Capítulo 26
Hacia las tres de la tarde del día siguiente, entre los preparativos del funeral, las insistentes preguntas de Barnabas, los escandalosos lamentos de Zita, el silencioso pesar de Cortway, la angustia de su madre y la irritación más que evidente de su padre, Hebe explotó y decidió que ya había tenido bastante; le encasquetó los niños a Zita y, acercándose a hurtadillas al teléfono (más bien parecía que se dispusiera a llamar a algún amante clandestino), concertó una cita en Maison Tel y salió corriendo a que le arreglaran el pelo.
Al principio, una voz altiva y cansada al otro lado de la línea le había respondido que era imposible, pero luego resultó que alguien había cancelado su cita y la señora podía ocupar su lugar. ¿Quién la atendía normalmente? ¿El señor Fidele o el señor Bonaventure? El señor Fidele y la señorita Gloria. Muy bien entonces. La señora podría ir a las tres en punto.
«No sé por qué sigo yendo —pensó Hebe, taciturna, cuando faltaban dos minutos para las tres—. Huele fatal, y luego están esas arpías revoloteando a mi alrededor; me ponen de los nervios». Miró fijamente a la señorita Diana, que atravesaba la sala con una botella rellena de algo verde entre sus manos de lirio y su cascada de rizos morenos, demasiado hermosa para estar viva. «Para ser sincera, me ponen enferma, como diría Alex», caviló. Abrió la puerta y penetró en aquella estancia enorme y agobiante, que olía demasiado a solución jabonosa verde, a champú, a colonia, a polvos y a cabello recién lavado. Miró a su alrededor, a las clientas que esperaban sentadas pacientemente: algunas tenían la cabeza mojada, goteando y con una pinta repugnante, otras se cocían a fuego lento bajo unos enormes secadores metálicos sin que nadie prestara atención a sus gritos de angustia y otras estaban relegadas a un rincón, sumidas en una interminable espera, pasando una y otra vez las manoseadas páginas del Post. El mostrador estaba ocupado por una encantadora criatura morena que lo único que hacía era presionarse la frente con sus blancos dedos. Unos hombrecillos menudos y regordetes enfundados en batas blancas con peines en los bolsillos iban de un lado para otro; de vez en cuando, se dirigían de puntillas a una de las mujeres sentadas, levantaban el casco de metal o tiraban sin el más mínimo recato de las ondas de debajo de la redecilla y murmuraban: «¿Quién la ha peinado, señora?».
«El señor Fidele… o el señor Bonaventure», respondía la víctima, ante lo cual, el hombrecillo asentía misteriosamente y desaparecía durante al menos otra hora, dejando a la clienta cociéndose y chorreando como antes.
Hebe, que había conseguido que su cabello se lo lavase, aun con desdén, la señorita Susan, cuyo rostro parecía el de una cerdita que se las hubiera ingeniado de algún modo para ponerse un poco de carmín en los labios, se encontró plantada en una silla en medio de una corriente espantosa, a la espera de que la sentaran en un secador.
«Valiente sitio —pensó resignada, con el pelo chorreando—; aunque he de reconocer que al menos saben peinarte bien».
En ese momento, el inevitable hombrecillo volvió a aparecer, se inclinó sobre ella y susurró misteriosamente:
—¿Quién la ha peinado, señora?
—La señorita Susan —anunció Hebe, señalando a la joven cerdita, que, al parecer, se había ido a dormitar a un rincón.
—¿Y quién suele hacerlo, señora?
—El señor Fidele.
El hombrecillo asintió y se marchó. (Estas preguntas no pasaban de ser meros rituales que se daban por hechos, como la presencia de Jack in the Green[73], y no conducían a nada).
En la planta superior habitaba un ser terrorífico, muy acicalado y con cara de pocos amigos, vestido con un chaleco blanco, como un médico salido de una película americana, que te examinaba el cabello como si lo odiase (cosa que probablemente hiciera) y te prescribía algún remedio cuando lo tenías demasiado castigado. Por fortuna, Hebe nunca había tenido que llegar tan lejos con su pelo.
