Capítulo 19
A la mañana siguiente la despertó la voz enfurecida de su madre. Estaba inmersa en un sueño profundísimo, y la señora Steggles tuvo que zarandearla para que reaccionase.
—¡Margaret! ¡Margaret! Levántate… ¡El señor Fletcher te llama por teléfono!
Margaret se incorporó, apartándose el pelo de la cara.
—¡Teléfono! ¿Qué ocurre?
—¡Te he dicho que es el señor Fletcher! Quiere hablar contigo; está al teléfono…
—¿Y qué demonios quiere que yo…? —farfulló levantándose de la cama con paso vacilante y poniéndose la bata. Aún no se había despertado del todo y pensó que su voz sonaba como la de una estúpida.
—No sé para qué te quiere. Parece muy alterado. ¡Date prisa, venga! —Y salió corriendo.
—¿Diga? ¿Señor Fletcher? —dijo Margaret, intentando disimular un enorme bostezo cuando cogió el auricular.
—¿Margaret? ¿Eres tú? Siento sacarte de la cama, pero estoy en un aprieto y necesito tu ayuda. ¿Puedes encontrarte conmigo delante de Brockdale Station dentro de media hora?
Margaret contestó sin dudar:
—Sí.
La voz del señor Fletcher sonaba tan urgente y disgustada que ni se le habría pasado por la cabeza negarse.
—Gracias. No sabes cuánto te lo agradezco… Te lo explicaré todo cuando nos encontremos —dijo con voz áspera, y colgó.
La señora Steggles rondaba por detrás, con la cara encendida de curiosidad.
—¿Qué demonios ocurre? —le preguntó.
—No lo sé, madre. Solo me ha dicho que está en un aprieto y que necesita que le ayude. Nos hemos citado dentro de media hora delante de Brockdale Station. Tendré que darme prisa. ¿Serías una buena madre y me prepararías un té?
—Ya lo he preparado. Te subiré una taza mientras te vistes —dijo la señora Steggles, metiéndose en el comedor—. ¡Pero a quién se le ocurre sacar así a alguien de la cama a las ocho de la mañana! ¿Crees que habrá vuelto con su esposa?
Margaret estaba vistiéndose a toda prisa y no le contestó. Sus pensamientos habían volado de repente a Westwood. Tenía pensado llamar a Zita por teléfono después de desayunar y preguntarle si podía servir de alguna ayuda durante el día —por suerte, era sábado—, cuidando de los niños, quizá, o recogiendo cosas de entre las ruinas de Lamb Cottage. Ahora, tendría que posponer ese plan. Aquello era un fastidio. Se preguntó, enfadada, qué le habría podido pasar a Dick Fletcher. «Nada interesante, ¡eso seguro!».
Diez minutos después, bajaba apresuradamente la larga escalera que conducía a la estación de metro de Archway y sentía como si una fuerza sobrehumana la arrastrara de vuelta a Westwood, aunque en esos momentos se viese obligada a ir en dirección contraria. Era una preciosa mañana casi veraniega y, en otras circunstancias, habría disfrutado mucho más del viaje. No dejaba de preguntarse si habrían logrado salvar finalmente el cuadro de Alexander de las ruinas de Lamb Cottage y si podría librarse de Dick Fletcher a tiempo para llamar a Zita antes del almuerzo, de modo que apenas si se percató del cielo sin nubes.
Dick la estaba esperando fuera de la estación, y cuando ella se acercó dio un ansioso paso al frente. Estaba muy pálido y tenía todo el aspecto de no haber dormido.
—Hola, Margaret, eres tan amable —exclamó—. Siento haberte despertado tan temprano. He estado esperando hasta que dieran las ocho.
—Está bien, no tiene la menor importancia. Mmm… Espero que no sean muy malas noticias.
