Capítulo 15

Ese paseo por el sendero de Westwood sería solamente el primero de los muchos que se sucederían a lo largo de los siguientes meses de enero y febrero, a razón de dos o tres por semana. Era esa la frecuencia con que Zita le invitaba a compartir con ella sus «conciertos privados» en la Habitación Pequeña. Su rendimiento en la escuela empezó a resentirse, y su salud también, ya que, cuando volvía a casa, absorta como estaba en los espléndidos acordes que aún resonaban en sus oídos, y tal vez exaltada y enardecida por un fugaz atisbo de Gerard Challis a lo lejos, se quedaba levantada hasta la una o las dos de la madrugada corrigiendo las tareas con las que tendría que haberse puesto por la tarde. A la mañana siguiente le costaba horrores levantarse a tiempo para vestirse y desayunar tranquilamente, así que la mayoría de los días tenía que despertarla su madre, que se dedicaba a reñirla mientras ella engullía la comida a toda prisa. Con el tiempo, sin embargo, se fue acostumbrando a la sensación de estar ligeramente envenenada por la falta de sueño e incluso descubrió que sus sentidos respondían con mayor precisión a sonidos y colores y que en cierto modo aquella privación estimulaba su cerebro.

Decidió que, si elegía no dormir, era solo asunto suyo.

Durante esas noches artísticas, incluso la compañía de Zita le resultaba más llevadera que de costumbre, pues, mientras la música sonaba, su amiga no abría la boca, ni se movía siquiera, y, cuando el concierto concluía, se mostraba en su mejor versión, calmada y serena, casi como un ser racional. A veces, terminado el recital, se quedaba con ella y ambas se sentaban frente al fuego de la chimenea y tomaban una modesta cena servida en una bandeja: algunos sándwiches o café que le sacaban a Grantey, o unas cuantas salchichas envueltas en hojaldre compradas por Margaret y que regaban con pequeñas botellas de cerveza que Zita atesoraba con celo. Aunque, la mayoría de las veces, Margaret se iba derecha a casa aventurándose en la noche oscura y fría, con alguna sonata de Beethoven o alguna sinfonía de Brahms metidas aún en la cabeza, aliviada porque el eco de aquellos hermosos acordes no se hubiese desvanecido tras una hora entera de cotilleo.

A la Habitación Pequeña se llegaba bajando tres escalones al final de un largo pasillo. Durante generaciones (así se lo había referido Zita), se había utilizado como cuarto de costura. El alegre papel que cubría las paredes, diseñado y fabricado por el mismísimo William Morris[34], estaba algo descolorido ya, pero aún podían distinguirse claramente sus hojitas brillantes y sus bayas sobre el fondo blanco del estampado. A Margaret la habitación le encantaba porque era soleada y tranquila. Resultaba agradable imaginarse a las mujeres que habían cosido allí, a la misma luz de aquel mismo sol, en el transcurso de los últimos dos siglos; las transformaciones que habían experimentado con el tiempo las sombras proyectadas en la pared por las serenas figuras allí sentadas, de perfiles tan dispares: de uno coronado por una cofia a otro de pelo corto tocado con una moña; las agujas y la tela cada vez más finas que esas mujeres utilizaban, pues el material sobre el que la figura sedente plasmaba su labor había evolucionado del satén lustroso y recio y el algodón salpicado de diminutos ramilletes de flores del siglo XVIII, al delicado rayón y los brillantes estampados del XX. Fuera de la Habitación Pequeña, el mundo había experimentado cambios radicales: se habían conquistado continentes y se habían levantado y destruido imperios. En el cuarto de la costura, el resultado de estos sucesos se había ido traduciendo en la mayor o menor calidad de los materiales, de las telas mismas traídas de América, de Bradford o de Japón, que las mujeres habían ido bordando apaciblemente mientras el sol inundaba la estancia y la sombra de los pimpollos, que poco a poco fueron creciendo hasta convertirse en robustos gigantes arbóreos, ejecutaba su danza sobre las paredes.

