Capítulo 24
Las largas sombras de los manzanos se proyectaban ya sobre la hierba cuando Margaret se decidió por fin a bajar a buscar a los niños. Ahora era completamente dueña de sí misma, y habría deseado que lady Challis le hubiera dejado cenar con los demás, pues creía que todo el mundo habría notado su ausencia y se habrían generado algunos comentarios, pero no quería parecer desagradecida. Le resultaba extraño no estar ocupada a esas horas preparando la cena, como solía hacer desde que había empezado a acudir al Westwood de Brockdale y, a pesar de la novedad e interés que esta nueva casa le despertaba, echaba de menos a Dick y a Linda. Allí la necesitaban; allí tenían en cuenta su opinión y su presencia era indispensable para la comodidad de la familia, mientras que aquí, aunque no dejaban de llamarla «ángel» y «tesoro», solo la querían por conveniencia. Se acordó con ternura de los torpes apretones de mano de Linda y de los breves cumplidos de Dick hacia los platos que cocinaba, y volvió a anhelar una y otra vez que a la señora Coates (cuyos ojos enormes y ligeramente saltones y cuya boca flácida sugerían debilidad por el drama) no se le ocurriera volver de improviso durante el fin de semana.
«Añoro cuidar de ellos —pensó, de pie junto a la ventana contemplando el manzanal y los frescos prados; y luego (pobre Margaret)—: Ojalá tuviese a alguien que me perteneciera a mí y solo a mí, y no tuviese que andar de casa en casa como si fuera una vendida; quiero a alguien para mí sola».
Primero había soñado con que Gerard Challis encarnara a su amor ideal, que llenara su vida de una belleza desinteresada que transformaría su forma de pensar y sentir, pero, al conocerlo mejor, había descubierto que era inútil: esta devoción no prosperaría ni enriquecería su existencia. Exactamente ocho meses después del primer día que habían cruzado palabra en el vestíbulo de Westwood, no podía afirmar que Gerard Challis significara tanto para ella como aquella primera tarde en que había contemplado sus ojos azules y meditativos como los del romano Augusto y empezó a sentir que había llegado el gran momento de su vida.
—Margaret, ¿estás muerta o qué te pasa? —exclamó Hebe enfadada, irrumpiendo en la habitación y sacándola abruptamente de sus pensamientos—. ¿Puedes bajar y encargarte de los mocosos? Queremos salir a tomar algo.
—Por supuesto, lo siento muchísimo. —Margaret se sintió culpable—. Me disponía a bajar, pero pensé que no habrían acabado de cenar. —Cogió su bandeja y salió de la habitación siguiendo a Hebe.
Su tono parecía haberla aplacado un poco, pues cuando ambas bajaban la peligrosa escalera, dijo:
—Me temo que estos tres días van a suponer un verdadero suplicio para ti. Eres un ángel por haber aceptado, de verdad… Yo no lo hubiera hecho ni en broma.
Este fue el cumplido más amable que Margaret había recibido nunca de Hebe, desde aquel primer día en Lamb Cottage. Margaret sospechó que solamente hacía gala de esos modales exquisitos copiados de su madre cuando quería conseguir algo. Recordó a aquella fascinante criatura sentada en el sofá haciendo punto y sonriendo ante la ingenuidad de Earl; a aquella figura de porte poético que adornaba con su presencia el patio de butacas la noche del estreno de Kattë; en definitiva, a aquella persona tan diferente de la niña ceñuda vestida de algodón con la que acostumbraba a cruzarse en Westwood.
—Me gustan los niños, solo que me dan miedo —se sinceró Margaret—. No se me dan demasiado bien. Por otro lado, me alegro de haber venido, porque me encanta estar aquí con todos.
Poca gente es capaz de resistirse a una declaración de amor que abarque a su familia, a su hogar y a su entorno y no amenace con involucrarlos en el bochorno propio de la devoción personal. Hebe se limitó a decir: «¡Caray!», pero la mirada que le dedicó al volverse era casi simpática y Margaret se sintió animada para continuar:
—¿No le parece que su abuela, lady Challis, quiero decir, es una persona absolutamente fascinante?
—Sí, aunque a mí me deprime un poco —respondió Hebe de una tacada.
—¿Ah, sí? Pues yo no puedo imaginármela deprimiendo a nadie.
—Es una santa, y todos los santos deprimen. Conociéndola a ella uno comprende por qué a los romanos les encantaba martirizar a los primeros cristianos.
