Capítulo 20

Esa tarde, el señor Challis se había detenido en el vestíbulo del Westwood de Highgate, y se encontraba junto a la ventana leyendo el periódico vespertino con aire despreocupado, aunque en realidad estuviera completamente absorto en él. A medida que iba leyendo, fruncía más y más el ceño y los labios, pues el crítico teatral del diario no tenía muy buena opinión de Kattë. De hecho, había cierta nota de irritación en sus observaciones que venía a sugerir que no había disfrutado en absoluto de la representación. Al señor Challis le traía sin cuidado. Él no escribía obras para que la gente disfrutase. Escribía simplemente por ese fuego creativo que llevaba en sus entrañas, y los demás le importaban un comino (en esto era un auténtico artista y había que respetarlo). Pero sí le importaban aquellas ocasiones en que los críticos insinuaban que su intención había sido buena, pero que el resultado no había sido del todo el esperado. Para su consternación, eso era, al parecer, en lo que todos estaban de acuerdo con respecto a Kattë.

Fingía no leer las críticas. No estaba suscrito a ninguna agencia de seguimiento de noticias, y se mostraba indiferente a las opiniones de los críticos. Pero lo cierto era que no podía resistirse a leerlas en secreto, y en secreto le importaba mucho lo que decían.

Allí de pie, con la mente ocupada en refutar las acusaciones del crítico, y contrayendo el entrecejo cada vez más, se percató de pronto de que alguien cercano estaba manteniendo una desagradable conversación telefónica.

Ach! ¡Excusas! ¡Todo día esperando y ni una palabra! ¡Esto demasiado!

Hubo una pausa mientras la persona al otro lado de la línea trataba de explicarse.

—¡Dick Fletcher! ¡Dick Fletcher! ¿Y ese quién es? ¿Y por qué has ido todo el día con él, cuando aquí tantos problemas y desgracias? ¡Sí, sí, has defraudado a mí!

Otra pausa. El señor Challis oía solo a medias lo que estaba pasando, pues seguía absorto en la lectura, pero aquella conversación no hacía sino alterar mucho más sus crispados nervios. Era evidente que la interlocutora («es Zita», decidió de mala gana) creía que estaba sola y, por lo tanto, no se veía en la obligación de controlar el genio o la voz.

Nein, estoy enfadada, Margaret —oyó que decía a continuación—. No eres buena amiga. Le dije a señora Challis que a lo mejor venías hoy a echarnos mano y, cuando llamé a casa, no estabas. ¿Adónde fuiste? ¡Tu madre no sabía!

Pausa.

—¡La línea no ocupada todo el día! —bramó Zita, tras otra espera silenciosa.

El señor Challis pensó que aquella escandalosa regañina había llegado ya demasiado lejos. Por lo visto, se estaba manteniendo desde la sala de estar, y seguramente habían dejado la puerta abierta. Soltó el periódico, atravesó el vestíbulo a grandes zancadas y se asomó a la sala con el rostro serio e interrogante. Zita, que parecía estar furiosa, sentada a la mesa con una taza de café y un cigarrillo, ahogó un grito al verlo y le dijo a su interlocutora:

—El señor Challis está esperando a mí. Tengo que irme. Adiós, Margaret. —Y colgó—. Dígame, señor Challis. ¿Desea hablar conmigo? —empezó a decirle mientras se levantaba y soltaba el cigarrillo. Pero él se limitó a mirarla con seriedad y se marchó. Siempre le había parecido que aquella mirada, seguida de un silencio, daba muy buenos resultados ante las mujeres y las personas inferiores.

Volvió a coger el periódico y cruzó el vestíbulo en dirección a su estudio, para lo que tuvo que esquivar un carrito lleno de ladrillos que permanecía tristemente en medio de la inmensa alfombra. El señor Challis frunció el ceño: la casa empezaba a dar muestras de que sus nietos se habían instalado en ella. Uno de ellos estaba llorando en el piso de arriba, y aquella misma mañana, al ir a tomar un baño, se encontró un monstruo de goma varado en la bañera. Además, había sido imposible hablar en todo el día de otra cosa que no fuera el terrible destrozo que había sufrido el cottage, no había parado de entrar gente que venía, desconsolada o exultante, de visitar las ruinas, y todo el mundo parecía verse en la obligación de correr de arriba abajo con ropa de cama y tazas de té.

Alzó la vista y vio que su esposa bajaba las escaleras, todo lo preocupada que su alegre naturaleza le permitía.

—Hola, cariño. ¿Una buena crítica en el Banner?

—No lo he leído —respondió él con frialdad.

Y ya se iba a su estudio cuando ella continuó:

—Gerry, me temo que Grantey está bastante mal. Acabo de hablar con el doctor James y dice que debemos buscar una enfermera, por lo menos para una o dos semanas.