—Oh… —Vaciló un momento, mirándola y mordiéndose el labio. Margaret estaba empezando a pensar que su madre podrían tener razón en sus sospechas y que su esposa podría haber vuelto, pero él cortó sus pensamientos de raíz—: Oh, no es nada serio. Es solo que estoy en un aprieto y tú eres la única mujer que conozco; bueno, la única mujer agradable —dijo riendo con torpeza—. Necesito que me ayudes. Vayamos por aquí. —La tomó del brazo y empezó a alejarse rápidamente de la estación en dirección a High Street—. No pasa nada, no hay de qué preocuparse. Dentro de un minuto te lo contaré todo.
De repente, se quedó callado. Margaret intuía que estaba intentando encontrar el mejor modo de empezar su relato, así que también guardó silencio. Aceleraron el paso bajo el sol, ambos mudos y con el ceño fruncido.
Era muy consciente del brazo que él había entrelazado cuidadosamente con el suyo, como si se tratase en realidad de un viejo amigo o de otra chica. Las mujeres que no están acostumbradas al tacto de un hombre sufren una fuerte reacción, lógica por otra parte, cuando se las toca, aunque sea sin querer, y Margaret no era una excepción. Sin embargo, le gustaba que él llevara el brazo enganchado al suyo. De inmediato, se sintió más cercana a él, más cordial y más dispuesta a ayudar. Ciertos prejuicios mojigatos parecieron diluirse y Margaret lo miró a la cara y pensó: «La verdad es que me gusta».
—Mi ama de llaves resultó herida en el ataque de anoche —dijo de repente, como si su mirada lo hubiera hecho decidirse a hablar—. Está en el hospital y lo más probable es que tenga que quedarse allí como mínimo tres semanas. El problema es que no tengo a nadie con quien dejar a mi hija.
—¿Su hija? No sabía…
—¿No sabías que tenía una hija? —le preguntó girándose para mirarla con una sonrisa atribulada—. Pues sí, Linda tiene… tiene casi doce años. —Su voz se tornó más tierna al pronunciar su nombre—. A eso es a lo que voy los domingos, a ver a Linda…
—¿En serio? —dijo Margaret en voz baja. Se sentía muy avergonzada por haber sospechado de él.
—Sí. Tengo una casita por aquí donde vive con la señora Coates, mi ama de llaves. El problema es que… —vaciló y luego continuó deprisa—… que Linda no es como los demás niños; no llega a los estándares de su edad y por eso no va a la escuela ni nada por el estilo, y tampoco ve a mucha gente. Me preguntaba si podrías pasar el día aquí, solo hasta que encuentre a una niñera o a alguien… Ella estará bien una vez que se acostumbre a su nueva acompañante… La pobre es muy cariñosa y se lleva bien con todo el mundo, pero tengo que encontrar a alguien de total confianza.
—¿Dónde está ahora? —le preguntó Margaret, que sintió repulsión, aunque su tono solo reveló lástima.
—En casa. Oh, se la puede dejar sola durante media hora —aclaró, lanzándole una mirada recelosa, como intentando detectar signos de renuencia—. Pero no le gusta que la dejen sola mucho tiempo. Ella… ella es muy dulce. Te encantará —concluyó convencido de sus palabras.
—Seguro que sí. Parece… —Margaret dejó la frase en el aire, en un vago murmullo. Como la mayoría de personas que rinden culto a la belleza física, le tenía pavor a la deformidad, y su imaginación ya había empezado a pintarla como un monstruo.
—¿Podrías quedarte un rato? —le preguntó ansioso, cuando cruzaron la ruidosa High Street y enfilaron una calle más tranquila—. Te estaría muy agradecido y me quitarías un gran peso de encima.
—Pues claro que sí —contestó de inmediato y, como recompensa, recibió una mirada de alivio y una sonrisa que lo hizo parecer varios años más joven. Margaret se quitó de la cabeza cualquier idea de ir a Westwood y aceptó a regañadientes que si le decía que no, o le ponía excusas, nunca se lo perdonaría. Tanto la cabeza como el corazón le decían a las claras lo que debía hacer a continuación. Sin embargo, le temía tanto al primer encuentro con Linda Fletcher que le preocupaba que él notase su desasosiego, de modo que, para distraer la atención que Dick le estaba dispensando, exclamó:
—¡Hay que ver qué casas más originales!
