Capítulo 27
A la tarde siguiente, Margaret fue al Westwood de Brockdale. Tenía la sensación de que habían pasado siglos desde la última vez que había estado allí, pero todo parecía haber ido bien en su ausencia, salvo que el semblante de Dick delataba preocupación e irritabilidad. Reservó estas señales para Margaret, por supuesto, y no las mostró demasiado a las claras ante Linda. Pero cuando la niña se hubo acostado y él y Margaret se pusieron a fregar los platos, se volvió tan taciturno y callado que ella empezó a sentir que debía hacer algún comentario, de modo que, al fin, soltó de forma abrupta:
—¿Estás disgustado conmigo por algo?
—Por supuesto que no. ¿Por qué iba a estarlo? Eres la bondad personificada.
—Oh… Está bien, solo quería asegurarme.
Dick esbozó una leve sonrisa pero no dijo nada más y, poco después, se entregó al periódico de la tarde. Margaret tenía que remendar algunas prendas de Linda, y se sentó frente a él. Estaban en el saloncito, que daba al jardín, y allí perduraba un vivo resplandor que empezaba a difuminarse en el cielo, pero cuya claridad aún les permitía leer y coser. Margaret se sentía inquieta e incómoda. Estaba segura de que ocurría algo. Poco a poco, ciertas suposiciones de tipo romántico le fueron llenando la cabeza, y comenzó a sentirse avergonzada. Un ardiente y doloroso rubor le subió a las mejillas. Las manos le sudaban y el corazón le latía con fuerza. «Dentro de un cuarto de hora, me iré a casa —pensó—. Tengo que corregir un montón de cuadernos. Me esperaré hasta las noticias de las nueve».
En ese momento, sintió los ojos de Dick clavados en ella y, al no poder soportarlo más, alzó la vista y se lo encontró mirándola con aire ceñudo. Entonces sonrió de inmediato y dejó a un lado el periódico.
—Tú no estás comprometida, ¿verdad? —le preguntó.
El corazón le dio un vuelco. Pero ¿qué estaba pasando? Meneó la cabeza y contestó con la torpeza de una colegiala:
—No, mala suerte. —Sus manos empezaron a temblar tanto que tuvo que dejar de coser y fingir que estaba buscando las tijeras.
—Es una lástima. Serías una gran esposa.
—Oh, ¿lo dices en serio? —dejó escapar con un hilillo de voz.
—¿No te gusta la idea? ¿O es que acaso no has encontrado a la persona adecuada? ¿Es eso?
—Creo que sí —dijo, logrando recuperar la compostura e incluso sonreír. Él no le devolvió la sonrisa, sino que continuó observándola sombrío y con mirada de abatimiento. Margaret echó un vistazo al reloj de la pared—: ¡Vaya, van a dar las nueve, voy a encenderla! —exclamó, dirigiéndose al aparato de radio y ajustando el dial. Las campanadas del Big Ben empezaron a sonar en la distancia.
—Si no te importa, creo que no me voy a quedar a escucharla, Dick. Tengo montañas de ejercicios que corregir esta noche —dijo mientras dejaba a un lado las prendas de Linda.
—Como quieras —contestó él en tono sorprendido, o más bien malhumorado. De modo que ella subió a buscar su abrigo.
—¿Margaret? —Oyó la voz de Linda a través de una puerta abierta.
—Sí, cariño. ¿Qué te ocurre? ¿No puedes dormir? —Entró en la habitación, que estaba con las cortinas echadas y se encontraba sumida en el suave rescoldo del crepúsculo, y se inclinó sobre la cama. La extraña carita de Linda miraba plácidamente hacia arriba desde la almohada, y una mano fue en busca de la suya.
—Linda tiene frío, Margaret.
—Pobrecita mía, Margaret lo arreglará en seguida. Creíamos que dos mantas no iban a ser suficientes, ¿verdad? Margaret te va a echar otra. ¿Mejor así?