—¿Ah, sí? —Se detuvo. El tono de su esposa lo había sacado de su ensimismamiento—. ¿Qué le ocurre?

—El corazón. Dice que lo tiene agotado de tanto subir y bajar escaleras durante cuarenta años, acarreando cosas y llevando bebés en brazos. Hace semanas ya le advirtió que tuviera cuidado, pero a la vista está que ella no le hizo caso. Y, para colmo, el susto de anoche… —Dejó de hablar y entró en la sala de estar, de la que Zita se había escabullido, para organizar el asunto de la enfermera.

El señor Challis se encerró entonces en su estudio. Habían cubierto la enorme cesta de la chimenea con pequeños claveles moteados procedentes del jardín, que perfumaban el ambiente, y con frondas vellosas de helechos jóvenes. Los largos rayos del sol vespertino se colaban en la majestuosa habitación, cuyas paredes eran de un verde perlado —el color de las hojas de los claveles—, y de terciopelo rojo las cortinas. Se acercó a la ventana y contempló el jardín. Las flores del magnolio se estaban marchitando; sus cálices abiertos iban adquiriendo un tono amarronado. El mundo le parecía decrépito, como puede suceder a veces durante las prolongadas tardes de verano. Una masa vasta y legendaria teñida de valles y fondos oceánicos, en la que todos los bosques, lagos o llanuras se ven cubiertos de capas y capas de huesos humanos, muy por debajo del musgo y del agua cantarina de los ríos, de las profusas marañas mojadas de negras algas y del hielo azul de los glaciares que se van desplazando lentamente. No hubo respuesta. Se había girado hacia el este esperando una señal, pero no la hubo. Al menos, ninguna que le satisficiera. Mucho tiempo atrás, tanto que apenas podía recordar cómo se sentía al poseerla, había conocido la felicidad. Sucedió cuando era muy pequeño, ni siquiera había cumplido los nueve años, y poco a poco, como un ángel ahuyentado por un demonio, había ido desapareciendo. El demonio había ocupado su lugar: aquel demonio triste que buscaba infatigable la satisfacción en el mundo y que añoraba al ángel de la felicidad al que él mismo había suplantado.

Suspiró y se apartó de la ventana. ¿Era Kattë un éxito? Sí. El público así lo había proclamado, por mucho que los críticos lo pusieran en duda. Pero esta era la primera vez que los críticos cuestionaban una de sus obras, y se sentía desalentado y abatido por su veredicto. Quería que alguien lo reconfortara, una sensación que le era del todo desconocida.

Levantó la vista cuando entró su esposa.

—La enfermera vendrá esta noche —dijo, con aire afligido—. Pobre Grantey. ¡Es horrible!

—¿Quieres decir que el médico cree que se va a morir?

Seraphina asintió, se sentó y abrió la labor de punto de cruz que siempre llevaba encima. La miró distraída y sacó su pañuelo.

—Me ha dicho que puede ocurrirle en cualquier momento. Está mucho peor de lo que creíamos.

—Es raro pensar que se va a morir —dijo el señor Challis, muy reflexivo, después de una pausa—. Es una de esas figuras que siempre he dado por hecho que seguirían ahí. Una de esas figuras en la sombra, tan familiares que uno nunca se detiene a pensar en ellas. Es como si fuera… No sé… Como el cepillo de dientes o algo por el estilo. Una discreta parte de la rutina diaria que… —Su voz se fue apagando y se quedó contemplando la puesta de sol con la mirada perdida.

—Solía decirme que mi pelo nunca «daría más de sí» —dijo Seraphina al fin, sonriendo y sonándose la nariz—. Aún huelo esa especie de jabón verde que le echaba, y luego lo rizaba con los dedos durante horas, bendita sea.

El señor Challis guardó silencio. Lo abrumaban pensamientos sobre la muerte. ¿Cómo iba a enfrentarse a aquella experiencia suprema una mujer tan inocente y estrecha de miras como Grantey?

—Sería como ofrecerle una copa de un vino excelente a una criatura sin paladar —dijo de pronto.

—¿Qué dices, querido? —Seraphina había recobrado un poco el ánimo y se dedicaba a dar puntadas en su costura, aunque sin mucha concentración.

—Estaba especulando sobre cómo va a afrontar la muerte.

—Oh, bien. Ella cree en el Cielo.

—Me imagino que, incluso hoy en día, los mayores siguen creyendo.

—¡Claro que creen! Ella reza por nosotros todas las noches, Dios la bendiga. Se le escapó cuando estábamos hablando sobre la bomba.

—Pobre —murmuró el señor Challis.

