Capítulo 2
La ciudad de Lukeborough, a la que Margaret regresó al cabo de unos días, estaba situada en Bedfordshire.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, Lukeborough contaba con una población de setenta y tantos mil habitantes, y era menor que Northampton aunque mayor que Luton, sus vecinas del norte y del sur respectivamente, y las poblaciones más cercanas con las que se la podía comparar. Los evacuados de Londres y los trabajadores reclutados en las Midlands y el norte para trabajar en las nuevas fábricas habían aumentado este número hasta cerca de ochenta mil para el cuarto año de la guerra, y su fealdad y monotonía naturales se habían visto incrementadas por la superpoblación de sus calles, tiendas y salas de cine y por una escasez crónica de esas pequeñas delicadezas que hacen la vida un poco más llevadera en tiempos de guerra. Como resultado, las personas que residían en Lukeborough antes de la Segunda Guerra Mundial no sentían ninguna simpatía por los recién llegados, y estos últimos juraban que aquel era un lugar dejado de la mano de Dios y no veían el momento de salir huyendo de allí.
El crecimiento de Lukeborough durante los últimos cuarenta años se había debido por completo al comercio. Todos los edificios nuevos eran fábricas monstruosamente grandes, aunque también construyeron montones de hileras de casitas minúsculas, todas iguales y aburridas, para alojar a los trabajadores. Ni siquiera había en la ciudad un centro dotado de tiendas elegantes, o con algo de sabor local, pues en realidad aquel era apenas un pueblucho de fuerte tradición disidente[1], que había ido creciendo desordenadamente, y que solo había conservado en recuerdo a sus orígenes un par de casas revestidas de listones de madera en High Street, convertidas en cafés y locutorios, y el Corn Exchange, un enorme edificio originario del año 1882, concebido para albergar el mercado de grano. El cielo solía estar gris cinco de los siete días de la semana y, cuando lucía azul, solo llegaba a provocar un atisbo de belleza, una especie de añoranza dolorosa, en los corazones de los pocos románticos de la ciudad que se atrevían a levantar la vista de aquellas casitas bajas y humildes y de esas calles nada pintorescas hacia el cielo turquesa, claro y etéreo.
Sin embargo, aunque nueve de cada diez habitantes de Lukeborough tendían a mostrarse con frecuencia enojados y a la defensiva, esto no significaba que estuvieran del todo descontentos con su suerte y suspiraran por convertir Lukeborough en la Atenas de North Bed-fordshire, haciendo ostentación de refinadas mansiones de cemento con lujosos jardines donde el orgullo cívico creciera como las flores. Se conformaban humildemente con que los autobuses circularan con regularidad, con que la luz eléctrica y el gas funcionasen correctamente, con que las calles estuvieran medio limpias y con qué actualizaran de vez en cuando las películas del Roxy o del Lukeborough Plaza. Y si los evacuados y los obreros desaparecieran de la noche a la mañana, entonces su felicidad sería completa. Lo cierto es que la vida transcurría a cámara lenta en Lukeborough. Aunque nos enorgullece poder percibir romance y belleza en el más común de los escenarios, nos vemos obligados a admitir que sus calles estaban casi siempre cubiertas de una fina pasta grasienta que no llegaba a ser lodo, que el aire era calmo y bochornoso y que el terreno apenas se elevaba media pulgada cada quinientas yardas de un extremo a otro de la ciudad.
Cuando Margaret salió de la estación, comprobó que hacía una típica tarde de Lukeborough, gris y húmeda. Sumida en sus pensamientos, caminó hasta el final de la calle para coger el autobús. Eran exactamente las tres y media de la tarde. Llegaría a casa —situada a las afueras de la ciudad— a las cuatro en punto, justo para la hora del té.
