Capítulo 5
—¿Grantey? Oh, estás ahí. Magnífico —se escuchó decir a la señora Niland—. ¿Ha llegado ya el señor Alex?
Todavía no, señorita Hebe. Al menos yo no lo he visto.
—Bueno, volveré a eso de las seis y media, y llevaré a Earl y a Lev. Tú te puedes quedar y bañar a los niños, ¿verdad?
—Si a las siete estoy de vuelta sí, señorita Hebe.
—Oh, llama a mamá por teléfono y explícaselo. Además, Stubbles[5] te ayudará; a ella le encanta. Oye, no olvides decirle al señor Alex que voy a llevar a Earl y a Lev. Adiós, Grantey, querida.
—Adiós, señorita Hebe. —Grantey colgó el auricular y subió las escaleras.
Existe un tipo de madre que no puede salir a distraerse ni siquiera una hora sin encontrarse a la vuelta con que a sus hijos les ha ocurrido algún percance. Si solo sale para guardar cola en la pescadería o para ir a la caza de unas medias de lana, no pasa nada, y el único comentario que recibirá a su llegada a casa será el de siempre: «¿Me has traído algo?». Pero si se atreve a salir para almorzar con una vieja amiga o para ir al cine, las terroríficas palabras con las que siempre se encontrará al abrir la puerta serán: «No te asustes, pero me duele la garganta» o «Me he caído jugando al baloncesto y la rodilla me está sangrando a chorros», e incluso si se come el almuerzo como los pavos o está intranquila hasta que termina la película, siempre con un ojo puesto en el reloj, su deleite se verá empañado por presentimientos que, invariablemente, resultarán tener muy sólidos fundamentos.
Sin embargo, la señora Niland no pertenecía a esta categoría.
—¡Ea! —exclamó Grantey, sentándose de nuevo a la mesa—. Era la señora Niland. ¿Le gustaría volver a hacer de niñera después del té y ayudarme a bañar a estas dos criaturas, señorita Steggles?
Lo dijo con tan gentil condescendencia que una persona menos obnubilada lo habría encontrado intolerable, pero Margaret no pudo por más que sentirse gratamente complacida.
—¡Me encantaría! —exclamó, sonriendo con cariño a los niños, que permanecieron impasibles—. Solo necesito llamar a mi madre y decirle que llegaré un poco tarde.
—Oh, estará de vuelta a las siete. Yo tengo que marcharme a las seis y media en punto, y cogeremos el autobús en Jack Straw’s Castle. Solo se tardan diez minutos —resolvió Grantey—. Iremos juntas. Durante el apagón, mejor dos que una.
—Yo salí a la calle durante el apagón cuando fui a la fiesta de Robin Campbell —fanfarroneó Barnabas—. No se terminó hasta las siete, y Stephen y yo fuimos los últimos de todos. Robin tuvo que echarnos a patadas.
—Pronto te pedirán que vayas otra vez, ya verás —observó Grantey—. Bien, señorita Steggles, si no va a tomar nada más, me llevo todo esto para fregarlo y luego jugamos a algo tranquilito antes de acostarlos. Será divertido, ¿verdad? No, gracias, ya me las apaño yo sola. Quédese aquí y écheles un ojo. —Había estado apilando las tazas en la bandeja mientras hablaba y, cuando terminó, salió de la habitación con ella. Barnabas estaba arrastrando a Emma, subida en una alfombra, por todo el suelo, y ambos parecían estar divirtiéndose de lo lindo, de modo que Margaret se acercó a una ventanita situada en el otro extremo de la habitación. Esta daba al jardincito adoquinado. Se sintió en paz allí de pie, contemplando cómo la luz grana del crepúsculo invernal avivaba los apagados colores de tejados y chimeneas. Los rayos inundaban el cuarto de juegos de los niños y daban a su diminuto mobiliario azul y blanco el aspecto mágico y especial propio de toda la casa. El suelo, levemente desnivelado, y las antiguas ventanas de guillotina poseían idéntico encanto.