—¿A que es un encanto? —Seraphina solo había captado un murmullo aparentemente compasivo—. Debo admitir que me reconforta saber que Grantey reza por mí. Estoy convencida de que Dios la escucha… Pobrecita. Tan buena y cariñosa… —Rompió a llorar de nuevo—. Ay, querido, es horrible pensar en su muerte. Y más cuando no le hemos dado el valor que merecía durante estos cuarenta años… Simplemente, no puedo creer que vaya a ocurrir.

—¿El doctor James no abriga ninguna esperanza? —preguntó, tras una pausa durante la cual se había quedado mirándola avergonzado, pero sin hacer ningún intento por consolarla. Estaba deseando comentar las críticas de Kattë, pero no quería parecer insensible.

—Bueno, dijo que no podía estar seguro al cien por cien, por supuesto, pero que era de suponer que su corazón no podría resistir mucho tiempo más. Dijo… Dijo… que estaba… agotada. —Seraphina volvió a derrumbarse.

—No te aflijas, querida mía —respondió él al cabo de un momento—. Ya sabes que ha disfrutado dedicándonos su vida. Ha nacido para servir, y se ha pasado la vida sirviendo como una esclava. Debe sentirse realizada.

—¡Cómo puedes ser tan bruto! —exclamó Seraphina, pero de una manera apenas perceptible desde detrás del pañuelo—. En verdad, querido, a veces sueltas cosas de lo más canallescas. Cualquiera diría que eres un auténtico animal.

El señor Challis se encogió de hombros. Siempre, siempre la misma historia. Las mujeres eran incapaces de afrontar la verdad sobre sí mismas o sobre cualquier otro asunto. No le estaba quitando ningún mérito a la señora Grant al decir que había llevado una vida de esclava. En la Antigüedad, los esclavos solían ser figuras fieles y nobles. Y ahora Seraphina lo tildaba de animal únicamente por observar la situación desde un punto de vista objetivo. Una vez más, ahí tenía la prueba evidente de que siempre lo había malinterpretado.

—Con lo dulce que eres en realidad —dijo Seraphina levantándose y yendo hacia el espejo para retocarse la cara—. Pero no dejas que salga tu verdadero yo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el señor Challis, desconcertado ante esta nueva visión de su personalidad.

—Parezco la Ira de Dios —susurró su esposa.

—Te he hecho una pregunta, Seraphina.

—Cariño, hablas como el viejo señor Barrett[55]. Lo que quería decir es que, por naturaleza, eres mucho más agradable de lo que te empeñas en demostrar. Cuando te conocí, eras un auténtico corderito.

Al señor Challis no se le ocurrió nada que decir.

—Tan serio que dabas miedo, y a la vez tan gracioso. Oh, cariño, ¡cómo me reía de ti cuando te habías ido! Vaya, así mucho mejor. —Se empolvó la nariz—. Cuando estábamos comprometidos, mi amor, ¿te acuerdas?

—Supongo que sí.

—Eras un cielo, siempre queriendo mejorar mi mente.

—Parece ser que mi deseo ha quedado insatisfecho —dijo muy seco el señor Challis.

—Bueno, acuérdate de que intenté leer todos aquellos libros alarmantes que me encasquetabas… Lo intenté de verdad… Solo que nunca había tiempo para nada. Nunca lo ha habido, ¿verdad?… desde que nos casamos. ¿Cuánto hace que tú y yo no nos desahogamos y tenemos una larga conversación como esta? ¡Oh, oh! —Miró el reloj—. Se supone que debo cenar con los Massingham esta noche, y ya son más de las seis. ¿Crees que debo ir, tal y como está Grantey?

—Zita está aquí, me imagino. ¿Y Hebe? ¿Alexander estará en casa?

—No lo sé… No. Creo que dijo algo acerca de que iba a salir. De hecho, creo que ya se ha ido.

—Un poco precipitado, ¿no te parece?

—Sí, eso creo, pero la cuestión es que… —vaciló—. Creo que estaba deseando salir de aquí y ponerse a pintar. Hebe dice que los niños y ella lo han estado agobiando mucho últimamente.

—Lo compadezco —dijo el señor Challis en tono grave.

—No seas tonto, querido. No se puede comparar. El cottage es diminuto. No hay sitio para nada.

—¿Se han peleado? —preguntó el señor Challis, pensando con impaciencia que en la vida familiar siempre ocurrían cosas que alteraban y crispaban la creatividad de su mente.

—No lo creo, querido. Simplemente dijo que se iba y a Hebe le pareció una buena idea.

—¿Pero de verdad cree que es una buena idea?

—No sabría decirte, amor mío. —Seraphina no tenía ninguna intención de exponer los problemas matrimoniales de su hija ante los ojos indiferentes de su padre.

—¿No ha hablado contigo?

—No de Alex, cariño —mintió Seraphina, si bien las lacónicas insinuaciones de Hebe difícilmente podrían describirse como un acto de habla.

