Capítulo 22
A pesar de todo, no podía negar que el camino hasta Brockdale le resultaba muy pesado después del larguísimo día de trabajo en la tórrida y bulliciosa escuela, y durante las primeras dos o tres tardes creyó que no podría seguir adelante con lo previsto. No llegaba a casa antes de las once de la noche, y entonces tenía que ponerse a corregir cuadernos y a preparar lecciones para sus clases. Y hacía tantísimo calor (se encontraban en la primera semana de un mayo extraordinariamente agradable) que, cuando por fin se iba a la cama, más cerca de la una de la madrugada que de la medianoche, era incapaz de quedarse dormida.
Era la primera vez que sufría por una causa nada romántica ni egoísta. Hasta ese instante, todos los sufrimientos de su vida habían tenido un marcado carácter romántico, aunque ella hubiera sido la última persona en darse cuenta. Y es que, cuando el amor, la belleza y la soledad penetran en nuestros sufrimientos, por mucho que estas cualidades estén presentes solo en la mente de quien las sufre, es evidente que el dolor que provocan tiene una naturaleza romántica. Su pasión hacia Frank Kennett, sus anhelos de una vida más plena y su adoración por Gerard Challis habían sido tan románticos como la angustia de Heine[62]. Pero no tenía nada de romántico viajar en un tren atestado de gente por los aburridos y cuidados barrios periféricos hasta llegar a una casa donde la esperaban una cría discapacitada y un hombre cansado e impaciente. La una, loca por que le prestara atención y el otro, porque le hiciera la cena. No tenía nada de romántico lavar los platos en una cocina cargada de humo de tabaco después de haber acostado a Linda, ni sentarse a escuchar las noticias de las nueve mientras Dick echaba una ojeada al periódico de la tarde y apenas se esforzaba por darle un poco de conversación. Y tampoco tenía nada de romántico volver a su casa a las once de la noche, agotada y con una cartera llena de cuadernos de ejercicios que debía corregir antes de irse a dormir.
Durante todo ese tiempo, las hermosas tardes, con sus cielos azules cada vez más intensos y sus delicadas estrellas y árboles floridos, se iban prolongando poco a poco hasta alcanzar el día más largo del año. Oía y sentía, como si de una tierra remota e inalcanzable se tratara, a Inglaterra desperezando sus brazos cubiertos de flores en aquel larguísimo bostezo feérico que acabaría en la interminable noche de verano[63]. «La mayor parte de esa noche —pensó Margaret con desánimo, mientras enfilaba la colina que comenzaba a alzarse a partir de la propia estación— me la pasaré corrigiendo ejercicios de francés. Y llevo una semana sin llamar a Zita. Me pregunto cómo estará Grantey, y si Hebe y el señor Niland irán a divorciarse. ¿Y cómo estará él? ¿Le habrán afectado las críticas de Kattë? ¡Parece que llevo una eternidad sin verlo!».
Al señor Challis le sentaba muy bien el verano. Se le templaba la sangre y su sonrisa se volvía menos glacial. Era de agradecer, por tanto, que las ofensivas críticas de Kattë hubieran aparecido al comienzo de esta ola de calor. Así, mientras la obra continuaba en cartel y agradando al público, él podía relajarse y disfrutar del buen tiempo. Si se le hubiera preguntado a alguno de sus conocidos si el señor Challis tenía costumbre de jugar al tenis, sin duda, habría respondido que no. Sin embargo, lo hacía, y muy bien, y (como al joven rey Enrique VIII) daba gusto verlo dar carreras por la pista vestido con aquellas favorecedoras ropas blancas. No era raro oírle decir a Hebe que su padre se estaba bronceando ligeramente.
Para su disgusto, el buen tiempo estimulaba todavía más las relaciones sociales de Hilda. Ella también jugaba al tenis con sus amigos casi todas las tardes, vestida con unas falditas blancas de vuelo que dejaban al descubierto sus bonitas piernas. Iba a bailar con cualquiera que estuviera de permiso o a ver una película al cine local. Y todas estas actividades impedían que quedara con Marco, quien, malhumorado, se veía en la obligación de llamarla cada pocos días para intentar planear su visita a los Kew Gardens. Sin mostrarse grosera, Hilda no hacía más que ponerle excusas. Lo más seguro era que Marco fuera tan aburrido en verano como en invierno, y no le gustaba lo suficiente como para considerar la posibilidad de pasar unos días tan buenos en su compañía. No obstante, él se había empecinado tanto en ir a sus queridos Kew que al final se medio comprometió a acompañarlo al cabo de dos semanas.
