Capítulo 12

Los Wilson tenían un nuevo miembro en la familia: un pastor alemán llamado Bobby. Como había ocurrido con todas sus anteriores mascotas, se trataba de un regalo que Hilda había recibido de un joven piloto que había tenido que marcharse a algún nuevo destino en el extranjero. La tarde en que Zita y Margaret habían quedado para ir al concierto, Hilda, ataviada con un gorrito julieta y una chaqueta, ambos de color rojo escarlata, había sacado por primera vez a Bobby a pasear por el Heath. A las afueras de Kenwood había un sendero que bajaba hacia Londres y que constituía uno de los paseos favoritos de las dos amigas, y Hilda (que encontraba un enorme placer en salir a pasear incluso los días más grises, costumbre que había aumentado entre los londinenses de manera notable en los últimos veinte años) disfrutaba como una loca del viento cortante, del lento susurro de los abetos sobre su cabeza y de la visión fugaz de la cúpula de Saint Paul entre las nieblas del valle mientras bajaba por él sin dejar de silbar.

Pero muy cerca de allí, internándose en el bosque, había otra procesión muy distinta, diríase casi que improbable. Grantey, Barnabas, y Emma, con su nuevo hermano Jeremy, habían salido a pasear con su abuelo, hecho bastante curioso, puesto que el señor Challis casi nunca salía de casa. Varias circunstancias habían propiciado este hecho sorprendente (y, en lo que respectaba al señor Challis, en cierto modo indeseable). Los Niland habían ido a pasar el fin de semana en Westwood para celebrar el bautizo del bebé y, después del almuerzo, Hebe y Seraphina habían aprovechado para marcharse con Beefy, quien disfrutaba de sus últimas horas de permiso, al cine, por lo que habían dejado a los niños al cuidado de Grantey. El señor Challis se los había cruzado en el vestíbulo cuando se dirigía a su estudio para disfrutar de una tranquila y fructífera tarde de labor creativa y había cometido el error de pararse a hablar con ellos. Como nunca sabía qué decir a los niños, se le ocurrió comentar que por fortuna había salido un poquito de sol entre tantas nubes y que envidiaba el bonito paseo que se darían hasta Hampstead. Justo cuando terminó de decir aquello se dio cuenta de que había metido la pata hasta el fondo.

—¡Oh, ven, abuelo, vente! —exclamó Barnabas. A todas luces, era presa de uno de esos arrebatos ilógicos y exasperantes que con frecuencia les dan a los niños. Emma, al ver a su hermano, empezó a chillar y a rogar. El bebé dormía, pequeño y abrigado, en el profundo capazo del cochecito, ajeno a todo el jaleo que se estaba montando a su alrededor.

—Oh, sí, sería una idea estupenda que el abuelo viniera con nosotros —asintió Grantey, mirando fijamente al señor Challis con seriedad y respeto.

—¡Sí, porfa, porfa, porfa! —bramaron Barnabas y Emma a coro brincando como locos y agarrándose a las perneras del viejo.

—¡Barnabas, Emma, callaos, vais a despertar a Jeremy! —les ordenó Grantey—. Hace un día muy apacible, señor —añadió. Era evidente que pensaría mal de él si no se dignaba acompañarlos.

Si el señor Challis se hubiera limitado a soltar una carcajada incrédula, a subir las escaleras negando con la cabeza, a darles unas palmaditas en la cabeza a los niños, como tenía costumbre de hacer, y a decirles con firmeza: «No, no, el pobre abuelito tiene mucho trabajo», no habría pasado nada, pero por alguna razón no lo hizo. En lugar de eso, vaciló y bajó la vista hacia aquellas dos pequeñas criaturas ataviadas con sus minúsculos abrigos. Emma llevaba una caperuza con los bordes de piel, y parecía sacada de algún cuadro de la época de los Whigs, tan modosita, feliz y confiada. «En verdad son unos muchachos preciosos», pensó, orgulloso. Por un momento fue totalmente consciente de que aquellos niños eran de su misma sangre.

