Capítulo 14
A esa misma hora, el propietario de la casa en la colina permanecía meditabundo, sentado junto al fuego en el estudio con una bebida y un cigarro, tras una jornada entera de trabajo consagrada a su obra. Seraphina estaba en alguna otra parte, disfrutando del Año Nuevo en mejor compañía.
Su imagen era bastante parecida a la que Margaret se había forjado en su mente. Su perfil se recortaba contra el resplandor de la lámpara. En la penumbra, había volúmenes encuadernados en piel de becerro con adornos dorados, y las cortinas de terciopelo, de un rico color grosella, colgaban en suntuosos pliegues. Incluso había un busto de un emperador romano de la Edad de Plata, con sus labios sensuales y sus rizos menudos.
La luz de la lumbre se proyectaba sobre las molduras de escayola del techo e intensificaba el color de la alfombra, que ahora se mostraba de un rojo desvaído, a pesar de haber podido presumir en su momento de una excelente calidad. De hecho, solo se encontraban alfombras como esa en los viejos hoteles de provincias y en los hogares ingleses de clase alta. De la pared situada sobre la repisa de mármol de la chimenea, con sus bajorrelieves de cabezas de cupidos haciendo mohines, sus volutas en forma de parra y sus ramilletes de plumas ensortijadas, sobresalían unos apliques de plata maciza con altas velas verdes. A un lado de la chimenea, había apilados varios leños enormes de abeto, cuya superficie estaba recubierta de una fina capa de liquen, fruto de la lluvia que el viento del oeste había derramado sobre ellos y sus antepasados durante cientos de años. Uno de ellos reposaba en el fuego, acariciado por unas llamas verdeazuladas que habían comenzado a prender en sus extremos redondeados y oscuros. Era casi la una de la madrugada.
El señor Challis estaba absorto en sus pensamientos. Meditaba sobre las horas que había pasado con Hilda y trataba de analizar dónde radicaba exactamente su encanto. Pero, tras largas horas de darle vueltas, no había logrado llegar a ninguna conclusión. Apenas supo que todo en su persona le recordaba al sabor ácido y refrescante de una manzana joven, que, cuando se sonrojaba, su piel adoptaba el rubor rosa y blanco de su flor, que sus ojos eran del azul del cielo que se vislumbraba entre sus hojas, y que su piel emanaba el aroma de sus pétalos. Había disfrutado enormemente de la velada que había pasado con ella, pero no había sido tan intensa como había imaginado, pues a estas alturas se encontraba en una etapa de especial vanidad en su vida, y cualquier otro ser humano solo podía servirle de tres cosas: de público, de espejo o bien de monaguillo; y Hilda no estaba por la labor de actuar en ninguno de los tres papeles. Es cierto que había sido con él todo lo simpática, educada y alegre que uno pudiera esperar, pero el señor Challis no se contentaba con eso. En absoluto. Era un hombre maduro, perspicaz y profundamente insatisfecho (se decía a sí mismo), y exigía que las mujeres a las que entretenía respondieran a esas mismas cualidades. También era cierto que, hacia el final de la noche, cuando iban en el taxi de vuelta, Hilda había mostrado un desconcertante interés por su bienestar, preguntándole si le daba demasiado aire por la ventanilla abierta y haciéndole prometer cosas como que se iría derechito a la cama en cuanto llegara a casa. Sin embargo, por mucho que quisiera, no podía interpretar estas atenciones como una verdadera muestra de pasión. De hecho, no tenía ni la más remota idea de a qué se debían, a menos que Hilda fuera una chica especialmente maternal, de esas a las que les gusta, por así decir, arropar a sus admiradores. Esperaba que no fuera así. Ya hacía muchos años que lo habían arropado por última vez y desde entonces no había sentido ninguna necesidad de que volvieran a hacerlo.
