Capítulo 11

Se fue temprano a su habitación. Había tenido que escuchar cómo su madre la acusaba de no ser patriota por encender la estufa de gas, así que cerró la puerta y se puso a corregir cuadernillos de ejercicios. Esperó varias horas a que sonara el teléfono, pero, como estaban a punto de dar las once, dejó a un lado el trabajo y, presa de una profunda decepción, empezó a prepararse sin más remedio para meterse en la cama, pensando que Zita estaría demasiado ocupada para cumplir su promesa.

A las once y cuarto bajó sigilosamente en bata y se sentó en el último peldaño de la escalera, decidida a interceptar la llamada antes de que su madre se le adelantara y a dejar las explicaciones para después. A aquellas horas, su padre hacía trabajo extra para otro periódico y rara vez volvía a casa antes de medianoche.

A las once y media en punto, el teléfono sonó.

—¿Diga? —contestó, reprimiendo un grito tras descolgar el auricular con brusquedad.

—¡Ach, hola, hola, Margaret! ¡Soy Zita, por fin! ¿Cómo estás, mi querida amiga? ¿No trabajando estarías, verdad?

—Oh, no, para nada… —dijo Margaret. Era evidente que a Zita no se le había pasado por la cabeza que su querida amiga pudiera estar acostada y dormida—. ¿Cómo ha ido la fiesta? —continuó Margaret.

—¿Ido? ¡Pero si no terminado; todavía sigue! El señor Beefy ha vuelve casa de permiso y traído a algunos amigos. Mucho ruido y muchas risas, pero metido en esta pequeña habitación con teléfono para hablar contigo tranquila…, Margaret.

Hubo una pausa cargada de sentimentalismo. Margaret notó que se esperaba que respondiera algo apropiado, pero lo único en lo que pudo pensar fue:

—Eres un verdadero encanto, Zita. Mmm… ¿Y quién es el señor Beefy?

—Es el mayor… es hijo mayor, quiero decir… de señor y señora Challis. Ach, ¡joven realmente encantador!

—Oh —dijo Margaret, intentando pensar con todas sus fuerzas en algo que decir después de eso—. Mmm… Espero que no te estén cansando mucho.

—Yo siempre cansada —contestó Zita con un toque de indignación que a Margaret no le sonó nada bien—. Trabajo a ganarme la vida y muy duro.

—Vaya… es terrible. Cuánto lo siento, Zita. —Margaret intentó parecer afectuosamente comprensiva—. Deberías irte a dormir en cuanto puedas y descansar bien.

—Después hay fregar todos los platos. —Su voz sonaba ahora desconsolada.

—¿Y no puedes dejarlo para mañana? Tendrás todo el domingo por delante.

—Oh, no, Margaret. Fregado es lo mejor. Lo hacemos todas juntas y después preparamos té y señor Beefy ayuda y reímos mucho. —Hacia el final de esta frase, las nubes empezaron a disiparse y, al terminar, la voz de Zita sonaba más alegre que unas pascuas.

—Parece divertido —dijo Margaret nostálgica.

—Es, Margaret, es. Pero ahora hablarte de un concierto vamos a ir juntas, ¿sí?

—Ay, sí, ¡me encantaría!

Por desgracia, la línea se llenó de interferencias justo en este prometedor momento y, cuando volvió a oír con claridad, Zita estaba diciendo:

—… y domingo próximo habrá cumplido cuarenta años en escenarios. Dos entradas hay y juntas vamos ir. (Vamos juntas ir, quiero decir…). Compré una para amigo, ¡pero ya no es más amigo!

Pausa dramática.

—Ay, lo siento mucho, querida —dijo Margaret sin energía.

—Oh, no, no, Margaret. Menos mal descubierto… ¡Un asqueroso es, bicho asqueroso!

Margaret consiguió hacerle ver, a pesar de la risa sofocada, que estaba segura de que había hecho bien en deshacerse de él.

—Tú ríes, Margaret —dijo Zita, con aire complacido—. Eso bueno. Tu cara demasiado triste.

—¿En serio? No me había dado cuenta.

—Sí. La primera vez que vi a ti, pensé que eras viuda o chica pobre que habían engañado.