Margaret sufrió una decepción cuando supo que los Challis solo llevaban diez años viviendo en Westwood, pues ya se había hecho a la idea de que la familia habitaba esa casa desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, la señora Challis había conservado el uso original de la Habitación Pequeña. Sobre una gran mesa situada en un rincón había dos máquinas de coser y, en el interior de un armario, guardaba una Ellen Maria, una especie de maniquí, con su cintura de avispa, sus caderas redondas y su pecho generoso, que representaba, eso era evidente, el talle de una dama victoriana. Margaret no dejaba de preguntarse cómo habría terminado allí un maniquí tan peculiar, pues estaba segura de que la señora Challis jamás habría utilizado una criatura así para tomar las medidas de los vestidos que llevaba. Otro de los vestigios del peculiar uso de la habitación era una mesita de trabajo hecha de caoba pulida, con un «pozo» revestido de seda a rayas amarillas y azules, utilizado para albergar materiales pesados. En una ocasión Margaret se aventuró una vez a abrir uno de sus cajones, y se encontró con un nido de cajas y recipientes forrados de muaré rojo cereza descolorido, herramientas de costura y multitud de bobinas de algodón y de seda de vivos colores. Esta era la habitación a la que Grantey venía a «apañar» vestiditos y ropa interior para Emma y a la que Zita acudía a remendar la mantelería y las sábanas. De hecho, esta le confesó que había sido de allí de donde había sacado los materiales para su regalo de Navidad, después de haberle pedido permiso a la señora Challis para coger algo bonito de la bolsa de los retales.

La bolsa de los retales era tan grande como un saco y colgaba en el armario, junto a Ellen Maria. Una tarde en que se sentían aburridas, Zita y Margaret, como quien no quiere la cosa, comenzaron a curiosear en su interior. Quedaron impresionadas por la variedad y la belleza de las telas: retales de terciopelo turquesa, tiras de gasa negra con estrellas plateadas, restos de seda lila, fragmentos de linón de una finura exquisita y, lo más sorprendente de todo, una vieja toga raída de doctor en derecho, confeccionada en una tela ligera y roja que parecía fieltro.

—Si tuviera tiempo mucho, haría zapatillas casa para todos los de club —dijo Zita, manoseando con codicia la preciosa tela antigua—, pero tiempo no tengo ninguno.

Como a Grantey y a Cortway no les gustaba el mismo tipo de música que a Zita, la señora Challis se había visto obligada a comprar otro aparato de radio para instalarlo en la Habitación Pequeña. Era de los buenos, pues la proverbial tacañería del señor Challis se esfumaba en cuanto Las Artes entraban en escena, y no estaba dispuesto a permitir que en su casa la Música (con mayúsculas) se escuchase distorsionada por culpa de un instrumento de mala calidad. Así pues, mientras Grantey y Cortway se sentaban a sus anchas en la sala del servicio a escuchar música ligera o piezas populares, Zita y Margaret se acomodaban junto a la chimenea en la Habitación Pequeña para oír cuartetos de Beethoven.

La Habitación Pequeña estaba tan aislada del resto de la casa que Margaret pronto abandonó la esperanza de que el señor Challis se dejara caer por allí atraído por la música. De hecho, tras su segunda visita a la casa, simplemente había dejado de esperar que apareciera y se limitaba a deleitarse con los conciertos, y se conformaba con saber que él se encontraba en algún lugar de la enorme mansión.

Había decidido, desde el principio, que debía ser lo suficientemente discreta para que Zita no se enterase de su secreto. Sabía que le resultaría difícil, pues Zita tenía algún tipo de diabólica capacidad de destapar aquellos secretos que a menudo guardaban las mujeres de excesiva feminidad, y Margaret sabía que, si alguna vez descubría que su amiga sentía una adoración de tipo romántico por el señor Challis, o bien se burlaría de ella o bien la compadecería, y no sabía qué era peor. Así que Margaret procuraba hacer solo preguntas que sonaran naturales, y como casuales, cada vez que el matrimonio Challis salía a colación, y ponía especial esmero en mostrarse a la par interesada y respetuosa cuando se discutían los gustos y actividades del señor de la casa.