En ese momento, terminaron con la señora que estaba sentada a su lado. La cerdita se despertó súbitamente, se acercó a Hebe y la colocó en el lugar de la mujer; luego empezó a ensortijarle el pelo, pero no le había hecho ni tres rizos cuando el señor Fidele, que parecía un ser humano y hablaba como tal, hizo su majestuosa entrada, la despachó y comenzó a peinarla él mismo. Le puso el secador justo encima de la cabeza, lo conectó hasta que empezó a runrunear y Hebe se fue adormilando con su calorcito. Trató de no sentir pena por lo de Grantey y Alex e hizo un esfuerzo por dejar la mente en blanco.
Entonces, se dio cuenta de que alguien se inclinaba sobre ella (suponía) para hacerle la ineludible pregunta. Ya estaba esbozando la respuesta: «La señorita Susan», cuando una voz dijo:
—Hola, cariño.
Abrió los ojos y se topó con los de Alex.
Estaba agachado ante ella, con las manos en las rodillas, mirándola y mascando chicle. La cerdita Susan, las demás señoritas, la ninfa del mostrador y todos los hombrecillos de las batas y los peines lo miraban casi tan interesados como si en vez de un pintor se tratase de una estrella de cine.
—¡Vaya, hola! —contestó Hebe, sonriendo en respuesta a la sonrisa de él; y se sintió rebosante de felicidad, pues los ojos de su marido estaban llenos de amor—, ¿cómo me has encontrado?
—Telefoneé a tu madre. ¿Cómo estás, cariño?
—Estoy bien. ¿Y tú?
—He estado un poco acatarrado, pero ya se me ha pasado. Hebe, creo que ya he terminado Los buscadores de metralla.
—¡Cielos! Has debido de trabajar con mucho ahínco.
—Sí. Me muero por que lo veas. ¿Puedes pasarte ahora? Di que te quiten esto, ¿puedes? —Dio un golpecito al secador con la uña—. Y dime, ¿cómo están los niños? ¿Y cómo está mi lady Hamilton? —(Así era como llamaba cariñosamente a Emma.)[74]
—Está bien. Alex, es horrible lo de Grantey. Pobrecita.
—Lo sé. Lo siento mucho… En fin. Los buscadores de metralla está en el estudio de Morris Korrowitz. Tengo que conseguirle un marco. ¿Puedes acompañarme a elegir uno después de ver el cuadro?
—Claro… Ay, maldita sea, a ver si vienen y me sacan de esta cosa. —Sus ojos, por lo general apacibles, lanzaron una mirada tan colmada de furia que el mismísimo señor Fidele se apresuró a liberarla, protestando mientras tanto, con una sonrisita indulgente, por la impaciencia del amor, pues su pelo aún no estaba seco del todo.
—Hace un día abrasador. No va a coger un resfriado —le aseguró Alex, pero el señor Fidele murmuró que «El Efecto» no sería el deseado si le quitaba la redecilla y las pinzas antes de que el pelo se secara.
—Parece que está bien. Es bonito —comentó Alex con franqueza, esperando con las manos en los bolsillos de sus pantalones de pana a que Hebe pagase la cuenta. Esta llevaba un gorrito flexible y sus rizos castaños, rígidos y calientes del secador, brillaban como los de un spaniel.
—¡Vamos! —la animó Alex, tomándola en sus brazos en cuanto salieron al callejón. Comenzó a besarla—. ¡Qué bien hueles! Creo que te amo. He estado tan triste esta última semana sin ti que no sabía qué hacer…
—¿Por qué no me has llamado entonces, malo? Yo también he estado muy triste.
—¿Y cómo iba a hacerlo? Hemos estado totalmente perdidos en las profundidades de Gales, en la casa de Gilbert, todos borrachos. Solo he estado sobrio una o dos veces, pero cada vez que intentábamos caminar las cinco millas que nos separaban del teléfono, lo más lejos a lo que llegábamos era al pub a emborracharnos de nuevo.
—¿No había teléfono en el pub? Pues vaya tugurio… Bueno, ahora no importa, cariño. Vamos a coger un taxi.
Hicieron el camino al estudio de Morris Korrowitz agarrados de la mano y hablando casi al unísono: sobre Los buscadores de metralla, sobre el nuevo diente de Jeremy, sobre la sugerencia del gobierno británico de que Alex se marchara a Italia al mes siguiente para cubrir la guerra como dibujante o sobre la casa medio derruida que Hebe había encontrado en St. John’s Wood, y que le proponía que comprasen. Mientras conversaban, se analizaban mutuamente, sedientos y cariñosos, y Hebe mantenía las enormes, hermosas y sucias manos de Alex entre las suyas.