Aún tenía la cabeza repleta de las imágenes y estampas de Londres, y se sentía medio obnubilada. Ya había estado antes en la capital, pero esta era la primera vez que había podido pasear por sus calles ella sola y dejar que su hechizo la cautivara. Se había quedado media hora en el Chelsea Embankment y había contemplado el río correr con fuerza más allá de la colosal Battersea Power Station, el único edificio moderno de Londres que era un poco pasable; había visto las hileras de casas derruidas con sus ventanas tachonadas de papel negro y la madera carbonizada de los umbrales del Soho, hasta el punto de que todo el barrio parecía forrado en satén negro. Había estado vagando por la ciudad día tras día durante una semana entera, buscando una casa para sus padres, cumpliendo concienzudamente la misión para la que había sido enviada a Londres, pero también había soñado y había dejado que su imaginación se alimentase con algo distinto y desconocido. Londres la había cambiado. La certeza de que regresaría al cabo de unas pocas semanas, de que viviría allí, en aquella ciudad extraña y fascinante, la llenaba de una alegría que le costaba mucho reprimir.
El autobús acababa de entrar en una calle flanqueada por casitas unifamiliares de ladrillo rojo que se erguían al fondo de largos y estrechos jardines. Se bajó en la primera parada.
Las casas, de tres pisos y reciente construcción, detentaban nombres como Coombe Dene, Wycombe y Fiona. Margaret empujó la cancela de una ante cuyo umbral había un cartelito que rezaba «Ilsa» y recorrió el pequeño camino de acceso a la vivienda. Las ventanas estaban cubiertas por cortinas de color amarillo claro, cruzadas y de extremos recargados, y el escalón de la entrada era tan blanco como el de la casa de Hilda, así como los adornos metálicos de la puerta, que estaban igual de relucientes. Crisantemos amarillos crecían en los estrechos arriates a ambos lados de la senda y el césped estaba cortado con esmero. Más allá de la casa, se extendían campos llanos, sembrados de olmos y casas desperdigadas. Desde allí se veía la carretera que conducía directamente a Northampton, un ejemplo excelente de las urbanizaciones que iban surgiendo a lo largo de las nuevas vías de circulación.
Tocó el timbre y, a los pocos segundos, su madre le abrió la puerta.
—Oh, querida, sabía que eras tú —dijo, y le dio a su hija un beso fugaz—. Entra y cierra la puerta; la humedad hace que el linóleo parezca tan apagado…, y eso que lo he encerado esta mañana. Bueno, espero que nos hayas encontrado un buen sitio; no nos dijiste mucho en la carta. Será mejor que subas y dejes tus cosas; el té está casi listo. Reg llegará después de las cinco, vuelve a tener dos días libres. Es estupendo tenerlo aquí de nuevo, claro, aunque ya podrían avisar con más antelación… Acabo de mandar a lavar el edredón y la señora Burrows y yo íbamos a arreglar su habitación mañana, pero qué se le va a hacer. ¡Margaret!, creo que se te ha caído esto.
Margaret bajó las escaleras para coger el guante que su madre le tendía.
—No creo que las vacaciones te hayan sentado muy bien que se diga; pareces medio dormida, hija —dijo la señora Steggles, lanzándole una mirada incisiva y algo asqueada—. Me apuesto a que te has pasado la mitad de las noches charlando con Hilda. En fin, date prisa y aséate. Estoy deseando tomarme el té y que me cuentes todo todito sobre la casa. No sé cómo vamos a empaquetar y tenerlo todo preparado en tres semanas, pero bueno, si hay que hacerlo se hará. No dejes todo el baño revuelto, querida, lo he limpiado esta mañana.
Margaret subió al piso de arriba y la señora Steggles se metió corriendo en el comedor, donde había una pequeña estufa eléctrica con una sola resistencia encendida. El té ya estaba listo. La habitación estaba decorada con colores fríos y claros, y el mobiliario, de madera pálida y angulosa, daba una sensación de cierta escasez e inconsistencia. Todos los objetos, desde las cortinas de volantes hasta la cubretetera amarilla, estaban exquisitamente limpios. Un ligero olor a cera y a té recién hecho flotaba en el aire. La señora Steggles se sentó presidiendo la mesa y miró por la ventana mientras aguardaba a que su hija bajase. El rictus de preocupación fue desapareciendo de su cara, dejando entrever que una vez había sido de una belleza inusual, aunque ahora su tez estuviera estropeada por el matiz rojizo de la madurez y su abundante cabello moreno se hubiera tornado rígido y se le pegara indecorosamente a la cabeza. Tenía los dientes postizos y el talle enjuto y prieto. Profundas arrugas de preocupación le surcaban las comisuras de la boca y la frente. Sus enormes ojos marrones tenían un deje de suspicacia y, cuando se sentaba tranquila como ahora, de tristeza. Su prominente boca, como la de Margaret, parecía malhumorada y su voz, crispada. Eran una boca y una voz que escondían rabia, más que mera irritabilidad. Llevaba una blusa clara de raso con un elaborado cuello de encaje y una falda oscura y, aunque tenía las manos estropeadas de tanto fregar, se notaba que se había esforzado por mantenerlas tersas.