—Margaret lo ha arreglado —dijo Linda. Metió los brazos poco proporcionados bajo las mantas, y luego sonrió, mostrando sus diminutos dientes, afilados y blancos como los de un cachorrillo. Margaret la miró, presa de un repentino arrebato de lástima. Se hallaba ante varios de los elementos que constituían la auténtica belleza: el pelo negro y fino, carnes prietas y una piel suave. Sin embargo, tras estos elementos no había una mente que ejerciera un adecuado control sobre ellos. Solo existía una fuerza atrofiada que se expresaba a través de la deformidad. Al recordar a Claudia, Emma y Dickon, cuyas vivas miradas reflejaban la rapidez de sus mentes, ¿cómo reprimir un leve escalofrío de compasión por Linda? Cuando se inclinó sobre la niña para darle un beso de buenas noches, un pensamiento perturbador pasó por su mente: «Los caminos de Dios son inescrutables», pero lo apartó con firmeza, pues sintió que ya tenía bastantes problemas en su vida como para ponerse a pensar ahora en Dios.
Al bajar, se encontró a Dick esperando en el recibidor.
—Te acompaño a la estación —dijo—. Voy a subir a decirle a Linda que nos vamos.
—No hace falta que te molestes, Dick, en serio.
—Me apetece dar un paseo —le contestó él.
Mientras lo esperaba, su sentimiento de vergüenza y sus temores se renovaron. ¿Iba a confesarle que la amaba? ¿Iba a pedirle quizá que se casara con él? «¿Y qué voy a decirle si lo hace?», pensó.
—¿Lista? —le preguntó Dick—. Estará bien, no te preocupes. Ya casi se ha quedado dormida.
En la calle, ancha, silenciosa y sombreada, las masas de flores marchitas de los espinos se alzaban contra el cielo crepuscular, y bajo los pies de Margaret crujían los pétalos que habían caído de las acacias. Los oscuros setos y los arbustos despedían ráfagas de calor, y el aire iba cargado de aromas sutiles y deliciosos.
Caminaron en silencio. Margaret estaba deseando llegar a la estación lo antes posible sin que él se le declarara, pero sabía que si no le decía nada, sentiría una amarga decepción. Dick, sin embargo, continuaba caminando a su lado en silencio, con la cabeza gacha y las manos embutidas en los bolsillos. Ella también iba callada, aunque se sentía en la obligación de decir algo ya que, de lo contrario, él podría encontrar este silencio mutuo muy extraño y tal vez alentador.
—¿Vas a venir mañana por la tarde? —le preguntó Dick por fin.
—Por supuesto, a menos que prefieras que no lo haga. Me refiero a que había dado por hecho que debía seguir viniendo todas las tardes hasta que la señora Coates volviera. ¿Cómo está, por cierto?
—Más o menos igual.
Margaret no volvió a pronunciar palabra y, al cabo de pocos minutos, llegaron a la estación. Él la acompañó hasta el interior del edificio, le compró un billete y luego vaciló un momento, con la mirada perdida en la distancia y, al parecer, sin intención de marcharse.
—En fin, buenas noches —dijo ella sonriendo. El peligro había pasado y, sin embargo, se sentía decepcionada. Al levantar la vista hacia su fina cara, cuyo ardor juvenil se había visto eclipsado por el sufrimiento, supo que no le resultaría difícil amarlo.
—Buenas noches —dijo de pronto—. Mañana nos vemos.
Hizo un leve gesto de despedida y se alejó. Margaret bajó al metro y, durante el camino de vuelta a Highgate, pensó seriamente en los deberes, las responsabilidades y los sacrificios que implicarían casarse con un hombre divorciado que tenía una hija retrasada. «Una cosa es segura —pensó sincerándose consigo misma mientras subía la calle hacia su casa—: no me importaría en absoluto que me besara».
