Capítulo 10
La corta tarde invernal estaba llegando a su fin y Margaret atravesaba a toda prisa Highgate Village. Era sábado y andaba buscando desesperadamente a un fontanero que viniera a arreglarles uno de los grifos de la cocina, que se había estropeado; el agua había empezado a correr y la señora Steggles se había alarmado. El aire era purísimo y tan frío que cortaba; el sol casi había desaparecido tras un racimo de nubes opalinas, pero las ventanas aún reflejaban su luz escarlata y las casas, las aceras y la aguja de la iglesia de Highgate se habían vuelto pálidas y diáfanas en su resplandor. Hacía tanto frío que a Margaret le dolían los dedos mientras corría absorta de un lado a otro. No había cogido esta vez la calle que pasaba por Westwood, pero (como siempre que venía al barrio) estaba pensando en aquel lugar cuando empujó la puerta de la ferretería.
El propietario, el señor Hudson, atendía muy cortésmente a una anciana que le estaba explicando qué tipo de picaporte necesitaba para la puerta de su carbonera.
—Haremos todo lo posible, señora —dijo el señor Hudson con una sonrisa, guardando varias cajas bajo el mostrador—. No puedo prometérselo, pero procuraremos enviarle a alguien antes del martes.
—Y recuerde que tiene que ser un picaporte de porcelana —repitió la anciana, al parecer por cuarta vez—; no uno de esos modernos de metal, que se estampan contra la pared cuando mi doncella abre la puerta para sacar el carbón, se abollan y se echan a perder y…
Margaret dejó de prestarle atención y miró distraída a su alrededor, pero aún se encontraba lejos de la paz que concede la madurez, que enseña a disfrutar más de la jardinería que de las personas: a ella todavía le interesaban las personas, no las carretillas ni las podaderas. Aparte de ella misma, de la anciana y del señor Hudson, había alguien más en la tienda: una mujercilla morena tocada con una vistosa boina roja. Su cara traslucía tanta impaciencia que Margaret no pudo decidir si era guapa o fea. Se había puesto de puntillas y se balanceaba ligeramente tratando de atraer la atención del señor Hudson, abriendo y cerrando los labios como si estuviera ensayando las frases que iba a pronunciar en el preciso momento en que la anciana dejase de hablar.
Margaret la observó con curiosidad, pero su interés se transformó en seguida en indignación pues, en cuanto la señora mayor terminó y se dispuso a salir de la tienda, la mujercilla se deslizó por delante de ella antes de que Margaret pudiera siquiera abrir la boca y empezó a parlotear algo sobre un fusible.
El señor Hudson la escuchó complacido; parecía no haberse dado cuenta de que aquella tipeja se le había colado, y se limitó a lanzar a Margaret un par de miradas cómplices para compartir con ella la gracia que le hacía el extraño acento de la mujer. Margaret le devolvió las miradas, pero lo hizo con una cara más seria de lo habitual. Estaba enfadadísima.
—Haré todo lo que esté en mi mano, señorita Mandelbaum —dijo el señor Hudson, interrumpiendo aquel torrente de chapurreos de la mujercilla—, aunque no puedo prometérselo. Tengo…
—¡Pero es para fiesta! ¡La señora Challis va a dar fiesta esta noche!
¡Challis! Margaret se estremeció. Miró con ansias a la pequeña mujer. ¡Debía de ser de Westwood!
—Ya veo… es un fastidio pero ya sabe, es fin de semana… sábado por la tarde… Mi empleado está fuera haciendo un trabajo.
—¡No va a haber luz en vestíbulo ni en salón! Cortway se ha ido a visitar a su madre. No puede arreglarlo. No hay nadie más en casa, salvo señora Grant y yo, y ninguna sabemos hacer.
—Bueno, si mi empleado regresa antes de las cinco y media, se lo enviaré con mucho gusto, señorita Mandelbaum, pero no puedo prometérselo.