Margaret entró, retirándose el pelo de la frente. Tenía las orejas diminutas, las cejas finas y oscuras y los tobillos delgados. Todas ellas, bellezas menores e insuficientes por sí mismas para hacer a una mujer atractiva.
—Supongo que querrás té —dijo la señora Steggles, vertiendo la tetera sobre la taza—. ¿Iba muy lleno el tren? He recibido una carta de la señora Miller esta mañana; decía que el viaje de vuelta había sido horrible, tuvieron que levantarse cada dos por tres porque Ella tenía ganas de vomitar. Confío en que no nos pase lo mismo cuando vayamos nosotros… Bueno, cuéntame lo de la casa. ¿Dices que está cerca de la de Hilda?
—Sí, dos calles más allá. La casa es del mismo estilo. Hay una colina detrás…
—¡Ay, querida, espero que no estemos muy a la vista de todo el mundo!
—Está rodeada de colinas, madre, así que tendremos que acostumbrarnos. Hilda insistió en que os dijera que el fregadero está debajo de la ventana.
La señora Steggles asintió.
—Y dices que van a acabar el techo para finales de esta semana, ¿no? ¿Las habitaciones son mucho más pequeñas que estas?
—Dijeron que lo intentarían… No, más o menos del mismo tamaño. La señora Wilson ha sido muy amable, madre. Prometió pasar por allí todos los días para ver cómo iban las obras.
—Sí, qué amable por su parte… ¿Cómo está? ¿Hilda va a comprometerse ya?
—Está muy bien. Y no, no lo creo; al menos, no me ha dicho nada…
—Como no tenga cuidado, a esa chica se le va a pasar el arroz. Esas muchachas tan populares y con tantos pretendientes al final acaban vistiendo santos. Te lo digo yo.
—¡Madre, si solo tiene veintidós años! —exclamó Margaret.
—Ah, sí, ya sé que crees que tenéis todo el tiempo del mundo para casaros, y Hilda también, pero el tiempo pasa más rápido de lo que pensáis, jovencitas, y antes de que os deis cuenta, tendréis veintisiete y os habréis convertido en unas solteronas. ¿Dirías que es luminosa?
—Bueno, no hay tanta luz como aquí porque la calle no es tan ancha, pero así, es luminosa. Creo que te gustará, madre. Es una calle bonita y las tiendas están todas cerca, a la vuelta de la esquina.
—Bueno, algo es algo. ¿Está cerca del autobús para que tu padre lo coja?
—A cinco minutos a pie de una parada de metro. Es una nueva que han hecho.
—¿Y cuánto se tarda en llegar a Londres?
—Yo tardé casi tres cuartos de hora. El metro estaba abarrotado…
—¿Y cómo te fue? ¿Te gustó tu nueva escuela? ¡Supongo que no…! —La señora Steggles atacó la mermelada.
—El vecindario está en ruinas y la escuela en sí, destrozada. Ya te dije que tuvieron que evacuarla y la convirtieron en un Restaurante Británico[2]. La directora, la señorita Lathom, parecía muy amable.
—¿Está lejos de los Stanley Gardens?
—A unos veinte minutos en autobús.
—De acuerdo, todo suena muy conveniente. Esperemos que no nos llevemos un chasco. ¿Otra taza, Margaret, querida?
—Sí, por favor, madre. ¿Papá está bien?
—Sí, claro. ¿Por qué no habría de estarlo?
Margaret no respondió. Siguieron hablando de la casa y discutiendo el asunto de la mudanza, que llevarían a cabo en tres semanas.