—Creía que las mujeres os lo contabais todo —respondió el señor Challis, con ligero desdén. Como a la mayoría de los hombres que buscan a la mujer ideal, en realidad no le gustaban las mujeres. Creía que lo decepcionaban y le fallaban a propósito.

—Gerry, querido —dijo su esposa amablemente, volviéndose hacia él mientras se detenía junto a la puerta con el reflejo del sol en la cara, como una Julia o Dianeme de un poema de Herrick[56]—, no quiero meterme donde no me llaman ni ser grosera y, por supuesto, ya sé que todo el mundo dice que tú eres un excelente psicólogo y yo no te llego ni a la suela de los zapatos. Pero con toda sinceridad te digo que no sabes nada de mujeres. Las mujeres de tus obras son unas arpías, cariño. Unas auténticas brujas, si me lo permites. No conozco a ninguna mujer que se les parezca, y mira que he conocido todo tipo de mujeres a lo largo de mi vida. Algunas eran brujas y otras, arpías, pero no de esa manera… Tan cultas y encantadas consigo mismas, sin un ápice de juventud, diversión ni naturalidad. De todos modos, no sé por qué te estoy diciendo esto —concluyó Seraphina, volviendo en sí y dedicándole una abrumadora sonrisa—. Esta noche nos estamos sincerando, ¿no te parece? Supongo que es porque estamos preocupados por la pobre Grantey.

El señor Challis permaneció un momento callado. Menospreció e ignoró buena parte de lo que su esposa había dicho. Le parecieron los celos naturales que toda mujer ordinaria y atractiva habría de sentir hacia las diosas vehementes y apasionadas de su creativa imaginación, pero se le ocurrió que, si a ella no le gustaban sus mujeres, quizá pudiera ofrecerle una explicación de por qué los críticos le habían dado la espalda unánimemente a Kattë.

—Los hombres y las mujeres nunca admiran al mismo tipo de mujeres. Ni siquiera las ven de la misma manera —respondió bruscamente—. Lamento que no encuentres a mis heroínas atractivas, aunque, por otra parte, no me sorprende. Te felicito por haber sido capaz de ocultarme durante tanto tiempo lo que pensabas de ellas. Mmm… ¿Crees que los críticos tienen la misma opinión que tú? —continuó, un poco avergonzado—. La mayoría parece encontrarle algún defecto, pero no se ponen de acuerdo respecto a cuál.

—Yo creo que le falta alegría, cariño —respondió Seraphina de pronto—. Todo el mundo está tan harto de la guerra en estos momentos que no quieren más miserias… por muy bien escritas que estén —se apresuró a añadir.

El señor Challis estaba tan enojado que soltó una amarga carcajada, cosa que casi nadie hace. Era exactamente lo mismo que Hilda le había dicho con palabras más crudas todavía. ¡Mujeres, mujeres! ¡Qué prosaicas y estrechas de miras las había creado la Naturaleza! ¡Era infinitamente mejor poder diseñarlas y crearlas uno mismo!

—Opino que nunca ha habido tanta necesidad urgente de grandes tragedias como ahora —dijo, casi reprendiéndola—. ¿Es que nadie tiene ni idea de lo que significa esa gran frase: «Purificar mediante la piedad y el temor[57]»?

—Lo sé, cariño, pero ya nos purificamos bastante cada vez que abrimos un periódico o vamos al cine. No paramos de purificarnos. Bueno, yo no, la verdad, porque no me dan miedo los bombardeos, excepto cuando alguno de vosotros está ahí fuera. O cuando ponen esas películas de japoneses muertos y del general MacArthur caminando por encima de ellos. Ahí siempre cierro los ojos. Y nunca leo los periódicos. Pero no puedes pedirle a todo el mundo que haga lo mismo, y cuando salen a divertirse un poco no quieren que los atemoricen y los purifiquen, a menos que sea con una película de intriga o con un asesinato jugoso.

—El Macbeth de Gielgud[58] los encandiló.

—Bueno… —comenzó Seraphina con delicadeza, y al instante se interrumpió—. Con Shakespeare es distinto —dijo por fin, pensando: «Pobre Gerry. Está acabado, aunque él no lo sabe»—. Pero ya verás como les encanta Kattë —continuó alegremente—. Nadie lee esas críticas, y los Camberham y los Wynne-Fortescue la encontraron maravillosísima, la mejor de tus obras hasta la fecha. Así que anímate, amor mío. —Se inclinó sobre él y le dio un beso en la cabeza—. Tengo que irme volando. Llego tardísimo.

—¡Los Camberham! ¡Los Wynne-Fortescue! —farfulló el señor Challis, enfadado. Antes de que su mujer saliera de la habitación, le dijo—: Eh… Procura que la señora Grant tenga todo lo que necesita, Seraphina.