Margaret deseaba oír más, pero no quiso seguir tirándole de la lengua.
—Si hubieras conocido al abuelo Challis, sabrías por qué mi padre es como es —continuó Hebe de pronto, deteniéndose junto a una ventana a admirar el jardín, donde los niños jugaban a la luz de la tarde—. No es que papá se parezca un poco al abuelo Challis.
—No —murmuró Margaret, embelesada.
—Es que es clavadito a él. Sir Edwin Challis, el físico, ¿te suena? Solo le importaban los átomos. Tenía una casa y una buena porción de tierras cerca de aquí. Dejaba que el padre de la abuela cuidara de ellas por él. Debía de ser realmente hermosa, supongo, aunque me apostaría algo a que su pelo tampoco tenía demasiado volumen en aquel entonces… Al parecer el abuelo se enamoró de ella una mañana cuando la vio tendiendo la ropa. Tenía diecisiete años.
—¡Es como un cuento de hadas!
—Yo no estaría tan segura —respondió Hebe con sequedad—. No creo que la abuela se divirtiera mucho que digamos después de la boda. Su sueño era tener la casa llena de mocosos (como yo, por otra parte), aunque al final solo tuvieron un hijo…
Margaret se mantuvo en silencio, temiendo romper el hechizo.
—El abuelo murió hace apenas cinco años. Tenía ochenta y siete y era absolutamente aterrador. Había pasado tantos años obsesionado con los átomos que estaba como ausente, no sé si me entiendes. En cuanto falleció, la abuela se marchó a toda prisa y compró todo esto, todas estas casas. Iban a derribarlas, pero se metió en obras y las unió.
—Pues a mí me encanta esta casa. No se parece a ninguna que haya visto jamás.
Hebe puso una de sus caras y dijo, retirándose de la ventana:
—Bueno, será mejor que bajemos. Y todas estas jóvenes recién casadas que andan por aquí bailoteando son las nietas de sus viejas amigas —prosiguió—. Las invita a que vengan con sus retoños para tener la casa siempre llena de niños. Le gustan los niños. Los niños y los libros. Por encima de todo.
—En los libros ya me había fijado. Los hay a miles.
—Oh, cada vez que sale se compra alguno; y lleva años haciendo lo mismo. Yo no lo entiendo, a mí no me gusta leer… pero ella es feliz siempre que tenga un libro en una mano y un mocoso en la otra. ¡Ya voy! —chilló de repente, en respuesta a un grito distante—. Mira, tengo que irme ya —dijo, volviéndose hacia Margaret con una sonrisa radiante. ¡Eres un ángel! En cuanto a los niños, los encontrarás en el jardín. No dejes que hagan ninguna trastada—. Y se marchó.
Margaret tuvo aún tiempo de ver al grupo salir en dirección al pub del pueblo. Había varios jóvenes vestidos de uniforme (presumiblemente los maridos de las jóvenes señoritas) y las propias señoritas. Después de todo el día persiguiendo a sus hijos parecían agotadas, pero también se las veía alegres y preparadas para los placeres que les depararía la noche.
Cuando se marcharon, el vestíbulo se quedó vacío, silencioso, sumergido en las sombras del crepúsculo. «Ahora que el día se acaba y la noche está cerca —pensó Margaret, mirando a su alrededor como en un sueño—, sus sombras sigilosas van cruzando el cielo[69]». Era el momento perfecto para descubrir a Gerard Challis sentado tranquilamente en uno de esos sillones mullidos al final del vestíbulo, o para que lady Challis entrara por una puerta insospechada y mantuviera con ella una extensa conversación de maravillosos ecos.
Pero ninguna de estas cosas ocurrió y, tras una pausa, dejó la bandeja en la mesa y salió al jardín por un pequeño pasaje empedrado. De una de las habitaciones que daba a este pasaje llegaban voces y ruidos de platos y, al mirar al interior, descubrió a lady Challis, a Bertie y a una joven rubia embarazada junto al fregadero; todos ellos ocupadísimos. Había también un joven enclenque vestido con ropas extrañas junto a una cocina Aga, removiendo algo en una cacerola.
—Hola —dijo lady Challis, retirándose un mechón de rizos de la cara con un dedo mojado—. ¿Estás buscando a Barnabas y a Emma? La niña está ahí. —Señaló una pila de cojines y alfombras dispuestos en un rincón. Emma dormía como una bendita—. El niño está fuera con Jane, Dickon y los demás. Ya sabe dónde va a dormir. Si yo fuera tú, me encargaría primero de Emma.
