Capítulo 28

El resto de aquella semana, que prometía ser de todo punto deprimente, se vio, sin embargo, aligerado por una llamada de teléfono de Earl Swinger, que quería invitarla a acompañarlo a un concierto en el Phoenix Theatre. Lo estaban utilizando como auditorio provisional desde que las bombas destruyeran el Queen’s Hall.

Margaret aceptó la invitación encantada, y se sorprendió al descubrir lo mucho que deseaba ir.

Al cabo de dos días, la mayor parte de su decepción había desaparecido, y lo que restaba era una viva indignación y algo de desprecio que ahora empañaban el cariño que sentía por Dick. No lamentaba que la hubiera besado, pero sí que no hubiera sido sincero con ella. Valiente modo de agradecerle todo lo que había hecho por él y por Linda. Durante el primer día se preguntó si le escribiría una carta, pero no tardó en convencerse de que aquello era poco probable, y trató de hacerse a la idea de que nadie la echaría de menos en el Westwood de Brockdale. Tenía que dar por zanjado el asunto. Esa misma tarde, el señor Steggles llegó a casa de muy buen humor y anunció que había estado tomando algo con su amigo Dick, que iba a casarse con una mujer preciosa, pero Margaret y la señora Steggles lo cortaron en el acto diciéndole que ya estaban al corriente. No se volvió a mencionar el tema, y Margaret empezó a pensar en si sería capaz de asistir a la boda al mes siguiente, si acaso la invitaban, sin sentir absolutamente nada. A quien más echaba de menos era a Linda, y también la tranquilidad de la encantadora casita, rota tan solo por el tintineo de las campanillas de viento. Ni siquiera el pensamiento de que Linda pudiera echarla de menos a ella la reconfortaba, pues sabía que no lo haría: a la señora Coates, a quien conocía desde hacía mucho más tiempo, la había olvidado a los pocos días.

«Por lo menos quiso besarme y eso ya es algo —pensaba, acariciándose la tensa garganta mientras se miraba en el espejo—. No puedo estar tan mal».

Después de un concierto que tanto Earl como ella tildaron de glorioso y que los dejó con el ánimo exaltado y soñador, se vio gratamente sorprendida al descubrir que Earl la cogía de la mano y le confesaba que se encontraba muy solo y que le encantaría salir con ella de vez en cuando. Estaba emocionada y nerviosa porque la hubiera tomado por una chica muy solicitada, y deseó darle una cita lo antes posible. Qué lástima que ya estuviera comprometida para el sábado, le dijo. Nada importante. Solo iba a llevar a Barnabas y a Emma a los Kew Gardens. Zita tenía demasiadas cosas que hacer al menos hasta que Hebe encontrara a otra niñera, ahora que la pobre señora Grantey ya no estaba, y a ella le encantaban los niños y disfrutaba echándole una mano con ellos. Earl le preguntó si podía acompañarla. Sería mucha tarea para ella sola mantener a aquellas dos criaturas caminando en orden y, cuando Emma se cansara, tal vez él podría cogerla en brazos. ¿Pero no le resultaría aburrido? Bueno, bueno, ¿no acababa de decirle que tenía hermanos y hermanas pequeños? Los Swinger eran una gran familia. El mayor tenía veintidós años y el menor, cinco. Estaba acostumbrado a tratar con niños y le gustaban. De acuerdo, en ese caso. Sería de gran ayuda, y estaba segura de que a los niños les parecería perfecto. ¿Y a ella? Bueno, sí. A ella también.

Cuando se despidieron en la puerta de la casa de Margaret, acordaron encontrarse el sábado a la una en punto en la parada de metro de Archway, desde donde cogerían un autobús directo a Kew. Luego Earl le dio un infantil y fraternal beso de buenas noches. Ella creyó que aquello formaba parte de la rutina del Ejército de los Estados Unidos, pero le resultó muy agradable, y entró en su casa sin pensar en Dick Fletcher ni en Gerard Challis, ni siquiera en la propia Margaret Steggles. Iba dándole vueltas al ramillete que el joven le había regalado, y se sentía pletórica y ligeramente embriagada por la música.