Su deseo de convertirse en una visita aceptada en Westwood se vio favorecido por el hecho de que, cuando Hebe y Alexander vivieron allí durante los primeros meses de matrimonio, mientras buscaban casa, ambos hicieron buenas migas con todo sujeto extravagante, divertido (o lo que Alexander denominaba «agradable», una palabra que interpretaba a su manera) con el que se fueron topando, y habían llenado la casa de gente que, de haber tenido otros anfitriones menos elegantes, habría dado lugar a un ambiente cuanto menos sórdido.

Después de que los jóvenes se mudaran a Hampstead, la vida en Westwood se había vuelto más convencional, pero la tradición iniciada por Hebe y Alexander se perpetuó en cierto modo. El señor y la señora Challis estaban acostumbrados, pues, a toparse inopinadamente con señoritas vehementes gritando por los pasillos, o con viejos charlatanes disertando entre los arbustos del jardín, asumiendo que aquellos tipos tan peculiares formaban parte del círculo de los Niland. Del mismo modo, les resultaba normal y hasta recomendable que Margaret se dejara caer por allí invitada por Zita. De hecho, la preferían a los jóvenes pretendientes de la refugiada, que se pasaban el rato preparándose café y farfullando checo en la cocina. En ese sentido, Margaret constituía una mejora con respecto a algunos de sus antiguos visitantes. Seraphina estaba encantada con sus ropas sobrias y su educación (aunque su excesiva formalidad le resultaba algo forzada), mientras que el señor Challis había recibido de su esposa la impresión de que la nueva amiga de Zita tenía ciertas dotes musicales, y sabía que admiraba sus obras, aunque en realidad sospechaba que, en realidad, a quien admiraba era a él, así que, como poco, tenía hacia ella sentimientos de benevolencia.

Durante los meses más oscuros del invierno, había pensado en pocas cosas aparte de en su trabajo en el Ministerio y en Kattë, que ahora estaba convencido de que sería su obra maestra. La propia Kattë había cambiado desde que la concibiera seis meses atrás. Había comenzado siendo una muchacha morena de mirada ardiente y, ahora, era una chica rubia de ojos risueños. La tragedia que había visualizado en un principio recaía en una Kattë dispuesta a degradarse porque su amante se había formado una idea equivocada de ella, e intuía que el recelo que él mostraba era una prueba evidente de que algo de degradación debía de existir ya en su fuero interno. La de ahora, por el contrario, se centraba en la atracción fatal de Kattë hacia los hombres, que no podía evitar y que la desquiciaba y la afligía a partes iguales por el dolor que causaba. El señor Challis se había explayado a placer con este tema y creía que había creado en Kattë ese espíritu de dicha y amor liviano que puede tornarse rápidamente en tragedia, ambientándolo en la Viena de los años previos a la Primera Guerra Mundial.

Si bien sabía que Kattë era su mejor trabajo hasta la fecha, se negaba a admitir el creciente dolor que acompañaba a su creación y explicaba su persistente anhelo de Hilda con el hecho de que ella era… no su modelo, sino más bien su fuente de inspiración para el nuevo personaje. Se decía a sí mismo que los dramaturgos experimentados no suelen trasladar peculiaridades y rasgos del personaje directamente al papel y, de ahí, a las tablas, sino que esas peculiaridades y esos rasgos pasan primero por el horno de la imaginación del artista creativo y, de ahí, salen transformados en oro. Por supuesto que no había «escrito una obra sobre». Hilda, pero ella le había enseñado más cosas sobre Kattë y, al estimular su imaginación, le había permitido mejorar su creación.