De repente, un hombre sin sombrero abrió una puerta situada en la tapia y entró en el jardín, asegurándose de cerrar de nuevo la puerta tras de sí. Lo reconoció como uno de los dos caballeros que había visto en el Heath aquella tarde. ¡Se trataba de Alexander Niland en persona! Era inusualmente alto, tenía una frente ancha y prominente, y el pelo, oscuro, le clareaba en la coronilla. Alzó la vista mientras ella lo observaba, pero la apartó de inmediato. Aunque supuso el tiempo suficiente para que Margaret se percatara de que se le formaban dos profundos hoyuelos a ambos lados de la boca. Cruzó el jardín y entró por una puerta que quedaba justo debajo de la ventana. «Ha subido al estudio», pensó, y fue soltando el pliegue de cortina que había mantenido aferrado todo ese tiempo.
Se sentía decepcionada. Su calvicie era ya de por sí desconcertante, pero el aspecto de ligera rareza y de salud deficiente que se notaba incluso a aquella distancia, lo era más aún. Margaret había fantaseado inconscientemente con encontrarse a alguien de desdeñosa belleza leonina como Augustus John[6], del que había visto fotografías en el Vogue, y aún era lo bastante ingenua como para concebir que los famosos artífices de tan bellas obras de arte pudieran carecer de atractivo físico. Sin embargo, no tuvo tiempo de perderse en más reflexiones sobre lo que había visto, porque la puerta se abrió y él entró en la habitación.
—Hola —dijo, sonriendo y mirándolos a todos. Tenía una voz agradable, pero de ningún modo fuera de lo común.
—Hola, papi —contestó Barnabas—. Ven y dame una vuelta.
Emma, cuya cara estaba encendida de emoción y alegría, miró a su padre desde el suelo, y se rio mientras daba una voltereta.
Él miró a Margaret, que permanecía en una pose incómoda junto a la ventana, aunque no mostró la menor curiosidad por ella. Parecía dar por sentado que debía estar allí. De hecho, suponía que se trataba de alguna amiga de Grantey que estaba pasando allí la tarde, pero Margaret, aturullada ante la presencia de un genio y ansiosa por hacer las cosas bien, dio al fin un paso al frente y dijo en un tono que el nerviosismo enfatizó en exceso:
—¿Qué tal? —Dudó un segundo, demasiado nerviosa para pronunciar el nombre del artista—. Supongo que debo presentarme. Me llamo Margaret Steggles, y Grantey… me temo que no conozco su apellido —dijo soltando una risilla— me pidió que me quedara a tomar el té. Encontré la cartilla de racionamiento de su esposa («Oh, Dios, eso ha sonado fatal») en el Heath y no la he traído hasta esta tarde. Pensará que soy odiosa por habérmela quedado casi un mes, pero es que la metí en el bolsillo de un abrigo que no me había puesto desde que volví a Lukeborough, y no la encontré hasta que estuvimos en Londres. Espero que no les haya causado demasiadas molestias, por habérmela quedado tanto tiempo, quiero decir. —Y aquí paró abruptamente y se rio de nuevo.
Su intención no había sido divagar de manera tan incoherente, pero, una vez que empezó a hablar, le resultó imposible poner fin a sus comentarios, tal era su bochorno. Él la escuchó con una leve sonrisa, pero sin prestarle mucha atención o interés.
—Oh, no pasa nada —dijo al fin, sentándose y empezando a tirar de Emma por las piernas de acá para allá mientras ella chillaba entusiasmada—. Creo que Grantey lo solucionó. Ella se encarga de ese tipo de cosas. No se preocupe, de verdad —añadió cuando Margaret dio ansiosas muestras de querer decir algo, de modo que esta se contuvo y se limitó a quedarse allí de pie observando cómo jugaba con los niños, mientras las mejillas le ardían de vergüenza y rabia. Ni ella misma sabía lo que había esperado que dijera o cómo le habría gustado que se comportase, pero su despreocupación la irritó como lo había hecho la de la señora Niland y, en el caso del pintor, ni siquiera se había sentido impresionada por su aspecto. Además, estaba también enfadada consigo misma por haber hablado tanto y de un modo tan incoherente.
Sin embargo, cuando lo vio subirse a la risueña Emma en los hombros y dar vueltas y vueltas a Barnabas, empezó a sentir el embelesamiento que la visión de un hombre jugando con niños pequeños siempre produce en una mujer, y su irritación fue amainando poco a poco. Una vez en que los niños chillaron, él la miró y se rio y ella pensó que su cara causaba mucha más impresión cuando estaba animada, y que sus grandes ojos, de un gris violáceo levemente oscuro, se parecían a los de Barnabas, aunque los del niño eran más claros.