—Sí, no hay dos iguales. Quería un sitio realmente agradable para ella, tranquilo y bonito, y tuvimos mucha suerte de encontrar una en alquiler.
—¿Lleva mucho tiempo aquí?
—Desde que me vine a Londres.
Margaret era incapaz de discernir si era un alivio que no hubiera dos casas iguales (pues eran tan feas que mejor que no estuvieran repetidas), o si la uniformidad habría puesto quizá la nota de serenidad que suele aportar la monotonía. Parecía que cada casa la hubiera diseñado un gnomo esquizofrénico. Abundaban las torres, los gabletes, los enladrillados rústicos, los altillos, las buhardillas y los cristales emplomados, y también los ángulos, las tejas brillantes y las ventanas horizontales, pues los gnomos habían combinado el estilo pseudotudor con el funcional de Lutyens[52]. Al final de la avenida, había dos casas de pequeños ladrillos vistos de estilo georgiano sencillo. Eran tan peculiares que daban ganas de comérselas.
—Esas no son tan bonitas —comentó Dick Fletcher, señalándoselas al tomar una bocacalle lateral.
Aquí las casas eran más pequeñas y tan sumamente extravagantes, con sus jardines llenos de fucsias y malvarrosas, que parecían haber perdido todo contacto con la realidad. La escena le recordó a Margaret la casa de caramelo de la ópera Hansel y Gretel, pues, además de las casas de gnomos, el cielo estaba azul como una nomeolvides y las mariposas revoloteaban por las flores radiantes que aún conservaban el rocío del alba. En medio de la más absoluta calma, tan solo rota por los sonidos habituales de una carretera periférica a las nueve de la mañana, oyó un débil tintineo argentino como de hadas cantando.
Dick Fletcher estaba sonriendo.
—¿Oyes las campanillas de viento de Linda? Las tiene por toda la casa. Cuando las colocó, creí que pondrían a la gente de los nervios, pero no parecen molestar a nadie.
—Es un sonido delicioso —dijo Margaret, mordiéndose nerviosa el labio.
—A Linda le encantan. Además, le gusta mucho la música. Ya hemos llegado. —Y abrió una pequeña cancela azul de diseño extravagante.
Aquí, el sonido dulce y glacial de las campanillas se oía más alto. Margaret pudo ver las largas tiras de cristal pintado bamboleándose en el alfeizar de cada una de las ventanas de la casa. Siguió a Dick por un camino empedrado entre dos pedacitos de césped verdes y suaves como el terciopelo. En medio de uno de ellos había un pequeño estanque con dos carpas agazapadas entre los oscuros tallos de un nenúfar en flor y, en el otro, una pila para pájaros donde algunos gorriones bebían y se remojaban. Todo era luminoso, como de juguete, delicado. Parecía como si las cosas desagradables no tuvieran permiso para entrar en aquel lugar. El nombre de la casa colgaba sobre la puerta de entrada con letras doradas:
Margaret aún se estaba recuperando de la impresión cuando Dick Fletcher abrió la puerta. La luz del sol le impactó en la cara, y con ella los colores suaves y vivos de las flores.
—¡Linda! —gritó, algo angustiado—. Cariño, ¿dónde estás? Soy papá…
El sonido de las campanillas se fue atenuando a medida que el viento se aplacaba hasta quedar en un leve tintineo. Hubo un momento en que paró del todo y se hizo el silencio. Entonces, una voz joven, no demasiado clara y que sonaba como si se hablara a sí misma, repitió:
—Soy papá. —Y la silueta de una niña apareció en el recibidor perfilada a contraluz.
A Margaret se le cortó la respiración. La carita, levantada hacia su padre con una sonrisa, era serena, como la de una japonesa. Llevaba el pelo negro recogido en dos trenzas rematadas con lazos rojos y un vestido de verano estampado. Clavó los ojos en Margaret, sonriendo mientras la observaba, pero sin dar ninguna muestra de sorpresa.
—Papi —repitió, y puso una delicada manita en la de su padre sin apartar la vista de Margaret.