—¡Pero bueno, qué horror! No tenía ni la menor idea…

—Sí. Así que debes reír y cara tendrá mejor aspecto.

—De acuerdo. Lo haré.

—Y mañana, nos encontraremos en puerta del Apollonian Hall, tres menos cuarto. Será maravilloso Liederabend de Schubert, Brahms y Hugo Wolf. ¿A ti gustan canciones de Hugo Wolf?

—Me temo que no las conozco. ¿He quedado muy mal?

Ach, no sabes lo que pierdes. No importa… Mañana oiremos y verás te gustar.

Zita parecía querer seguir con la conversación hasta el infinito, pero Margaret, aunque encontraba fascinante que estuviera deseando prolongarla, temía que su madre se despertara y colgó educadamente en cuanto se le presentó la ocasión.

La gran artista de la que Zita le había hablado tenía sesenta años. Mientras estuvo en el escenario de la sala de conciertos la tarde siguiente, contemplando el auditorio con mirada tranquila, su apariencia le sugirió la de una hausfrau culta vestida para recibir a amigos en su propio salón, más que la de una cantante que hubiera deleitado oídos refinados y realezas por todo el mundo. Un vestido de tela suave de color verde claro con mangas amplias cubría su majestuosa figura, y la única joya que le adornaba era un collar de perlas pequeñas, mientras que su bonito perfil aparecía despejado gracias al recogido tirante e inflexible que siempre se asocia a la típica alemana. Cuando sonreía, la severa expresión de su rostro se transformaba en una dulce calidez que recordaba al sabor del pan recién hecho y a otras delicias caseras. Dos fotografías suyas en el programa, que Margaret estaba estudiando con sumo interés, enfatizaban el atractivo de la cantante al sugerir que había envejecido de modo armonioso. Una de ellas la mostraba cuando todavía era una muchacha de veinte años, con su cara redonda, su boquita de piñón y esos elaborados tirabuzones y rizos propios de una belleza alemana de 1903; la otra mostraba la artista ya madura, y se veía que los años no la habían hecho perder hermosura.

El público se mostró de lo más efusivo, pues se oyó un murmullo afectuoso en cuanto Madame salió del camerino y subió al escenario. Al fondo del auditorio, los acomodadores se dispusieron a reunir las cestas en las que serían depositadas las orquídeas, violetas y crisantemos en las que aquella raza poco dada a la música, los ingleses, había derrochado grandes sumas de dinero, en pleno invierno y en mitad de la peor guerra de la historia de su país. Todo porque la cantante supiera lo agradecidos que le estaban por su presencia y lo mucho que la admiraban y la querían.

Zita le comentó a Margaret que este era un concierto de aniversario por los cuarenta años de Madame sobre los escenarios, y Margaret escuchó con gran interés su explicación, leyendo las forzadas traducciones en prosa de las canciones e intentando memorizar su significado para no tener que estar todo el rato mirando el programa cuando empezara a sonar la música. Aun así, le resultaba difícil concentrar su atención en las letras, pues se sentía fascinada por lo selecto de la audiencia. Al principio, le entró la tentación de preguntarle a Zita acerca de la fiesta de la noche anterior en Westwood, pero su nueva amiga se había sumido en un extraño silencio y Margaret, que ignoraba que este era siempre su estado de ánimo cuando se predisponía a escuchar música, sintió en cierto modo como si la estuvieran rechazando.

En ese momento, las primeras notas de la Suleika de Schubert rasgaron el silencio expectante. Margaret se entregó a la melodía con una atención tan desmedida, casi tan dolorosa, que cualquier deleite que hubiera podido sentir se perdió con el esfuerzo de la concentración. Hasta que no se apagaron los primeros aplausos, que la cantante agradeció con una pronunciada reverencia, y empezaron a sonar los primeros acordes de Die Stadt, no dejó que se desvaneciera esa tensión de la que era presa para dejar paso a un torrente de auténtico placer. Permaneció inmóvil, con las manos en el regazo, sumida en una pena inconsolable, escuchando la lenta melodía que se desplegaba por la quietud de la sala como la niebla por las apacibles aguas crepusculares de la historia que narraba, mientras en su imaginación iban dibujándose poco a poco los torreones de un castillo dominando una ciudad antigua. La tristeza de la balada le heló el corazón: la noche estaba cayendo sobre las aguas mansas sin que una estrella brillara en su negrura y en el corazón de la cantante anidaba una noche aún más oscura. Cuando los últimos acordes se apagaron y empezaron los aplausos, Margaret se unió al frenesí del público hasta que le ardieron las palmas de las manos.