—Vale ya, vale ya —dijo al fin, levantándose y dejando que Barnabas se deslizara desde su pecho hasta sus pies—. Y tú, será mejor que te tranquilices también, Emma, o Grantey me regañará.
—¿Te está doliendo la herida? —le preguntó Barnabas.
—La verdad es que sí —contestó su padre, sonriendo de nuevo a Margaret. Ella le devolvió la sonrisa y se preguntó a qué se estaría refiriendo el niño.
—¿Está mal? ¿Es por eso por lo que ya no puedes jugar más conmigo y con Emma?
—No está muy mal, pero quiero ir a leer el periódico de la tarde.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—Es un periódico feo, tonto y asqueroso. ¡Mechachis! ¡Es asqueroso! —dijo Barnabas.
—Sí, bueno, está bien. No digas palabrotas. Adiós. —Los despidió a todos con la mano y se dirigió a la puerta.
—¿Vas a venir a verme en la bañera?
—Sí.
—¿Lo prometes?
—Sí.
—¿Y a ver a Emma en la bañera?
—Sí.
—¿De verdad de la buena?
—Tal vez. Ya veremos.
Abandonó la habitación, y Margaret lo oyó pararse a hablar con Grantey al tropezarse con ella en las escaleras. «Bueno —pensó, dando un suspiro—, al menos lo he visto y he hablado con él, que es más de lo que creí que tendría la suerte de hacer cuando me decidí a venir esta tarde, pero no lo puedo evitar: me siento decepcionada. Es muy corriente».
—Listo, todo limpio y colocado —dijo Grantey, entrando a toda prisa—. Muy bien. ¿Qué os parece si jugamos a algo antes de que os vayáis a la cama? Señorita Steggles, ¿conoce algún juego divertido?
A Margaret le costaba ordenar en su cabeza sus vagos pensamientos. A decir verdad, estaba empezando a cansarse de la compañía de los niños y a sentir la necesidad de pasar a la de los adultos. Los niños pequeños son las criaturas más agotadoras que existen sobre la faz de la tierra, incluso para aquellos que los encuentran interesantes a la par que adorables. Y Margaret, aunque joven y con suficientes energías como para soportar la presión del bullicio y las llamadas de atención constantes, en el fondo, no se encontraba lo bastante alegre o cómoda como para entregarse a las demandas de los niños con la misma dedicación calmada y atenta que una niñera experimentada y una madre podrían dispensarles. De repente, se sintió irritada. «¿Cuánto tardarán en acostarse? —se preguntó, pero ese pensamiento le hizo recapacitar—: Aunque luego tendré que irme a casa».
Mientras ayudaba a arrimar unas sillas a la mesa sobre la que Grantey había colocado una gran caja brillante llena de fichas y juegos, se puso a pensar en lo raro que resultaba que el señor Niland quisiera leer el periódico, como un hombre cualquiera que no fuera un genio y que viajara en metro todos los días. ¿Cómo podía pintar aquellos cuadros tan bonitos si no estaba siempre pensando en cosas bonitas? ¿Y cómo podía pensar en cosas bonitas si le gustaba —como parecía ser el caso— leer las aburridas y horribles noticias del periódico vespertino? Interrumpió sus cavilaciones y concentró toda su atención en el juego.
Un poco más tarde estaba aún más harta de los niños, pues Barnabas se había puesto insoportable justo antes de meterse en la bañera y había empezado a gritar, a lo que se sumó Emma. Ambos permanecieron sentados codo con codo en la bañera, mientras las lágrimas les rodaban por las caras descompuestas y rojas como tomates. Grantey manejaba la manopla rápida pero concienzudamente por cada pulgada de piel, sin dejar de reprobarlos con comentarios sarcásticos acerca de su conducta, y les preguntaba a intervalos y de forma retórica que qué iba a pensar de ellos la señorita Steggles. Margaret le alargó toallas calientes y se mantuvo ocupada entre el cuarto de baño y la habitación de los niños, apenas iluminada por una lámpara rosada, donde la estufa estaba encendida y las dos camas blancas les esperaban ya preparadas, la una junto a la otra. La habitación la dejó embelesada, pues parecía sacada de Peter Pan o de Winnie-the-Pooh, pero en cuanto recordó el rostro crispado de Barnabas y los chillidos de Emma, creyó entender a esas madres que salen por las noches y dejan a sus hijos solos encerrados en casa.