—Esta es Margaret. Es muy buena. Ha venido a cuidar de ti mientras la señora Coates está fuera, Linda. Dile: «¿Qué tal estás, Margaret?».
La niña se acercó y, obediente, le tendió una mano. Dick observaba la escena, sonriendo angustiado.
—¿Qué tal estás, Margaret? —Su discurso no quedaba exactamente roto por un ceceo, pero tampoco era del todo claro. Margaret estrechó su mano y sintió tal mezcla de pena y repulsión cuando tocó su piel helada que tuvo que hacer un esfuerzo para decir: «Muy bien, Linda». No obstante, se percató en seguida de que debía tener algún gesto con la niña para tranquilizar al padre, así que se arrodilló y puso ambas manos en la cintura de Linda.
—¿Dónde has estado? —intentó sonsacarle—. ¿En el jardín? ¿Qué estabas haciendo?
—Al sol —contestó Linda, ampliando su sonrisa, mientras sus dulces ojos, pequeños y oscuros, se concentraban en la cara sonriente de Margaret—. Hace calor. Tenía mucho frío.
—¡Pues nos tomaremos un té! —exclamó su padre, frotándose las manos y dirigiéndose a la cocina—. Linda y yo ya hemos desayunado, pero tú querrás uno, ¿no, Margaret?
—Me encantaría —contestó ella. Lo siguió tras cerrar la puerta de la calle. Echó un vistazo al recibidor, perfumado con ramas de lila metidas en un tarro grande. Los pocos muebles eran modernos, de esos que se fabrican en serie, y el suelo de parqué estaban bien cuidado y lustroso.
—¿Me enseñas dónde están las tazas, Linda? —sugirió Margaret y, al instante, Linda estaba abriendo y cerrando muebles y poniendo platos en la mesa con torpeza pero con extremo cuidado, parloteando mientras tanto acerca de la pobre señora Coates, que estaba malita y que se había tenido que acostar e irse lejos de casa. Su rostro no reflejaba el menor indicio de lástima y, de vez en cuando, soltaba una risita, vacía y dulce, como el sonido de las campanillas.
—Y el té se echa ahí, Margaret. Y se echa agua y se calienta. Y después la tapa. Se le pone la tapa —dijo, y su voz sonó como la copia de una voz adulta que le hubiera soplado lo que tenía que decir—. Pan y mantequilla. Hoy hace calor.
—Sí, Linda, hace un día muy bueno. Ahora me vas a enseñar el jardín, ¿verdad?
—Sí. En el jardín se está bien. Hace calor.
La cocina estaba pintada de azul y blanco, con todos los botes y cacerolas a juego. Había un geranio blanco plantado en una maceta azul en el alféizar de la ventana, emanando el sutil aroma de sus hojas al calor del sol. A mitad del desayuno, un gatito se coló en la cocina desde el jardín y Linda se fue a jugar con él. Su padre la observó mientras se marchaba y luego se giró hacia Margaret.
—¿Crees que es feliz? —le preguntó.
—Completamente —contestó—. Seguro que es muy fácil llegar a quererla… —añadió, sin ser del todo sincera, pues el vacío en los ojos de Linda y sus movimientos imprecisos e inacabados le ponían un poco los pelos de punta. La niña no tenía nada que ver con el monstruo que había imaginado, pero era muy diferente a una niña normal, y la belleza de cuento de hadas de la casa, que era a la vez su mundo y su prisión, no hizo que Margaret se sintiera menos incómoda. No poseía la típica apariencia gastada de una casa londinense en tiempos de guerra y ahora se daba cuenta de por qué la ropa de Dick Fletcher parecía vieja y su piso en Moorgate era de todo menos cómodo: cada penique de su generoso sueldo, salvo lo justo para sus necesidades básicas, iba a parar a Linda, a aquella nueva Westwood…
La coincidencia de los nombres la desconcertaba. Frente a la casa, observó, había un puñado de árboles centenarios, magníficos en su aspecto, e imaginó que se trataría de los últimos vestigios del bosque que existía allí antes de que se construyera el barrio. De ahí debía de venirle el nombre. Con todo, la coincidencia le resultaba insólita.