—¡Sí, abuelo, porfa! —suplicó Barnabas, tirándole de una mano. Emma le cogió de la otra.

—Bueno, pero solo un poquito —accedió el señor Challis sin mucho ánimo. Recibió como respuesta un coro de chillidos de júbilo:

—¡El abuelo viene con nosotros! ¡Qué bien!

—Ay, qué bonito —sonrió Grantey en señal de aprobación, y el señor Challis, sin dejar de advertir que solo pensaba acompañarlos un rato, cosa que pareció pasar desapercibida, fue a ponerse el abrigo y el sombrero. Se sentía en cierto modo halagado e ignoraba que sus nietos le habrían hecho la misma fiesta a Cortway si este se hubiera ofrecido a ir con ellos: lo único que buscaban era un poco de novedad.

—Se está poniendo el sol, así que será mejor que vayamos directos por Hampstead Lane y atravesemos Kenwood. Luego, iremos por Spaniard’s Walk y llegaremos a casa a la hora del té —dijo Grantey muy decidida cuando empezaron a subir la colina.

—Duelen las piernas —protestó Emma, como para sí misma.

—Tonterías —dijo Grantey—. No llevamos andando ni cinco minutos; no pueden dolerte. El abuelo te dará la mano si se lo pides, ya verás.

Emma alzó los ojos al señor Challis y le tendió su mano, enfundada en un diminuto guante de piel, sin decir nada.

—¿Mejor así? —preguntó este con extrañeza, cogiéndola de la manita. Emma no respondió.

—No vayas por la carretera, Barnabas, o vendrá un coche y te cortará por la mitad —le advirtió Grantey—. Dale la mano al abuelo también. Eso es, buen chico.

Era una tarde bastante fría, pero subieron la colina a un ritmo tan vivo que cuando llegaron al barrio ya habían entrado en calor.

—Quizá sea mejor que la coja en brazos para cruzar, señor; a veces se suelta —aconsejó Grantey. El señor Challis siguió su consejo y sujetó a Emma con una mano mientras agarraba a Barnabas con la otra para ayudarle a cruzar. Parecía increíble que un hada tan pequeñita pudiera pesar tanto. Notó que los pelos de su caperuza le hacían cosquillas en la nariz. Barnabas trató de soltarse.

—No hagas eso, Barnabas. Como se le caiga Emma a tu abuelo vas a saber lo que es bueno —observó Grantey en tono flemático y ligeramente melancólico—. ¡Oh, vaya, me ha caído una gota!

—No creo que esté lloviendo —dijo el señor Challis, deteniéndose en la acera y haciendo un esfuerzo para bajar a Emma, que se resistía. Una o dos señoras que se dirigían a la misa vespertina de las tres y media sonrieron con aprobación a aquel caballero tan alto y atractivo que llevaba en brazos a esa preciosa niñita.

—Ahora le costará trabajo bajarla al suelo; le gusta ir en brazos todo el tiempo —dijo Grantey en voz baja; siguió empujando el cochecito y añadió por encima del hombro—: Anda, bájate, bonita. El pobre abuelito está cansado.

—En bazos… —dijo Emma, arrimándose más.

—Venga, ya eres bastante mayor. Puedes caminar sola —dijo el señor Challis, tratando de sonar alegre, aunque solo pareció irritado.

—Sí, Emma, pobrecito el abuelo —insistió Grantey, despegándose un poco del cochecito—. Anda, baja de una vez. ¡Ya!

—Tendréis que llevarla en brazos —saltó Barnabas—. Si no, llora.

Media hora más tarde, el grupo había decidido atravesar Kenwood para escapar del viento y, como Grantey temía que la niña despertara a Jeremy si la metían en el carrito, el señor Challis siguió cargándola en brazos.