—No quiero despertarla para bañarla —susurró Margaret, levantando de los cojines el cuerpecito cálido e inesperadamente pesado de la niña. Emma suspiró y se movió sin despertarse, y Margaret la acomodó en sus brazos.
—¡Diantres! —exclamó de pronto el joven que estaba ocupado con la hornilla—. ¡Esto sabe a horrores! ¿Crees que estará hecha ya?
—Espero que sí —dijo lady Challis—. Échala en un plato. Si se queda pegada, es que está lista.
—Te enseñaré dónde va a dormir Emma —dijo la joven rubia, y Margaret la siguió escaleras arriba, entre los gritos procedentes del jardín: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡El abuelo se ha vuelto loco otra vez! ¿Dónde está el bicarbonato?».
Margaret y la joven intercambiaron miradas y se echaron a reír.
—Están jugando a los bombardeos —dijo esta última— y Robert es el abuelo, que se vuelve loco y empieza a sufrir ataques.
—¿Por eso estaba revolcándose por el césped dando patadas?
—Eso creo. Jane, Claudia y mi Edna son refugiados noruegos y tienen que llevar a las muñecas a un refugio. ¿No es extraño que quieran jugar a los bombardeos aquí? Yo estoy encantada de olvidarme de ellos…
—¿Vive usted en Londres? —preguntó Margaret en un susurro para no despertar a Emma.
La joven rubia le explicó que ella y su Edna habían sufrido un bombardeo hacía varios meses. Su marido estaba combatiendo en Italia y su madre era una vieja amiga de la escuela de lady Challis, que era un cielo. —Me llamo Irene —concluyó con una sonrisa.
—Yo Margaret —respondió esta, también sonriendo—. ¡Ay, créeme, adoro este lugar! —exclamó de pronto—. ¡Podría vivir aquí para siempre!
—Bueno, yo siempre digo que, como en la casa de una, en ningún sitio —respondió Irene—, pero he de reconocer que nunca pensé que Edna y yo nos sentiríamos tan a gusto en tan poco tiempo. Es por lady Challis, claro. No se parece en nada al resto de la familia —añadió, bajando la voz—. Tampoco es que los conozca demasiado, pero me he llevado todo un chasco al conocer a Hebe. Había visto su foto en la revista Home Chat y en persona no es tan guapa… ni muy agradable, ya que estamos, ¿no crees?
Margaret se mostró de acuerdo, pero añadió que creía que Hebe era más simpática de lo que parecía a primera vista. Irene (quien, evidentemente, era una de esas mujeres que vivían en una especie de marco florido desde el que la vida parecía minúscula y manejable) no opinaba lo mismo, pero era demasiado educada para discutir.
Cuando Emma estuvo cómodamente acostada, Margaret fue a buscar a Barnabas, al que encontró boca abajo en lo alto del refugio en ruinas que se erguía al final del jardín, con la cara encendida, amenazando a los que estaban dentro encogidos de miedo.
—¡Soy un Messerschmitt! —bramó, dando patadas—. ¡Ra-ta-ta-ta-ta!
—Te han derribado —dijo muy seria una chica alta de largo pelo castaño asomando la cabeza—. Estás en tierra, así que tiene que ser que te han derribado; no hagas ese ruido.
—¡Madre, madre! ¡Ten cuidado! —gimió una voz desde el refugio.
—Estoy teniendo cuidado, cariño, no te preocupes —dijo la chica alta volviendo sus enormes ojos verdes hacia el lugar de donde provenía la voz—. ¿Cómo está el abuelo?
—Muy mal… aaaay —se quejó una voz desde la oscuridad.
—Uno de los niños está muerto —observó una voz rotunda y más joven con satisfacción.
—No hay tiempo de enterrarle, no hay tiempo de enterrarle —se apresuró a decir la chica alta, volviendo a meterse en el refugio—. Cariño, ¿has hecho la cama?
—Sí, querida, y la cena está lista. Vamos, niños —respondió la voz de un niño pequeño, de una pureza inusual—. ¡Daos prisa, la alarma volverá a sonar dentro de pocos minutos!
Margaret se coló en el refugio, donde descubrió a los seis niños y un cochecito de muñecas acurrucados sobre unas viejas mantas. Doce ojos se posaron en ella instantáneamente, expectantes.