—Supongo —dijo Margaret con esa voz profunda a la que el trabajo había dotado de mayor autoridad en las últimas semanas— que tampoco podrá reparar un grifo que necesita una nueva arandela, ¿verdad?
—Me temo que no —sonrió el señor Hudson—. Es fin de semana. ¿Por qué ocurrirán estas cosas siempre en fin de semana?
La mujercilla sonrió a Margaret con desesperación y extendió las manos exasperada.
—Hay fiesta esta noche, es en casa grande de Simpson’s Lane, Westwood, ¡y esta tarde justo fusible se ha roto! Ach, justo esta tarde. Hoy es fiesta para la señora Niland, que ha tenido bebé por fin y…
—¡Ah, no me diga! Me alegra enormemente oír eso. ¿Ha sido niño o niña? —la cortó el señor Hudson, con una gran carcajada.
—Niño ha sido. ¡Pero señor Hudson, si no arregla fusible, no habrá luz en vestíbulo ni en salón!
—Bueno, haré todo lo que pueda —prometió el señor Hudson—; y en su caso también, señora —le dijo a Margaret—. Si mi hombre vuelve a la tienda antes de irse a casa, intentaré que vaya a… ¿adónde? ¿Me lo ha dicho?
Margaret le contó lo que le pasaba al grifo y le dio su dirección, pero apenas podía concentrarse en lo que estaba diciendo porque se le acababa de ocurrir un plan que le proporcionaría la excusa perfecta para ir a Westwood y temía que la pequeña extranjera desapareciera de pronto antes de que pudiera ponerlo en marcha.
La señorita Mandelbaum miraba muy trágica al imperturbable señor Hudson; su cara cambiaba de expresión a cada segundo. Abrió la boca para volver a hablar, pero Margaret no la dejó.
—Me alegro tanto de que la señora Niland haya tenido su bebé —se adelantó Margaret, sonriéndole—. Tuve el placer de conocerla en Lamb Cottage hace unas semanas cuando le llevé su cartilla de racionamiento; la encontré en el Heath. Es una persona encantadora, ¿verdad?
¡Ya está! Había dicho la frase. Por un momento se felicitó porque su interlocutora fuese extranjera. Las extranjeras no la ponían nerviosa y, además, se dio cuenta en seguida de que esta era fácilmente impresionable, además de muy simpática.
La señorita Mandelbaum cerró mucho los labios y asintió con vigor.
—Oh, sí, encantadora. ¡Así que —sonrió de oreja a oreja— fue usted quien encontró cartilla de racionamiento! Ach, claro, señora Grant me lo contado todo. Usted es señorita… señorita… Es un nombre complicado y no me recuerdo.
—Steggles. Margaret Steggles.
—¡La señorita Steggles! —Le costó pronunciarlo—. Yo soy Zita Mandelbaum. —Le tendió la mano muy tiesa y Margaret se la estrechó con firmeza; ambas sonrieron—. Encantada estoy —dijo Zita, sin dejar de reír, y Margaret la secundó emocionada. Ya se veía tras los muros de Westwood, disfrutando de la compañía de los Challis.
La puerta se abrió y entraron otros clientes en la tienda, y Margaret aprovechó que el señor Hudson se ponía a atenderlos para arrimarse a Zita y decirle en voz baja:
—Oiga, yo sé arreglar fusibles. ¿Quiere que vaya y le eche un vistazo al suyo?
A Zita se le iluminó la cara de un modo tan evidente que Margaret temió que el señor Hudson se diese cuenta.
—¡Sabe arreglar fusible! —susurró Zita. Margaret ya se estaba dirigiendo a la puerta y Zita la siguió—. ¡Es extraordinario! (Yo no sé hacer esas cosas. Se me da mejor arte que máquinas). ¡Claro que puede venir! ¡Vamos, ahora! ¡Venga! —Abrió la puerta y casi empujó a Margaret al exterior.