La velada no había constituido un éxito tan rotundo como él habría deseado, aunque parecía que ella se lo había pasado en grande, incluso durante la horrible película que ella le obligó a ir a ver, protagonizada por dos jóvenes especialmente entusiastas, Judy no sé qué y un muchacho algo enano cubierto de pecas, que no dejaban de cantar y bailar. Al señor Challis le había parecido un suplicio chino, y se había pasado todo el rato reflexionando sobre el estado de profunda degeneración al que había llegado la cultura occidental. Él habría preferido llevarla a ver una reposición de Carnet de baile, pero temía encontrarse con algún conocido, así que había dejado que ella eligiera.
Cuando la velada, en una extraña mezcla de dulzura y cansancio, tocaba a su fin, empezó a experimentar un trastorno de personalidad bastante preocupante. Él lo atribuyó al ruido y al tedio excesivo de la película que acababan de ver. Era como si en su interior cohabitaran dos personas muy diferentes: él mismo, instruido, impasible y quisquilloso, y luego otro hombre, mucho más simple, casi básico en sus instintos, al que no le importaba dónde ir con tal de gozar de la compañía de Hilda, beber de su dulce voz, reír y contemplar sus ojos azules cuando estos le lanzaban miradas de soslayo. Hacia el final de la noche, este hombre sencillo se había impuesto al otro por completo, y el señor Challis, después de un pícaro intento de robarle un beso en el taxi, que Hilda había zanjado con sincera impaciencia, le había llegado a suplicar un ósculo de buenas noches como si fuera un chiquillo de dieciocho años.
Le entraban los calores solo de pensar en el modo en que le había rogado a Hilda y no podía apartar de su cabeza el modo en que ella se lo había quitado de encima; no podía olvidar aquella escena, se le venía una y otra vez a la mente, en dolorosas oleadas.
Al final, se levantó, apoyó los brazos en la repisa de la chimenea, y clavó la mirada en el fuego, al tiempo que la lumbre iluminaba su bello y contrariado rostro.
«No insistas, Marco. Todavía no me gustas lo suficiente… No quiero ser grosera, es que simplemente no puedo…».
Era la primera vez que alguien rechazaba sus besos, y lo habían herido de muerte en su vanidad. Cuando Hilda había admitido entre risas que solía dar a casi todos sus chicos un beso de buenas noches («y de buenos días y de buenas tardes, si al final se portan bien»), el mero pensamiento de verla intercambiando abrazos cariñosos con soldados inexpertos constituía para él, que tenía en mente las típicas teorías sobre las mujeres experimentadas, una tortura tan inexplicable como humillante.
Habría intentado curar su maltrecha vanidad atribuyéndole a Hilda todo tipo de complejos, pero su inteligencia se lo impedía: la flor del manzano y los complejos no casaban bien.
«¡No! —caviló el señor Challis, irguiéndose y soltando un suspiro—. Lo confieso: no logro entenderla». Y, cuando suspiró por segunda vez, el reloj de la habitación dio la una con su tintineo de plata.
A la mañana siguiente, en casa de los Steggles, la conversación del desayuno giró en torno a los últimos sucesos de la contienda. Dick Fletcher no abrió casi la boca, pero al menos parecía haber descansado. Como solía ocurrir cuando se veía obligada a dispensar hospitalidad a un extraño y encontraba la experiencia menos desagradable de lo que en un principio había imaginado, la señora Steggles estaba de un humor excelente y le dispensó todas las atenciones. Entre otras cosas, le comentó que, ahora que sabía dónde vivían, esperaba que volviera a visitarlos en alguna ocasión.
—Sí, y de paso podrías echarme una mano en el jardín, Dick —dijo el señor Steggles, guiñándole un ojo a Margaret.
—Ay, si tú no sabes nada de jardinería —corrigió la señora Steggles a su marido, riendo—; Margaret está ocupada en la escuela todo el día y yo no paro de hacer colas en las tiendas, cocinar y limpiar. Me parece una vergüenza lo mal que tenemos el jardín.
—¿Entiende usted de jardinería? —preguntó Margaret.
Este negó con la cabeza.
—En mi vida he visto una maceta —contestó el señor Fletcher.
—¿Su piso no tiene jardín? —se interesó la señora Steggles.
—Solo un par de pies cuadrados, y pertenece a los vecinos de abajo.