—Eso es demasiado tiempo —protestó el señor Challis.
—Lo siento mucho, pero no puedo hacer otra cosa.
—Los árboles ya habrán florecido.
—¿Qué?
El señor Challis enmudeció, ofendido.
—¿Marco? —dijo Hilda con aspereza—. ¿Sigues ahí? Creí que se había cortado. Escucha. Intentaré organizarlo para el sábado de dentro de dos semanas. Llámame el día anterior por si se me olvida, pero intentaré estar libre. Adiós. —Y colgó el teléfono.
El señor Challis soltó el auricular y dio un suspiro. Un grito lejano resonó por toda la casa. Estaban intentando meter a Barnabas en la cama. Su abuelo sabía que la enfermera encargada de cuidar a la señora Grant le regañaría cuando, al subirle la bandeja, echara un vistazo al baño. Seraphina estaba sentada en el vestíbulo riendo con unas amigas que se habían presentado de improviso y, en el piso de abajo, en la cocina (aunque, por supuesto, el señor Challis ni siquiera pensó en ellos, pues había límites), Zita y Cortway se peleaban amistosamente mientras preparaban la cena.
Desde que su hija y sus tres nietos se habían instalado en la casa y la señora Grant se había puesto enferma, Westwood había ido perdiendo rápidamente buena parte de sus comodidades, y el señor Challis era cada vez más consciente de ello. Le irritaba que Seraphina disfrutara de todo aquel ruido y ajetreo, y que hubiera cosas de los niños desperdigadas aquí y allí, por toda la casa. Para colmo, su mujer animaba a Hebe a que acudiera a fiestas, exposiciones, estrenos y conciertos, y a que dejara a los niños a cargo de Zita. Y, si ella decidía no acompañarla, entonces asistía a otro tipo de eventos parecidos. ¿Es que sus mujeres no podían llevar vidas poéticas y solitarias, ir a leer a la biblioteca o a dar un paseo por el jardín sombreado y quitarse de en medio? Eso era lo que hacían sus heroínas (aunque tampoco parecía que nadie quisiera quitarlas de en medio, pues los demás siempre las estaban buscando, sobre todo los hombres). ¿Por qué tenían que alborotar tanto y hablar sin cesar? Creaban una atmósfera exasperante y nada favorable para su espíritu creativo.
La maternidad, si se presenta, debería ser una pasión, pero Hebe desatendía a los niños constantemente. ¿No se había visto involucrado él mismo en aquella lamentable escena de la noche anterior? Se había encontrado a Barnabas, ayudado por la solícita Emma, tratando de lavarle a Jeremy con su propio cepillo y un buen chorro de pasta el único diente que le había salido y, al preguntarle qué estaba haciendo, el niño había respondido que nadie le lavaba nunca los dientes a Jeremy y que el dientecillo se le iba a poner verde y a caérsele. El señor Challis hizo una mueca ante esta explicación tan obvia, le limpió la pasta de la boca a Jeremy lo mejor que pudo, cambió con repugnancia las mantillas sobre las que el bebé se había retorcido y pataleado, y mandó a Barnabas y a Emma, que permanecían en pijama uno al lado del otro, mirándolo en silencio, a su propia habitación, donde se echaron a llorar a coro, al parecer, de puro miedo y remordimiento. Nadie los estaba cuidando. Nadie parecía estar en casa. Todo el mundo debía de estar muerto, a juzgar por la nula atención que prestaban a los gritos de los niños.
Entretanto, le parecía que faltaba una eternidad para que llegara el dichoso sábado. El fin de semana siguiente iba a pasarlo en Bedfordshire, en casa de su madre, lo cual sería de lo más agotador y tedioso, en compañía de su esposa, su hija, sus tres nietos y Zita, que ayudaría a cuidarlos.
