraphina que la lleve al médico. Madre, vas a perdonarme, pero tengo una cita…
—¡Como le ocurra algo os voy a tirar a todos al fondo de un pozo!
—Estoy seguro de que no hay motivos para preocuparse, madre. Ahora debo irme… Adiós, adiós. Le diré a Seraphina que te llame mañana.
—De acuerdo, pero que sea después del almuerzo. Voy a pintar la trascocina.
El señor Challis llegaba ya tardísimo a su cita.
Zita y Margaret pasaron una hora de lo más agradable antes de la cena cosiendo y charlando. Luego, Zita bajó a poner la mesa mientras Margaret se preparaba para volver a su casa.
Cuando estaba guardando la costura, escuchó voces en el pasillo. Era evidente que alguien se había detenido a buscar algo en el enorme armario que había enfrente de la puerta de la Habitación Pequeña, y que no sabía que ella estaba dentro.
—Le estaba soltando una perorata a esa Struggles… —decía la voz inconfundible de Hebe.
Hubo unas risas.
—Cariño, ¿tienes que llamarla así? —replicó la voz de Seraphina—. Le viene como anillo al dedo[40], pero no es precisamente amable.
Esta vez fue Hebe la que rio.
—Tendrías que haberla visto. Parecía un perrito esperando su recompensa, con la lengua fuera.
—Cielo, sus modales son impecables, mucho mejores que los tuyos —respondió su madre—. Aquí está. Sabía que tenía que estar en algún sitio. —Las voces y los pasos se fueron alejando.
Margaret estaba muy enfadada y la ya escasa admiración que sentía por Hebe fue reemplazada de inmediato por un sentimiento de clara aversión. En cambio, ¡qué dulce había sido la señora Challis! ¡Qué amable! ¡Qué tranquilidad saber que sus modales eran aceptados! Con todo, mientras caminaba a casa notó que las mejillas le ardían.
«Las cosas no tienen por qué cambiar —pensó—. Hebe no vive en Westwood, y además, casi nunca la veo. No creo que se vaya a tomar la molestia de poner a sus padres en mi contra; no le merecería la pena. ¡Qué cruel! Ella lo tiene todo y yo nada, no es justo que se ría así de mí. No contenta con no apreciar lo que tiene, da pie a que los hombres se enamoren de ella y no hace caso a sus hijos. La odio…».