A la tarde siguiente, cuando llegó al Westwood de Brockdale, se encontró con que Dick estaba del mismo humor que la tarde anterior. Tanto era así que, después de cenar, Margaret le anunció su intención de acostar a Linda en lugar de dejar que la niña lo hiciera sola, como ya había aprendido a hacer, porque sentía que no podría soportar estar sentada abajo en un silencio tan elocuente hasta que llegara la hora de irse a su casa. De hacerlo, parecería que le estaba dando una oportunidad… Pero, al mismo tiempo, si se escondía arriba con Linda, ¿no se sentiría igualmente alentado por tal timidez y asumiría que lo amaba? «Ay, Dios —pensó—. Ojalá tuviera más experiencia con los hombres».
Sin embargo, Dick no hizo amago de llamarla para que bajara, aunque ella se entretuvo hasta cerca de las ocho y media. Se quedó riendo con Linda, supervisando su aseo y alabando los progresos que había hecho al aprender a valerse por sí misma. Abajo reinaba el silencio más absoluto. Al parecer, él estaba leyendo los tres periódicos vespertinos como siempre, y Margaret empezaba a preguntarse si la noche acabaría más relajadamente de lo que había esperado. Entonces oyó que él la llamaba a los pies de la escalera:
—¿Margaret? ¡Las noticias!
—¡Muy bien, ya voy! —contestó.
Bajó recordando que, de los tres matrimonios que había tenido la oportunidad de analizar durante ese año, el de sus padres, el de los Challis y el de los Niland, dos de ellos no eran felices. Cierto que los Wilson sí que parecían serlo, pero eso se debía únicamente a que ellos eran demasiado vulgares para poder ser otra cosa, y Zita le había dicho en tono desdeñoso que Hebe y el señor Niland volvían a ser unos tortolitos, pero que no durarían mucho. Y Margaret temía que llevara razón. «¡Oh, el matrimonio es el compromiso más solemne e importante que una mujer puede contraer en la vida!».
—¿Esta noche vas a irte temprano a casa? —le preguntó Dick, con el semblante más mohíno que nunca.
—No lo había pensado —balbuceó.
—Me preguntaba si tendrías trabajo que hacer otra vez. No quiero que te entretengas aquí si estás ocupada, solo es eso.
—Yo siempre estoy ocupada, Dick, pero me gustaría quedarme si es lo que quieres —fue lo que contestó ella, apabullada.
—Ah… No sé. Iba a acostarme temprano. Hoy he tenido un día de perros. Te acompañaré a la estación, si te parece. No quiero que pierdas el tiempo.
Temblando y, para entonces, un poco indignada, Margaret lo estuvo esperando mientras él subía a darle las buenas noches a Linda. Luego se pusieron en camino juntos como la noche anterior, en completo silencio. El instinto de Margaret la instaba a exigirle una explicación —«suéltalo»—, a preguntarle qué demonios ocurría y qué había hecho, pero un instinto más prudente, heredado tal vez de una antepasada suya muy sensible, la convenció de que debía contener este violento impulso y permanecer en silencio, imprimiendo a su rostro la expresión más relajada posible. El corazón le latía con fuerza, y su instinto le decía que la situación estaba llegando a su clímax.
Tenían que atravesar una calle tranquila, en cuyos hogares se estaban escuchando las noticias de las nueve y cuyos exuberantes codesos en flor junto con los frondosos y oscuros setos formaban huecos sombríos en donde los amantes podían rezagarse sin ser vistos. Casi habían llegado al final de esta calle cuando Dick le puso una mano en el brazo, la condujo hasta las sombras, la rodeó con sus brazos y la besó apasionadamente. Al principio estaba demasiado sorprendida para devolverle el beso, y su primera impresión fue de extrañeza, pero al final, cuando empezó a besarlo a su vez con ternura, él murmuró algo sobre que era «una buena chica» y la soltó. Margaret temblaba y era incapaz de hablar. Se limitó a mirar en silencio la cara sonrojada de Dick, que se hallaba casi al mismo nivel que la suya.