A esa misma hora, el señor Challis se encontraba en el Ministerio trabajando hasta tarde. No había hecho otra cosa en toda la semana, por lo que solo albergaba una idea confusa acerca de cuáles eran los compromisos sociales de su familia. Nunca sabía exactamente lo que hacían sus nietos, en parte por su natural falta de interés por unas actividades tan insípidas y en parte porque prefería no pensar en ellos en absoluto. Llegaba a casa muy tarde todas las noches, y entonces cenaba en la biblioteca una apetitosa bandeja que Cortway se encargaba de servirle. Después, leía durante un rato y se iba a la cama. Por la mañana se tomaba el café con la nariz enterrada en el Times y en la única compañía de Seraphina, que leía su correspondencia y que sabía de sobra que era mejor no dirigirle la palabra. Pero ahora solo podía soñar con el sábado, cuando Hilda y él fueran los únicos que pasearan por Kew. El resto del mundo se ausentaría milagrosamente aquel día, y todos los claros y senderos se quedarían desiertos.

Estaba enamorado. Por aquel entonces no tenía entre manos ningún trabajo creativo, y todas sus energías, encendidas y avivadas por el verano, se habían concentrado en Hilda. Se hallaba en aquel estado en que una mirada o una palabra bondadosas pueden actuar sobre los sentidos como un auténtico bálsamo, y proporcionarles un consuelo que debe atesorarse en secreto durante mucho tiempo. No obstante, como ahora era totalmente consciente de la incongruencia existente entre su fama, sus gustos y su carácter por un lado, y la bajeza de su amor por otro, a veces se sentía triste y enfadado. Seraphina suponía, resignada, que había Otra, y aquello la entristecía ligeramente. «Nos estamos haciendo mayores —pensó, dando un suspiro al contemplarse en el espejo—. Espero que Gerry no se convierta en uno de esos viejos repulsivos. ¡Ojalá se tomara algún interés por sus hijos! ¡Y por sus nietos! A su edad, eso sería lo normal. Bueno, quizá no lo normal, pero sí lo correcto y lo más adecuado».

La reconciliación entre Hebe y Alex y sus planes para la enorme casa medio en ruinas de St. John’s Wood constituían sus únicas fuentes de felicidad. Hebe había manifestado su intención de criar abejas y una cabra en el grandioso y sombrío jardín y, cuando su madre declaró que aquellos salones serían estupendos para celebrar fiestas, ella respondió: «No vamos a dar ninguna fiesta. Voy a dedicarme a tener más niños».

Desafortunadamente, el sábado hizo un día espléndido y parecía que todos los londinenses se habían puesto de acuerdo para ir a Kew. Los autobuses y los trenes iban atestados, como si fuera un día de fiesta, llenos de mujeres ataviadas con vestidos vaporosos y de niños que no dejaban de comer. Todos los bancos estaban ocupados por ancianos que disfrutaban de la estación y del aire cálido, y no quedaba ni un huequecito de hierba en Londres que no hubieran colonizado los excursionistas, ebrios de sol y ajenos, durante unas horas, a la guerra.

—¡Qué suerte! ¿No te parece? —dijo Hilda al señor Challis sentándose a su lado en el taxi que él había conseguido para que los llevara cómodamente a Kew. La excursión iba a costarle (en términos monetarios) unas cuantas libras. Y no se le había ocurrido pensar en lo que podría costarle en otros términos. La humildad de un verdadero amante luchaba contra su exceso de confianza, fruto de años y años de éxito con las mujeres.

Se volvió para mirar a Hilda. Llevaba un ligero vestido de seda azul que hacía juego con sus ojos, y un gran bolso de mano blanco. Sus esbeltas piernas desnudas estaban perfectamente maquilladas y sus pies lucían zapatitos blancos. (Hemos descrito estos objetos desde un punto de vista masculino. Ahora, cambiando de objetivo, o de sistema de referencia, como diría el profesor Eddington, deberíamos aclarar que el vestido era de rayón barato, y el bolso y los zapatos del año anterior. Pero estaban como nuevos y en perfecto estado, y Hilda los llevaba con tanta naturalidad que el resultado no podría haber sido más armonioso).

—Yo sí que tengo suerte —respondió él, sonriendo, y alargó su fría mano para tomar la de ella.

—Y que lo digas. He tenido que aparcar un montón de cosas para venir contigo hoy a tus queridos Kew Gardens.

—¿Ah, sí? —Se inclinó hacia ella—. ¿Qué cosas?

—Oh… El tenis y un paseo por el Heath. Y también quería llamar a mi amiga Mutt, a ver si había regresado ya.

El señor Challis no tenía ningún interés en su amiga Mutt.

—¿Te apetecía venir conmigo? —le preguntó, bajando la voz.

—Por una vez está bien, y hasta me atrevería a decir que no lo pasaremos mal cuando lleguemos allí. Además, te estabas poniendo tan pesado que creí que lo mejor sería venir y acabar con esto de una vez.