Y así continuaron su trayecto por caminos grises que discurrían entre rododendros que emanaban un nostálgico aroma otoñal, enfriado por la sombra de los abetos y robles gigantes. Al señor Challis los brazos le estallaban; las estridentes vocecitas de los niños y los comentarios apagados de Grantey habían logrado ponerle los nervios de punta y casi había decidido levantar la mano y decir que acababa de acordarse de un asunto importante y que debía volver a casa de inmediato, cuando, por un hueco entre los árboles, divisó a Hilda. La reconoció al instante y su irritación e incomodidad fueron completas. ¡¿Qué?! ¿Permitiría que Dafne, la hija de la mismísima diosa del mar, lo sorprendiera acarreando en brazos a su nieta y acompañando a otros dos mocosos (uno de ellos en la etapa menos sugerente de la infancia) y a su vieja niñera? ¡De eso nada! Así que, perseverando en su enfado, se paró en seco e intentó bajar a Emma al suelo con decisión. Al verle, Grantey dijo:

—Creo que será mejor que salgamos por esa entrada, señor. La casa no queda lejos y el camino es perfecto para ir con el cochecito.

—¡Asias, agüelo! —balbuceó Emma con desparpajo, corriendo a trompicones entre las hojas. El abuelo estaba demasiado enojado para decidir si las gracias eran por el paseo o por haberla soltado.

—Muy bien —contestó el señor Challis—. Aquí se separan nuestros caminos. Buenas tardes. Adiós, niños. —Ya estaba dándose la vuelta y levantando el sombrero cuando Grantey dijo:

—Emma, Barnabas, decidle adiós al abuelo. —Los niños se acercaron desganadamente y Barnabas se sintió obligado a tender una flácida mano. Mientras decía lo que se supone que le correspondía decir, miraba para otro lado, como aburrido. Grantey le reprendió y tuvo que repetir todo desde el principio.

—Muy bien. Ahora Emma. Un besito al abuelo. ¡Qué buena es mi niña!

La impaciencia con la que el señor Challis besó la fría mejilla sonrosada de la niña apenas fue perceptible para el resto del universo.

—Adiós, agüelo —dijo Emma.

—Adiós, abuelo —se despidió Barnabas.

—Me gustaría que me llamarais Gerard, no abuelo… —El señor Challis sonrió fugazmente. Era como si sus oídos solo hubieran escuchado esa misma palabra sin parar durante toda la tarde, con lo que implicaba y la poca gracia que le hacía, así que resolvió que los niños dejaran de usarla de inmediato—: Podéis llamarme así si lo preferís.

Barnabas y Emma se lo quedaron mirando con los ojos muy abiertos; era evidente que no entendían de lo que estaba diciendo.

—Gerard, no abuelo… Podéis llamarme por mi nombre —repitió, molesto.

—¡Pero si tu nombre es abuelo! —chilló Barnabas, como si hubiera hecho un gran descubrimiento.

—Bueno, está bien, ahora no importa… —dijo el señor Challis dándose por vencido—. Señora Grant, procure enseñarles usted a usar mi nombre de pila. —Se levantó de nuevo el sombrero y se marchó deprisa.

—¿Qué quería decir el abuelo? —preguntó Barnabas—. ¿No le gusta que lo llamemos abuelo?

—Claro que sí, no seas tonto —lo tranquilizó Grantey—. Anda, daos prisa, que tenemos que merendar.

—Agüelo… —dijo Emma en voz baja removiendo las hojas.

La búsqueda de Hilda resultó exhaustiva e infructuosa. Empezó a temer que se hubiera ido a casa, pues estaba cayendo la tarde y encima había comenzado a chispear. Iba pensando en el extraño grupo al que acababa de dejar atrás, con la vaga esperanza de que no se mojaran, cuando, al esquivar un enorme acebo, se dio de bruces con Hilda, que caminaba a grandes zancadas justo delante de él. Iba acompañada de un perro que encima iba suelto, y al señor Challis se le escapó una exclamación de enojo, pues los perros le gustaban casi tan poco como los niños. Apretó el paso hasta casi echar a correr, le dio un rodeo y salió a su encuentro.