—¿Gusta? —le preguntó Zita en tono ausente y con los ojos puestos en la cantante, que no paraba de saludar.

—¡Oh, sí! ¡Es maravillosa!

—Cantará mejor después, cuando haya calentado voz, como vosotros decís.

Margaret no estaba preparada para el repertorio de registros y matices de los que hacía gala la cantante. Su voz, que había sido profunda y solemne en Die Stadt, era ahora suave y delicada en Auch Kleine Dinge, y sonaba recia en la alegría impaciente y masculina de Abschied. Mientras la escuchaba, la robusta y anciana figura que tenía delante parecía convertirse en una extraña bruja blanca que podía dar vida a cualquier personaje imaginable gracias a la magia de su voz y, aunque al principio se había sentido algo decepcionada con el aspecto tan poco romántico, en principio, de Madame, ahora empezaba a apreciar lo realmente arrebatado que era, un aspecto que armonizaba a la perfección con la germánica belleza de las canciones que había elegido para la velada.

Cuando la tarde tocó a su fin, la imagen que se había formado en la imaginación de Margaret era la de una Alemania distinta; una Alemania que se negaba a aceptar que su espíritu se hubiera perdido para siempre en el pasado, con su seria inocencia de rosas, palomas y tilos, y cuyo mero recuerdo solo volvía durante breves instantes a las mentes de las pocas miles de personas en el mundo que en aquellos momentos tan trágicos adoraban esa música. A medida que el encantamiento de sus sentidos se acrecentaba, fue olvidando poco a poco la realidad de la Alemania actual: su mente fantaseaba con un país de vigorosa belleza nórdica, donde el canto de Lorelei en el río resonaba por encima de los martillazos de los gnomos en las minas de las montañas, y donde los grupos de muchachos y muchachas, los Wandervogel, cuyas voces se mezclaban con las cantarinas aguas rápidas del gris y ancho Rin, vagaban por colinas sembradas de viñas y pinares de penetrante fragancia, perpetuando la tradición del trovador, que tan a menudo había sido de origen alemán en época medieval.

¡Qué hermoso era todo aquello! Se sentía como si hubiera hallado un tesoro largo tiempo perdido, y en esas brumas flotaba cuando llegó el intermedio y las cestas fueron llevadas en procesión por todo el auditorio, que lanzó flores a la cantante en medio de un entusiasta y prolongado aplauso.

Madame las recibió con un ligero mohín y unos labios apretados que no se tornaron de inmediato en sonrisa; hizo hasta un leve movimiento de cabeza como diciendo: «¡Mecachis! ¡Mira que desperdiciar todas esas flores conmigo, con lo caras que están!». No obstante, se notaba a la legua que estaba emocionada, pues cuando al fin dejó de saludar y contempló a la audiencia sonriente y jaleosa, que en muchos casos no pudo reprimir las lágrimas, sacó un pequeño pañuelo y no intentó dar las gracias a todos sus amigos, sino que se limitó a sonreír, se lo llevó a los ojos y se quedó allí observando al público enfervorecido.

—Nunca he escuchado cantar mejor —dijo Zita, que también estaba llorando a moco tendido. Los ojos de Margaret estaban secos, pero el tumulto en su imaginación la expiaba con creces—. ¿Está gustando a ti? —continuó Zita, que se había vuelto hacia ella con brusquedad.

—¡Oh, Zita! Muchísimo. No sé cómo darte las gracias.