—¿Es eso lo que piensas? —Le soltó la mano.

—Anda, no seas tan orgulloso. Claro que me apetecía venir. Hace un día estupendo y me alegro de salir de la oficina. Pero te advierto que tengo que volver temprano. Esta noche tengo una cita.

Él se quedó callado durante unos segundos y luego le dijo:

—¿No crees que deberías haberme reservado la tarde entera? Llevo meses esperando este momento.

—¡No me digas! Llevas dándome la vara desde el día de San Esteban[76]. Bueno, para serte sincera, debería haberlo hecho, Marco —le dedicó una sonrisa que le atravesó el corazón—, pero es que me han llamado esta mañana y —se puso a rebuscar en su bolso— no he podido decir que no.

—¿Un hombre?

—No, uno de los cocodrilos del zoo, si te parece. Mira, ya casi hemos llegado.

Se echó hacia delante para contemplar las calles de Hammersmith, que ahora estaban cruzando. Lleno de celos, él observó su rostro. Ni un ápice de conciencia ensombrecía su esplendor, y fue apartando poco a poco la mirada para posarla malhumorado sobre sus pequeños zapatos. «¡Uf! Ha estado cerca», pensó Hilda, examinando Hammersmith como si tal cosa. Y entonces, solo entonces, sus mejillas se tiñeron de un leve rubor.

—He traído el té —comentó él, señalando un objeto que había dejado en un rincón—. Me resultaría insoportable tomarlo en cualquiera de esos sitios.

—¿Es lo que creo que es? ¡Qué idea tan brillante! Eres todo un encanto, de verdad. —Y dibujó otra sonrisa—. Creí que serían periódicos o algo por el estilo.

—¿Nunca has visto una cesta para el té? —le preguntó, complacido ante tanta inocencia.

—No. ¿Es solo para el té? ¿No se puede meter también el almuerzo? ¿O tienes otra diferente para el almuerzo? Qué apañado eres. ¿Y qué contiene?

—Mmm… Sándwiches, creo, lo normal en estos casos.

En realidad, le había encargado a su secretaria que rellenara la cesta, y ella había hecho lo que había podido, que no era poco, pues era una mujer de lo más eficiente.

El taxi atravesaba ahora una ancha y sombría calle que discurría junto a un largo muro y, de repente, a través de las copas de los enormes árboles, atisbaron algo de un brillo rojizo y dorado, que se elevaba hacia el cielo.

—¡Oh! ¿Qué es eso? —exclamó Hilda.

—La Pagoda. ¡Qué efecto tan maravilloso y exótico se produce al ver una forma china tan pura entre esos árboles tan propiamente ingleses! Quería que la vieras.

—¡Qué bonita es en contraste con el cielo azul!

—Exacto —dijo él, encantado ante estas manifestaciones de la facultad estética (o así las consideraba él)—. Inglaterra está plagada de este tipo de incongruencias. El Pabellón de Brighton y la Mezquita de Woking son dos de las más impactantes. Y en cualquier salón inglés hallarás ejemplos parecidos. Armarios chinos, tazas japonesas, lanzas zulúes y cuchillos afganos. Incongruencia: el poder de sobrecoger causando placer. Para mí, ahí reside la mitad del secreto del arte.

—¿Ya estamos otra vez? —dijo Hilda con amabilidad, pero no hubo tiempo para más explicaciones, pues en ese momento el taxi se detenía a las puertas de Kew.

Al cruzar la entrada, el señor Challis se preparó para sumergirse en una experiencia de gran intensidad emocional y, posiblemente, también sensitiva. El día era propicio. Los rayos de sol brillaban con fuerza, y una ligera brisa templaba su calidez, soplando sobre las flores marchitas o en ciernes, y transportando su aroma en distintas oleadas que peinaban la hierba. Hileras e hileras de espinos moribundos, redondeados y enormes, contrastaban con el azul divino, y montones de pétalos secos de acacia y de codeso revoloteaban perezosamente por los senderos. Los tejados de cristal de los invernaderos destellaban con el sol (salvo los que habían sido destruidos por las bombas), y las palmeras luchaban con sus hojas puntiagudas por derribar las paredes de su prisión. Parecía un día especial. De modo que él colocó con delicadeza sus dedos bajo el codo de Hilda, y la guio hacia el parque.