Aquello era ineludible y, para más inri, estaba el innombrable pero inolvidable asunto de la pelea entre Hebe y Alexander, y el hecho todavía más alarmante de que Hebe llevara casi un mes viviendo en casa de su padre y no hubiera movido un solo dedo para encontrar un nuevo hogar al que irse con sus tres hijos. El señor Challis suponía que si Alex hubiera estado allí, ya habría hecho algún intento por buscar otro alojamiento, pero no estaba y, por lo visto, Hebe no había tenido noticias suyas desde su marcha. Tampoco nadie había mencionado el asunto. Al señor Challis no le gustaban las discusiones abiertas sobre problemas familiares, pero tenía la sensación de que esta alegre ceguera, este deliberado fingimiento de que todo transcurría en la más absoluta normalidad, estaba llevando las cosas demasiado lejos, especialmente cuando el resultado directo de aquella impostura eran esos monstruitos de goma olvidados en la bañera.
El señor Challis siempre había admirado el aspecto de su hija, y hubo un tiempo en que creyó que se convertiría en una criatura de belleza abrumadora de la que poder sentirse orgulloso. Sin embargo, le parecía que al cumplir los dieciséis había dejado de desarrollarse. Seguía con el mismo cutis, los mismos tirabuzones, el mismo cuerpo rollizo y los mismos modales descarados. Así pues, cuando la gente se prodigaba en elogios hacia su estilo y su apariencia, su padre lo achacaba a que se contentaban con facilidad, y tomaba nota de una nueva decepción, un nuevo tanto en contra de la vida, otro revés a esa búsqueda de la perfección que lo carcomía por dentro.
A veces, por el contrario, recordaba los paseos que solía dar con él cuando no era más que una cría robusta de seis años. Se entretenía en recoger cascabillos, se llenaba los bolsillos con ellos, y asentía con satisfacción para sí misma cuando encontraba uno más grande y puntiagudo de lo normal. Entonces tiraba al suelo los más pequeños y los que tenían los bordes rotos, y su hermano menor, Auberon, se dedicaba a recuperarlos y a valorarlos con enorme ternura. En aquellos días se había sentido tan orgulloso de ella, la había querido tanto, tenía tantas esperanzas de que se pareciera a él de mayor que un fuerte impulso de cariño (o así se lo parecía a él) había nacido en su corazón. Y ahora le molestaba y le preocupaba advertir el triste silencio con el que expresaba su infelicidad, de modo que se le pasó por la cabeza ir a buscar a Alexander e intercambiar unas palabras con él sobre la situación. No obstante, en seguida descartó el deleznable papel de suegro entrometido. Además, respetaba el derecho de Alexander como artista a marcharse a pintar en soledad si se sentía impelido a hacerlo. Eso era lo que él, Gerard Challis, habría hecho hace mucho tiempo de haber tenido a Hebe, Barnabas, Emma y Jeremy agobiándolo a él mientras intentaba trabajar. Hebe debía sufrir, decidió. Su egoísmo juvenil debía doblegarse y someterse hasta que un alma, un alma sutil y secreta de mujer, naciera de su cuerpo aniñado. Entonces encontraría a ese Alexander que, al herirla, la habría dotado de una fuerza inmarcesible y verdadera.
Una vez descartada la idea de enfrentarse a Alexander y reprocharle que estuviera haciendo sufrir de esa manera a Hebe, el señor Challis relegó el problema a la trastienda de su mente. Pero la cuestión de cómo echar a los Niland de su casa seguía siendo igual de grave.
¡Ojalá estuviera en Sudamérica con Hilda! Le habían insinuado que existía la posibilidad de que lo enviaran allí pronto en una misión oficial y, en ese caso, si eso sucediera, se la llevaría con él como secretaria. La oportunidad de escapar de la monotonía y de las restricciones de la vida en Inglaterra la encandilaría, y para él sería una auténtica delicia pasear con ella por las calles encaladas y las montañas ágata de aquellas tierras bañadas por el sol. A la vuelta, él se encontraría con fuerzas renovadas para enfrentarse al mundo una vez más, y ella tendría preciosos recuerdos que la acompañarían durante el resto de su vida.