—Tenemos buenos asientos —dijo Zita, echando un vistazo con suficiencia a las filas abarrotadas a su alrededor—. Creo no queda uno libre. Hace tres semanas que reservé asientos. Cada uno ocho chelines y seis peniques. —Margaret estaba segura de que había dicho esta última frase con toda la intención y sintió cómo empezaba a ruborizarse—. Si amigo hubiera venido conmigo, habría pagado parte suya sin dudar —puntualizó Zita, mientras Margaret guardaba silencio—. Era asqueroso, bicho asqueroso, pero se pagaba cosas… la mayoría de veces, claro.

—Y, por supuesto, debes dejarme que yo haga lo mismo —añadió Margaret manteniendo la calma. Notó que el incidente le había crispado más que cualquier otra cosa que hubiera pasado hasta el momento entre las dos.

—¡Eso espero, eso espero! —exclamó Zita, soltando una risa estridente y desagradable—. Es que yo no rica, Margaret.

Margaret empezó a sospechar que su pasaporte de entrada a Westwood podía resultarle más caro de lo que había imaginado, pues el carácter de Zita era a todas luces voluble y quisquilloso y, a la larga, su hipersensibilidad podía resultar menos atractiva que la inagotable alegría y el sentido común de Hilda. Sin embargo, ¿se habría gastado Hilda ocho chelines y seis peniques en una localidad para disfrutar de un concierto de lieders alemanes? Se imaginaba los comentarios de Hilda. Incluso si Margaret la hubiera invitado, se habría aburrido allí donde Zita se había entusiasmado. Margaret decidió no dejar que este incidente le estropeara la tarde.

Las canciones de la segunda mitad del programa eran aún más hermosas que las primeras, pero, poco a poco, se fue dando cuenta de que la profunda tristeza que transmitían estaba desmoralizándola en cierto modo, y de que había algo en aquellos ruiseñores, en aquellos lagos y aquellas antiguas ciudades en torno a los cuales se tejían sus historias que le helaba la sangre. Bajo la aparente calma, detectaba un toque de desesperación insana, y en el fondo de aquellas exquisitas arias acechaban imágenes de cementerios, de muerte, de lánguida tristeza, bajo las que solo encontraba ternura desconsolada. El pasado que nunca volverá, la tranquilidad de los muertos y los días en que el desconsolado poeta aún saboreaba las delicias del amor eran motivos que aparecían una y otra vez en medio de un derroche de belleza que encontró extrañamente perturbador, así que, cuando la cantante abandonó el escenario después de una serie de bises cuyos títulos había anunciado con su precioso acento, Margaret no hizo amago de levantarse y dirigirse hacia la salida junto con el resto, sino que permaneció sentada, inmóvil y perdida en sus pensamientos, mientras Zita se ponía con brío la bufanda y los guantes y se miraba su larga nariz en un espejito. Una vez fuera, en las oscuras calles, mientras caminaban hacia el metro, Margaret iba sumida en un silencio meditabundo.

—¡Sí! —dijo Zita de repente—. ¡Todo muy bonito! Pero también hay espanto…

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Margaret sobresaltada.

—Las canciones. En ellas mucha locura. Hay un loco en casita alemana y a veces mira por la ventana.

—¡No! —exclamó Margaret; la imagen era desagradablemente vívida.

—Sí, mira por la ventana. ¡Yo lo he visto con ojos! —Se quedó callada durante un momento y la mano que estaba agarrando el brazo de Margaret empezó a temblar—. Y mi padre y mi madre también han visto, y toda mi gente ha visto. Ha vivido allí desde mucho, mucho tiempo hace y, cuando mira fuera, solo ve oscuridad y crueldades tristes. Hasta luz del sol parece triste.

—Pero esa canción titulada Auch Kleine Dinge no era nada triste, ni Theresa —protestó Margaret.

—No. En casita también viven otras personas y ellas no locas. Pero loco siempre allí, de eso puedes estar segura.

Se quedaron en silencio durante un momento. Había empezado a caer una fina lluvia y las aceras estaban bastante resbaladizas.

—A veces sale de la casa —dijo Zita dando un largo suspiro de estremecimiento—. Que Dios guarde a nosotros cuando venga. Bueno, no hablemos más en cosas tristes —propuso, dando un repentino apretón al brazo—. Crees soy desagradable por pedirte que pagues entrada. Ach, sí —dijo sacudiendo la cabeza cuando Margaret intentó protestar—. Sé, sé bien. Se te nota en cara. Y te arrepiento de haberlo pedido. Si viviese todavía en Hamburgo y tú estuvieras quedándote en casa mía conmigo y padres míos, serías invitada mía y nunca, nunca pediría. ¡Pero ahora soy tan pobre! Y no acostumbro, Margaret. No sé ser pobre, y odio.