La señora Steggles no se mostró intimidada ante el hecho de tener que mudarse en plena guerra, pues solía encontrar alivio a su temperamento melancólico en los trastornos de carácter doméstico. Y además, le encantaban las mudanzas, qué caray. Durante sus veintiocho años de matrimonio, los Steggles habían vivido en seis casas diferentes, y no habían sido precisamente pisitos de tres habitaciones apenas equipados con unos cuantos trastos, sino sólidas residencias provincianas repletas de muebles desde la cocina hasta el desván. El señor Steggles ganaba un buen sueldo como redactor jefe en el North Bedfordshire Record, un semanario de larga tradición en la región, y su punto débil no era precisamente la falta de previsión económica. Solía consentir a su esposa, que era una excelente organizadora y un ama de casa excepcional, todos los caprichos que se le pasaban por la cabeza, así que en aquellas seis casas nunca faltó ni un solo detalle, si exceptuamos las risas y el amor marital. Con cincuenta y seis años, la verdad es que a Jack Steggles no le quedaban muchas ganas de reír y, puesto que llevaba tiempo encontrando cobijo en los brazos de otras mujeres, tenía la leve impresión de que debía dejar que Mabel calmara sus arranques de ira montando casas perfectas, buscando febrilmente otras mejores a las que mudarse, y comprando nuevos felpudos y cortinas con las que equiparla cuando finalmente las encontrara. No era ambiciosa en el terreno social ni en el financiero, hasta él era capaz de reconocérselo. Jamás se le ocurrió darle la lata para que ganara más dinero o para que obtuviera un trabajo mejor. Lo único que la movía era una pasión irrefrenable por la perfección, algún tipo de profunda insatisfacción que la hacía frotar, pulir, refregar, quitar el polvo y limpiar hasta que su casa, dondequiera que estuviese, se encontrara pulcra y reluciente como la sala de un museo.
Después del té, Margaret deshizo el equipaje y guardó su ropa. Suspiró al mirar en el espejo sus rizos desordenados y resolvió que tenía que encontrar un peinado mejor antes de unirse al personal de la escuela londinense a la que se incorporaría tras las vacaciones de otoño. Aunque su estilo no llamaba precisamente la atención en la Escuela Sunnybrae de Lukeborough, donde había ejercido por primera vez como maestra, no era desde luego apropiado para los estándares de Londres. Las pocas profesoras con las que se había cruzado en su visita a la Escuela Anna Bonner para Chicas iban bastante más arregladas que ella.
Se remetió el pelo por detrás de las orejas y se recogió los rizos con una moña de terciopelo negro. Tal vez eso haría que tuviera un aspecto más llamativo, pero al menos parecía más arreglada, mayor y más alta. Se cepilló con delicadeza la parte superior de la cabellera y notó que su mente, que solía estar ocupada en sueños y quimeras, se centraba. Se acordó de un pasaje de las Cartas de Keats en el que el poeta describe su propia receta para calmar sus inquietos pensamientos y sus nervios sobreexcitados: todo lo solucionaba lavándose la cara y las manos, volviendo a atarse los cordones de los zapatos y sentándose a escribir. Buscó el pasaje en un libro que sacó de una estantería y se quedó un buen rato ensimismada dándole vueltas a la historia.
Su madre la llamó desde el piso de abajo. Parecía enfadada.
—¡Margaret! ¡Suelta ese libro ya y baja de una vez! Reg llegará en cualquier momento y quiero que el mantel esté puesto y las patatas preparadas. Seguro que quiere darse un baño, habrá que encender la caldera. ¡Venga, muévete, ya!
Margaret volvió a la realidad de mala gana, dejó el libro junto con los demás que atestaban su habitación y bajó desganadamente las escaleras.
—Pero ¿qué te has hecho en el pelo? —le espetó su madre, volviendo la cabeza desde el horno abierto y mostrándole su cara colorada—. Parece que tienes cuarenta años… ¿Es esa Hilda la que te ha metido la idea en la cabeza?
—Es que del otro modo parece tan revuelto… ¿Cuántas patatas hay que pelar?
—Pela diez… seguro que trae hambre. Yo creo que si la señorita Lomax nunca te ha puesto ningún pero en Sunnybrae, nadie lo hará.
—No quiero parecer descuidada. Además, así me parezco más a la señorita Lomax, que fue quien me recomendó.