—Lo siento —dijo—, pero Barnabas tiene que irse a la cama ahora mismo.
—¡Oh, no! —chillaron todos, aunque en un tono desesperanzado que parecía más una protesta formal que una muestra activa de resentimiento. Barnabas dijo tan pancho:
—Yo no me voy. Todavía no es la hora.
—Sí que es la hora, Barnabas —le espetó la chica alta—. Ya sabes que vamos por edades. Los bebés se acuestan a las seis; Jeremy primero porque tiene seis meses y luego William porque tiene nueve, y después Emma; y Peter a las seis y media porque tiene cuatro años.
—Emma se ha quedado hasta las siete esta tarde —interrumpió Barnabas—, así que, ¿por qué voy a irme a mi hora si ella no lo ha hecho?
—La primera noche no cuenta —resolvió la chica alta—. Yo soy la mayor; tengo nueve años y un mes, y en verano no me acuesto hasta las ocho —le dijo a Margaret con gracia.
—De acuerdo. No me importa a qué hora os acostáis el resto, valiente lío con las horas tenéis, pero Barnabas debe venir ahora mismo.
—Venga, Barnabas —dijo el niño pequeño de voz angelical, cuyo nombre era Dickon. Y entonces Barnabas empezó a gatear para afuera a regañadientes.
—¿Alguien más quiere venir? —dijo Margaret, dejando patente su inexperiencia con esta absurda pregunta—. Algunos de vosotros debéis de tener sueño. ¿Quién os acuesta normalmente? —se dirigió a la niña más pequeña, que lucía dos coletas rubias y un vestidito de cuadros rosas y blancos.
—Mamá, pero se ha ido al pub —dijo la cría con precisión—. Dijo que otra persona me llevaría a la cama.
—Sí, dijo que Margaret lo haría —asintió la chica alta, que al parecer se llamaba Claudia, y entonces Margaret se percató de lo que se le venía encima.
—Bueno, pues yo soy Margaret —dijo con determinación— y he venido a acostaros. Venga, los pequeños primero. ¡Tú! —Señalando a Jane—. ¿Eres la más pequeña?
—¡Sí! —chillaron todos, y Claudia añadió rápidamente, moviendo sus largos dedos:
—Luego Edna, Barnabas, Dickon, Robert y yo la última.
—Muy bien. Edna, creo que tu madre va a venir ahora a buscarte, así que Barnabas y Jane pueden venir conmigo. Estoy segura de que Dickon, Robert y Claudia se pueden acostar ellos solos, ¿verdad que sí?
—Claro —dijeron Dickon y Robert. Claudia parecía arrogante, y anunció:
—Yo puedo acostarme sola, pero prefiero que lo haga mi madre.
—¿Tu madre también se ha ido al pub? —quiso saber Margaret, tendiéndole a Jane una mano (que ella ignoró) para ayudarla a salir del refugio.
—No, se ha ido a decirle adiós a papá —respondió Claudia, muy seria de repente—. Se va al extranjero.
—Mi papá sí está en el extranjero —dijo Edna, que era una alegre criaturita de pelo corto estilo paje y tenía una mella en los dientes incisivos—; en Italia.
—Te echaré una mano, Claudia —dijo Margaret, preguntándose a qué hora se iría ella a la cama y si le quedaría un rato libre después de que «todos estuvieran recogidos[70]»—. Eso si quieres, claro…
—Muchas gracias, me gustaría que me hicieras trenzas, yo no sé todavía —aceptó Claudia, sacudiendo la melena hacia atrás.
La siguiente hora se le fue en lavarles la cara, ayudarles a decir sus oraciones, arropar a unos y otros y vérselas con Claudia, que estaba loca por retener a Margaret junto a su cama hasta que a esta le llegara también la hora de acostarse, y trataba de entablar conversación sobre las diferencias entre un tory y un conservador. Margaret cayó en la cuenta de que su cuarto se encontraba en medio de un auténtico nido de habitaciones formado por los dormitorios de los niños y, en cuanto arropó al último de ellos (que en seguida sacó los piececillos de la cama alegando que los tenía ardiendo), se resignó a que la despertaran muy temprano a la mañana siguiente. Una hora más tarde, bajaba las escaleras de camino al salón, bostezando y preguntándose a qué hora se retiraría el servicio.