—Lo siento mucho —dijo Margaret, apretando el fino brazo enganchado en el suyo y sintiendo por primera vez afecto genuino por Zita—. Nunca debería haber permitido que me lo pidieras; debería haberme ofrecido a pagar mi parte en cuanto me sugeriste que fuéramos. De ahora en adelante, iremos a medias, ¿de acuerdo? Hilda y yo siempre lo hacemos.

—Como digas tú, Margaret —dijo Zita con desánimo—. Será lo mejor. ¿Hilde? ¿Es amiga tuya otra?

—¡Oh, sí! En realidad, es mi amiga más antigua.

—Te gusta más que yo —afirmó Zita, mirándola por encima del hombro mientras sacaba dos billetes de la máquina.

—No, no es así, Zita, en serio. Me gustáis las dos, cada una a vuestro modo.

—Es mismo —dijo Zita montándose en las escaleras mecánicas y levantando la vista hacia ella con sus oscuros ojos tristes. Margaret no pudo hacer otra cosa que menear la cabeza. Al final, el aspecto elegante de Zita atrajo la atención de un soldado extranjero que la miraba con tal devoción que a ella se le escapó una risita—. ¿Sabes adónde vamos? —le preguntó de repente cambiando de conversación cuando el tren llegaba a la estación de Highgate—. Llevo a ti a casa a tomar té.

—¿A Westwood? —exclamó Margaret—. Oh, gracias, Zita, pero ¿volverás después a tomar el té conmigo? Mi madre nos está esperando. O bueno, a medias…

Zita hizo lo que solía describirse como un moue y ladeó sus diminutas manos de un lado a otro.

—Gracias, otro día mejor —contestó bastante seca, y Margaret dedujo que la idea de una anfitriona que solo esperaba a sus invitados a medias no resultaba demasiado atractiva. Por muy pobre, poco agraciada y refugiada que fuera, no había duda de que sabía arreglárselas sola.

Westwood estaba cerrada a cal y canto, fría y oscura, y parecía que no había nadie dentro. Zita la hizo entrar a toda prisa por una puerta trasera, la condujo arriba, recorrió pasillos apenas iluminados y subió y bajó oscuros y sinuosos tramos de escalera hasta dejarla totalmente desorientada. Al fin, sin embargo, abrió una puerta.

—¡Aquí estamos! Entra, Margaret —exclamó encendiendo la luz.

—Grantey ha echado cortinas por apagón —continuó, dirigiéndose a la ventana para arreglar los pliegues—. Pongámonos cómodas.

Poco después, estaban sentadas en un sofá victoriano delante de la chimenea comiendo pastelitos y sorbiendo té recién hecho. El paso del frío y la oscuridad a la calidez y la luz fue tan placentero que, por un momento, Margaret no prestó mucha atención a lo que la rodeaba. Zita permanecía sentada muy erguida con un pastel en una mano y una taza en la otra, como un tití que mirara pensativamente el fuego.

—¿Gustan? —preguntó de repente, levantando el pastel—. He hecho yo misma. Es receta alemana.

—Mucho —asintió Margaret—. Tienes una habitación muy bonita —añadió tímidamente, echando un vistazo a su alrededor.

Zita se encogió de hombros.

—Señora Challis me dejó traer muchas cosas de otras habitaciones. Cuando llegué era muy vacía.

Margaret la creyó, porque había muchas cortinas y sillas tapizadas, y era obvio que el gusto oriental de Zita por el lujo se había impuesto a la elegancia gastada y austera del mobiliario original de la habitación. En la repisa de la chimenea había retratos de alegres caras judías: grupos de chicas sonrientes vestidas de blanco, caballeros con abrigos largos y sombreros de copa y niños despiertos de ojos negros. Aunque la habitación no podía haber existido en ningún otro lugar más que en la casa de una familia inglesa de pura cepa, no se advertía incongruencia alguna entre esta y las fotografías de aquella vivaz raza extranjera, pues en la casa ya había un dorado buda bailarín, unas espadas birmanas y un armario chino que parecían el botín que unos constructores del Imperio Británico hubieran reunido y luego depositado despreocupada pero armoniosamente junto a la cretona gris y blanca, la gastada alfombra carmesí y las cortinas moriscas rojas y doradas de las ventanas.