—Vamos —profirió al fin, y se apartó, añadiendo un comentario que ella no llegó a oír del todo bien. Margaret apretó el paso para alcanzarlo, con el recuerdo del sabor de sus labios tan presente que no podía pensar con claridad. Aunque, poco a poco, empezó a preguntarse si no iba a añadir nada más, y, cuando estaba armándose de valor para decirle algo, se dio cuenta de que a él ya no le quedaba tiempo para decirle nada, pues habían llegado a la estación. Dick se le acercó con el billete. Parecía enfermo y tenía el pelo, que ya empezaba a clarear, alborotado, como si hubiera estado frotándose la cabeza.
—Aquí tienes —dijo, entregándole el billete y sonriendo a duras penas—. Esto… Si vienes mañana, llámame antes. Sobre las seis, ¿de acuerdo?
—Sí, claro. Pero ¿por qué…?
—Tú llámame y ya está, ¿de acuerdo? Entonces, te lo explicaré.
Le dio un beso rápido, tierno y amistoso. Luego pareció estar a punto de decir algo, pero cambió de parecer y se dio media vuelta.
Una vez más, Margaret fue bajando lentamente la escalera y, esta vez, sus pensamientos fueron más serios si cabe. La amaba, de eso ya no cabía duda, y la tarde siguiente, cuando lo llamara, le pediría que se casara con él. No le gustaba la idea de tener una conversación tan trascendente por teléfono, pero Dick era un hombre raro, irritable y temperamental a pesar de su buen corazón, y estaba dispuesta a ceder ante él porque su vida había sido amarga y difícil. Aquel pensamiento le resultaba incluso dulce.
«Voy a decirle que sí —pensó, mientras iba en el tren con la mirada perdida en el atardecer—. Seguramente tendré que dejar de lado mis nuevos intereses, al menos por un tiempo. Nada de ir a mi propio Westwood ni de verlo a él (se desconcertó un poco al darse cuenta de que seguía pensando en Gerard Challis como en él) o hacer lo que me plazca en mi tiempo libre. Solo cuidar de Dick y de Linda y tener la casita limpia (tendrán que salir muchas cosas de allí porque la verdad es que no puedo vivir con todo eso. Toda esa belleza almibarada me asfixiaría). Pero tendré amor. Dick me quiere y yo estoy empezando a quererlo. —Le vino a la mente el recuerdo de su cara cansada, y sonrió llena de ternura, sola en el vagón. La felicidad comenzó a anidar en su corazón de camino a casa, hacia donde se dirigía con paso liviano—. No le diré ni una palabra a mi madre hasta que él me regale el anillo —pensó—. Y no dejaré que me compre uno caro. Me gustaría algo muy sencillo y antiguo».
Al día siguiente por la tarde, a las seis en punto, con el corazón que se le salía del pecho y la boca seca, descolgó el auricular en el recibidor de su casa y marcó el número del Westwood de Brockdale. Su madre había ido a pasar el día con unas amigas fuera de Londres y su padre no llegaría hasta tarde, de modo que no había posibilidad de que la interrumpieran.
Esperó mientras las llamadas sonaban una tras otra en la silenciosa casa, fresca y soleada, situada a cinco millas de allí. Su propio hogar tenía el mismo aspecto sosegado que proporciona el verano, y por su mente pasó el vago pensamiento de que tal vez aquella fuera la última vez que veía el recibidor, la silla y la escalera como una mujer soltera. Se preguntaba si todo le parecería diferente una vez se hubieran pronunciado aquellas palabras tan extrañas y transformadoras.
De pronto, el teléfono dejó de dar llamadas.
—¿Diga? —contestó una voz de mujer, esmerada y dulce—. ¿Quién es?