—¡Dafne! ¡Mi querida Dafne! —exclamó, quitándose el sombrero.

Hilda no se sobresaltó, aunque lo miró detenidamente.

—No me llamo Dafne —dijo en tono agradable después de una pausa— y ahora no me diga que nos hemos visto antes porque yo iba a decirle lo mismo. No me lo diga, déjeme averiguarlo…

El peculiar encanto con el que se había dirigido a él quedó reforzado de inmediato por su joven voz, clara y dulce.

—¡Ya lo tengo! —exclamó—. Esa horrible niebla de hace una o dos semanas. Usted me prestó su linterna.

—Tuve el placer de acompañarla a casa, sí —asintió, ajustando su paso al de ella.

—¡Bobby! —llamó Hilda, dándole la espalda y aguzando la vista hacia los rododendros—. Pobrecito, cree que el bosque está lleno de conejos —explicó.

—Pues no va muy desencaminado —confirmó el señor Challis—. Yo mismo he visto conejos en Kenwood.

—¡Bobby, Bobby, ven aquí! —gritó Hilda, y Bobby salió muy obediente de detrás de un arbusto. Lo agarró del collar y le puso la correa—. Pues aunque los hubiera, no debería cazarlos —contestó—. En fin, me iba a casa. Hace un frío que pela y me muero por tomarme una taza de té. —Asintió con la cabeza al señor Challis y se dispuso a marcharse.

—La acompaño, si no es mucha molestia —se ofreció él—. ¿Sabe que parece salida de una pintura de Signorelli con ese gorro?

—Ya estamos otra vez —dijo Hilda, aparte.

El señor Challis se quedó callado un momento, pues la escena era hermosísima. Unos rayos rojizos rompían la monotonía del cielo gris por el oeste y las copas de los abetos resaltaban contra él en un tono más oscuro y mostraban un aspecto etéreo, a pesar de su robustez, allí donde reflejaban la luz plateada del día moribundo. Avenidas de espléndidos rododendros serpenteaban por todas partes hacia un crepúsculo prematuro, y de hito en hito algún acebo cargado de bayas escarlatas. A lo lejos, entre matorrales y árboles, se avistaban a intervalos las frías y verdes colinas y la neblinosa ciudad hundida en el valle. Se oía el débil tañido de una campana en la distancia. La belleza de Hilda, viva e intensa como el aire invernal y las bayas de acebo, resplandecía en sus adornos escarlatas y aquel lustroso encaje de lozanía y juventud que cubría su cabello.

La mayoría de los problemas del señor Challis se debían a sus ansias de perfección. No se contentaba con lo que Dios proveía; debía buscar siempre la excelencia y, por una vez, se dijo a sí mismo con el corazón latiéndole a mil por hora, la había encontrado.

Permaneció en silencio. No podía apartar los ojos de Hilda, como impidiéndole que retomara su camino. Ella le devolvió una mirada interrogante y tiró del perro, que luchaba por soltarse.

—¿Le ocurre algo? —preguntó por fin.

Su cara dibujó una sonrisa, juvenil e ingenua, cálida e incluso tímida. Era la sonrisa que acostumbraba a usar cuando tenía veinticinco años menos, antes de ser famoso.

—Nada —se apresuró a responder—. ¡Oh! ¡Es usted tan hermosa! —Le tendió su mano tímidamente—. ¿Puedo cogerla del brazo?

—Si lo desea —dijo Hilda, que lo miró con curiosidad—. ¿Está seguro de que se encuentra bien? —añadió.

—Bastante —contestó; entrelazó su brazo con el de ella y continuó caminando—. Es solo (¡«solo», santo Dios!), que creo que he encontrado algo que llevaba buscando toda la vida.