—Bueno, pues si te sirve de algo, te diré que pareces una auténtica institutriz victoriana, solo te faltan las gafas de concha. Estás espantosa, hija. Pero, claro, ¡cómo ibas a hacer algo para agradarme a mí! Margaret, ¡margaret, ten cuidado, por lo que más quieras! He limpiado la mesa esta mañana y ahora vas y pones esa cuchara grasienta encima. ¿No puedes ponerla en una salsera? ¡Mira! ¡Ahí está Reg!
La señora Steggles no era una de esas madres que prodigaban afecto a sus hijos, precisamente. Besó a Reg, pero se dio cuenta en seguida de que sus botas cubiertas de barro dejaban marcas en el linóleo limpio y a punto estuvo de decírselo, aunque se controló. Una vez, muchos años atrás, había sido una joven normal y agradable, de temperamento vivo y tez rosada, y el fantasma de aquella muchacha, turbado, infeliz y amargado con el paso del tiempo, algunas veces asomaba a su cara. De modo que ahora hizo un gran esfuerzo por no hacer referencia el linóleo.
—¡Hola, mamá! —exclamó Reg, sonriendo de oreja a oreja y besándola—. ¡Hola, Margaret! ¿Qué te has hecho en el pelo? Pareces una niñera. ¡Mmm! ¡Qué bien huele! Me muero de hambre. ¿Ha llegado ya papá? ¿Puedo darme un baño?
Mientras se desprendía de su pesado respirador del ejército y de su «sombrero de latón» le guiñó un ojo a su hermana, que, en respuesta, sonrió de mala gana.
—¿Puedo bañarme ahora, mamá? ¡Esta tarde tengo una cita!
—Papá querrá verte antes. —Aquella fue la única protesta que salió de labios de la señora Steggles cuando trasladó el equipo al otro lado del recibidor.
—Ya lo veré a la vuelta. No quiero llegar tarde. Vamos a reunirnos en el Luna. ¿Te apetece venir, Margie?
—No, gracias.
—¿Por qué no? Va a venir un viejo amigo tuyo…
—¿Quién? —La señora Steggles miró con curiosidad a su hijo y después a su hija.
—Frank Kennett. También le han dado permiso.
—¿Cómo lo sabes? —se interesó su madre, acudiendo al rescate de Margaret, aun cuando la despreciaba por causa de su espantoso aspecto.
—La chica rubia del Luna me lo dijo. Llamé por teléfono para ver qué iban a hacer esta noche y me comentó que había un baile y que Frank y toda la panda iban a pasarse por allí.
—¡Qué emocionante! —dijo Margaret en tono sarcástico y volvió al comedor a terminar de poner la mesa. Su hermano subió las escaleras silbando y dando fuertes pisotones con sus pesadas botas, seguido por la señora Steggles.
La noticia de que Frank Kennett estaba en la ciudad había dejado a Margaret temblando literalmente, y, mientras disponía los cuchillos y tenedores sobre la mesa, albergó la esperanza de no encontrárselo por casualidad durante los siguientes días. Le daba auténtico pánico tropezarse con él. No habían vuelto a verse desde la dolorosa escena del Canal, cuando ella se había sentido tan angustiada y él tan avergonzado y ansioso por hacerle ver a toda costa que no debía tomarse las cosas tan en serio. Ya hacía mucho tiempo que no fantaseaba con la idea de un romance (y para Margaret aquello significaba que no estaba enamorada), pero aún no se atrevía a mirarlo a la cara.