Había planeado conducirla poco a poco hacia algún claro apartado. Sabía de uno que en mayo se veía poblado de campanillas azules y que ahora estaría lleno de carpelos marrones ondeando al viento, escondidos entre el verde césped, al amparo de los abetos esmeralda. Se quitó el sombrero, alzó su cara al sol para que la deliciosa brisa le acariciara la frente, y siguió adelante con entusiasmo.

—No está mal —admiró Hilda echando un vistazo a su alrededor. No llevaba sombrero y sus rizos iban sujetos por una gruesa redecilla celeste—. ¡Cuánta gente hay aquí hoy!

Y en verdad la había. Miles de personas compartían las avenidas, los pardos espinos y las palmeras aprisionadas, y el señor Challis se mostró ligeramente irritado por su presencia. Tenía que andar esquivándolas todo el tiempo. Rodeando a los sonrientes grupos que se habían detenido para admirar los lirios acuáticos y a los ancianos que preferían pasear tranquilos. Mientras, los niños corrían de acá para allá delante de sus narices, y la gente leía el periódico descalza para estar más cómoda.

—¿A qué hora sale tu tren? —le preguntó Hilda por fin, retrocediendo un poco—. ¿Adónde vas con tanta prisa?

—Lo siento —respondió él, aflojando el paso y conteniendo el impulso de secarse la frente—. Quiero librarte de toda esta gente.

—Pues vas listo —respondió ella alegremente, sin dejar de mirar a su alrededor.

De hecho, aunque se habían apartado ya de los senderos principales y ahora atravesaban una extensión de terreno que descendía hasta un lago cercado por sauces llorones, aún quedaba mucha gente. Gente sentada en la hierba. Gente repanchingada bajo los árboles. Gente haciendo y recibiendo propuestas de matrimonio. Gente que proclamaba su amor a los cuatro vientos o que se amaba en silencio. Gente sentada lo bastante cerca de otra gente, pero sin verla o sin percatarse siquiera de que estaba allí, demostrando la maravillosa verdad de que «El Reino de los Cielos está dentro de nosotros»[77].

Sin embargo, el señor Challis no deseaba sentarse en medio de la hierba con Hilda y declararle su amor a veinte pies de otra pareja de enamorados, de modo que siguió avanzando a paso veloz. Sin ningún miramiento. Hilda había empezado a lanzar miraditas a la cesta de té, pero no dijo nada, pues, al fin y al cabo, la había traído él y no parecería educado hacerle ninguna insinuación al respecto. Junto a su natural impertinencia, curiosamente sabía también hacer gala de unos cuantos modales de niña buena. Con todo, le podían las ganas de merendar. A él también, suponía. De lo contrario, ¿a qué venía tanta prisa por encontrar el sitio adecuado para sentarse?

Por fin atisbaron el claro de campanillas, y lo cierto era que no estaba tan frecuentado. Se encontraba en una parte retirada de los jardines a la que se accedía por una amplia y larga avenida, musgosa, sombría y flanqueada por espléndidos árboles, demasiado apartada como para que unos pies pequeños o cansados llegasen hasta allí.

No obstante, había muchos pies en Kew aquel día que no eran pequeños ni estaban cansados. Pies grandes y fuertes enfundados en buenas botas del ejército estadounidense, cuyos propietarios paseaban mascando chicle mientras contemplaban con respeto aquellos árboles centenarios, delicados e inmensos. Al cruzarse con ellos, todos lanzaban una larga mirada de aprobación en dirección a la redecilla y las piernas de Hilda. Entretanto, el señor Challis la urgía a continuar hacia el claro de campanillas.

—Aquí —dijo por fin en voz baja, deteniéndose entre las verdes sombras y los rayos de sol. Era un espacio frondoso en el que la hierba se inclinaba por su propio peso, y se veía salpicada de diminutas vainas retorcidas, pétalos secos y microscópicos élitros de escarabajo entre las blancas raíces. Seguía habiendo varios grupos de personas, y aún se oían las risas de los soldados americanos que avanzaban por el sendero, pero al fin reinaba cierta sensación de soledad.

—Qué bonito —declaró Hilda, mirando el claro—. ¿Por qué no recogen todas esas campanillas muertas?

—Porque sirven para alimentar la tierra —le explicó—. Sentémonos. —Y abrió la cesta. Hilda lo observó, esperanzada, pero no. Lo único que sacó fue una mantita de lana Shetland de exquisita delicadeza. La desplegó y la posó en el suelo.

—Gracias —dijo Hilda, y se sentó.

—¿Puedo sentarme yo también? —le preguntó él, bajando ansiosamente la vista hacia su rostro bañado por el sol.