Hilda estaba acostumbrada a aquella manera de hablar, aunque solía escucharla en fórmulas más sencillas, y no se sintió tan desconcertada como habría cabido esperar. Por supuesto que consentía la admiración masculina y, si los chicos se comportaban como era debido (y normalmente lo hacían), les correspondía con su amistad, una amable comprensión e interés, que solía aderezar con unos cuantos besos dulces y ocasionales que la convertían en el oscuro objeto de deseo de muchos jóvenes venidos de los más alejados confines del mundo.

El señor Challis no era ningún chaval, eso era cierto, pero básicamente decía las mismas cosas que los amigos de Hilda siempre insinuaban; Hilda se sintió halagada y pensó que luego llamaría a Margaret y se echaría unas risas con ella a costa de este asunto.

—Vamos a ver, se llamaba usted Marco, ¿verdad? —le dijo mientras caminaban.

—¡Es sorprendente que se acuerde!

—¿Cómo iba a olvidarme de un nombre así? —respondió Hilda en un tono que el señor Challis estaba demasiado aturdido para identificar—. Y vive cerca de mi casa.

—Sí, esto… sí. —El señor Challis oyó la frase con claridad y se sintió desconcertado por lo que esta implicaba. No quería que Dafne supiera quién era ni dónde vivía. Algo nuevo y precioso había dado comienzo para él, estaba seguro de ello; algo que sin duda le devolvería la dulce intensidad de los días de su juventud. Sin embargo, los comienzos de esta agradable y extraña experiencia estaban ligeramente marcados por el secretismo y la precaución que habían caracterizado sus anteriores aventuras. No podía evitarlo… En veinte años de intrigas amoroso-espirituales había tenido tiempo de sobra para versarse en innumerables técnicas, tácticas y sutilezas en relación a las mujeres, y ni siquiera el mismísimo Amor había logrado reunir la fuerza suficiente para acabar con estas desagradables cualidades.

—No se preocupe, no soy curiosa —rio Hilda—. Lo llamaré Marco, el Hombre Misterioso.

—Todos los hombres son misteriosos a su modo —dijo él, ausente, y pensó: «Tengo que trabajar esta noche. ¿Logrará esta excelsa criatura estimular mi imaginación como ninguna otra hasta ahora, a fin de que pueda crear algo verdaderamente vívido?».

—Mi padre no es misterioso en absoluto —respondió Hilda con prontitud—. A propósito, vamos a dar una fiesta esta noche. ¿Le gustaría a usted venir?

El señor Challis aventuró una sonrisa sutil y retraída al imaginarse a un montón de jóvenes aburridos reunidos en una fea casita de clase media enredados en juegos escandalosos y bebiendo cerveza.

—Es usted muy amable, Dafne —dijo, gentil—, pero esta noche tengo que trabajar.

—¡Qué pena, y eso que es domingo! —se lamentó Hilda—. Aunque a lo mejor le apetece —añadió, para sorpresa de él—. Me apuesto algo a que su trabajo es de tipo intelectual. —Sin darle opción a réplica continuó—: Bueno no es una fiesta exactamente. Digamos que mi madre deja las puertas abiertas los domingos por la noche para que venga cualquiera de mis amigos. Pero no nos conformamos con los platos que trae cada uno. Mi madre odia todo eso, dice que es una muestra de pereza, así que prepara unos sándwiches riquísimos a partir de recetas que lee en los periódicos y, como mi padre conoce a un hombre que le consigue jerez y otras cosas de matute, también suele elaborar una especie de ponche… Y sacamos nuestra mejor mantelería y los platos buenos. A los chicos del Servicio les encanta. Todo es tan duro para ellos… ¿Comprende usted? Les gusta ver cosas bonitas de vez en cuando, para variar.