—Ah, siempre pienso que la jardinería es muy entretenida, pero ensucia mucho la casa. Cuando estábamos en Lukeborough, solía decirle al señor Steggles que se ocupara del jardín tanto como quisiera (estoy segura de que a nadie le gusta tener las flores mejor que a mí), pero que dejara las botas en la puerta de la trascocina antes de entrar en la casa, sin falta —dijo, y se echó a reír.
—Sí, por mucho que uno lo intente, siempre entra algo de suciedad —asintió Dick Fletcher, tras una pausa.
A Margaret le dio la impresión de que prefería no haber abierto la boca y que solo lo había hecho porque ella y su padre se habían quedado callados, y, por un instante, su cara mostró aquella mirada impaciente y sombría que ella misma había provocado con su comentario despectivo la noche anterior. Aquel rostro delgado era capaz de cambiar de expresión con una facilidad pasmosa.
—Debería venir algún domingo y ayudar a mi marido a arrancar las malas hierbas; podría quedarse a comer e ir por la tarde al Heath a dar un paseo —sugirió la señora Steggles; Margaret no daba crédito a sus oídos: ¿Tan rápido se había encaprichado su madre del señor Fletcher?—. ¡Y llenarse los pulmones de nuestro aire puro de Highgate!
—Es usted muy amable, pero me temo que tengo los domingos ocupados —sonrió.
—¿Todos los domingos? —inquirió la señora Steggles con picardía.
Él asintió, sin dejar de sonreír.
—Bueno, Dick, supongo que deberíamos ponernos en marcha… —comentó el señor Steggles levantándose de la mesa; al poco salieron y Margaret y su madre comenzaron con las tareas matutinas.
—¡Pobre hombre! —exclamó la señora Steggles después de un silencio, dejando correr el agua caliente en el fregadero—. Espero que haya supuesto un cambio para él encontrarse en una casa de verdad.
—¿Por qué? ¿Tan incómodo es su piso?
—Me imagino. Se lo hace todo él mismo.
—¿No puede permitirse una asistenta?
—No lo sé, Margaret —dijo su madre en tono misterioso—, eso es justo lo que me tiene intrigada. Creo que gana lo mismo que tu padre y va un poco…
Margaret asintió, aburrida.
—Desastrado —concluyó la señora Steggles—. ¿Tú también te has fijado?
Aquel era precisamente el tipo de conversación que Margaret más detestaba, así que se quedó callada. La señora Steggles continuó:
—¡Pobre hombre! No tiene una esposa que cuide de él… Seguro que se ha ido dejando. A esas mujeres habría que azotarlas, eso es lo que haría yo, azotarlas en público y a la vista de todo el mundo. —Restregó briosamente la cacerola con el estropajo.
—¿Con quién estaba casado? —preguntó Margaret, al fin, consciente de que su madre se irritaría si no hacía ese comentario.
—Ah, con una de Birmingham. Estaba metida en una compañía de teatro. No conozco los detalles, no sé si era una actriz en toda regla. En cualquier caso, era muy guapa.
—¿No se llevaban bien? —Margaret colgó el paño de cocina. Estaba empapado.
—La tenía hecha una reina —respondió la señora Steggles—. Le daba todo lo que quería, pero a ella no le pareció suficiente. Se fugó con un tipo rico, según creo. No lo sé. La señora Miller me lo contó. Conocía a alguien de Birmingham que los conocía.
—¿Y tuvieron niños? —quiso saber Margaret.
—Oh, no. No lo creo. Al menos tu padre nunca ha mencionado a ninguno.
—Madre, ¿voy a hacer la compra o vas tú? —se ofreció Margaret, deteniéndose en la puerta.
—Espero que venga por aquí a menudo, si así lo desea —saltó la señora Steggles, rematando el reluciente fregadero. Tenía la cara roja y los ojos húmedos—. ¡Pobrecito! Me da una lástima…
Margaret vaciló. Jamás se habría atrevido a sacar a colación el tema de la infelicidad de sus padres por miedo a provocarle más sufrimientos a su madre, pero esta jamás había perdido el control de aquella manera y Margaret creía que este arrebato podía deberse a que necesitaba desesperadamente un poco de consuelo. A lo mejor, la renovación de sus viejos tormentos en aquella nueva casa, en la que había esperado encontrar alivio, había logrado romper su coraza.