Mientras tanto, parecía casi imposible llevarla a los Kew Gardens, así que no sabía ni cómo se atrevía a plantearse lo de Sudamérica. No quería escribirle una carta porque nunca escribía cartas a sus amantes, y cada vez que la llamaba por teléfono a la Oficina de Alimentos, tenía que esperar un buen rato hasta que ella por fin se ponía. Además, era una descarada. Le había dicho sin rodeos que a sus padres les extrañaba mucho que no quisiera pasarse por su casa un domingo a cenar o a tomar el té. (El señor Challis, claro estaba, no había podido reprimir una sonrisita para sus adentros al imaginarse a los padres de Hilda pensando que algo de lo que él hacía fuese peculiar. No le interesaban lo más mínimo. Solo encontraba sorprendente que aquella triste gente tan ordinaria hubiera podido engendrar a Hilda. Pero bueno, esas cosas ocurrían, y el florecimiento de la chica sería bastante efímero. ¡Cómo compadecía a las mujeres!).
Los sonidos procedentes del vestíbulo sugerían que las visitas se disponían a marcharse. El señor Challis tomó el Times, convencido de que su privacidad se vería pronto interrumpida. Y tenía razón. A los pocos segundos se abrió la puerta y apareció Seraphina, con la cara aún encendida de la conversación y las risas.
—Cariño, ¡qué tragedia! —comenzó—. La niñera nos ha fallado.
—¿Te refieres a la niñera de la que estaba hablando la señora Compton? —preguntó él, intentando hacer memoria.
—La misma. ¡Qué fastidio! Va a cuidar de los gemelos de la hija de Margaret Hallet. Y yo que creía que ya le habíamos echado mano. Ahora no hay nadie que pueda venir con nosotros el próximo fin de semana. ¡Oh! ¿Estás trabajando? Lo siento muchísimo. Ya me voy.
Se estaba retirando con exagerada precaución, cuando él contestó irritado:
—No te preocupes, no estoy trabajando. ¿No podéis cuidar de los niños vosotras solas?
—Cariño, Zita no puede venir. Debe quedarse a cuidar de Grantey.
—¿No va a estar la enfermera?
—Vendrá solo una hora al día, amor mío. Grantey está mejor, ya lo sabes.
—¿Y no hay nadie más?
—Me temo que no, querido.
—¿Seguro que Hebe y tú no os las podéis arreglar entre las dos?
—Podríamos, cielo, pero sería un engorro para nosotras y apenas tendríamos tiempo de estar con la pobre bisabuela.
Tras una pausa, el señor Challis comentó:
—Me temo que solo puedo ofrecerte una solución: posponer la visita. —Sus ojos brillaron esperanzados.
—Oh, Gerry, eso es imposible. Sabes que siempre vamos. Todos los años.
El señor Challis enmudeció y se desvaneció el brillo de sus ojos.
—Bueno, no quiero preocuparte con esto, mi amor —resolvió Seraphina, que se disponía a salir de la habitación.
Él volvió a coger el periódico.
—¡Seraphina! —la llamó, cuando ella alcanzaba la puerta—. ¿Qué me dices de esa amiga de Zita? La señorita… Nunca me acuerdo de su nombre. La que viene mucho por aquí… Ya sabes a quién me refiero. Parece disponer de mucho tiempo libre. ¿Os acompañaría? (No dijo «nos», dado que tenía intención de coger otro tren más tarde).
—¿Quién? ¿Struggles? Cariño, ¡qué idea tan estupenda! Le diré a Zita que la llame ahora mismo… Que le diga que fuiste tú quien lo sugirió. ¡A eso no podrá negarse! —El señor Challis no parecía disgustado y su esposa corrió a poner en marcha aquella idea tan estupenda.
Cuando Margaret regresó a casa esa noche a eso de las once, acalorada y exhausta, su madre se apresuró a decirle que la señorita Mandel-como-quiera-que-se-llame no había parado de telefonearla en toda la tarde. Era muy urgente que Margaret la llamara en cuanto entrase por la puerta.
—¡Ay, pues que espere sentada! —exclamó Margaret, sucumbiendo a una exasperación natural—. Seguro que no es nada importante. Nunca lo es. Aunque, bueno, será mejor que lo haga. —Soltó el pesado maletín en el suelo dando un suspiro.