—¿Podría hablar con el señor Fletcher? —contestó Margaret, extrañada de que no fuera el mismo Dick quien hubiera cogido el teléfono. ¿Quién sería?
—Me temo que no se encuentra en casa. ¿Quién lo llama, por favor?
—La señorita Steggles —respondió Margaret, cada vez más desconcertada y abatida—. ¿A qué hora volverá?
—¡Oh, señorita Steggles! ¡Margaret! Perdóname por tomarme tantas confianzas, por favor, pero es que estoy acostumbrada a oír a Dick llamarte así. Gracias por llamar. ¿Era por lo de venir esta tarde? Porque tengo buenas noticias para ti. ¡Ya he vuelto!
—Entonces, usted… ¿Usted es…?
—¡A… já! —La voz parecía asentir llena de dicha—. Soy la señora Coates… Elsie. Volví esta tarde a tiempo para el té. Bastante recuperada y agradecida de corazón por que hayas hecho todo el trabajo sucio mientras yo estaba postrada en aquella cama.
—Me alegro mucho —contestó Margaret, mordiéndose el labio mientras los ojos se le inundaban de lágrimas. Al segundo notó que esas mismas lágrimas le estaban resbalando por las manos, que agarraban el auricular—. ¿Seguro que se encuentra recuperada del todo?
—Entre tú y yo, mejor que nunca, querida. Además, Dick y yo tenemos otra noticia que darte. Él ha tenido que salir de improviso a cubrir una noticia, pero sé que no le importará que te lo cuente… ¡Adivina!
—No tengo la más remota idea —consiguió contestar Margaret.
—¡Vamos a ca-sar-nos! —dijo la señora Coates en tono cantarín—. ¿No es emocionante? El mes que viene. Una boda muy discreta, por supuesto. Pero no sé cómo me las voy a apañar para prepararlo todo, por mucho que estemos en tiempos de escasez.
—Me alegro muchísimo, señora Coates.
—¡Elsie, por favor!
—Muy bien, Elsie. Será maravilloso para Linda tener… Tener… —No pudo continuar.
—¿Estás resfriada? —le preguntó dulcemente la señora Coates—. Ahora hay muchos de esos resfriados de verano tan fastidiosos, ¿verdad? Esta mañana creí que me había levantado con uno, pero después parece que se me quitó. Bueno, debo irme y empezar a prepararle la cena a mi futuro maridito. Adiós, Margaret. Le diré que has llamado. Y un millón de gracias por haber sido tan amable mientras he estado fuera. Tienes que venir a vernos muy pronto. Adiós.
—Adiós —contestó Margaret, y lentamente volvió a colocar el auricular en su sitio. Luego se hundió en los escalones, haciendo caso omiso del sitio donde estaba, y estalló en un llanto incontrolable y desgarrado, al tiempo que la humillación, las esperanzas frustradas y la rabia se abrían paso en ella.
Estuvo casi una hora retorciéndose entre sollozos. De repente, se sobresaltó al oír el sonido de la llave en la puerta y levantó la cara, devastada, hacia su madre, que se quedó plantada mientras la miraba llena de asombro.
—Pero… ¿Qué demonios te pasa? ¿Estás enferma? —exclamó la señora Steggles, acudiendo en su ayuda.
Margaret sacudió la cabeza y se puso en pie tambaleándose.
—No, estoy bien. Lo siento. Soy una estúpida. Me han dado una mala noticia, eso es todo. —Se sonó la nariz.
—¿Te han despedido?
—Oh, no, madre —dijo, riendo como una histérica—. De verdad, estoy bien. Solo necesito estar sola.
—Bueno, de todas formas, vamos a cerrar la puerta. No queremos que los vecinos lo vean todo —dijo la señora Steggles, lanzándole una mirada cargada de ansiedad mientras ejecutaba su propia sugerencia—. No espero que me cuentes lo que te pasa, pero eso no quita para que te tomes una taza de té. Yo voy a tomarme una, y a ti te sentará bien.