Se imaginó cómo estaría el Luna Café & Dance Hall a las nueve de la noche: lleno de humo, apestando a fritanga y colmado de ruido, de música de la radio y de voces y risas estridentes. Antes de la guerra era el lugar de encuentro de los chicos y chicas más bulliciosos de Lukeborough, que acudían allí a gastarse el dinero de sus pagas. Sin embargo, desde que estallara el conflicto se había convertido en un sitio aún más escandaloso si cabe, pues los soldados americanos que residían por allí cerca, solitarios y con ansias de pasárselo bien, no tardaron en dar con él y hacerlo suyo. El lugar tenía licencia para vender bebidas alcohólicas y estaba asociado al Luna Cinema, que pertenecía a una gran cadena. Sus paredes, en tonos que abarcaban desde un naranja enfermizo hasta un verde arsénico, estaban descoloridas y desconchadas y sus sillas doradas de mimbre, viejas y ennegrecidas. Todo el menaje era tan deprimente como solo pueden serlo los muebles modernistas deteriorados. Sin embargo, por la noche, cuando se corrían las cortinas y se aislaba de las calles desiertas y oscuras y del silencio del campo, el Luna era mejor que el Naafi o incluso que tu propia casa, y más si eras joven y tenías ganas de divertirte. No obstante, Margaret se preguntaba cómo un muchacho con los gustos de Frank, según lo recordaba ella, tendría ganas de acudir a semejante antro. Para tranquilizarse, centró sus pensamientos en la escuela de Londres donde pronto estaría dando clases.
No tenía vocación, pero era lista y sabía transmitir sus conocimientos a los demás. En Sunnybrae lo había hecho tan bien que, a finales de año, cuando la directora se enteró de que se ofertaba una vacante en una escuela privada de Londres, la recomendó para el puesto. Como esta había trabajado en otra famosa escuela para señoritas de la capital, la recomendación cobró peso, así que, con apenas veintitrés años, Margaret pasaría a formar parte del claustro de una antigua y próspera escuela londinense. Si hubiera sido algo más ambiciosa, el futuro se le habría antojado ciertamente prometedor.
Oyó la llave de su padre en la cerradura y salió al recibidor.
—¡Hola, Margaret! —la saludó, encantado y sorprendido, cerrando la puerta a sus espaldas y volviéndose para besarla—. No te esperaba todavía. Así que ya nos has encontrado casa. ¿Nos va a gustar?
Cuando estaba contento, lo cual no ocurría muy a menudo, la voz de Jack Steggles adquiría un matiz burlón y risueño, pero lo normal es que se mostrara apagado y taciturno. No era un sosiego depresivo ni sistemático; se ajustaba a ese aire de rabia contenida de su esposa y parecía que iba a explotar de un momento a otro. Llevaba la ropa de un modo descuidado, costumbre que se remontaba a sus días de reportero, y parecía salido de la trastienda de algún bar o de una sala de prensa más que de la casita pulcra y convencional en la que vivía. Era un hombre recio y atractivo que aparentaba menos edad de la que tenía, un fumador empedernido y un gran amante del whisky.
—Eso espero, papá. El señor Wilson, el padre de Hilda, cree que hemos tenido mucha suerte —respondió Margaret.
—¿A cuánto está de Fleet Street? Eso es lo único que me importa. ¿Ha llegado Reg?
—Sí, está arriba, dándose un baño. Creo que a tres cuartos de hora, más o menos.
—De acuerdo. Voy a por mis zapatillas y me lo cuentas todo.
Subió a su dormitorio; a la señora Steggles no le gustaba que la gente se dejara las zapatillas en el salón.
La confianza que la madre de Margaret había depositado en ella se había desvanecido tras el fracaso de la joven para encontrar marido a sus veinte años. De pequeña, siempre la había considerado una niña rara y malhumorada y, a medida que fue creciendo, empezaron a molestarle cada vez más sus reservas y sus gustos artísticos. Ahora, sentía hacia ella un cariño cargado de irritación y se había resignado a verla convertirse en una solterona. Sin embargo, el señor Steggles poseía una inteligencia natural, de esa que no te hace ganar mucho dinero ni te procura fama, y no solo sabía que Margaret tenía una cabeza privilegiada, sino que, además, había decidido confiar en su hija. Fue él quien sugirió que fuera a Londres, que combinara una visita de placer a los Wilson con los negocios y que encontrara (en la medida de lo posible, aunque el matrimonio dudaba seriamente que lo consiguiera) una casa para alquilar.