El señor Challis se dio cuenta de que no era esa la fiesta que él se había imaginado, pero no advirtió, por el contrario, que su imaginación era similar a la media y no precisamente extraordinaria, como pensaba. El siguiente comentario que ella le hizo, no obstante, lo dejó atónito.

—Y a veces damos conciertos —dijo Hilda—. Muchos de mis chicos tienen un gran talento para la música, traen sus discos y los ponen en el gramófono de mi padre. Hay uno, Arthur, un muchacho de Yorkshire, que toca el piano de maravilla.

—¡No me diga! ¿Y qué toca?

—Bach —respondió Hilda.

El señor Challis la miró perplejo.

—Demasiadas escalas, según papá —respondió Hilda—. Pero claro, no siempre estamos haciendo cosas de intelectuales. A veces, mamá enrolla la alfombra del salón para que bailemos. ¡Es fantástico! —concluyó.

Quizá había algo en el tono de voz del señor Challis, algo en sus maneras y en su sonrisa de disimulo, que se había ido ampliando cada vez más hasta que fue lo bastante pronunciado para que Hilda se percatara de ello, que había hecho que se animara a dar todos estos detalles. Sabía que aquel tipo era todo un caballero, y sospechaba que también un ricachón, pero aquello no era excusa para que se carcajeara por lo bajinis de sus fiestas, de las que ella y su madre se sentían tan orgullosas, y con razón, puesto que eran célebres entre sus amigos.

No acostumbraba a elegir a sus amistades por interés y no se le había ocurrido pensar qué beneficios podrían reportarle la aparente riqueza y posición social superior del señor Challis. A diferencia de las jóvenes trabajadoras de medio siglo atrás, que solían acabar mancilladas por sus ansias de lujo y comodidades, a Hilda estas cosas no le tentaban. Los cosméticos, los vestidos y las distracciones que cincuenta años antes estaban reservados para las damas de alto copete o para las mujeres de vida alegre, y a los que las muchachas pobres y castas ni siquiera podían aspirar, formaban parte del día a día de las chicas modernas, y había muchos placeres modestos que eran fáciles de obtener, y que no tenían nada que ver con las pieles y los diamantes de las estrellas de cine. De este modo, como no ambicionaba del señor Challis nada de tipo material, social o espiritual, lo trataba como un hombre más, como a un hombre del montón, y no era de extrañar que él encontrara esta actitud suya de lo más atractiva.

«Pobrecito —pensó Hilda, cuando atravesaban el bosque tomados del brazo mientras le hablaba de su trabajo, interrumpiéndose cada dos por tres para dirigirse a Bobby—. Se ve a la legua que está muy solo y, aunque resulta un poquito pretencioso, no veo que haya nada de malo en eso. A la vista está que ni siquiera intenta disimularlo».

Cuando salieron del bosque y se internaron por el tranquilo sendero que bordeaba las afueras de Kenwood, el mismo donde se supone que Coleridge había conocido a Keats y ambos habían conversado sobre sirenas[26], el señor Challis empezó a sentirse cada vez más incómodo ante la posibilidad de que alguno de sus conocidos lo viera y lo reconociese, aunque lo cierto era que no tenía muchos contactos en el barrio y los pocos que tenía no eran muy dados a pasear por el Heath en las tardes encapotadas de diciembre.

—¿No puedo convencerla para que venga a la ciudad conmigo a tomar el té? —le preguntó. Caminaban (como él había sugerido) por un solitario sendero paralelo al empinado camino que daba acceso al barrio por el oeste. Debían de encontrarse a varias millas de Londres ya, pues la distante ciudad no era visible desde allí, y la larga cadena de colinas arboladas de Kenwood dominaba toda la escena. Los prados aún silvestres de una enorme finca privada se extendían a un lado del camino y al otro lo hacían las tierras, ensombrecidas por viejos abetos, robles y olmos, de enormes casas antiguas que alguna vez fueron grandes haciendas.