—Mejor me vendría un whisky doble —fue la respuesta de Margaret, absurda, pensó, incluso en plena aflicción. Por eso no se sorprendió de que su madre le soltara un brusco:
—No digas tonterías, Margaret. ¿Y adónde vas ahora? —la reprendió cuando empezaba a subir la escalera.
—Solo voy a refrescarme los ojos.
—Eso lo puedes hacer en la cocina. Venga, baja.
Mientras Margaret permanecía sentada con la cabeza entre las manos, la señora Steggles fue de acá para allá. Dejó su abrigo de verano y su sombrero tirados de cualquier modo, preparó el té y lo sirvió. Luego se sentó frente a Margaret a la mesa, y le puso una taza delante.
—Bébete eso —dijo, y empezó a beberse el suyo. Al momento, Margaret se puso a dar temblorosos sorbos a su té y, durante un rato, se hizo el silencio entre ellas. El sol inundaba la cocina y, al otro lado de la ventana, otorgaba al jardincito un aspecto onírico.
Margaret tenía los ojos irritados y un ligero dolor de cabeza. Se bebió el té con los ojos cerrados e intentó no pensar en nada, pero, poco después, la voz de su madre irrumpió de pronto en el vacío que estaba esforzándose por crear.
—¡Si vieras lo que pareces ahí sentada, como un bebé gigante haciendo pucheros! Con lo guapa que se te veía últimamente y ya lo has tenido que echar todo a perder, so tonta.
—Yo no tengo nada de guapa. —Y las lágrimas empezaron a brotar de nuevo.
—Antes no, pero últimamente tenías mucho mejor aspecto. A algunas chicas les pasa. ¿Quieres una galleta?
—Gracias, madre —dijo Margaret en tono sumiso.
La señora Steggles le dio una galleta y un beso furtivo en la mejilla, que hizo que Margaret se girara hacia ella con un gesto confiado.
—Madre, siento seguir así. No es nada serio, así que no te preocupes. Ya me encuentro mejor. Es solo que creía que Dick Fletcher quería casarse conmigo, y me he enterado de que va a casarse con la señora Coates.
—¡Te lo dije! —gritó la señora Steggles—. ¿No lo he dicho siempre?
La verdad es que lo había hecho, y el desprecio que Margaret sentía por sus pronósticos «vulgares» había impedido que se diera cuenta de que, en nueve de cada diez casos, estos se basaban en experiencias extraídas de la rutina y en un conocimiento de la «vulgar» naturaleza humana. Margaret emitió un hondo suspiro y comenzó a relatarle lo que había ocurrido. El dolor no le había calado tan hondo como para querer guardárselo para sí, y hasta se le ocurrió que su madre podría darle algún consejo útil y reconfortante. Se hallaba sumida como en un nuevo estado de ánimo más humilde, que su madre había propiciado al demostrar que tenía toda la razón del mundo sobre la señora Coates.
Así pues, la señora Steggles oyó la historia casi en silencio, mojando de vez en cuando una galleta en el té, mientras miraba pensativa la mesa de la cocina. Se sabía secretamente triunfadora por haber conseguido que Margaret, después de todo, se estuviera abriendo a ella, y también sentía una pena irritante, mezclada con afecto, por esta hija suya tan intelectual y que tenía unos amigos tan listos pero que, con todo, no conseguía cazar un marido.
—Tu problema, Margaret, es que te tomas las cosas demasiado en serio —resolvió con decisión cuando el breve relato hubo terminado—. Los hombres no siempre quieren casarse con una chica cuando la besan. Deberían, pero no lo hacen, qué le vamos a hacer. A mí me besaron dos hombres antes de que tu padre me propusiera matrimonio.
—¿De verdad, madre? —Margaret estaba demasiado abatida para recordarle a su madre lo seriamente que ella se había tomado las atenciones de Frank Kennett.