—Pues claro, hombre. No te vas a tomar el té de pie.

—Pero voy a estar… pegado a ti —dijo con voz vacilante, comenzando a agacharse.

—Sí, no es muy grande, pero es de una calidad excelente. —Hundió los dedos en la manta—. Mira, haz sitio ahí —señaló el hueco de aproximadamente ocho pulgadas que los separaba— y pondremos el té. —No pudo evitar lanzar una jubilosa mirada de expectación hacia la cesta abierta.

Entonces se hizo el silencio. Hilda, al ver que él captaba la indirecta, miró complacida a su alrededor, pensando en lo agradable que era sentarse un rato. Y el señor Challis, a pesar de toda su experiencia, de toda su fama y de todo su genio, clavó los ojos en ella y tragó saliva dos veces.

—Perdona —se excusó Hilda, volviendo hacia él sus ojos azules—. ¿Has dicho algo?

Aquella mirada le inundó el corazón de dolor y desolación.

—Hilda —comenzó atropelladamente, inclinándose hacia ella—. Te quiero.

—¡¿Qué?! —exclamó ella, ruborizándose—. ¿Qué has dicho? —Se quedó con la preciosa boquita abierta en un gesto de enorme confusión y sorpresa.

—Te quiero —repitió el señor Challis sin reparos, avanzando de rodillas por esas ocho pulgadas que se interponían entre ellos—. Oh, no quería decírtelo así. Tenía intención de ir paso a paso, pero no puedo… Cuando me miras así… Tus ojos son tan encantadores…

—Bueno, cálmate —le dijo en tono tranquilizador, y alargó la mano para coger la de él, acto que servía para el doble propósito de calmarlo y de mantener el statu quo de las ocho pulgadas—. Eres muy amable. Yo también te aprecio… en cierto modo. Y has sido siempre tan bueno conmigo… Aunque mamá y papá creen que es raro que nunca hayas venido a tomar el té.

—¡Me aprecias! —exclamó—. ¿Eso es todo? Yo te amo, por el amor de Dios. ¡Te amo!

—Sí, ya lo he oído la primera vez, Marco. —Hilda estaba acostumbrada a lidiar con ese tipo de situaciones y sabía por experiencia que una actitud firme, como la de una enfermera, solía funcionar en los casos más violentos y desagradables. Por el contrario, los más agradables solían extasiarse tanto porque sus besos fueran correspondidos que pasaban por alto esas fervorosas declaraciones de amor que ella (al menos hasta el pasado miércoles por la noche, a las diez menos cuarto) nunca se había sentido tentada a hacer. Ahora se percataba de que la actitud hospitalaria no iba a funcionar con el pobre Marco.

—¿No te das cuenta de lo que eso significa? —Apoyó la mano en la rodilla de Hilda, y esta desvió la mirada con un contundente: «¡No!»—. Te quiero, en cuerpo y alma —continuó él, retirando la mano y ruborizándose sensiblemente como un niño—. Quiero llevarte conmigo a lugares remotos y maravillosos. A tierras extrañas. A Sudamérica. Podríamos ser tan felices juntos… Te daría todo lo que quisieras.

—Siempre has sido muy amable —lo interrumpió Hilda con firmeza—, pero mejor no. Eres muy generoso, de verdad —añadió, bastante afligida por el aspecto acongojado que él le ofrecía en ese momento—. Pero ¿qué sentido tiene continuar con esto cuando yo… eh… cuando yo no siento lo mismo por ti? La cuestión es que… Yo no siento eso por nadie. —Hizo una pausa—. Por nadie —repitió, como para convencerse a sí misma.

—Escucha —él la cortó con su tono bajo y persuasivo—. Esto te ha pillado por sorpresa, ya lo veo… Lo siento… Estaba equivocado… Creí que debías de saber más o menos lo que siento por ti desde hacía meses. Solo piénsalo. No descartes la idea de golpe. ¡Oh, Dafne! —le imploró—. No me rechaces. ¡Por el amor de Dios! ¡Dame una oportunidad!

En ese momento tuvo lugar una interrupción. Una pequeña figura vestida de gris venía hacia ellos saltando por el césped, haciendo aspavientos con los brazos, seguida con menos premura de otra femenina más robusta y de menor estatura, que portaba un vestido rosa. Y en el aire, a medida que se aproximaban al señor Challis y a Hilda esbozando sonrisas de excitación y de placer, resonaban sus agudos chillidos:

—¡Abuelo! ¡Abuelo! ¡Somos nosotros! ¡Abuelo!