—¿Lo ves, cariño? ¡Eres mucho más bueno de lo que crees! —declaró Seraphina cuando cerraba la puerta.

Arriba, en su habitación del desván, Grantey guardaba cama leyendo un periódico vespertino que Hebe acababa de traerle. Esta se había sentado junto a la ventana, entre las cortinas descoloridas de horrible algodón amarillo, y miraba más allá del jardín (que, bajo el crepúsculo, parecía más ensombrecido y oscuro que de costumbre), en dirección a Londres, pues la ciudad se vislumbraba de manera exquisita en la clara luz de la tarde. Podían distinguirse todas las agujas y las torres y las blancas masas de los edificios, vívidas y a la vez delicadas, como en uno de los cuadros de su marido. Ella misma parecía más pálida y cansada de lo habitual, y las mangas remangadas de su vestido gris de algodón estaban húmedas de haber bañado a los niños, tarea que normalmente competía a Grantey. El bebé ya se había dormido y se encontraba aún en esa etapa en la que se queda tal y como lo dejas, pero, desde la enorme estancia del piso siguiente, que Emma y Barnabas iban a compartir esa misma noche con su madre, se oían gritos y porrazos. No se trataba de gritos de rabia o dolor, sino de los insoportables chillidos de un crío de seis años que no está dispuesto a quedarse dormido hasta bien pasadas las nueve.

—Van a despertar a Jeremy —masculló Grantey, frunciendo ligeramente el ceño, aunque sin levantar la vista del periódico. Seguramente a causa de la gravedad de su enfermedad, que tan solo conocía desde el día anterior, ya mostraba una obediencia alarmante a las órdenes del médico y una falta de interés considerable por cuestiones que muy poco antes habrían acaparado toda su atención. Sus respuestas ante las travesuras de los niños, ante los daños que había sufrido Lamb Cottage y ante la marcha repentina del señor Alex fueron mecánicas, como si su único interés radicara ahora en alguna otra parte. Y, de hecho, así era. Por primera vez en sus sesenta y siete años, se concentró, aun de manera inconsciente, en su propio cuerpo, tan debilitado y exhausto. Y, a partir de ese momento, todas sus fuerzas irían encaminadas a mantener ese cuerpo con vida. Había hecho un único comentario: «Es cierto que estoy cansada; un poco de reposo no me vendrá nada mal», pero la mansedumbre de esa aceptación había hecho que se encendieran las alarmas en Hebe y en la señora Challis. ¿Cuándo había reconocido Grantey que estaba cansada?

—Una vez que se queda dormido, no hay nada que lo despierte —respondió Hebe con apatía. Y luego, como si deseara disimular por el tono de voz o por la pose que seguía siendo la misma de siempre, se sentó con la espalda recta, se abrazó las rodillas y preguntó—: En fin, ¿cómo va la guerra?

—Señorita Hebe —murmuró Grantey, alcanzando la gastada funda azul de sus gafas—, no logro entender lo que están haciendo en Birmania.

—Deberíamos preocuparnos por eso.

—Pobres muchachos —se lamentó Grantey, colocándose las gafas en la nariz—. Debe de ser muy duro… Tantísima crueldad y destrucción.

Grantey nunca solía referirse a la guerra, por lo que Hebe dio un respingo de sorpresa. Apretó más las rodillas contra el pecho y dijo con gran aplomo:

—Grantey, ya sabes que a mí la guerra me importa un bledo, salvo el hecho de que Beefy vuelva a casa sano y salvo. Pero tú crees en Dios, ¿verdad?

—No hable de ese modo, señorita Hebe —replicó Grantey con la severidad propia de aquellos días en que había sido su niñera. Al final, levantó la vista del periódico—. No está bien.

—Pero crees en Dios, ¿a que sí, mi ángel?

—Claro que sí, señorita Hebe. Y usted también o, al menos, eso se le inculcó.

—Oh, sí, pero no te preocupes por eso ahora… Entonces crees que Dios es Amor y todo eso, ¿no?

—Quiero leer el periódico, señorita Hebe. No me importa que me acompañe si se está usted callada y las dos podemos descansar un poco. Pero si va a seguir hablando de esa manera, será mejor que se vaya. —Grantey soltó el noticiero y miró con firmeza a Hebe por encima de sus gafas.

—De acuerdo. De acuerdo… Pero ya tengo veintidós años, no diez —se rio Hebe, aunque le había cambiado la expresión de los ojos—. Y si quiero quedarme, me quedaré. Además, si crees que Dios es Amor, explícame por qué permite que la guerra continúe. («Y por qué Alex se comporta como si fuera un extraño cruel y desconocido, marchándose y abandonándonos a los niños y a mí sin decirnos cuándo piensa volver»).