Grantey ensartó el último botón de la bata de Barnabas en el ojal, y dio un tirón tan vigoroso que el crío dejó de llorar.
—¡Ya estoy aquí! —se oyó decir a su madre, y su cabeza asomó por la puerta del cuarto de baño—. Anda… Alegra esa carita por mí.
No preguntó qué había ocurrido. De hecho, nadie lo sabía.
—Hola, mami —dijo Barnabas con voz débil y desconsolada.
Emma también dejó de llorar y empezó a meter los brazos por las mangas del camisón que Margaret, en cuyo regazo estaba sentada, le había estado metiendo por la cabeza. Mientras miraba a su madre, sus sollozos fueron extinguiéndose.
—Hola, ¿todavía estás aquí? —dijo la señora Niland, dirigiendo su mirada a Margaret—. ¿No te han dejado exhausta? Baja cuando estén acostados y tómate una copita de jerez.
—Me encantaría —dijo Margaret entusiasmada.
—La señorita Steggles y yo vamos a coger el autobús en Jack Straw’s —le advirtió Grantey, con voz autoritaria—. Tengo que estar de vuelta a las siete, señorita Hebe.
—Lo sé, pero no tardará más de cinco minutos —dijo Hebe con dulzura—. Tú baja —le musitó a Margaret, y se retiró. Margaret oyó su voz recorriendo el pasillo—. Earl les subirá la cena, Grantey. En seguida viene.
Las cortinas, que Margaret había atisbado en su ajetreo entre el baño y la habitación de los niños, eran de un rico terciopelo rojo, verde o amarillo, y todas las pantallas de las lámparas, de color ámbar. La impresión que la casita le había causado por la tarde, aquel brillo radiante y adiamantado, se reforzó, ahora que la oscuridad se había cernido sobre ella, gracias a las alfombras verde esmeralda y rojo clavel que tapizaban el suelo y las escaleras. Estaba disfrutando de cada momento (salvo de los que había pasado escuchando los berridos de Barnabas y de su hermana) aunque, mientras llevaba a Emma a su cuarto, empezó a preguntarse, hecha un manojo de nervios, cómo le iría abajo bebiendo jerez, quién estaría allí, qué diría y qué pensarían de ella.
Emma se había calmado y se sentía calentita y suave enfundada en su camisón en miniatura. Sus pies seguían conservando el rosa brillante del agua caliente, y llevaba puestas unas zapatillas con forma de conejo. El oloroso pelo de la niña le hacía cosquillas a Margaret en la nariz.
—¡Lista! —exclamó Margaret tras quitarle las zapatillas, meterla en la cuna y arroparla. Emma la miró, pero no le dijo nada.
—¿Quién vive aquííí? —dijo alguien en la puerta en voz baja, arrastrando la «i». Margaret alzó la mirada. Un joven rubio de mediana estatura, con uniforme de soldado raso americano, estaba contemplando la habitación a través de sus gafas.
—Hola —respondió ella con amabilidad. No la intimidaba porque parecía muy joven y seguro que no era ningún genio.
—Les he traído sus raciones —le dijo, entrando con una bandeja—. Hola, Barnabas —dijo ahora dirigiéndose al pequeño, que se había metido en la cama quitándose las zapatillas de un puntapié en el proceso. El soldado dejó la bandeja en la mesilla de noche.
—Hola, Earl —lo saludó Barnabas, e intentó hacer el pino, abrumado de repente por la timidez.
—Barnabas, cielo, no creo que a Grantey le guste que hagas eso —dijo Margaret con dulzura.
—No me importa.
—Está bien, vale ya —intervino el soldado, cogiéndolo por los pantalones del pijama. Se notaba que no era un experto, pero Barnabas se dejó dar la vuelta, aceptó el tazón que le alargaba y empezó a tomarse la cena.
—La señora Grant le dará de comer a tu hermanita —dijo Earl, dirigiéndose a la cuna de Emma y poniendo su tazón en la mesilla—. ¿Tú todavía no te la sabes tomar sola, verdad, muñeca? —Y se quedó contemplando a Emma con las manos apoyadas en la barandilla de la cuna, mientras ella lo miraba a él sin pestañear.