La señora Wilson le había respondido por carta diciéndole que, por supuesto, estarían encantados de acoger a su hija durante una semana, pero que, en lo que respectaba a la casa, Londres estaba abarrotada en aquel momento y Herbert (esto es, el señor Wilson) dudaba de que tuvieran mucha suerte en su empeño. (El señor Wilson, un funcionario empleado en Mount Pleasant, era bastante pesimista con respecto a lo que le ocurría a los demás, y Hilda y la señora Wilson no se cansaban de repetirle que había ocasiones en las que también brillaba el sol). Así que Margaret se fue a Londres y, tras cuatro días de infructuosa búsqueda, la señora Wilson le habló de la casa de Stanley Gardens, en Notting Hill, la cual pertenecía a una anciana dama que se había trasladado al campo para huir de los bombardeos y estaba deseando alquilarla.
Al mismo tiempo que la directora de la escuela la recomendaba para un puesto de profesora en Londres, su padre se procuraba un nuevo trabajo gracias a un amigo, antiguo reportero del North Bed-fordshire Record, que se había trasladado a la capital unos años antes, aceptando la invitación de un magnate de prensa especialmente aficionado a buscar talentos en diarios de provincias. Su amigo había logrado prosperar y le había escrito contándole que había quedado una vacante de redacción en el periódico londinense donde trabajaba, y que le habían encargado que buscase a alguien de provincias para que la cubriese. No vio ninguna objeción para que Jack Steggles, por el que sentía gran afecto, no pudiese obtener el empleo.
Aquello no le quitaba el sueño al señor Steggles, pues no era ambicioso; sabía muy bien lo que quería y cómo encontrarlo y esperaba no verse privado de estos placeres hasta el día de su muerte. Por fortuna, tales placeres podían hallarse en Londres con la misma facilidad, y su esposa había dejado claro que «no le importaría» mudarse a la capital y que ya era hora de que encontraran una casa más adecuada: la actual estaba demasiado lejos de las tiendas, y entraban tales corrientes de aire por debajo de la puerta que te cortaban por la mitad. Como ella quería marcharse, el señor Steggles accedió a que su amigo intercediera por él y ambos se llevaron una buena sorpresa cuando obtuvo el trabajo. Lo más complicado era encontrar casa, pero eso lo solventaron rápido. Así que, tres semanas más tarde, los Steggles se mudarían a Londres por fin.
La primera parte de la noche transcurrió de manera bastante menos tediosa de lo que era habitual, pues Margaret aprovechó para dar cuenta a sus padres de todos los detalles que recordaba sobre la casa. Antes de ir al Luna, Reg cenó con ellos y durante casi una hora reinó en torno a la mesa del comedor algo parecido a lo que cualquiera consideraría una vida familiar. Reg alabó las dotes culinarias de su madre, que echaba de menos en el Ejército, y les hizo reír con las batallitas del campamento donde estaba destinado, a unas veinte millas de allí. Cuando por fin se fue, Margaret terminó de contarles a sus padres todo lo que recordaba sobre el 23 de Stanley Gardens. La señora Steggles se retiró a su sillón y se puso a hacer punto de cruz, y el señor Steggles sacó la primera edición del Star de Londres, que se había traído de la oficina. Entonces, sonó el teléfono.
La señora Steggles siguió bordando sin alterarse y Margaret tampoco levantó la vista del libro. El señor Steggles salió al recibidor y cerró la puerta tras él. La cara de su esposa se iba ruborizando por momentos, a medida que los minutos pasaban y él no regresaba. Margaret empezó a inquietarse. Al rato, el señor Steggles entreabrió la puerta y dijo efusivamente:
—Tengo que irme, Mabel. No me esperes levantada, puede que me retrase.
Su madre alzó la mirada deprisa, apretando los labios, pero no logró responder nada, porque cuando lo intentó, su marido ya se había marchado. Oyeron el portazo que dio al salir.
La madre cosía y la hija leía en silencio. Una profunda tristeza se apoderó del corazón de Margaret. La habitación, limpia y bonita, el silencio, la erguida figura de su madre bordando… todo aquello le parecía en cierto modo irreal y se sintió como una prisionera condenada a estar allí sentada para siempre. ¡Cuánto lo sentía por su madre! Y no podía consolarla. Al parecer, habían decidido fingir que todo iba a las mil maravillas. Hasta era capaz de entender que su padre escapara de casa, a un mundo más real que ella solo acertaba a imaginar. «Seguro —pensó con amargura— que hay casas en las que las veladas no son tan deprimentes como en esta».