Empezó a encontrar a Hilda verdaderamente encantadora. Según avanzaba el invierno, la franqueza en la que al principio se había negado a creer fue creciendo paulatinamente en su interior hasta llegar a ejercer una fuerte atracción en él. Sin embargo, no podía aceptarla como mera franqueza: buscó todo tipo de explicaciones para justificarla y estudió cada palabra y cada acto de Hilda para descifrar su verdadero carácter, que estaba seguro de que un día saldría a la superficie y la acabaría delatando. Pero las semanas pasaban, ellos seguían cenando juntos o quedando a veces los domingos por la tarde en Kenwood para sacar a pasear al perro de Hilda y, como su actitud permanecía inalterable y no se producía ninguna revelación dramática, se vio obligado a aceptar la sorprendente conclusión de que Hilda era tal cual él la veía… y a aceptar también la dolorosa conclusión de que no tenía la menor intención de ofrecerle otra cosa que un leve roce con sus dulces labios al despedirse. Sin embargo, cuando llegara la primavera, planeaba llevarla una tarde a los Kew Gardens (que era su rincón favorito porque sus paisajes participaban tanto de un sutil exotismo como de una exquisita formalidad) y, una vez allí, encandilarla entre las magnolias y las azaleas en flor, revelándole su fama como dramaturgo y solicitando su amor. Ansiaba ese día con fervor, imaginándose la escena: las corolas blancas, crema y magenta claro de las flores componiendo una fronda colorida sobre sus cabezas en el límpido aire primaveral; en la distancia, el murmullo del río; los perales en flor elevándose hacia el cielo azul casi al alcance de la mano y, perfumando toda esta escena —los invernaderos, las suaves colinas tapizadas de césped, las extensiones de agua salpicadas de pétalos de azucenas—, la fragancia del mes de abril.

¡Sí, sería en abril cuando la llevara allí y le declarara su amor! O tal vez lo adelantara a finales de marzo, pues abril quedaba aún muy lejos.

Mientras tanto, Hilda había tenido una charla con su madre acerca del señor Marco y ambas habían decidido que, como parecía profesar por ella una admiración decente y no tener malas intenciones, debía continuar saliendo con él. La señora Wilson, que a veces tenía planes para Hilda que esta ni siquiera sospechaba, señaló a su hija que solo encontraba aburrido al señor Marco porque nunca había tenido un admirador tan mayor, y le recordó al señor Rodney de tía Freda, un viudo del negocio de la construcción que se había enamorado perdidamente de ella cuando esta tenía la edad de Hilda, había empezado llevándola a almorzar a sitios tranquilos y realmente distinguidos, y a espectáculos de aves en el Crystal Palace[35], y que esa relación había acabado en una propuesta de matrimonio. Tía Freda, por supuesto, no la aceptó, porque se llevaban treinta años, pero a eso fue a lo que condujo todo. Hilda dijo que mejor que a Marco no se le ocurriera llevarla a ella a espectáculos de aves y que, si estaba pensando en proponerle matrimonio, iba apañado. La señora Wilson le sugirió una vez más que lo llevara a casa un domingo a tomar el té, pero como Hilda le dijo que no merecía la pena y que no iba a venir, el tema no volvió a tocarse.

Hilda se sentía ligeramente interesada en aquel aroma a modo de vida distinguido y a sentimientos elevados que emanaba el señor Challis: le gustaban su delicadeza y su cortesía, y casi lamentaba que perteneciera a otra clase social, cosa que, para ella, estaba más clara que el agua. «Pero pronto me hartaré de él —pensaba—. Es un poco plomo».

Cada pocos días, la llamaba por teléfono al ayuntamiento, y su voz clara y aterciopelada causaba cierto revuelo entre sus compañeras de trabajo.

—¡Hild, es tu chico de la BBC! —le susurraba alguna de ellas con ojos desorbitados tendiéndole el auricular—. ¡Ay, cómo suena su voz! ¡Qué suerte tienes!

—Suena normal, no exageres —decía Hilda en tono críptico para no avivar las sospechas de que estaba coqueteando con alguien por encima de su clase—. No juzgues el regalo por el envoltorio.