El vestíbulo estaba desierto y en paz. La puerta principal se encontraba abierta y, cuando miró por ella, la panorámica del huerto a la luz azulada del crepúsculo casi la dejó sin aliento: cada árbol desplegaba sus blancas flores algodonadas sobre la oscura hierba azul y verde, y todo brillaba etéreamente a lo largo de senderos y hondonadas bañados por el rocío. No se oía un alma: ni el canto de un zorzal, ni el último chillido de un mirlo, ni siquiera el cricrí de un grillo; y el vestíbulo iba inundándose por momentos de ese frescor propio de las noches de mayo que el rocío invisible transporta en su aroma y que es la caricia de la joven mano de la primavera.
De la cocina llegaba un leve olor a mermelada quemada, pero no había ni rastro del hombre enclenque, ni de Irene, ni de lady Challis ni del resto. Margaret se inclinó sobre la chimenea y vio que la masa de delicadas cenizas ocultaba un rojo aún candente; como estaba temblando de frío, se aventuró a añadir un poco de la leña que había apilada en el hogar y las llamas no tardaron en avivarse.
Mientras se calentaba, sola y contenta, distinguió unas voces que comentaban que alguien se disponía a salir en bicicleta para Cambridge; el sonido de las despedidas fue in crescendo hasta que finalmente se extinguió. Se produjo un breve silencio; después, lady Challis apareció por el pasaje perfumado de mermelada, vestida con una vieja bata, y cruzó pausadamente el vestíbulo hasta la chimenea. A Margaret se le aceleró el corazón. ¿Tendría lugar ahora aquella maravillosa conversación? Sin embargo, le pareció que lady Challis estaba agotada. Lo mejor sería que se fuera a descansar.
—¡Qué bien! Me alegro de que hayas echado más leña al fuego. Hace un frío por las noches… —observó lady Challis distraída, arrimando una silla y dejándose caer en ella dando un suspiro—. Acaba de partir para Cambridge, pobrecito.
Tras una pausa respetuosa, Margaret comentó:
—Espero que no haya recibido malas noticias. —(Se imaginó que se refería al joven enclenque).
—Oh, no. Nada distinto de lo habitual. Siempre se trata de su padre… pero no entremos en eso. No, cuando he dicho pobrecito quería decir que lo siento por él, como cuando uno lo siente por cualquier animalito, ¿sabes?
Margaret no respondió y lady Challis se recostó hacia atrás y cerró los ojos. El crepúsculo se fue haciendo cada vez más y más intenso, y el fuego empezó a proyectar sombras en el techo. No llegaba ningún sonido del exterior y la casa estaba en calma. De vez en cuando, Margaret arrojaba una nueva ramita a la chimenea y aquel olor a humo de leña se iba deslizando por el aire como si se tratara del espíritu de la casa haciendo su ronda nocturna. En verdad esperaba que lady Challis estuviera descansando y tanto se perdió en sus propios ensueños que dio un respingo cuando la anciana declaró desde detrás de los dedos que tapaban su cara:
—En los cinco años que llevo viviendo aquí, solo dos personas de tu edad se han sentado en silencio conmigo y no han empezado a cotorrear sobre sí mismas. Una de ellas eres tú.
Margaret se ruborizó y murmuró algo.
—Y ya sé que tienes mucho que decir —continuó lady Challis, medio adormilada—, ¿no es así?
—¡Muchísimo! —repuso Margaret, tranquila pero enfáticamente.
—Bueno, algún día lo harás. No ahora, supongo, porque estás muy atareada con los niños, pero deberías venir cualquier otro fin de semana y contármelo todo. Yo te escucharé y trataré de ayudarte.
—¡Oh! —Margaret tomó aliento—. Gracias.
—Lo digo en serio. Llámame por teléfono un viernes para decirme que vienes y seré toda oídos. Entre unas cosas y otras, no creo que tengamos tiempo de cruzar palabra en lo que resta de fin de semana; pero no te lo tomes a mal ni te sientas decepcionada, porque yo siempre mantengo mi palabra; pregúntales a los niños. Ah, aquí llegan los demás.