«No hace falta, conozco el camino. Sabría llegar con los ojos cerrados. Ya he estado allí en sueños», pensaba Margaret extasiada, mientras se apresuraban a cruzar el barrio. Zita charloteaba sin parar. Apreciaron un rojo resplandor al oeste. Debajo, entre las casas, se extendían bosques de un azul frío y apagado. Una bandada de gaviotas sobrevolaba sus cabezas de camino a las aguas del norte donde descansaban cada noche, batiendo despacio sus largas alas que los rayos del sol, que aún brillaba en esa atmósfera superior, teñían de oro. Margaret tenía la mente ocupada con pensamientos del pasado, con músicas y con ensoñaciones sobre la historia de Londres. La enorme ciudad que reposaba en el valle era del color de la amatista, del zafiro, de la turquesa, y el extraño tono gris azulado que se esparcía entre las agujas de las iglesias y las terrazas le otorgaba un aspecto fantasmal. Los ferrocarriles lanzaban penachos de humo blanco que se elevaban en espiral en el aire helado e inmóvil. «Dentro de nada estaré en Westwood», pensó.
Simpson’s Lane era una calle estrecha y antigua, situada en una pendiente poco transitada, entre lo que antes era el pueblo de Highgate y Archway Road. El muro que circundaba los espaciosos jardines de Westwood abarcaba uno de sus lados en toda su longitud; el otro lo ocupaban viejos cottages y majestuosos árboles.
Aunque parcialmente escondido tras sus muros, Westwood dominaba el paisaje por encontrarse en el punto más elevado del camino.
Cuando las jóvenes se aproximaron, no había nadie a la vista. Aún había algo de luz, pues el cielo estaba despejado, y, a pesar de que la casa estaba totalmente a oscuras, resaltaba sobre el paisaje. Entre los árboles desnudos y en los escondrijos de las plantas perennes aún perduraban colores que brillaban como gemas, nacidos de las nieblas y las luces invernales.
—¡Ya hemos llegado! —exclamó Zita y, a continuación, empujó la delicada verja de hierro que daba paso a Westwood.
Las proporciones de la casa y el camino de entrada estaban tan bien planificados que, al traspasar la verja y acceder al jardín, el visitante experimentaba una especie de sensación de privacidad y soledad, como si se encontrase ante una mansión escondida en las profundidades de un bosque, cuando, en realidad, el jardín delantero de la casa no era tan grande como para dar esa impresión. Margaret cayó presa de este sentimiento de recogimiento y durante un momento no pudo pensar en otra cosa. Siguió a Zita, que trotaba por el sendero que rodeaba el óvalo de césped, tan viejo y tupido como si fuera musgo, sin mirar la casa, cuya apariencia exterior, además, se sabía casi de memoria.
Sin embargo, a medida que se aproximaban a la puerta, enmarcada bajo un porche soportado por cuatro columnas jónicas al que se accedía subiendo tres escalones de piedra bajos y hundidos, miró hacia arriba, en dirección al busto de la diosa o amazona que gobernaba el pórtico, con su rostro encantador curtido por el tiempo un poco ladeado, como si estuviera escuchando, y una delicada felicidad le inundó el corazón. ¡Qué diferencia había entre contemplar Westwood desde el otro lado de la verja y hacerlo desde allí dentro, trepada sobre sus escalones, rodeada de líneas y curvas de césped y de unas paredes y ventanas que eran todas perfectas, todas preciosas, daba igual desde dónde se las admirase! También le sorprendió lo pequeña que, en comparación, era la casa: aunque consistía en un alto edificio central flanqueado por dos alas menores y tenía ocho ventanales en la fachada principal, daba la impresión de que no era imponente ni majestuosa; prevalecía la sensación de elegancia, cualidad que en el mundo contemporáneo estaba siendo olvidada al mismo ritmo vertiginoso con que se pierde el poder de crearla.
—Ach! ¡Aquí estamos ya! —exclamó Zita, volviéndose para sonreírle ampliamente. Sacó la llave, la introdujo en la cerradura, la giró y abrió la puerta.