—Es una niña encantadora, ¿a que sí? —le preguntó impaciente—. La señora Coates le tiene devoción. En cuanto volvió en sí después del bombardeo, lo primero que hizo fue preguntar por Linda.
—¿Cómo ocurrió? —quiso saber Margaret—. No me diga que había salido y había dejado a la niña sola en la casa en plena noche…
—Oh, no. Era yo quien estaba aquí con Linda. Ella había ido a ver a unos amigos que viven en Finchley; estaba en la casa cuando la bomba les alcanzó. La sacaron de allí de inmediato, pero resultó conmocionada y no recuperó la consciencia hasta las tres. Me telefonearon para informarme de que estaba a salvo, lo cual fue un alivio, pero tendría que quedarse en el hospital al menos durante tres semanas. Y entonces pensé en ti. Tengo que ir a la oficina esta mañana y, de camino, me acercaré al W. V. S[53]. Espero que puedan mandar a alguien. Sin embargo, me temo que no se trata de una situación muy convencional…
—No —contestó Margaret, pensativa. Estaba empezando a preguntarse dónde se había metido. Estaba claro que él no quería que una extraña del W. V. S., por muy cariñosa y competente que fuera, cuidase de Linda. Pero también estaba claro que ella no podía quedarse allí por tiempo indefinido. Él se había abandonado a su merced y ella sentía que debía hacer todo lo que estuviera en su mano e incluso más. Y, mientras tanto, ¿qué estaría pasando en Westwood, en el Westwood de Highgate? ¿Se habría salvado Los buscadores de metralla? ¿Habría encontrado Barnabas a su mono? ¿Y qué habrían dicho los críticos sobre Kattë? Muy a su pesar, desvió sus pensamientos de nuevo hacia Linda—: Me estaba preguntado en qué puedo ayudar realmente —empezó a decir—. Puedo quedarme aquí esta noche…
—Oh, es muy amable por tu parte —la interrumpió Dick—, pero no hará falta. Si tú pudieras quedarte hoy y luego volver mañana… Debo ir a Newmarket a cubrir una historia este fin de semana, pero no tengo que irme hasta mañana al mediodía. El problema es que no sé muy bien a qué hora estaré de vuelta…
—Yo vendré —dijo Margaret sonriendo—. No se preocupe.
—Eres un ángel —repuso agradecido, y se encendió un cigarrillo, dando un hondo suspiro—. Oh… lo siento. —Le ofreció la pitillera.
Los planes que Margaret tenía de echar una mano en el Westwood de Highgate durante ese fin de semana se esfumaron, pero (como ocurre tantas veces cuando un plan ansiado se sacrifica por el deber) se sentía curiosamente feliz.
El jardincito, visible a través de las ventanas abiertas, estaba atestado de rosas que trepaban por la arcada de un camino en miniatura: la rosa cándida, dorada y de un rosa cereza llamada Dorothy Perkins. Linda estaba cantando en voz baja mientras jugaba.
—Mis flores favoritas son las rosas —señaló Dick Fletcher de repente, siguiendo la mirada de Margaret.
—¿De veras? Sí, son preciosas. Pues aquí tiene una buena muestra. ¿Quién cuida del jardín? ¿Usted?
—La señora Coates casi siempre. Le encantan las plantas.
«La señora Coates debe de ser una auténtica joya —reflexionó Margaret—. Por lo que cuenta Dick, es un ama de casa maravillosa, le profesa un gran cariño a Linda y por si fuera poco tiene buena mano con las flores. Habría apostado lo que fuera a que sus flores favoritas eran las rosas… Me pregunto cuáles serán las flores favoritas de él… si es que tiene alguna».