A medida que las tardes de febrero se fueron alargando y las campanillas de invierno florecieron, Margaret y Hilda se vieron menos aún si cabe. Margaret estaba ocupada a tiempo completo con su trabajo en la escuela, con las visitas a Westwood y con sus cada vez más frecuentes salidas a teatros y conciertos con Zita, mientras que Hilda, consciente de que estaba siendo suplantada, ocultaba sus sentimientos e incluso inventaba excusas ante su amiga, recordándose a sí misma que Mutt siempre había sido una intelectual y que ahora había encontrado a alguien que compartía sus gustos. Hilda poseía ese carácter reservado e impenetrable que a menudo acompaña a los temperamentos alegres. Su aversión a mostrar sus sentimientos más íntimos era casi neurótica. Cuando mataban a uno de los jóvenes con los que salía, montaba en cólera, lloraba de rabia durante un cuarto de hora y luego prometía no volver a mencionar nunca su nombre, ni a pensar en él; escondía su dolor y su ira en algún recoveco perdido de su mente y al final olvidaba el asunto.

En las raras ocasiones en que Margaret la telefoneaba o se pasaba por la casa de los Wilson, permanecía impasible, como si no fuera con ella. Pero ya no iba a casa de Margaret a menos que la invitaran y, cuando ambas quedaban, solo intercambiaban las bromas cariñosas de siempre. A Margaret le fue resultando cada vez más difícil hablarle a su amiga del cambio que se había operado en su interior desde que Zita le había descubierto el mundo de la música y abierto las puertas de Westwood. Creía ser mucho más dichosa, pero se veía obligada a admitir que el éxtasis con el que escuchaba los conciertos vespertinos y la turbación que experimentaba al atisbar a Gerard Challis en la distancia eran demasiado intensos para ser calificados de felices exactamente.

Durante el mes de febrero, su madre se puso bastante insistente para que arrastrase al señor Fletcher al círculo familiar. Los sábados lo invitaban a pasar la tarde en Highgate y, para su fastidio, él aceptaba casi siempre, así que empezó a ser bastante habitual verlo allí, en mangas de camisa, cavando en el jardín en compañía del señor Steggles.

Si la señora Steggles pretendía reformar a su marido despertando en él interés por la jardinería, lo llevaba claro. Al señor Steggles esta actividad le aburría soberanamente, las flores naturales no le gustaban (él prefería las de terciopelo que olían a Californian Poppy[36]) y solo hacía acto de presencia en el jardín por el afecto que sentía hacia el pobre Dick, que sí que parecía profesar un gusto genuino por la jardinería. ¡Con qué gratitud oía el señor Steggles la llamada para tomar el té de las cinco! ¡Y con cuánto mayor agradecimiento dejaba a un lado su taza vacía después de escuchar las noticias de las seis y sugería a Dick que salieran a tomar una copa en El Leñador! Por lo general, la cosa terminaba en una partida de póker con amigos comunes en Londres que duraba hasta que el señor Steggles cogía el último tren de vuelta a casa.

Las tardes de sábado en que hacía buen tiempo y, en ocasiones, cuando no lo hacía, pero siempre que no hubiera llovido, la señora Steggles le decía a Margaret que saliera con el señor Fletcher y con su padre y que los entretuviera. Normalmente, Margaret se negaba con la excusa de que tenía ejercicios que corregir, pero una vez sí que salió al pequeño jardincito, húmedo y sombrío bajo el cielo nublado de febrero, cogió una pala pequeña y dio dos o tres paladas mientras dirigía algún que otro comentario a Dick Fletcher, que cavaba sin tregua, con la cara roja como un tomate y la camisa remangada. A Margaret se le hundían los zapatos en la tierra húmeda y el mango de la pala le estaba haciendo ampollas en las manos. La jardinería le aburría soberanamente, y lo que único que deseaba era volver a su tranquila habitación y a su libro abierto sobre una mesa. Además, Dick Fletcher estaba prestando tan poca atención a sus palabras que acusaba la molestia añadida de tener la impresión de que estaba perdiendo el tiempo, pero, aun así, continuó:

—¿Entiende usted que haya gente tan sumamente ensimismada con la jardinería, señor Fletcher?

Él emitió un sonido inarticulado como respuesta.