El vestíbulo era cuadrado, hermoso y de techos bajos. «De nuevo —pensó Margaret dudando un momento en el umbral—, inesperadamente pequeño comparado con la impresión que daba desde fuera». Mientras sus ojos vagaban sedientos de detalle en detalle, no se sintió capaz de atender a la conversación de Zita y solo deseaba que se callara de una vez para poder dejarse cautivar del todo por la belleza de la blanca repisa de mármol de la chimenea, adornada con volutas emplumadas y festones de frutas y flores sostenidas por cupidos. El vestíbulo tenía varias puertas abiertas y dentro de una de las estancias atisbó una alfombra en tonos rosas, rojos y verdes apagados. Vio sillas adornadas con delicados diseños de arpa, lazos o bucles de lustrosa madera, espejos que reflejaban sus propios candeleros dorados y enormes ramas parduscas y exóticas hojas estriadas en jarrones blancos. Y allí, en el rincón más alejado, había algo… Ay, ¿por qué tenía Zita que meterle prisa para que cruzara aquel vestíbulo, con su ligero aroma a frío mármol y a humo de leña, antes de que pudiera admirar la escalera?
—Es aquí —dijo Zita con impaciencia, abriendo una portezuela cubierta con un tapete verde y descubriendo un estrecho y oscuro pasadizo que olía a comida—. Yo primero, sígame. Tenga cuidado, señorita Steggles, por favor, hay gran desnivel en el suelo. —Encendió la luz.
En una casa que sigue habitada, hay un punto en que la antigüedad deja de ejercer su hechizo y se convierte en algo un tanto repugnante. Este fenómeno suele venir acompañado de cierto grado de suciedad, lo que explicaría en buena medida el asunto. El problema venía cuando la casa, por muy antigua que estuviera, lucía tan limpia y reluciente como aquella, porque entonces no existía explicación racional posible a esa vaga sensación de desagrado que la atenazaba. Margaret experimentó una repulsión tan violenta como lo habían sido sus primeras impresiones de deleite cuando se precipitó tras Zita por aquel corredor y, aunque las paredes estaban recién pintadas y había gruesos felpudos en el suelo allá donde mirase, la irregularidad de estos últimos, ciertas celdas y cavidades que fueron descubriéndose a su paso y los huecos de escaleras de madera apolillada sobre sus cabezas le hicieron desear salir corriendo de allí para respirar algo de aire puro.
—Aquí están fusibles —dijo Zita, deteniéndose delante de una hilera de cajetines en la pared y encendiendo otra luz.
Margaret abrió el cajetín más cercano y sacó con cuidado el contenedor del primer fusible con la esperanza de que el problema no fuera más allá de un cable quemado, que sabía cómo reemplazar.
—¿Tienen algún cable de fusible de cinco amperios? —preguntó, con voz enérgica y profesional.
—No tengo idea —dijo Zita, jovial—. Ni siquiera sé qué es, pero iré a ver.
En ese momento, como atraída por el sonido de sus voces, una figura apareció por una puerta abierta al final del pasillo. Margaret alzó la vista y se percató, un poco consternada, de que se trataba de Grantey.
—¿Zita? ¿Eres tú, Zita? —llamó, entornando los ojos. La luz de alguna ventana escondida se reflejó con frialdad sobre su delantal blanco y varias estanterías de platos verdes y dorados—. ¿Se puede saber qué estás haciendo?
—¡Estamos arreglando fusible! —gritó Zita—. Es la señorita Steggles. ¿Se acuerda de ella? —Y luego añadió, en voz baja—: Fíjese que he dicho su nombre, señorita Steggles, estoy mejorando pronunciación. Dice la conoce a usted y señora Niland…
Para mayor consternación de Margaret, Grantey no respondió a la pregunta, sino que se limitó a bajar en silencio al pasadizo. Margaret extrajo entonces un tercer contenedor y lo examinó cuidadosamente.