(El señor Challis, por si el lector siente curiosidad, era más partidario de las orquídeas. Reunían todas las cualidades que le gustaban: eran difíciles de conseguir, sofisticadas y caras. También parecían perversas —si es que una flor puede serlo—, y eso también le gustaba. Nunca reparaba en las cosas exquisitas, normales y corrientes que se plantaban delante de las narices y, por eso, jamás se percató de las diminutas florecillas silvestres, a la vez duras y delicadas, que son, quizá, lo más bonito de este mundo, con sus fragancias puras, que parecen encerrar en sí mismas la esencia de lo agreste: el aliento y el espíritu mismos de las praderas destilados en una corola de un cuarto de pulgada. No obstante, de haber medido la neguilla seis pulgadas y haber costado media guinea el ramillete, nadie la habría admirado más que el señor Challis).
—¿Le importa a usted si llamo a mi madre? Me gustaría contarle lo que ha pasado —le preguntó Margaret.
—No, claro que no, adelante. Ha sido error mío no haberos contado antes lo de Linda, pero, de alguna manera… tu padre lo sabe, por supuesto.
—¿Ah, sí? —exclamó Margaret, muy sorprendida. ¡Qué extraordinarias criaturas, los hombres!
—Oh, sí, lo sabe desde hace mucho tiempo. —Y le dedicó una sonrisa breve e irónica, como si le estuviera adivinando el pensamiento—. Pero me temo que he de marcharme ya. Estaré de vuelta sobre las cinco. Yo de ti, me sentaría en el jardín. Hoy va a hacer un calor abrasador.
De hecho, ya hacía mucho calor. Antes de irse, corrió una cortina a rayas sobre la puerta principal y echó un toldo sobre la pequeña terraza en la parte trasera de la casa.
Margaret y Linda le dijeron adiós desde la puerta con la mano y luego volvieron lentamente al interior de la casa. Miró el reloj. Eran las diez en punto. La acera reverberaba con la calina y las campanillas de viento colgaban inmóviles y silenciosas.
—Calor —dijo Linda, pestañeando y sonriéndole.
—Mucho calor, Linda. ¿Te gustaría quitarte los zapatos y las medias? ¿La señora Coates te deja?
—¿Quitarme los zapatos y las medias? Sí. Cuando hace calor, te puedes quitar los zapatos y las medias, Linda.
—¿Y te cojo una coleta? Así estarás más fresquita.
—Sí, más fresquita. ¿No hace un día precioso?
Linda permaneció dócilmente en su habitación rosa y blanca mientras Margaret le buscaba un par de sandalias. El pelo recogido acentuaba su mirada japonesa y Margaret sintió un estremecimiento, aunque el efecto resultó curioso y hasta sugestivo. No le gustaba tocar a Linda y, cada vez que lo hacía, suponía todo un reto para ella. Cuando la niña se hubo ido a una parte más umbría del jardín a jugar con arena, Margaret se dispuso a telefonear a su madre.
Fue una conversación bastante larga, pues la señora Steggles no daba crédito a lo que oía y sentía tanta indignación por lo que consideraba una actitud taimada de Dick Fletcher, como curiosidad por la señora Coates, la casa y por Linda… por ese orden. Hizo que Margaret (que pronto se impacientó con el detallado interrogatorio al que su madre la estaba sometiendo) le describiera la calle, las habitaciones, la ropa de Linda y hasta el alcance exacto de las heridas de la señora Coates. Y terminó diciendo que no le cabía la menor duda de que lo que esa mujer pretendía era casarse con Dick Fletcher.
—¡Pero qué clase de disparates estás diciendo, madre! Debo irme ya. Tengo que fregar los platos y limpiar el polvo.
—Bueno, haz caso a lo que te digo. ¡Sí, esas son sus intenciones y no le hará ninguna gracia que hayas puesto un pie ahí!
—¡Ay, madre, te equivocas del todo! Después del domingo, no volveré.
—Tú no sabes dónde te has metido; y si no, al tiempo.
—Madre, de verdad que tengo que irme ya. Adiós. Estaré en casa sobre las seis.
Después de haber terminado las tareas domésticas, decidió tomarse la libertad de llamar a Zita. Eran solo las once menos cuarto, pero le parecía que llevaba ya días metida en ese Westwood de imitación.