—Eso es cosa de los hombres, no de Dios —respondió con ímpetu la anciana, aunque se acomodó en la cama con un gesto de cansancio—. Y sé que está en Sus planes acabar con esta guerra de una vez por todas.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo? —preguntó Hebe, sin dejar de reír.

—Todas esas espantosas explosiones, atrocidades y armas secretas —comenzó Grantey—, ese no saber al acostarte si se continuará con vida a la mañana siguiente… Todo eso forma parte del plan de Dios. Está dejando que las cosas se pongan cada vez más feas para que la guerra acabe consigo misma. Llegará a un punto tan indeseable que ni siquiera los más mezquinos querrán participar en ella. Y ese será su fin. No es que a mí me importe demasiado. —Su tono de voz se tornó más reflexivo. Volvió la cabeza hacia la ventana y miró el crepúsculo—. Nunca pienso en ella. Tengo demasiada tarea a todas horas, pero me acuerdo de esas pobres almas que están ahí, en los campos de concentración y todo eso, y me pongo mala.

Hebe permaneció en silencio. Su boca se había reducido a una mera línea.

—Por eso creo que está en los planes de Dios acabar con la guerra y que nos preocupemos por el sufrimiento de los demás… Esa es nuestra misión: ayudarle a cargar con la Cruz.

—Eso espero, Grantey querida —dijo Hebe en un tono más amable, tras una larga pausa.

—Cuando era pequeña —Grantey retomó la palabra en voz baja, como si hablara consigo misma—, mi madre solía llevarnos a la playa a Douglas y a mí una semana todos los veranos, a casa de nuestra tía Belle. El tío Frank y ella tenían una casita en la costa este (ahora se llama Bracing Bay, pero por aquel entonces se llamaba Clackwell; estoy hablando de hace más de cincuenta años) y al final de la calle se veía el mar. En las noches tranquilas, incluso se podía oír el rumor de las olas rompiendo en la orilla. Mi madre me acostaba en una habitación pequeñita de paredes altas (o así me lo parecían a mí), recubiertas de un empapelado de rayas brillantes y ramilletes de flores que me parecía precioso, y por todas partes colgaban textos en marcos dorados que rezaban «Dios es Amor», con rosas silvestres y pajarillos rojos y azules pintados. ¡Oh, qué paz se respiraba! —Soltó un profundo suspiro y se quedó quieta durante un instante, recordando. Hebe también permaneció en silencio. La habitación se estaba inundando de tenues sombras—. Mamá me dejaba encendida una mariposa y yo me quedaba tumbada en aquella cama enorme, medio dormida y medio despierta, escuchando el sonido de las olas que me llegaba desde la playa, y contemplando la lamparilla, las rayas brillantes del empapelado y los pajarillos de los textos. ¡Parecían tan distantes! La paredes eran muy altas y yo, muy poca cosa, pero nunca llegué a asustarme ni un ápice. Era todo muy hermoso, y ese «Dios es Amor» lo dominaba todo. Nunca lo olvidaré. Esa es mi idea del Cielo: paz, quietud y un sonido delicioso procedente de algún lugar remoto. Flores y pájaros a los que admirar, y «Dios es Amor» por encima de todo.

—Siento haberte dado la lata, Grantey —se disculpó Hebe después de otro largo silencio. Estiró las piernas y bostezó.

—Será mejor que vaya a cambiarse de ropa. La cena estará lista en seguida —le aconsejó Grantey mientras miraba el reloj y aceptaba la disculpa, a pesar de todo, con una leve sonrisa—. Aunque, quién sabe lo que Zita y Douglas habrán preparado entre los dos. ¿El señor Challis va a cenar en casa?

—Supongo que sí. ¿Quieres que te cierre las cortinas?

—Ya se encargará Douglas cuando me traiga la cena. ¿A qué hora llega esa enfermera?

—Mamá dijo que después de cenar. En cuanto venga, la acompañaré hasta aquí arriba, ¿de acuerdo?

Grantey se sorbió la nariz, provocando la risa de Hebe, que corrió escaleras abajo.

En el vestíbulo, se encontró con su madre. Estaba esperando un taxi que Cortway había tenido la fortuna de conseguirle. Hebe se dejó caer en una silla y estiró los pies delante de ella, dando un largo suspiro.

—¿Estás cansada, cariño? —le preguntó Seraphina.

—Muerta. Mamá, todo va a ser muy diferente ahora que Grantey está enferma, ¿verdad?

—Sí, me temo que sí. No creo que ninguno de nosotros se haya dado cuenta hasta la fecha de cuánto dependemos de ella.

—¡Cómo va a jactarse la abuela! Siempre dice que no apreciamos a Grantey.

—No se va a jactar, cariño, lo sentirá mucho.

—¿Todavía no se lo has dicho?