—¡Así que es usted! ¡Nada menos que usted! —exclamó Grantey, deteniéndose delante de las dos y mirando muy seria a Margaret—. ¿De dónde la ha sacado Zita?
Su tono era desconfiado hasta el extremo de parecer insultante, pero Margaret hizo un esfuerzo por no sonrojarse, pues decidió que era el momento perfecto para levantar una barrera sutil pero necesaria entre la anciana sirvienta y ella. Estaba segura de que Zita podría proporcionarle el pasaporte de entrada a Westwood.
—Buenas tardes tenga usted, señora Grant —dijo con agrado, levantando los ojos y sonriendo para volver en seguida a su trabajo—. Conocí a la señorita Mandelbaum en la tienda de Hudson y, como sé arreglar un fusible, me pidió que viniera a echar un vistazo. Confío en ser capaz de solucionar el problema. El señor Hudson no estaba seguro de poder enviar a un hombre esta tarde y tengo entendido que van a dar una fiesta…
Había suficiente autoridad en su voz como para que Grantey se sintiera irritada. Incluso sirvió para «ponerla en su lugar»: no en vano, ese era el lugar que le correspondía por naturaleza. Grantey contestó en un tono aún más áspero:
—Es usted muy amable, Margaret. Mi hermano lo habría arreglado en un santiamén de haber estado en casa… pero no está.
—Entonces me alegro de haber venido —dijo Margaret jubilosa, sacando el quinto contenedor para examinarlo—. ¡Ajá! —Se lo mostró a ambas y dio un golpecito al cable roto.
—Aquí está el problema. ¿Tiene un destornillador, señora Grant? Uno pequeño me valdría.
—¡Tiene usted talento grande para máquinas! —dijo Zita, solemne, mirando el cable—. Es un don, yo veo. Yo no tengo, pero no importa a mí. Yo alma de artista, que es mejor.
—Pues yo no entiendo de electricidad, ni quiero —dijo Grantey. Margaret observó que, a su pesar, estaba impresionada—. No me diga que sabe arreglar enchufes, señorita Steggles.
—Sí, si me trae usted un trozo de cable. ¿Tiene alguno de fusible de cinco amperios? Si no, cualquier pedacito de cable fino servirá; aunque el adecuado siempre es mejor…
—Tal vez mi hermano tenga alguno en su caja de herramientas. Iré a ver. —Y Grantey salió de allí como alma que lleva el diablo; ya no se sentía recelosa, sino aliviada por que la fiesta de la señorita Hebe fuera a celebrarse sin contratiempos.
Zita le guiñó un ojo a Margaret, que sonrió de oreja a oreja. Se sentía pletórica y triunfante.
—¡Eso! Está mejor sonríe. Su cara brilla —la animó Zita—. Es vieja… —Señaló con la cabeza a Grantey y soltó una risita; luego, su rostro se tornó fúnebre de remordimiento—. No, no decir eso. Es amable, pero también vieja y no le gusta gente nueva. A mí me gusta, señorita Steggles… señorita.
—Gracias. A mí también me gusta usted —dijo Margaret, quien, en su actual estado de ánimo, habría sentido simpatía por cualquiera.
—Bueno, entonces… ¿amigas? —anunció Zita, tendiéndole la mano con lágrimas en los ojos. Margaret se la estrechó con solemnidad—. Ah, señorita Steggles, ¿cómo llama usted? —le preguntó, cambiando de tema.
—Margaret.
—Pues entonces Margaret. ¿Y tú a mí, Zita?
—Me encantaría, Zita.
—Margaret, soy tan, tan desgraciada… Contaré ti todas mis penas.
Margaret tenía tan poca experiencia como confidente que no sintió ningún tipo de consternación al oír esta amenaza; de hecho, apenas oyó lo que Zita le decía, pues estaba que no cabía en sí de gozo ante la perspectiva de poder visitar con cierta frecuencia la casa bajo el paraguas de su amistad con Zita.