Tras ofrecerle a Linda un vaso de leche y unas galletas, que la niña aceptó de muy buena gana, se dirigió de nuevo al teléfono, pero, por dos veces en un cuarto de hora, encontró la línea de Westwood ocupada, así que decidió que llamaría de nuevo por la tarde. Supuso que, con las cosas que habían pasado, el teléfono estaría comunicando todo el día.
Sintiéndose más aislada del mundo exterior que nunca, se dedicó a vagar por las soleadas habitaciones.
Había un reloj que daba los cuartos con demasiada dulzura y, a veces, las campanillas tintineaban suavemente al ritmo de la cálida brisa hasta que el sonido se desvanecía. Las habitaciones estaban todas decoradas de rosa o de azul claro, con cuadros de ángeles, y niños y conejos de Margaret Tarrant, y había también un cuarto de juegos de color amarillo pálido con estanterías blancas llenas de libros infantiles: de Beatrix Potter, de Arthur Ransome y de M. E. Atkinson[54], todos como nuevos y, al parecer, por estrenar. Había muchos cuadros de vivos colores de niños cogiendo prímulas o jugando con corderos, del tipo que se venden en el departamento infantil de Heal’s o de Selfridge’s y, en una cuna de juguete, una muñeca de porcelana toda acostadita con un exquisito vestido blanco, largas pestañas y sonrosadas mejillas.
«Es la casa en la que viviría una estrella de cine infantil —pensó Margaret, cuya relación con los pequeños Niland le había robado algunas ideas preconcebidas sobre los niños—. Tiene todo lo que un adulto cree que le puede gustar a un niño, pero ninguna de las cosas imprevisibles (muñecas viejas hechas con medias y libros de adultos con fotos truculentas) que le gustan de verdad. No obstante, Linda parece muy feliz; es Dick quien me da pena».
Encontró también una cesta con algunas medias de Linda que había que zurcir, así que se sentó con ellas en el salón, cuyos ventanales daban al jardín. El caluroso y largo día fue avanzando, y pronto la quietud y la paz fueron haciendo mella en su espíritu. Preparó el almuerzo para Linda y para ella, tras haberle sonsacado información a la niña con paciencia sobre lo que la señora Coates solía darle y, cuando hubieron terminado de comer y hubo fregado los platos, las dos se dedicaron a deambular por el jardín bajo una gran sombrilla de papel barnizado que Margaret había encontrado. Linda le enseñó sus lugares favoritos y sus tesoros; no como lo haría una niña normal, señalándolos y mostrándoselos, sino murmurando algo sobre ellos y, a veces, levantando la vista hasta Margaret con sus ojos vacíos y sonrientes. Era simpática y confiada y parecía no tener miedo a nada. Margaret se acordó de la vieja creencia de que Dios protegía especialmente a las almas cándidas y comprendió por primera vez cómo había surgido la leyenda, pues solo una persona muy cruel podría traicionar aquella confianza alegre e instintiva.
La tarde fue transcurriendo entre paseos por el jardín y la observación de las carpas y el gatito, y a las cuatro empezó a hacer los preparativos para el té. Sentía como si hubiera estado desconectada de su propia vida durante mucho tiempo y esperaba que Dick Fletcher no se retrasara mucho, pues estaba deseando salir de allí y volver a su casa, a su rutina diaria y a soñar con Westwood.
—Papi pronto estará aquí, Linda —dijo—. ¿Quieres ir a coger flores para que la mesa esté bonita para él?
—Papi —murmuró la niña—. Linda coge rosas. —Y se fue corriendo con paso torpe al jardín—. Rosas —repitió un momento después, deteniéndose junto a la mesa con un ramo de claveles rosas y sonriendo a Margaret.
—No, Linda, eso son claveles. Ven conmigo, vamos a coger las rosas juntas.
Mientras estaban bajo la arcada arrancando los cargados ramilletes, Dick Fletcher apareció por los ventanales y Linda corrió a su encuentro. La levantó del suelo, no sin esfuerzo, pues ella no era precisamente de constitución ligera y él era un hombre menudo, y le gritó a Margaret:
—¡Hola! ¿Has pasado un buen día? ¿Ha sido relajado?