—Lo siento, Marco, pero no puede ser —respondió, consultando el reloj—. Es usted muy amable, pero ya son las cuatro y media y tengo que volver y ayudar a mamá a prepararlo todo. ¿Seguro que no quiere venir a tomar algo con nosotras? Pero le advierto que será en la cocina…

—¡Qué chiquilla más adorable! —murmuró el señor Challis y se inclinó rápidamente para darle un beso en la mejilla. Hilda lo esquivó con pericia, sin inmutarse, y le silbó a Bobby—. Eh… No, gracias. También yo debo irme —musitó el señor Challis, desconcertado.

—¿Y si tomamos algo en su pisito de soltero? —dijo ella con una voz maliciosa que a él no le hizo ninguna gracia—. Seguro que tiene un piso maravilloso en High View, ¿a que sí?

High View era un bloque de pisos modernos situado en la cima de la colina. Allí, un inmenso cedro se había conjurado con unas cariátides para conferirle la dignidad y belleza de las que carecían la mayoría de los bloques de pisos a que tan aficionados se estaban volviendo los londinenses de la periferia.

El señor Challis a modo de respuesta se limitó a sonreír. Si pensaba que vivía en High View, mucho mejor.

—¿Entonces saldrá conmigo una tarde la semana que viene? —insistió. Inclinó su alta cabeza sobre la rubia de Hilda y su gorro escarlata—. ¿Cenará conmigo pongamos… el martes? Luego iremos al teatro… ¿o prefiere ver una película?

Él prefería ir al cine. Solía ir bastante al teatro, donde podía toparse fácilmente con algún conocido. Sin embargo, a ninguno de sus amigos se le ocurriría ir a ver la misma película que Hilda.

—De acuerdo, es muy amable por su parte —accedió, en un tono más formal del que había empleado con él hasta ahora. Lo miró a los ojos con sinceridad—. Me encantaría. Muchas gracias. Parece usted salido de las páginas de un libro —añadió.

El señor Challis, que no era muy dado a la risa, estalló en una carcajada.

—¿Ah, sí? ¿Y de cuál? —Esperaba que dijera de alguno de Marie Corelli, o de Ethel M. Dell.

—Bueno, yo no leo mucho, pero hay una chica en mi oficina que está loca por una escritora llamada Anne Duffield[27]; casi siempre escribe sobre lugares exóticos; historias de amor, y no son malas precisamente, he leído un par de ellas y me han gustado mucho. Pues bien, usted es como uno de esos hombres que salen en sus libros.

—Bueno, ¿y qué tipo de hombres salen en sus libros? —preguntó. Nunca había oído hablar de Anne Duffield.

—Oh, hombres bastante interesantes, de hecho. Ya sabe, un poco distintos. —Le lanzó una mirada que contenía una combinación de burla y halago.

El señor Challis la aceptó con el deleite propio de un hombre que por momentos notaba que iba cayendo rendido ante los pies de una bella dama, pero se paró a pensar en que, por lo visto, existían novelistas de los que nunca había oído hablar, y cuyas obras leían encantadas las jovencitas corrientes. Todas sus otras amiguitas solían tener leves nociones de literatura, y anhelaban que él les estimulara la mente; admiraban las novelas de Charles Morgan[28] o recitaban de memoria los poemas de T. S. Eliot. Sin embargo, estaba seguro de que Hilda nunca había oído hablar de ninguno de los dos. «En fin —tuvo que admitir—, yo tampoco he oído hablar nunca de Anne Duffield…».

Y así llegaron al barrio. Casi había anochecido ya, lloviznaba y ni siquiera en High Street se veía un alma.

—Entonces, ¿va a cenar conmigo el martes? —volvió a preguntar. Se detuvo en lo alto de esas escalerillas entre dos casas que conducen de Pond Square al barrio propiamente dicho.

—Sí —asintió Hilda—. ¿Dónde nos encontramos? Le propongo la parada de metro de Tottenham Court Road, junto al puesto de libros. ¿A las seis en punto?