—¿Está en la parte de atrás? —preguntó Margaret—. Estoy completamente perdida.

—Da al jardín —dijo Zita y, justo entonces, la puerta se abrió y una voz dijo:

—¿Zita? ¿Estás tomando té? ¿Puedo acompañarte? Oh, no… Lo siento mucho…

La sonriente señora que había abierto la puerta ya se marchaba cuando Zita se precipitó hacia ella, exclamando:

—¡Oh, por favor, entre, señora Challis! Es amiga Margaret mía, señorita Steggles; hemos estado en concierto y encantaría a nosotras que se tomara té aquí.

—Si estás segura de que no interrumpo nada… —dijo la señora Challis y se acercó a la chimenea, se arrodilló frente a ella y alargó las manos para calentárselas.

—¿No hace una noche espantosa? —dijo, volviendo sus grandes y divertidos ojos hacia Margaret—. Y ahora, para colmo, se está formando niebla.

Margaret murmuró algo. La mezcla de admiración, envidia y desesperación que estaba experimentando la hizo olvidar sus modales.

—¿No cree que deberíamos darle las gracias por encontrar nuestra cartilla de racionamiento? Además, creo que fue usted también quien nos arregló los fusibles —continuó la señora Challis, dejando su taza a un lado y deshaciéndose del abrigo. Margaret reconoció el perfume de la noche anterior y, para su fastidio, fue incapaz de pronunciar una palabra en el momento en que más deseaba causar buena impresión. La señora Challis seguía parloteando—: ¡Qué té más delicioso! Estaba medio aterida de frío. ¿Todo el mundo ha salido? No hay nadie en la cocina…

—Creo que señor Challis está escribiendo en su estudio —dijo Zita con solemnidad—. Señora Grant se llevar los niños a casa y Cortway todavía no vuelto.

—¿Todavía no? —preguntó extrañada la señora Challis, haciendo una pausa con un pastelito a medio camino de sus labios y la mirada fija en Zita—. Oh, la vieja señora Cortway debe de estar enferma.

—O tal vez muerta —dijo Zita, con voz apagada.

—¡Dios santo, esperemos que no! —puntualizó la señora Challis, lanzando una incontenible mirada a Margaret—. Espero que haya vuelto para la hora de la cena. Bueno, ¿han disfrutado del concierto? ¿Tenía buena voz…? Pobrecita anciana. ¿Va usted a muchos conciertos, señorita Steggles? —añadió, volviendo su dulce cara sonrojada hacia Margaret con tal amable interés que la última recibió una sensación de calor tan real como si procediera del mismo sol.

—La verdad es que no, pero la señorita Mandelbaum… Zita, tuvo la enorme amabilidad de llevarme y la verdad es que nunca he disfrutado más de algo en mi vida —contestó, con lo que le pareció demasiada vehemencia.

—¡Qué divertido! —exclamó la señora Challis—. ¿No es Madame un ángel? Me encanta el moño que lleva; nunca se lo cambia, y le sienta divinamente. Oh, bueno, hay montones de cosas interesantes que hacer este mes y, cuando no pueda ir al centro, debe venir y escucharlas con Zita en la Habitación Pequeña: es muy tranquila y siempre os podéis imaginar que tenéis el concierto para vosotras solas.

A esto se levantó y se sacudió las migajas de su vestido de lana oscuro, que le quedaba ceñido al cuerpo mediante intrincadas costuras y no tenía adornos, salvo el propio corte y los pliegues. Margaret había visto fotos de vestidos como ese en el Vogue, pero nunca antes en una mujer de carne y hueso.

—Muchas gracias, señora Challis. Es muy amable por su parte. Estaré encantada de volver —murmuró, rebosante de alegría, pero consciente de que los ojos negros de Zita pasaban de la señora Challis a ella centelleando de celos.