Se enderezó; parecía un espíritu eternamente joven que había elegido vivir bajo una piel arrugada y una melena de plata. El resto del grupo regresaba del pub dispuesto a acoplarse en torno al fuego y a comentar lo bien que lo habían pasado. Margaret se sorprendió al descubrir entre ellos a Gerard Challis. Estaba casi segura de que él no había ido, pero era obvio que sí lo había hecho, e incluso había provocado carcajadas de admiración entre los jóvenes llevándose un volumen de Platón y leyéndolo en una mesa solitaria mientras se bebía su cerveza. Ahora, se había quedado rezagado junto a la puerta abierta, separado del alegre grupo que disfrutaba del calor del hogar, contemplando los rincones más oscurecidos del huerto, y era tal el hechizo que su belleza le causaba que no pudo despegar sus ojos de él.
En ese momento, cerró la puerta a la dulce oscuridad exterior y se unió al grupo; dos de las jóvenes madres más sofisticadas le hicieron un hueco; las ingenuas se sintieron demasiado cohibidas por su reputación como para invitarle a sentarse entre ellas. El resto de la noche transcurrió de manera agradable entre chismes y risas; bebieron té y Margaret fue capaz de sentirse a gusto al menos con uno o dos de los invitados. No obstante, su única y ferviente esperanza, en lo que a él concernía, era que no volviera a percatarse de su presencia en lo que restaba de fin de semana.
Por su parte, al señor Challis, sentado con su taza de té al lado de una joven atractiva y razonablemente inteligente, se le notaba contento de que la primera noche tocara a su fin y de poder dedicar la mañana siguiente a trabajar. La activa y animada atmósfera que siempre reinaba en casa de su madre le resultaba insípida, y la presencia de tantos niños y de tantas desgarbadas féminas, todas deseando tener más y más hijos, constituía un insulto para su sentido de la estética. En Yates Row nunca había tiempo para una conversación relajada o para relaciones sutiles, pues cada momento del día estaba ocupado por el aseo de hordas y hordas de niños y la preparación interminable de comidas y meriendas. En invierno, había que recoger leña, ensayar para la obra de Navidad con la que se entretenía a los invitados, preparar regalos, leer en voz alta y cantar villancicos alrededor del piano; en verano, había que recoger fruta, ir de picnic a El Paseo y segar el heno, nadar en el Martlet y tomar té en el jardín; el otoño era la época de meter la fruta en conserva, hacer mermelada y coger nueces; y cuando llegaba la primavera, todo el mundo se ponía como loco a arreglar el jardín y anhelaba la llegada del verano. Nadie parecía tomarse interés por aquellas cuestiones, a la vez eternas y perecederas, por las que el Hombre debe interesarse y que lo diferencian, por perseguirlas infatigablemente, de los animales salvajes.
La visión de su mujer, su hija y sus nietos reunidos en torno a él bajo el techo matriarcal le hacía sentirse tan involucrado en la vida familiar como lo hubiera estado un chino mandarín en su situación. Deseaba con todas sus fuerzas volver a Londres y poder ocuparse de sus intereses e insatisfacciones adultas. Además, el rostro y la silueta de Hilda flotaban ante él provocándole una débil y dulce agonía.
Poco después, Margaret subió a acostarse, atravesando sigilosamente los dormitorios de los niños, en los que estos dormían, muchos bien arropados, y la mayoría con la ropa de cama hecha un lío. Se detuvo a cubrirle a Jane sus piernecillas regordetas, destapadas casi hasta lo que algún día sería su cintura, y sonrió ante la visión de Robert, que estaba dormido en la misma postura en la que lo había dejado tres horas antes, con sus largas pestañas barriéndole las pálidas mejillas.
Al mirar por la ventana y divisar el huerto, donde los manzanos brillaban a la luz de las estrellas y Marte titilaba, bajo y rojo sobre el horizonte, experimentó una sensación de extrañeza. Estaba rodeada de niños encantadores que dormían ajenos a todo, y de pronto se dio cuenta de que, en la distancia, más allá de los prados, de los bosquecillos y de las ciudades de Inglaterra, en la otra orilla del calmo mar primaveral, había hombres luchando y muriendo en las trincheras, y de que el juego que habían estado recreando los niños en el jardín era una pantomima del horror que se estaba viviendo en Europa y Asia. «Medio mundo —pensó— combate a vida o muerte esta noche; y aun así, sigue habiendo gente que se va a la cama en paz, con niños cerca que duermen plácidamente y velas que dibujan sombras en las paredes, y camas tranquilas y confortables». Y de repente, por primera vez en su vida, sintió que los amaba a todos: a los buenos y a los malvados; amaba a todos sus semejantes por igual.