—No me he atrevido —suspiró Seraphina, mirándose desolada en un espejo diminuto—. Tampoco es que vaya a poner el grito en el cielo, pero…

—Yo se lo contaré, si quieres.

—¿Harás eso por mí? Eres un sol. —Le lanzó una mirada de sorpresa—. ¿No te supondrá una molestia?

—No me molestan ese tipo de cosas. Me sobra valor moral —respondió Hebe muy triste, contemplando fijamente las puntas redondeadas de sus pequeños zapatos.

Era cierto. Nunca había tenido reparos en soltar las verdades a la cara. De niña, siempre se había encargado de despachar a los pequeños invitados cuando llegaba la hora de que regresaran a sus respectivas casas, y también era ella quien se encargaba de enfrentarse a los adultos cuando se producía alguna riña. Y, ahora que la adulta era ella, no se molestaba en suavizar los problemas ni en mentir sobre ellos. La naturaleza dura y bondadosa que se ocultaba de manera insospechada bajo la coraza de su plácida belleza se reafirmaba en una sinceridad aplastante, y en un trato justo, aunque un tanto infantil, para con su marido y sus amigos. Esta tácita exigencia suya les resultaba a los demás soportable, dado que no tenía demasiada costumbre de discutir sobre asuntos personales ni de analizar situaciones problemáticas, cosa que sí tienden a hacer casi todas las mujeres. Pero, no obstante, algunas personas se mostraban incapaces de acatarla. Y, al parecer, Alex se encontraba entre ellas.

Su madre se hallaba vagamente al tanto de todo esto, pero la relación entre ellas dos se basaba en la ternura y la alegría, más que en la elocuencia.

La primera parte de la vida de casada de Seraphina había estado tan colmada de experiencias maternales interesantes y placenteras, y tan desprovista de cualquier tipo de ansiedad provocada por la falta de dinero o por una naturaleza protectora en exceso que apenas se había enfrentado a situaciones desagradables, de modo que no tenía la menor idea de cómo hacerlo. Más que sentirse herida a causa de las infidelidades espirituales del señor Challis, se las había tomado a risa (si bien experimentaba cierto resquemor, cada vez más acusado, ahora que los dos eran mayores y él seguía mostrándole su romántico corazón a todas las mujeres del mundo, menos a ella), y no sabía qué hacer con la marcha de Alex ni qué aconsejarle a Hebe al respecto. En su opinión, los hombres eran un incordio. Era agradable tenerlos al lado, por supuesto. Eran como corderitos y el mundo sería muy aburrido sin ellos. Pero, en realidad, siempre estaban tratando de cortejarte o de fastidiarte cortejando a otra, y lo mejor era portarse bien con ellos y no tomárselos demasiado en serio.

Volvió a sacar el espejito, se miró y suspiró. En ese momento, entró Cortway para anunciar que había llegado el taxi.

—Adiós, cielo —dijo Seraphina, aliviada de escapar de allí durante unas cuantas horas, aunque un tanto preocupada al ver que su hija continuaba sentada, mirándose los zapatos—. Que disfrutéis de la cena. Y no te quedes levantada hasta las tantas escuchando el gramófono.

—Solo a Bartók.

—Bueno, tampoco, ¿me oyes? Cortway, ¿habéis preparado algo rico para la cena?

—Pescado, señora —respondió este con un gesto de desaprobación—. Merluza, dijo Zita. La ha cocinado al estilo alemán, con hierbas y todo eso.

—Mmm. Suena delicioso —profirió Seraphina, esforzándose por que su hija la mirara, pero la cara de Hebe permanecía pálida y huraña, como la de un niño que ha estado llorando—. Adiós, querida. Me voy volando.

—Adiós, mamá. Que lo pases bien.

Cuando se hubo marchado, Hebe continuó en la silla contemplando la puesta de sol. ¿Qué le había ocurrido a su querido compañero Alex, con quien había compartido risas, amor, sus enfados pasajeros con los niños y los cariñosos abrazos que les daba cuando la abrumaban con su dulzura? Alex dijo que los niños y ella eran un fastidio, que siempre estaban dándole la vara cuando quería pintar, y sacándolo de sus casillas cuando ansiaba estar tranquilo y leer el periódico. Hebe había optado por cerrar su boquita de piñón, no sin antes espetarle: «No hables así, no nos hace bien a ninguno de los dos». Y luego ya no dijo nada más, salvo «De acuerdo, será mejor que te vayas», cuando él manifestó su deseo de marcharse. Nunca lloraba ni montaba una escena, aunque lo cierto era que esta había sido su primera pelea importante.

Subió al piso de arriba, se lavó la cara, se puso un vestido limpio y bajó a cenar, tratando de ignorar los ruidos procedentes del cuarto de los niños, que sugerían que alguno de los dos estaba arrastrando al otro de las piernas por el viejo suelo de madera.