—A mí me parece un trabajo en toda regla, no un pasatiempo. No puedes decir: «Voy a salir a hacer media hora de jardinería» y luego volver a entrar en casa y seguir con otra cosa; al final, tienes que dedicarle la mitad del día…

De repente, dejó de cavar y se giró hacia ella con la cara completamente encendida:

—Chica —espetó—. Si vas a cavar, cava y no hables. ¡No puedo hacer las dos cosas a la vez! —Tras lo cual, volvió a clavar la pala en la tierra.

Margaret se quedó perpleja. Experimentó ese impacto que sentimos cuando nos sueltan una grosería sin venir a cuento. Estaba a punto de retirarse con la dignidad ofendida, cuando él levantó de nuevo la vista, esta vez con una sonrisa en la cara.

—¡Vamos, muévete! —dijo—. ¡Me apuesto un chelín a que no has terminado ese arriate para la hora del té!

—Usted gana —dijo ella, apoyando la pala contra un árbol y sacudiendo después sus delicadas manos—. Se parece demasiado a trabajar.

Él no contestó y ella se quedó un instante más para admirar el árbol bajo el que se encontraban. Era un sauce alto y joven, con una hermosa copa cargada ahora de abultados capullos de un verde plateado teñido de rosa, y la luz de la persistente primavera parecía atrapada en su etérea red. No se veía ningún otro brote en el jardín, pero la tierra recién removida emanaba un olor dulce y la tibieza del aire era completamente diferente a la del otoño.

—Es muy raro ver esa especie rosada —dijo apoyado en su pala y alzando también la vista al árbol.

—No… es una preciosidad.

Él asintió y sonrió, pero sin que su expresión revelara deleite alguno. Acto seguido, volvió a empuñar la pala y se puso a cavar otra vez. Margaret cambió de idea sobre lo de volver a casa y empezó a arrancar esponjosas varas de oro gris a puñados.

—Eh, Margaret, ¿ya te has dado por vencida? —le gritó su padre desde la otra punta del jardín.

—Estoy con esto. —Le mostró las varas de oro—. Deberían haber salido el otoño pasado. Jamás conseguiremos que esto esté decente para el verano.

—Desde luego yo no me voy a matar intentándolo —farfulló el señor Steggles, enderezando la espalda.

—Me gustaría verlo en condiciones —dijo Margaret de repente, plantándose con los brazos llenos de aquellas matas de sobrenatural proliferación y levantando la cabeza al cielo llena de entusiasmo—. Solo que ojalá no pusiéramos un césped bordeado de flores. Todo el mundo lo tiene así. Me gustaría algo diferente.

—Te gustaría, ¿verdad? —dijo Dick Fletcher alzando la vista y riendo—. ¿Por qué no ponemos el césped por los bordes y las flores en medio?

—¿Y por qué no? —exclamó ella—. Como los jardines de los Tudor.

—¿En serio? —contestó fatigado, descansando de nuevo y secándose la frente. Miró el reloj.

—Sí, en eso estaba pensando yo —confesó el señor Steggles, tirando al suelo su pala sin reservas—. Ahí está Mabel, en el momento justo.

La señora Steggles estaba en la cristalera del salón indicándoles que el té estaba listo.

Mientras se lo tomaban, todos llegaron a la conclusión de que el jardín empezaba ya a parecer otra cosa, y el señor Steggles tuvo que oír consternado que, ahora que habían empezado, ya no podían dejarlo a medias: la señora Steggles había diseñado todo un programa para los meses venideros, que incluía fumigar el pulgón y echar arena para césped.

—Oh, siempre hay algo que hacer en un jardín —concluyó con regocijo—. En ese sentido, es como una casa. ¿Más tarta, Dick? Tiene mejor aspecto desde que trabaja al aire libre.

—Es verdad, me siento mejor —contestó él y Margaret advirtió que lo decía en serio—. Estoy deseando que llegue el sábado para venir aquí —añadió, aunque esta vez ya no estuvo tan segura de si lo había dicho en serio o no.

—Es una pena que no pueda pasar aquí todo el fin de semana y notar realmente la mejoría —dijo la señora Steggles.