—Enviaré un taxi a buscarla a la puerta de su oficina a las seis —dijo el señor Challis en tono represivo después de una pausa: más vale que esa chica aprendiera que sería él quien llevara la voz cantante en todas sus salidas.

—Estupendo —aceptó ella de buena gana—. Muy bien, pues hasta entonces. Adiós, Marco.

—¿No va a darme un beso? —preguntó el señor Challis un poco inseguro del paso que acababa de dar.

Hilda negó con la cabeza.

—Ya veremos más adelante —respondió con gracia—. Adiós. —Y se perdió en la oscuridad, seguida de Bobby.

En cuanto estuvo a solas, se arrepintió de la cita. Apreciaba enormemente sus tardes y, hasta en aquellas raras ocasiones en que no quedaba con un chico o entretenía a alguno en casa, siempre tenía alguna media que arreglar, una carta que escribir o alguna vieja amiga, como Mutt[29] (que era otro de los nombres con los que se refería a Margaret), a la que visitar, y temía que la compañía de Marco le resultara aburrida al cabo de una hora y hubiera echado a perder una tarde entera. Si no hubiera sentido lástima de él, no habría accedido tan rápidamente. Sin embargo, aquel hombre era tan diferente a sus admiradores habituales que había despertado en ella una pizca de interés, pero solo una pizca. ¿Y si se propasaba?

«Bueno, siempre puedo arrearle una bofetada», pensó. Abrió la puerta de casa, y empezó a canturrear:

Felicítame, mamá.

Felicítame, papá.

¡Con un duque muy guapo me voy a cenar!

—Cuenta, cuenta, locuela —refunfuñó su madre orgullosa saliendo de la cocina—. ¿A qué se debe todo este alboroto?

—¿Te acuerdas de ese hombre mayor al que conocí en el metro? Pues esta tarde he vuelto a encontrarme con él, ya sabes, en el puente rústico a media noche[30], y me ha invitado a cenar el martes. A cenar, oyes bien. ¿Me ha llamado alguien?

—Jack y Arthur. Vienen los dos, y Pat.

—Ah, qué bien. Voy a cambiarme y bajo a echarte una mano.

—Hilda, ¿quién es ese hombre mayor? ¿Cómo es?

—Bueno, no es tan mayor… creo que rondará los cincuenta.

—A los cincuenta, un hombre está en la flor de la vida —apuntó el padre, que pasaba por el recibidor con una botella en la mano para la fiesta—. Yo mismo voy a cumplir cincuenta.

Ninguna de sus mujeres le hizo el más mínimo caso.

—Es bastante culto y ese tipo de cosas. Siempre me está diciendo que me parezco a las chicas de las pinturas italianas.

—¡Uy, qué poco me gusta cómo suena eso! —le gritó la señora Wilson por las escaleras. Entró en el comedor para sacar la mantelería bordada.

Desde el baño, Hilda soltó una carcajada.

—¡Mamá! ¡Si lo vieras! ¡Nada más lejos de la realidad!

—¡Hilda, no me gusta nada que hables así!

—¡Lo siento, mami querida! ¡Pero es un buen tipo, de verdad!

—¿Cómo se llama? —preguntó el señor Wilson desde la cocina—. ¿Dónde vive?

—¡Marco! ¡En High View, creo!

—¿Marco qué más?

—¡No lo sé! ¡Señor Marco! Mami, ¿queda algo de té?

—¡Sí, te pondré una taza caliente! ¡Baja corriendo y tómatela antes de que te pongas con los sándwiches!

—¿No ha llamado Mutt?

—¡No! ¿Por qué?

—¡Oh, por nada! Dijo que a lo mejor llamaba, eso es todo. Últimamente, está hecha toda una aguafiestas. Nunca la veo. Quería contarle lo de Marco… En fin, qué más da.