—Te vas a poner mala de tanto andar detrás de los problemas de la gente. Pareces rendida —le reprochó su madre, que ya subía las escaleras para ir a acostarse—. Te he dejado unos sándwiches en el comedor y un poco de agua de cebada y limón en la cocina. Aún está fresca.
—Gracias, madre, eres un sol —gritó Margaret agradecida mientras marcaba el número del Westwood de Highgate.
—¡Margaret! ¡Ya era hora! —exclamó la voz de Zita—. Llevo toda tarde llamando a ti. Escucha con atención. ¡El señor Challis quiere vayas con ellos fin de semana! ¡Anda! ¿Qué te parece?
—¿El señor Challis? —repitió Margaret, sintiendo que se le contraía el diafragma—. ¿Estás segura?
—Claro que segura. Es para ayudarles con niños. Yo no puedo ir (lo siento por lady Challis, es mujer con una gran Kultur, interesante mucho), pero debo quedarme cuidar Grantey y casa. Por eso piden a ti que vayas en mi lugar.
—Pero eso es maravilloso —jadeó Margaret, emocionada, contenta y con una pizca de duda en su corazón: ¿podría librarse de cuidar a Linda durante un par de días?—. ¿Cuándo es? ¿El próximo fin de semana?
—Sí. Ellos correrán con gastos todos tuyos, por supuesto —añadió Zita en voz baja.
—Oh. —El tono de Margaret era de impaciencia—. No importa. Escucha, Zita —continuó cuidadosamente porque sabía que ahora más que nunca debía medir sus palabras—, eres muy generosa por invitarme a ir. Me encantaría. Estoy deseando cambiar de aires. ¿Serías tan amable de decirle a la señora Challis que acepto encantada y que me enorgullece mucho que confíe en mí para que les eche una mano con los niños?
—Habrá bastante que hacer. ¡Son muy diablillos! —dijo Zita, volviendo a bajar la voz.
—Bueno, yo lo pondré todo de mi parte. ¿Te importa si te llamo a finales de la semana que viene y me das todos los detalles? ¿O sería mejor que fuera yo misma a hablar con la señora Challis?
—Yo preguntaré a él y contaré todo —dijo Zita, dándose aires de importancia—. Ach, ¡y yo aquí sola en casa mientras todos disfrutáis!
—Lo sé, Zita. Eres muy generosa. Ojalá pudieras venir también.
—Bueno, no sientas por mí… ¡Quizá vaya a alguno bonito concierto mientras tú ahí bañando a niños!
—Claro… Eso espero —respondió Margaret. No era la primera vez que pensaba que Zita estaba como una cabra—. Tengo que colgar, querida. He de corregir cuarenta ejercicios para mañana. Adiós, y gracias de nuevo, de todo corazón.
«¡Me ha pedido que vaya! ¡Él! No la señora Challis —pensaba mientras daba buena cuenta de su cena en la diminuta y silenciosa cocina, acompañada tan solo por el tictac del reloj—. ¿Por qué lo habrá hecho? ¡Me imagino que cree que soy de confianza! No es muy halagador, la verdad. Pero mejor de confianza que nada. Si bien estoy segura de que no es una cualidad que normalmente admire en las mujeres (sonrió para sí). ¡Ojalá Dick me deje ir!».
Cuando llegó al Westwood de Brockdale la tarde siguiente, se encontró con que la amable vecina que le echaba un ojo a Linda durante el día acababa de marcharse. En la libreta del teléfono había escrito un mensaje que le habían dejado a eso de las seis, y Linda se lo indicó tirándole de un brazo. Era de la señora Steggles. Decía que el hermano de Margaret iba a volver a casa el próximo sábado con un permiso de cuarenta y ocho horas, y que su madre «temía que fueran a embarcarlo». ¿Podría Margaret llamarla en cuanto llegase?