«Papá debe de haberse quedado prendado de alguna nueva criatura —pensó Margaret, disgustada—. Y yo que creía que las cosas iban a mejor…». Estaba claro que la defensa exacerbada que su madre había hecho del señor Fletcher se debía a la creencia de que ambos eran víctimas de las Malas Mujeres.
Al final, a Margaret se le ablandó el corazón. Sentía el dolor en el pecho de su madre; sentía rabia por el modo en que su padre se comportaba. Se inclinó sobre ella y la abrazó.
—Madre, lo siento mucho —murmuró, dándole un beso—. Sí que es una pena…
—Bueno, querida… No pasa nada. —La señora Steggles parecía sorprendida, pero le devolvió el beso—. No pasa nada, de verdad, Margaret —añadió, un poco avergonzada.
—¿Ha pasado algo? Te preocupa algo…
—No es nada. Algo que ocurrió la semana pasada, pero no hay razón para que te preocupes. Muy pronto te tocará a ti —dijo su madre, volviendo en cierto modo a sus maneras de siempre—. Anda, démonos prisa y hagamos las camas para que puedas salir temprano o se acabarán las verduras buenas… o lo que quede de ellas.
«Qué sórdido es todo esto —pensó Margaret—. Si no fuera por Westwood y por lo felices que son esos señores, no habría nada en mi vida que mereciera la pena… Nada».
Seguía pensando en el señor y la señora Challis cuando salió de casa una hora más tarde. Era de natural celosa, del modo que cabe esperarse en alguien para quien la pasión romántica viene acompañada de fuertes sentimientos, y a ambos se los reprime. Y lo que sentía por Gerard Challis no era tan espiritual como para excluir los celos. La primera visión de Seraphina le había provocado una dolorosa y extraña mezcla de admiración y desesperanza. No es que esperara atraer para sí el afecto del señor Challis; no solo se sentía indigna de él, sino que, además, odiaba con todas sus fuerzas las intrigas y las infidelidades conyugales. Sin embargo, el descubrimiento de la encantadora criatura que compartía su vida, y a la que estaba ligado en lo más íntimo de su ser, aumentó el abismo que lo separaba de ella: de esa Margaret Steggles, fea y tristona, deseosa de alcanzar una belleza terrenal y divina que nunca poseería.
Pero incluso en el corto periodo de tiempo que la señora Challis había compartido con las dos muchachas, se había ganado el corazón de Margaret y sus celos se habían tornado en admiración. Ya podía pensar en su felicidad mutua sin sentir dolor. «No está bien envidiar a los ángeles del Cielo», pensó mientras caminaba hacia la verdulería.
Al llegar allí se encontró a Zita, que estaba muy atareada comprando patatas. Se desearon un Feliz Año Nuevo y Zita no tardó en invitarla a pasar por Westwood para escuchar un concierto de Chopin que ponían en la radio, organizado bajo los auspicios de la Francia Libre y del gobierno polaco en Londres. Sería aquella misma tarde. Margaret aceptó encantada y, súbitamente, el día invernal le pareció más brillante y colorido. Se citó con Zita a las ocho menos diez. Quedaron en que entraría en Westwood por la puerta de atrás.
La señora Steggles sabía, o al menos se lo imaginaba, que su hija tenía una nueva amiga que trabajaba en la casa grande de la colina, una extranjera. Aun así, no mostró ningún interés especial, y apenas hizo algún comentario cuando Margaret le dijo que cenaría temprano aquella tarde, pues la habían invitado a pasar una velada en Westwood.
Y así fue como, pocas horas después, Margaret, presa de una intensa emoción, abrió la estrecha puertecita del muro que delimitaba la finca y vislumbró, muy por encima de su cabeza, a la tenue luz de la luna, el busto de la diosa vigilando el jardincillo que se extendía hasta la verja de hierro. ¡Había escarcha en el césped y en las hojas del laurel! «Qué visión tan hermosa», pensó, y enfiló el sendero en dirección a la casa.