—Ah, sí, claro, me encantaría ayudarte… —musitó.
—Y tú contarás todas tus penas también —dijo Zita, con ojillos de cordero—. Y a veces también contentas y nos reiremos, ¿no?
—Oh, sí, ya lo creo.
—Aquí tiene el cable, señorita Steggles, y el destornillador. No sé si es el que necesita, pero es el único que he podido encontrar —se disculpó Grantey, cuyo mal humor había desaparecido ya. Ella y Zita observaron con curiosidad cómo Margaret aflojaba los tornillos e insertaba con destreza el cable (que, por fortuna, era del tipo adecuado) en su orificio correcto; luego, volvió a apretar los tornillos y a colocar el contenedor.
—¡Ya está! —exclamó, sacudiéndose ruidosamente el polvo de las manos—. Recemos para que funcione. Zita, ¿te importaría ir a comprobarlo?
—¿Y cómo hago, Margaret?
—Enciende las luces del vestíbulo y del salón para ver si funcionan.
—Me da miedo mucho —dijo Zita, sacudiendo violentamente la cabeza.
—¿Por qué?
—A veces sale luz azul y hace ¡bum!
—Ah, pero eso solo es cuando salta. No creo que ahora pase, pero iré contigo si lo prefieres. Señora Grant, ¿le importa quedarse aquí para ver si ocurre algo?
—¿Qué quiere decir con que «ocurra algo», señorita Steggles?
—Mire si saltan los plomos o si se produce una chispa azul o algo así. Vamos, Zita. —Y se aprestó a salir del pasadizo con Zita pisándole los talones.
—¡Eso, lo que me faltaba, volar por los aires y chamuscarme, con lo que tengo de cocina para esta noche! —exclamó Grantey a sus espaldas.
—Ya no enfadada —le confió Zita.
Cuando salieron del pasadizo al vestíbulo, había atardecido ya del todo, y en la oscuridad la alfombra rosa y verde casi había perdido sus colores; las largas ventanas eran de un azul oscuro y en el rincón más alejado del vestíbulo resplandecía la escalera, una amplia cascada de mármol con una balaustrada de hierro forjado cuya delicadeza contrastaba con la sólida riqueza de la piedra sobre la que se asentaba. Margaret se quedó contemplándola, medio en trance, mientras Zita corría al interruptor.
—Gut! —exclamó cuando el vestíbulo se iluminó de repente con el tenue resplandor de las luces indirectas. La sala volvió a apreciarse con todos sus colores y las ventanas se ennegrecieron—. ¡El salón, el salón! —chilló, saliendo por una puerta. De pronto, una enorme lámpara de araña emergió de la oscuridad: una miríada de cristales colgantes destellaban dibujando un arcoíris de fuego azulado.
—¡Oh, qué bonito! —prorrumpió Margaret.
—¿Sí, verdad? Ach, yo también lo creo… Me gusta ver brillar de nuevo. Gustan las mismas cosas, Margaret, vamos ser buenas amigas…
La puerta de entrada se cerró con estrépito y ambas jóvenes se sobresaltaron cuando una alta figura entró en el vestíbulo dando zancadas.
—¿Zita? ¿Qué demonios estás haciendo? ¡Apaga las luces, por lo que más quieras! —exclamó el caballero al entrar, con un molesto tono autoritario. Dejó el sombrero y el maletín en una silla y se dirigió a la ventana—. Pueden verse desde la colina. —Corrió las cortinas de un tirón.
Margaret había seguido a Zita hasta la otra ventana y estaba tirando sin éxito de las colgaduras. El corazón se le había acelerado: ¡era el mismísimo Gerard Challis en persona!
—Siento mucho, señor Challis —dijo Zita, deshaciéndose en disculpas y retirándose de la ventana—. Hemos arreglando los fusibles. Cortway no en casa esta noche y el señor Hudson no podido enviar a nadie. Es así que la señorita Steggles ha venido y ha arreglado. Comprobamos si funcionaban. —Le dio un empujoncito a Margaret.