De repente, el soldado desvió su mirada hacia Margaret.
—¿No son maravillosos? —dijo simplemente—. Es un gran privilegio… venir a un hogar inglés como este. Le puedo asegurar que esto significa mucho para mí. —Sus ojos grises se revelaban claros y rebosantes de juventud tras las gafas.
A Margaret le conmovió. Fue como si la preciosa habitación y los niños sonrosados comiéndose la cena en pacífico silencio simbolizaran de pronto toda la seguridad y la felicidad que aún quedaban en Inglaterra, y como si las palabras del chico pudieran salir de allí para alejarse y atravesar el oscuro y peligroso Atlántico, hasta llegar al hogar que abandonó cuando vino a luchar por la libertad. Tan emotivos eran sus pensamientos que se sintió estupefacta a la vez que indignada cuando otra voz norteamericana soltó a modo de burla:
—Y una mierda.
Un segundo soldado, alto, moreno y ostentoso, permanecía en la puerta mirando la habitación. No se percató de la presencia de Margaret.
—¿Quieres bajar de una vez, Earl? —dijo, y dio media vuelta.
Earl pareció dolido, pero no hizo ningún comentario. Se giró hacia Margaret.
—Me llamo Earl Swinger, antes de Swordsville, Kansas, y ahora miembro del Ejército de los Estados Unidos de América. Encantado de conocerla.
Alargó la mano y Margaret se la estrechó. Él le dio un firme apretón.
—Igualmente —contestó y, con la impresión de que esperaba algo más de ella, añadió—: Yo me llamo Margaret Steggles, y soy de Highgate, Londres. —Se sintió tonta al decirlo, pero luego se preguntó por qué. Esta era una costumbre social muy práctica, que te ayudaba a grabar eficazmente en la memoria el nombre y la procedencia de un extraño.
—¿Señora Margaret Steggles?
—Oh, no… Señorita Margaret Steggles —rio.
—¿A qué se dedica? (¿La acompaño abajo?) —continuó, recorriendo el pasillo delante de ella.
—Soy maestra de escuela.
—Vaya, eso sí que es interesante —dijo Earl, girándose para mirarla—. Yo era profesor en Swordsville Carllage antes de alistarme como voluntario. ¿Puedo preguntarle dónde estudió? (Disculpe, por aquí). —El soldado la precedió escaleras abajo.
Margaret pensó que parecía demasiado joven para ser profesor, pero no tuvo tiempo de decir nada más, porque él ya iba camino de la sala de estar.
Hebe estaba en un sofá con los pies en alto, y la habitación se hallaba en penumbra, iluminada tan solo por una tenue luz ámbar y envuelta en un perfume de violetas marchitas. El soldado moreno y Alexander Niland estaban de pie charlando junto a una bandeja de bebidas.
—Hola —dijo Hebe con una sonrisa—. Lev, sírvele una copa de jerez. Tiene que irse volando con Grantey.
—¿Blanco u oloroso? —le preguntó el soldado, girándose hacia Margaret con un decantador en cada mano. Tenía la nariz grande y los ojos oscuros e inyectados en sangre; no le agradaba su expresión.
—Oh… eh… blanco, por favor.
—Este es Arnold Levinsky —dijo Earl cuando el soldado se le acercó con la bebida—. Lev, la señorita Margaret Steggles, de Highgate, Londres.
Margaret farfulló «Encantada de conocerle», que era, al parecer, la fórmula indicada, y Lev hizo un vago gesto con su mano desocupada y la miró de arriba abajo con una media sonrisa, pero no le dirigió la palabra y en seguida volvió junto a Alexander Niland. Margaret se sentó en el borde de una silla y sorbió nerviosa su copa de jerez. Nadie se percató de su presencia, y ella intentó sacar el mayor provecho posible de sus últimos minutos en Lamb Cottage, pues muy pronto la tarde de cuento de hadas llegaría a su fin. Ansiaba decir algo que los sorprendiera e impresionara a todos y que los hiciera querer verla de nuevo, pero no hubo nada que hacer. No era capaz de pensar en el más fútil de los comentarios, ni siquiera de hacer una observación sobre la rebequita que Hebe le estaba tejiendo plácidamente al futuro bebé, así que se quedó allí, sentada en silencio, sintiendo un creciente resentimiento hacia ellos que se mezclaba con su evidente fascinación y que le hacía sentir muy incómoda.