—Ahí suena Grantey —dijo la señora Challis—. La estoy oyendo cribar el Esse. Gracias por el té. Estaba delicioso. Y ahora buenas noches, chicas. —Se despidió de las dos con un radiante asentimiento y se marchó, con el abrigo de piel colgando de un hombro.

Margaret echó una mirada inquisidora a Zita.

—¿Cribar el qué?

El Esse. ¡Es hornillo de la cocina y cuando limpias la ceniza se llama cribar! No sé por qué —espetó Zita enfadada, empezando a recoger las tazas.

—Deja que te ayude —dijo Margaret levantándose.

Nein, nein. Yo hago, yo hago. Tengo volver pronto a trabajo, así que, ¿por qué no empezar ya? —gritó Zita, cuyo humor parecía ir rápidamente de mal en peor. Margaret, sin embargo, cogió las tazas que estaba amontonando de mala manera y las colocó cuidadosamente sobre la bandeja, mientras Zita, derrotada, se quedaba mirándola de brazos cruzados.

—Y ahora —dijo Margaret con brío—, ¿dónde las fregamos?

Zita meneó la cabeza.

—No voy decírtelo. Nein.

—Entonces, se las llevaré a la señora Grant —dijo Margaret dirigiéndose a la puerta.

—Nein… nein! —masculló Zita abalanzándose hacia ella para cortarle el paso—. ¡A ella no gusta que traiga amigas a tomar té!

—Si la señora Challis no pone objeción, eso no debería importarte. La señora Grant es solo la cocinera…

Nein, es muy fácil decirlo —replicó Zita en tono pesimista y Margaret (a pesar del triunfo conquistado cuando el enemigo de repente cruzó a toda prisa el rellano y le mostró un aparador y un fregadero del servicio) tuvo la fugaz sospecha de que así era.

—¡Soy mala contigo! —anunció Zita, cuando hubieron fregado y secado dos platillos y un cuchillo.

—Oh, no —repuso con dulzura.

—Sí, sí, soy. Ya no querrás ver a mí nunca más.

—No seas tan… —Iba a decir tontita, pero en el último momento lo sustituyó por un inofensivo «sensible»—. Me caes muy bien y espero que lleguemos a ser grandes amigas y que pasemos muy buenos momentos juntas…

—¡Eres buena, ach, tan buena…! —dijo Zita, sollozando y secándose los lagrimones con el trapo de cocina. Cuando se dio cuenta, puso un gesto de repugnancia y lo arrojó al suelo—. Perdóname cuando sea mala —añadió, sacando un pañuelo.

—Está bien, pero alegra esa cara. —Y Margaret rescató el trapo de cocina. («Al mal tiempo, buena cara» no parecía una frase que Zita pudiera comprender, al menos en su sentido figurado).

—Lo intentaré —dijo sorbiéndose los mocos y volviendo al secado de los platos. Al cabo de cinco minutos, estaba muerta de risa haciendo planes con Margaret y pensando en quedar con ella en el Old Vienna Café de Lyons Corner House un día de la semana siguiente.

Eran casi las siete cuando Margaret salió por la puerta lateral de Westwood. Esta era una de las raras ocasiones de su vida en que se sentía realmente cansada, pero no era el suyo un cansancio corporal, exactamente; era algo así como un agotamiento nervioso, y ella sabía la causa: llevaba toda la tarde lidiando con la fuerte, caprichosa y temperamental personalidad de Zita. A cambio, había disfrutado de dos horas de un placer nuevo y exquisito… un placer tan raro que muy bien podía calificarse de felicidad… Además, había conseguido, con la pasmosa facilidad con que se coge una flor, una invitación de la señora de la casa para pasarse por Westwood cuando ella quisiera. Pero la prolongación de tales privilegios dependía de lo que durara su amistad con Zita, y la verdad es que no estaba segura de si (como Hilda diría) podría soportarlo. ¡Qué rematadamente cargante era Zita!

Cuando giró hacia su calle, una idea inquietante la asaltó: «¿Seré yo igual de cargante con los demás?», pensó.