Los modales del señor Challis cuando conocía a una nueva señorita diferían, como es lógico, de cuando conocía a alguien del sexo masculino. Así que, a pesar de lo irritado que estaba, se acercó y miró a Margaret muy serio desde su altura imponente. Ella alzó la vista atemorizada y, cuando sus ojos contemplaron por primera vez las líneas sutiles y los curtidos contornos de aquel bello rostro, se le vino a la memoria una frase de alguna vieja novela medio olvidada: «… aquellos ojos meditativos de un azul profundo que eran como los del romano Augusto»[25].
—Señor Challis, permítame presentar a usted a la señorita Margaret Steggles, amiga mía —dijo Zita.
—Encantado, señorita Steggles —dijo Gerard Challis y se inclinó despacio, sin dejar de mirarla.
—Encantada —murmuró ella.
—Así que han estado arreglando juntas los fusibles. —Su interés había crecido ligeramente por el tono de voz y la expresión que Margaret había adoptado—. ¿Es usted electricista de profesión por un casual, señorita Steggles? —Se permitió bromear un poco.
Margaret solo pudo sonreír y sacudir la cabeza, pero Zita rio encantada.
—Ach! El señor Challis está bromeando, ja! No, no, pero es misma señorita Steggles que trajo cartilla de racionamiento a señora Niland.
—¿En serio? Entonces tenemos doble motivo para darle las gracias. —Sonrió por primera vez—. Aunque no acierto a ver cuál es la conexión entre ambos acontecimientos.
—La verdad es que nos conocimos casualmente en la ferretería.
El señor Challis asintió comprensivo, pero Margaret enrojeció al percatarse, no así Zita, de que todo aquello le divertía sobremanera.
—No ha sido nada; en realidad, ha sido muy fácil —farfulló.
—Para usted, sí, no hay duda. Hay pocas cosas que las de su sexo no sean capaces de hacer hoy en día. La admiro, pero ¿puedo confesarle algo?, me da usted miedo. Yo me veo incapaz de arreglar un fusible.
—Usted… —empezó Margaret, pero no tuvo el valor de continuar. ¡Había estado a punto de decirle que él sabía hacer muchas otras cosas mucho más interesantes!
En ese momento, se abrió una puerta y Grantey apareció por el fondo del vestíbulo. Zita se volvió al oírla y Grantey la llamó por señas imperiosamente.
—Debo irme, Grantey reclama presencia mía —dijo Zita, y suspiró—. Margaret, llamaré a ti por teléfono. ¿Cuál es el número?
—Es el 9696 de Cranway.
—Gut! A lo mejor llamo esta noche después de fiesta.
—¡Claro! —asintió Margaret, y Zita le apretó la mano muy sonriente. El señor Challis estaba abrochándose de nuevo el abrigo, que acababa de desabrocharse, y se fue a coger el sombrero de la silla donde lo había puesto. Margaret lo observó con incrédula esperanza.
—Acompañaré a la señorita Steggles hasta la verja —comentó, despidiendo a Zita con una sonrisa—. Es difícil esquivar los arbustos en la oscuridad, sobre todo si esta es su primera visita… —le dijo a Margaret.
—Danke… gracias, qué amable usted, señor Challis. Auf Wiedersehen, Margaret. —Y Zita se metió dentro a toda prisa.
De camino a la puerta por la desvaída alfombra, Margaret se debatía entre el nerviosismo y el júbilo más paralizantes. Al abrirla, el señor Challis se giró hacia ella y volvió a dedicarle una de aquellas miradas escrutadoras. Margaret sintió un delicioso estremecimiento. Se paró a contemplar detenidamente el silencioso vestíbulo, donde los jacintos rojos y púrpuras se arracimaban sobre un estante blanco de metal y las ramas de hojas broncíneas y amarillas desplegaban su simetría contra el blanco mármol.