—Es usted muy amable, pero me temo que no es posible: los domingos siempre los tengo ocupados.

—¡Oh, los domingos! ¡Es verdad, no debemos pedirle que deje lo de los domingos! ¡Lo había olvidado por completo!

El señor Fletcher pareció a la vez incómodo y molesto y Margaret se preguntó cómo un hombre de su edad y experiencia podía mostrarse tan abochornado en una situación tan banal.

Después de que los hombres se hubieran marchado, Margaret salió fuera cuando ya anochecía para terminar de arrancar las varas de oro. La hierba húmeda le mojaba las espinillas y los tallos, largos y duros de las plantas, le arañaban los antebrazos. El aire fresco era delicioso y, allá en lo alto, el joven sauce sostenía una luna creciente entre sus ramas. Mientras se afanaba, sin pensar en nada salvo en las sensaciones placenteras que la rodeaban, le llegó un trino de pájaros remoto y apenas perceptible y cinco patos con cuellos estirados atravesaron el cielo. Se recortaron durante un instante contra la luna nublada y el árbol florecido y luego pasaron de largo. Margaret siguió su vuelo con la mirada hasta que desaparecieron en dirección a Kenwood y, entonces, su mirada se detuvo en Westwood, en lo alto de la colina.

—¿Qué crees que hará el señor Fletcher los domingos? —le preguntó la señora Steggles mientras cenaban.

—Es bastante obvio, ¿no? —respondió Margaret, a la que no le gustó nada que le volviera a sacar el tema.

—Oh, hay una señorita de por medio, eso es seguro, pero ¿por qué querrá mantenerlo tan en secreto?

Margaret se quedó callada, pensando que la mente de su madre era más ingenua que la suya.

—No hay motivo por el que no pueda casarse de nuevo si lo desea —continuó la señora Steggles—. Él no fue el culpable de lo que pasó…

—Tal vez esa «señorita» no esté libre del todo, ¿no crees? —dijo Margaret intentando revelarle sus sospechas del modo más delicado posible.

—¿Casada, quieres decir? Oh, espero que no. No me gusta pensar que pueda estar manteniendo una relación con alguien así.

A Margaret le pareció que la conversación estaba tomando un derrotero peligroso e intentó cambiar de tema diciendo que había disfrutado enormemente de la tarde en el jardín.

—Sí, te ha venido bien; no respiras suficiente aire puro, querida, todo el día metida en la escuela y luego trasnochando hasta las tantas de la madrugada. Me gusta Dick y me gustaría verlo emparejado con una buena chica. ¿A ti no?

—¿Que si me gusta dices? Sí, más que antes. Aunque no creo que sea fácil llevarse bien con él.

—Bueno, contigo tampoco, Margaret. De hecho, él cree que tú eres una estirada.

—¿Y cómo diantres sabes eso, madre? ¿Te lo ha dicho él?

—Pues claro que no. Él es de lo más cortés y educado. Pero eso se ve a la legua, no estoy ciega. Sería mucho más simpático si tú le dejaras…

—¿Quieres decir que le gusto? —Margaret estaba molesta porque sentía que se estaba ruborizando, aunque se debía tan solo al recuerdo de la interferencia de su madre en su primera historia de amor.

—No de ese modo, Margaret. Me temo que tú no eres de las que atraen a los hombres, asumámoslo; pero a él le resultaría más fácil ser amable contigo si hablaras más y no fueses tan orgullosa.

—Bueno, lo intentaré —dijo Margaret en tono conciliador. No tenía la menor intención de cumplir su palabra, únicamente quería terminar la conversación. Además, pensaba que Dick Fletcher estaba demasiado desilusionado para que su simpatía, o la de cualquiera, cambiara mucho las cosas. Le daba pena, porque aquella persistente juventud reflejada en el color de sus mejillas y, de vez en cuando en su actitud, sugería que hubo un tiempo en que fue un hombre apasionado y feliz. Sin embargo, algún manantial se había secado en su interior y ella no tenía intención— ni poder (le parecía) —de hacerlo fluir de nuevo.