Empezó a escuchar lo que Alexander Niland y Lev se estaban diciendo, pero se llevó una considerable decepción al descubrir que su conversación giraba en torno a la dificultad de conseguir cerillas. El pintor había acercado una cajetilla a la luz, que caía en oblicuo sobre sus mejillas regordetas, diciendo:
—Estas me las ha suministrado ese hombrecillo de Holly Square. Me las dio porque nos conoce, pero me contó que todos los jueves le traen doscientas o trescientas cajetillas y que vuelan en un par de horas.
—¡Qué me dices! —exclamó Lev.
—Una vez conocí a un hombre que coleccionaba cajitas de cerillas —interrumpió Hebe—. Alex, ¿no se estará quemando tu estofado?
—Ay, Dios, sí, perdonadme —se excusó, y salió corriendo de la habitación. Nadie dijo nada. Hebe continuó haciendo punto y Earl, que estaba de pie junto al respaldo del sofá, observaba sus ágiles dedos, mientras que Lev había cogido el periódico vespertino y lo estaba hojeando. «Qué maleducados son— pensó Margaret; —los Wilson tienen mejores modales. La verdad es que esta gente no dice nada que merezca la pena escuchar. Nunca imaginé que un genio y alguien tan fascinante como la señora Niland fueran tan aburridos».
—¿Vive muy lejos de aquí, señorita Steggles? —preguntó de repente Earl con verdadero interés, atravesando la habitación y sentándose a su lado. Ella se giró hacia él agradecida, pensando que era muy amable y perspicaz y que, al menos él, tenía buenos modales.
—A unas tres millas. Vivo al otro lado de Highgate Hill —contestó.
—¿Highgate Hill? Entonces, supongo que sabrá cuál es la preciosa casa de los padres de la señora Niland —dijo Earl—. Lev y yo esperamos tener el placer de hacerles pronto una visita.
—No, no la conoce —intervino Hebe—, pero sí que es verdad que vive muy cerca de papá y mamá. —Margaret se quedó estupefacta, pero luego pensó que Grantey debía de habérselo contado a la señora Niland.
—Oh, es un sitio fantástico —continuó Earl—. Para nosotros, la típica casa inglesa.
—También hay algunas casitas típicamente inglesas en las callejuelas que rodean la estación de Euston… Bueno, lo que queda de ellas —observó Lev.
Hebe, que había estado tejiendo con sus divertidos ojos puestos en la joven y solemne cara de Earl, soltó una carcajada y el chico pareció apenado.
La puerta se abrió, Alexander volvió a entrar y, detrás de él, apareció la cara, más inoportuna para Margaret, de Grantey.
—Todo perfecto. Tiene un sabor exquisito —dijo Alexander—. Ya casi está y Mary ya ha llegado. (Mary era la sirvienta, procedente de Irlanda, que habían contratado después de superar muchas trabas y de tener que rellenar montones de formularios).
—Gracias a Dios. Me muero de hambre —dijo Hebe, dejando a un lado la labor.
—Señorita Steggles, deberíamos marcharnos. Tenemos el tiempo justo si salimos ahora mismo —interrumpió Grantey, haciéndole señas. Margaret dejó su copa y se levantó. Earl también se puso en pie, pero Lev se quedó donde estaba.
—Adiós, señora Niland. Muchas gracias. Lo he pasado muy bien —respondió Margaret; el instinto le dijo que no le tendiera la mano.
—Me alegro mucho. Has sido un ángel con los mocosos —dijo Hebe sonriendo—. Adiós.
Earl le estaba abriendo la puerta. Lev y Alexander Niland levantaron la vista interrumpiendo la conversación que habían reanudado, y Lev asintió, mientras que Alexander le dedicó una radiante sonrisa. Earl le tendió la mano y ella se la estrechó.
—Adiós, señorita Steggles —dijo afectuosamente—. Me alegra haber tenido el enorme placer de conocerla y espero que nos volvamos a ver.
—Oh… Gracias. Yo también. Adiós, señor Swinger.