—Hay un cierto punto de indefensión en una sala que se prepara para acoger una fiesta, ¿no le parece? —observó—. El silencio y las flores son como víctimas, esperando que el ruido de la conversación, el humo de los cigarrillos y el choque disonante de las distintas personalidades las destruyan por completo.
Margaret pensaba que el vestíbulo estaba precioso y deseaba con toda su alma que la invitaran a la fiesta, pero en seguida cambió de parecer y respondió con solemnidad:
—Sí, entiendo perfectamente lo que quiere decir.
Entre ellos no volvió a mediar palabra; el señor Challis empujó la puerta y le puso una mano a Margaret debajo del codo, como guiándola para bajar los escalones. Aún no había anochecido del todo y el aire estaba cargado del frío olor amargo de los laureles y otros arbustos de hoja perenne. Margaret oía el viento soplar entre sus pesadas hojas. Las estrellas brillaban. El señor Challis giró a la derecha, por el camino curvado que rodeaba el óvalo de césped y pasaba por una puerta arqueada de hierro forjado abierta en un muro. Margaret solo llegó a distinguir un lóbrego jardín al otro lado que descendía hasta unos árboles oscuros. Deseó que se le ocurriera algo que decir y, de pronto, cediendo al impulso de su corazón, exclamó:
—Por favor, discúlpeme por lo que voy a decir, pero quiero que sepa que este es el momento más feliz de mi vida.
—Gracias, querida —respondió el señor Challis, rápido y cortés—. Me alegra mucho saberlo y no tiene que disculparse por expresar ningún placer que mi trabajo pudiera haberle causado.
—Oh, por supuesto que lo ha hecho —le aseguró de modo incoherente cuando alcanzaron la verja, deteniéndose y mirándole a los ojos—. Siempre me han encantado sus obras; creo que desde que iba a la escuela. Me parecen absolutamente maravillosas. Me han ayudado tanto, además; no sé si me entiende…
—Claro que sí. Por supuesto —respondió—. Permítame. —La adelantó para abrir la puerta; luego se quedó quieto, sosteniendo la verja de hierro con su fina mano enguantada y mirando hacia abajo con una leve sonrisa a aquel rostro entusiasta, solo visible en la oscuridad—. Un artista siempre agradece ese tipo de cumplidos, sobre todo cuando llegan en momentos de duda o desánimo —añadió.
Ella se quedó callada. Le habría estado contemplando toda la noche, pero el señor Challis dio por zanjada la conversación:
—En fin, buenas noches —dijo inclinándose hacia ella—. Y, volviendo a un plano más terrenal, gracias por arreglar el fusible.
—¡Oh, no ha sido nada, de verdad!
—Confío en que volvamos a vernos —concluyó, encandilándola con esta prometedora esperanza antes de sonreír, subirse el sombrero, cerrar la puerta con delicadeza y dar media vuelta. Margaret notó que no podía moverse; se quedó mirando cómo se alejaba hasta que la oscuridad se tragó su alta figura; después, se dirigió a casa a paso veloz, absorta y en un estado de exquisita confusión mental.
A mitad de Simpson’s Lane, oyó que un taxi se acercaba. Se detuvo justo a su lado y dos personas se apearon. Distinguió un uniforme de las Fuerzas Aeronavales de la Armada cuando el joven que pagaba la carrera lo iluminó de pasada con su linterna; vio fugazmente unas pieles oscuras y captó un olor a perfume.
—Está bien, gracias, buenas noches. —El joven entrelazó su brazo con el de la dama y ambos se alejaron juntos colina arriba—. Qué suerte hemos tenido, ¿verdad, mami? —Le oyó decir Margaret cuando sus pasos se perdieron en la negrura.
«Supongo que irán a la fiesta. Qué gente tan afortunada —pensó, y en seguida rectificó—: aunque hará un calor sofocante, habrá mucho ruido y estará abarrotado de invitados de esos que no pegan ni con cola».