Lo primero que sintió fue desesperación. Por si la promesa que le había hecho a Dick no fuera suficiente por sí sola para hacer tambalear su fin de semana con los Challis, ahora a Reg le daban un permiso. Sería un auténtico drama que se perdiera el que podía ser su último fin de semana en Inglaterra, en casa con su familia. «Pero iré —se prometió a sí misma, mientras se movía ruidosamente por la cocina y preparaba la cena—. No veo por qué voy a privarme de algo que deseo con todas mis fuerzas».
—Margaret está enfadada —susurró Linda con una expresión tímida y desconcertada. Había estado observando cómo se dedicaba a dar vueltas de un lado a otro desde un rinconcito de la mesa, donde jugaba con un poco de masa.
—No, cielito —dijo Margaret, con extrañeza y llena de remordimientos. Tenía que controlar sus gestos violentos, y fue a rodearle los hombros con un brazo durante unos instantes—. No estoy enfadada. Perdóname por haber armado tanto ruido. —Besó a la niña en la mejilla por primera vez en todo aquel tiempo. Lo hizo sin pensar, solo para consolarla, y puso cuidado en moverse a partir de entonces de una manera mucho más pausada por la habitación, y en no fruncir el ceño. Así, Linda volvió a mostrarse tranquila.
—Dick —dijo Margaret un poco nerviosa mientras lavaban los platos después de la cena—, ¿te importaría mucho si te abandonara el sábado y el domingo?
Él pareció sorprenderse, pero no mostró un ápice de enfado.
—Claro que no, nos las apañaremos. Eres muy amable viniendo aquí todas las noches, no creas que no lo aprecio. A decir verdad, recibí una carta de la señora Coates esta mañana —se palpó el bolsillo, pero era obvio que había decidido no mostrársela, pues sacó la mano vacía y la miró un tanto avergonzado—. Creen que saldrá del hospital antes de lo previsto. Dentro de diez días, dijeron.
—Oh, qué bien —dijo Margaret, aunque en realidad no se sentía tan contenta como pretendía aparentar. Le había cogido cariño a Linda, ¿por qué no admitirlo? Y a Dick también. Sentía lástima de él, y le gustaba la sensación de sentirse útil y querida, por lo que no le hizo ninguna gracia que la señora Coates volviera a hacerse cargo de la situación.
—No sé qué habríamos hecho sin ti —continuó él, guardando los platos que ya había secado—. Te echaremos de menos el fin de semana. ¿Adónde vas? —añadió, clavando con una expresión burlona sus enormes ojos, brillantes y cansados, en el rostro cohibido de Margaret—. ¿De fiesta?
—Es Reg. Le dan dos días de permiso y mamá cree que lo van a embarcar —respondió, abochornada ante la idea de tener que reconocer que se iba de fin de semana con unos conocidos muy elegantes y muy superiores en la escala social.
—¡Oh, no me digas! Pobre Reg. Así que es eso… —murmuró mientras colgaba el trapo mojado. Tenía las manos largas y delicadas, sensibles y bien cuidadas, como su fina piel—. Lo siento por tus padres. Es un asco.
Subió a dar las buenas noches a Linda. Margaret estaba en ese instante animándola a que se desvistiera y se lavara sola. Luego ella bajó al salón a guardar el mantel, pues habían cenado en la cocina. Con la mente abstraída pensando en Reg, los Challis, Dick y Linda, abrió el cajón equivocado y se sorprendió al descubrir allí una cara que la miraba fijamente. Era la fotografía de una mujer, y en una de las esquinas estaban garabateas las palabras «Tuya para siempre, Elsie». Echó un vistazo por encima del hombro, se inclinó y la examinó más de cerca. Habían llegado varias cartas al Westwood de Brockdale dirigidas a la señora Elsie Coates, y ahora, por fin, Margaret era capaz de ponerle cara. Lo hizo, en parte, con la intención de proporcionarle a su madre (que se moría de curiosidad respecto a la señora Coates) una descripción de su apariencia física, pero cuando acabó y volvió a cerrar el cajón, toda su actitud hacia Dick, hacia la casa de Brockdale, su propia posición allí y las opiniones de su madre sobre la probable ambición de la señora Coates habían sufrido un cambio significativo y desconcertante. Pues era evidente que la señora Coates no era la mujerona que ella se había imaginado. La señora Coates no tenía más de treinta y cinco años, y la señora Coates era guapa.