Fue un alivio haber sido capaz de recordar su apellido. Al cabo de un breve instante ya estaba caminando sola con Grantey en medio del apagón, subiéndose el cuello del abrigo para resguardarse del viento helado y vislumbrando los reflectores que barrían el oscuro cielo nublado. Sabía que era ridículo tener lágrimas en los ojos por la actitud tan informal de aquella gente, pero es que aquella tarde había significado mucho para ella y nada para ellos y, además, ¡no se había despedido de los niños!
Grantey estaba diciendo en un tono muy serio:
—Mejor deje que la coja del brazo. Conozco el camino mejor que usted. Ya no tenemos por qué darnos prisa… Tenemos tiempo de sobra. El reloj de la sala de estar va con diez minutos de adelanto.
Esta información sumió a Margaret en un profundo silencio durante un rato.
—¿Quién es esa? —le preguntó Alexander a su esposa en cuanto Margaret se hubo marchado—. Estaba en el cuarto de juegos de los niños cuando llegué a casa esta tarde.
—Se apellida Stubbles o algo así. Me ha devuelto la cartilla de racionamiento. La ha tenido semanas en su casa.
—Ah, sí, algo dijo al respecto, pero ya sabes que nunca presto atención a lo que me dicen —confesó Alexander—. Tiene una cabeza bastante llamativa.
Hebe hizo una mueca.
—¿Quieres pintarla? Creo que se desmayaría de gusto. No te quitaba los ojos de encima.
—No mientras esté ocupado con los ataques aéreos. ¿Crees que habrá uno esta noche?
—¡Y cómo voy a saberlo! —rio Hebe, y desvió la mirada hacia Lev, que también se estaba riendo. Earl parecía tener ganas de discutir.
—¿Quieres decir —empezó— que si estás tomando tus notas de color mentales (si permites que un lego en la materia utilice la expresión) durante un ataque aéreo, el peligro y la pérdida de vidas no significan nada para ti?
Alexander meneó la cabeza.
—Me concentro tanto en lo que estoy observando que me olvido del miedo y no pienso en los pobres diablos a los que están matando.
—Eso demuestra un altísimo grado de desprendimiento artístico —sostuvo Earl—. Me temo que yo sería incapaz de algo así.
—Nunca se sabe —dijo Lev.
Alexander pareció un poco desconcertado y ofreció a Earl otra bebida, que este aceptó, y, tras unos instantes, todos entraron en el estudio para cenar.
Hacía poco que Alexander se había interesado por los colores del invierno, y había adoptado la costumbre de pasar horas y horas en el tejado de su estudio, enfundado en un traje de aviador que pertenecía a un amigo que ya no iba a volar nunca más, estudiando la luz y el tamaño de las estrellas invernales y los cambiantes tonos negros, marrones y azules que conformaban el cielo nocturno. En una de aquellas ocasiones, había tenido lugar un ataque aéreo y el efecto que provocó fue tan impresionante y magnífico que lo cautivó y, desde entonces, había concluido algunos bocetos que ahora pensaba trasladar a un lienzo. El ruido resultaba bastante desagradable y no le gustaba que grandes trozos de metralla cayeran en el tejado, pero era del todo imposible realizar bocetos satisfactorios del cielo nocturno durante un ataque aéreo sin padecer dichas molestias. Hebe, que no le temía a nada en la vida, encontró su nuevo experimento tan divertido como natural.
—Muchas veces me he preguntado una cosa en relación con tu arte, Alexander —continuó Earl cuando se sentaron a la mesa para cenar—, y, sin ánimo de ofender, me gustaría exponerte mi duda y aclarar el asunto.
—Oh, claro —contestó Alexander—. ¿A que está muy buena la ensalada?
—Sí, mucho. Gracias, tomaré un poco más. Mi duda es la siguiente —siguió Earl, sin apartar la vista de la ensalada que se estaba sirviendo mientras hablaba—: ¿por qué no consideras que es tu deber pintar temas actuales? ¿Cómo reconcilias tu tendencia natural hacia el escapismo con tus obligaciones como ciudadano y miembro de las Naciones Unidas?
Alexander caviló durante unos instantes mientras se comía el apio, pero, por la expresión de su rostro, no parecía que le estuviera dedicando una reflexión muy profunda. Al fin, preguntó:
—¿Qué quieres decir?