—Pues sí, Margaret —dijo la señora Steggles, muy seca, empezando a recoger las tazas—. Era muy guapa, que lo sepas.
—Y lo sigues siendo, madre. Lo que pasa es que no pareces feliz.
—No tengo muchos motivos para serlo, ¿no crees? Reg se ha ido y no sabemos si volverá algún día. Tú vas a tu aire, y tu padre… —No terminó la frase, sino que se dirigió al fregadero y empezó a enjuagar las tazas.
—Entonces, ¿por qué crees que me besó?
—Eres joven. Además, has sido muy amable con él. Supongo que se sentía agradecido y un poco avergonzado porque no te había dicho que ella volvía hoy mismo.
—¡Oh! ¿Crees que lo sabía?
—¿Saberlo? Pues claro que lo sabía, pero no se atrevería a decírtelo.
—¿Crees que tenía la intención de casarse con ella desde el principio?
—No creo que supiera muy bien lo que quería, Margaret, y ella decidió por él. O… a lo mejor ya había algo antes. Tal vez sea una mala mujer. No lo sé. En cualquier caso, me parece a mí que no vamos a volver a verle el pelo. Esa es de las que no los sueltan. Sabe bien lo que le conviene.
Margaret se estremeció. Era horrible pensar que esa naturaleza afable y cariñosa, de la que ella había percibido un mero atisbo, pudiera convertirse en una cautiva por culpa de sus propias ansias de afecto. Sería terrible que tuviera que permanecer bajo una incesante supervisión. «Pero quizá a él le merezca la pena —pensó—. Si ella es muy femenina y amable (y siempre y cuando él no intente mantener otra vida paralela), hará feliz al pobre Dick. Soy una egoísta. Debería desear que él fuese feliz, sin importar cómo. No es que estuviera enamorada, la verdad. Es solo que no me he recuperado todavía de la forma en que me besó y, de algún modo, todo esto ha supuesto para mí una enorme decepción».
Se levantó de la mesa y empezó a ayudar a su madre, una vez consolada con su brusca amabilidad. Y, sin embargo, ¡qué terrible le parecía que su madre aprobara tácitamente que la señora Coates le hubiera echado el guante a Dick! Aquella era la vida que ella podría haberle hecho vivir a su propio marido de haber podido y, cuando vio que otra mujer lo estaba haciendo, admiró su éxito a regañadientes.
—Los hombres son así —soltó la señora Steggles de pronto—. Tienen poca voluntad. Ya te acostumbrarás.
—¿Te refieres a todos los hombres?
—A todos cuando hay una cara bonita de por medio. Si no, es que hay algo raro… Son religiosos, o peor aún. ¿Qué vas a hacer esta tarde?
—Pues no lo había pensado —dijo Margaret dando un suspiro.
—¿Por qué no llamas a Hilda? Hace siglos que no os veis.
—Esta tarde no me apetece ver a Hilda. Creo que prepararé la clase de mañana y me acostaré temprano.
Cuando por fin estuvo a solas, con los libros abiertos encima de la mesa, la luz de la tarde entrando suavemente por la ventana y la fragancia de la madreselva de su tocador perfumando la habitación, experimentó con tanta intensidad ese alivio que nos sobreviene al escapar de los seres humanos y de sus intrigas que se preguntó muy seriamente si acabaría siendo una ermitaña. «Las flores, la soledad y la Naturaleza nunca te fallan —pensó—. Nunca te piden nada a cambio y siempre te consuelan».
Pasó la tarde preparando la clase que debía impartir al día siguiente, y pensando en lo que había perdido. El amor de Dick. La oportunidad de querer a Linda y de ir fortaleciendo poco a poco su cuerpo y su mente. Una casa, y tal vez hijos propios. «Pero, después de todo, no lo amaba —admitió al fin—, y quizá la señora Coates sí lo haga. De modo que está bien que sea ella, y no yo, quien disfrute de todas esas cosas».