—Estupendo, gracias —contestó Margaret sonriendo, aunque pensó que él se estaba tomando su sacrificio de nueve preciosas horas de ocio demasiado a la ligera y decidió no ofrecerse a venir de nuevo después del domingo.
—Margaret arregla las medias de Linda —balbuceó la niña, cuya dulzura casi compensaba su defecto.
—¿De verdad? —contestó él, columpiándola hacia delante y hacia atrás—. ¿No es un sol? Voy a subir un momento a lavarme y luego nos tomamos el té —añadió dirigiéndose a Margaret, que, de repente, sintió que no podía soportar aquello ni un minuto más y estuvo a punto de decir que necesitaba irse a casa de inmediato. En vez de eso, se sorprendió diciendo:
—Sí, ya está todo listo; voy a hacer el té.
Poco después, estaban sentados los tres alrededor de la mesa baja del salón y ella se estaba dedicando a hacer lo que no había hecho antes en toda su vida: controlar sus propios sentimientos para hacer que la situación le resultara agradable a un hombre cansado. No se daba cuenta de lo que estaba haciendo; solo sentía pena por él al verlo guiar discretamente las torpes manos de su hija y alentarla con una palabra tierna dicha de vez en cuando en voz baja para que comiera y bebiera.
Cuando se pusieron a fumar después del té, él le contó que había estado en las oficinas del W. V. S. y que habían prometido enviarle a una voluntaria el lunes para prepararle el almuerzo y la merienda a Linda. Vendría durante toda la semana. Él se instalaría en la casa hasta que la señora Coates volviera.
—Pero ¿qué hará Linda todo el día? —lo interrumpió Margaret—. No puede dejarla sola.
—Oh, los vecinos de al lado han prometido echarle un ojo —dijo frunciendo el ceño—. Han sido verdaderamente amables, todo el mundo lo ha sido, de hecho, teniendo en cuenta que, en realidad, no los conozco de nada. Pero es un riesgo que hay que correr…
—No puede dejarla aquí sola —dijo Margaret con decisión—. ¡Imagine que le pasa algo! Linda debe venir y quedarse con nosotros.
Su mirada reveló alivio y gratitud, pero dijo:
—¿Y qué me dices de tu madre? Tú estás fuera todo el día y…
—A madre no le importará. En cuanto llegue, le contaré lo que le he dicho. —Y se rio, con más alegría de la que sentía, pues se había precipitado al hablar y ya se estaba arrepintiendo.
—Bueno, te lo agradezco. Y sería una bendición del cielo, pero hay otra dificultad —dijo titubeando—. Linda nunca ha salido de aquí. No está acostumbrada a la gente extraña.
—¿No va de compras con la señora Coates? Me ha dicho que sí lo hacía…
—Sí, es cierto, pero eso no es lo mismo que quedarse con gente que no conoce.
—Estoy segura de que estará bien, en serio. Es una niñita muy simpática, cualquiera la adoraría.
La expresión de Dick sufrió un rapto de ternura apasionada. Margaret había utilizado justo las palabras adecuadas y, durante un segundo celestial, su niña había parecido normal a sus ojos. Desvió su mirada hacia el jardín, hacia la pequeña figura que jugaba en el suelo, y dijo:
—Sí, yo también pienso que la mayoría de la gente la adoraría. Pero, en cualquier caso, pedirle a tu madre que lo haga es demasiado…
—Te llamaré luego y te contaré lo que hayamos acordado —le prometió.
Veinte minutos después, iba por la calle revoloteando a ras de suelo como un pájaro liberado bajo los espinos respirando la deliciosa brisa de la tarde. «¡Oh! ¡Qué casa! ¡Qué palacio de hadas y de infancia eterna en miniatura, que no era verdadera infancia precisamente porque era eterna! Debo conseguir que madre diga que sí —pensó—. No creo que pueda soportar volver mañana a pasar otro día como el de hoy, por mucha pena que me dé. Pobre Dick, pobre Dick».