—Bueno —prosiguió Earl, cogiendo otro panecillo y dirigiendo su mirada hacia Alexander—, sufres, si me permites hablarte con toda franqueza, un claro complejo de Pollyanna[7]. Siempre ves el lado positivo de todo, mientras que los demás vemos únicamente muerte, peligro, desesperación y el ocaso de las civilizaciones (de más de una civilización). Esta situación mundial se refleja en las obras de contemporáneos tuyos tales como Henry Moore o Salvador Dalí…
—¡Ese no sabe pintar! —exclamó Alexander, mientras levantaba rápidamente la vista con una sonrisa de placer.
—Por mencionar solo a dos de entre los muchos escultores y pintores —continuó Earl—, mientras que entre los artistas que pintan en blanco y negro es posible detectar el mismo sentimiento de inseguridad y la desintegración del sistema capitalista. Por supuesto —añadió de modo más tolerante—, todos poseemos nuestro mundo interior, pero seguro que nunca han existido para un artista tiempos más difíciles que los actuales, en los que este debe elegir entre retraerse a su mundo interior y perder, por tanto, todo contacto con la realidad y, en consecuencia, con unas perspectivas de saludable crecimiento artístico, o pintar el caos y el horror que ve a su alrededor y distorsionar su propia visión. Tu caso, Alexander, es lo que nuestro doctor William James[8] habría llamado la perspectiva de la vida de un optimista o nacido una vez —concluyó Earl, sin la menor nota de triunfalismo por haber rematado al fin su frase.
Se hizo el silencio. Hebe se encargaba de servir un postre frío mientras Lev empujaba un carrito cargado con una pila de platos hasta la puerta, donde Mary los recibía en silencio para llevárselos a la cocina. Alexander parecía estar dándole vueltas a lo que se había dicho, sin apartar la vista de un centro de mesa lleno de anémonas rojas y azul marino. Algunos de los verdes sépalos con caireles quedaban ya ocultos bajo los anchos pétalos curvados, espolvoreados de polen negro y dotados de un color más oscuro en el centro, mientras que otros eran aún capullos en flor coronando gruesos tallos. Earl esperó con paciencia.
—Yo no creo que Alex pinte solo cosas alegres —dijo Hebe de repente, mientras ponía una bandeja de algo rosa justo delante de Earl, tan deprisa que este se llevó un auténtico sobresalto—. Pongamos como ejemplo el titulado Anciano dormido. Mi madre no puede verlo sin deshacerse en lágrimas. Por supuesto, soy consciente de que ella pertenece a una generación melodramática. Es eduardiana, ya sabes. Nació en 1901. Pero también nos entristece a Beefy, a Auberon y a mí, y nosotros no somos eduardianos.
Este era un discurso largo para Hebe, que cogió el tenedor y empezó a comer de aquella cosa rosada en silencio. Earl pareció un tanto desconcertado.
Alexander levantó de pronto la vista.
—Nunca me había parado a pensar en lo que estás exponiendo, Earl, y no estoy muy seguro de entender lo que quieres decir. Pero mira: Renoir estuvo pintando durante toda la guerra franco-prusiana de 1870. La gente se prestaba aún a ser retratada y disfrutaba de la vida, y Renoir disfrutaba plasmándola en sus cuadros. A mí me pasa lo mismo. Eso es todo.
—No le hagas caso, querido —dijo Hebe, y Lev soltó una repentina carcajada.
—Suena demasiado simple para que resulte convincente —dijo Earl, sacudiendo la cabeza—. «Cuando me enfrento a una afirmación estética simple, sospecho de ella». Eso es lo que mi profesor de Tendencias Estéticas Modernas nos decía en Swordsville Carllage. Citas el ejemplo de la guerra franco-prusiana de 1870, pero seguro que no se puede comparar con la lucha a la que nos enfrentamos ahora. Tu obra debe respaldarse con alguna teoría.
Alexander meneó la cabeza y felicitó a su esposa por haber conseguido azúcar moreno, que él prefería en el café. No parecía querer seguir hablando del tema.
—Tú —dijo Hebe, fijando de repente sus preciosos ojos en Earl— deberías tener una larga charla con mi padre.
—Sería para mí todo un honor —respondió él, palideciendo ligeramente bajo su mirada.
Hebe hizo una mueca y empezó a hablar de la película que los americanos y ella habían visto aquella tarde.