«Maldito sea este niño, le va a hacer polvo el trasero a su hermana», pensó su madre con resignación, mientras seguía bajando las escaleras.

No había ni un atisbo de consoladora angustia romántica en el interior de su corazón cuando se sentó frente a su padre en la hermosa estancia, teñida de profusas sombras y de la plácida luz vespertina. Semejantes sentimientos solo reconfortan a los inexpertos o a los eternamente jóvenes de espíritu, como era el caso del señor Challis. De nada le sirven a una mujer que ha tenido tres hijos con un mismo hombre. La felicidad de esta es tan real como su propio cuerpo, y su pérdida tan insoportable como si de repente se convirtiera en un fantasma. El único sentimiento que impedía que Hebe se derrumbara en ese preciso momento era una especie de ira latente hacia su marido.

Así, entre Alex y críticas teatrales, el señor Challis y su hija cenaron en el más absoluto silencio.

En el oeste de Inglaterra se extiende una amplia región situada al borde de los páramos, muy castigada por la lluvia, en la que abundan los bosques profundos, tupidos de lenguas cervinas, helechos hembra y ricas frondas, y donde se oye el murmullo de uno de los más largos y apacibles brazos del mar. Sus colinas están cubiertas de brezos rosados y, sobre el remoto horizonte, como una negra y amenazadora tormenta que nunca estalla, se elevan las montañas de Gales. Entre ellas, se divisa una colina, algo más pequeña que los inmensos y redondeados collados áridos que se levantan al comienzo de los páramos, pero también mucho más hermosa.

Pinos enormes y centenarios se alzan sobre su cima, con sus imponentes troncos y su despliegue de enmarañadas ramas del más oscuro de los verdes. Allí proyectan su densa sombra sobre las pesadas piñas de color verde pálido y sobre las plumas grisáceas de pájaro que se hallan esparcidas por el suelo, entre sus rojas agujas. Millas y millas de profundos valles se extienden bajo este cerro, y en la época estival se cubren de frescos helechos, cuyos rígidos y rizados tallos pueden llegar hasta la cintura de un hombre, alimentados por la savia de ese suelo rico y añoso que los hace brotar. El paseante debe vadearlos, como si atravesara el ancho y calmo mar o como si siguiera las estelas que el viento deja sobre sus aguas. Sobre un prado cubierto de flores menudas, se aprecia el pálido amarillo de los amores de hortelano y el ocre de los ranúnculos. Y allí acuden los ciervos a pacer, huyendo entre la maleza cuando algún extraño se acerca. En este punto, los valles se ensanchan y los abetos comienzan a escalar los cerros. Cada uno de estos valles va a desembocar en la plana orilla del brazo de mar, profusamente sembrada de guijarros grises y malvas. Y precisamente aquí, en el aire dulce y húmedo, entre esos espléndidos helechos donde moran las hadas, tiene su raíz la leyenda de Arturo, tan profunda como la de los viejos pinos. Sus ecos aún permanecen en el aire como el mismo perfume de los helechos húmedos y de las madrigueras de los zorros. Es un espíritu vivo que anima la región: el espíritu de la vieja Inglaterra, verde y agreste, que aún persiste, encantador, solitario y velado de niebla, en el corazón de los mares del norte.

Aquella noche de principios de verano, Alex Niland estaba tumbado bajo los pinos en un saco de dormir con la boca llena de pan y queso, contemplando la caída del crepúsculo y sin pensar en nada, salvo en lo mal que se sentía por haberse enfadado con Hebe. Confiaba en que no lloviera antes del amanecer. Al día siguiente, iría a Minehead a visitar a su padre, que era cantero. La familia había estado en el negocio de las piedras durante generaciones, y existía una tradición que aseguraba que un Niland había trabajado entre los canteros medievales que habían esculpido la tribuna de Dunster Church. Tenía pensado ir a Londres después y quedarse con un pintor que vivía en la miseria en una de las callejuelas de Tottenham Court Road. Lo único que le quitaba el sueño era la necesidad de pintar y, cuando la sentía, trataba de satisfacerla, no tanto intentando salvar los obstáculos que pudieran presentársele como pasándolos por alto.

Sobre su cabeza flotaba el aire gris y claro, que se elevaba millas y millas en dirección a aquellas plateadas motitas temblorosas que eran las estrellas y, bajo su espalda, dura, pero confortable, yacía la tierra. El tenue mar violeta se encontraba por debajo de su línea de visión. Lo único que acertaba a vislumbrar era el oscuro follaje y las estrellas que se colaban entre sus ramas, y solo se oía el largo y suave ulular del viento a través de los pinos. El aire olía a tierra cálida y a hojas nuevas, y le acariciaba con su fría mano la frente y las mejillas. Cerró los ojos y no tardó en quedarse dormido.