Los buscadores de metralla se encontraba apoyado en la pared de la espaciosa y desordenada habitación con tragaluz que servía de estudio a Morris Korrowitz. Lo admiraron en silencio; Alex de modo crítico, Morris Korrowitz con una mezcla torturadora de homenaje y envidia, y Hebe con evidente placer, el mismo placer simple y primario que sentía cuando el sol calentaba su cara cualquier día de primavera.
Después de la primera sorpresa, se quedó callada hasta que Alex comentó, frunciendo el ceño y encorvándose para contemplar mejor el cuadro:
—Esa rodilla no me convence demasiado, Morris.
—Está bien, Alex. Por el amor de Dios, déjalo ya —dijo Morris, exasperado, con su voz aguda y acento cockney. Era un joven muy alto con una buena mata de pelo rubio encima de la cabeza, que pintaba rosas sobre desiertos de arena que se extendían hasta un horizonte infinito y vivía gracias a la pensión de su madre viuda. Alex decía que tenía talento, pero a Hebe aquellas rosas del desierto le parecían tediosas; esta era la segunda vez que se encontraban.
—Es, con diferencia, lo mejor que has pintado —observó al fin.
—¿Verdad que sí? ¿Verdad que sí, señora Niland? —se entusiasmó Morris—. Eso es lo que todos le decimos.
—Llámeme Hebe, por favor —dijo ella, distraída, sin dejar de mirar el cuadro—. Alex, ¿qué tipo de marco le va?
Tuvieron una larga discusión al respecto, solo interrumpida cuando salieron a buscar algo de comer a una cafetería, pues Morris no tenía nada de comer en su piso. Esa misma tarde, Hebe regresó a Westwood en taxi con Alex y Los buscadores de metralla. Él la iba poniendo al corriente acerca de los murales que había pintado en un pequeño café de Cardiff y de cuánto deseaba hacer más encargos así.
—Tal vez sea mejor no aceptar el trabajo del Gobierno, después de todo… —aventuró, mirando por la ventanilla—, a menos, claro está, que me dejen volver y pintar Cassino y las playas de Anzio en las paredes de algún restaurante inglés. ¿Crees que me lo permitirán?
—No creo. Dijeron que querían cuadros, ¿no es así? De los que se cuelgan en las galerías.
—No estoy muy seguro de que sea así… En cualquier caso, no tengo que darles una respuesta hasta dentro de tres semanas, así que relajémonos. —Y la rodeó con el brazo.
Aquel lunes por la mañana, a Margaret le supuso un enorme esfuerzo concentrarse en el trabajo. Esperaba que, ahora que la pobre Grantey había fallecido, requirieran de sus servicios más a menudo en el Westwood de Highgate, a pesar de que siguieran necesitándola en el Westwood de Brockdale. Con todo, también tenía la cabeza llena de pájaros por la invitación de Earl, y en un par de ocasiones tuvo que reprenderse a sí misma por su tendencia a perderse en especulaciones románticas.
Sin embargo, estaba aprendiendo a controlar su ser interior (el único reino que se le otorga incluso a la más humilde de las criaturas humanas) y se las ingenió para prestarle toda la atención que podía al trabajo. Así que, cuando dieron las cinco en punto y llegó la hora de volver a casa, el placer que le causó reincorporarse al mundo de las relaciones personales fue mayor debido a la anterior abstinencia y se olvidó de la escuela en cuanto puso un pie en la calle.
La primera tarea que tuvo que acometer al llegar a casa fue preparar rápidamente el trabajo para el día siguiente y, cuando acabó, descolgó el teléfono y llamó a Dick Fletcher. Parecía de mal humor y reconoció que había tenido un fin de semana pésimo. Había hecho un calor insoportable y además Linda la había echado de menos.
—Los dos te echamos de menos… —añadió entre risas, y el corazón de Margaret de repente se colmó de felicidad.
—¿Y cómo se encuentra la señora Coates? —preguntó.
—Oh, iba a decírtelo: me temo que ha sufrido una pequeña recaída. Nada grave, pero le ha vuelto a subir la fiebre y en el hospital no creen que pueda regresar a casa tan pronto como pensaban.
Margaret dijo que lo sentía, pero en realidad se puso contenta.
Mientras marcaba el número de Zita fue consciente de que su madre estaba junto a ella, sentada en el salón, haciendo punto con una expresión de disgusto en el rostro, y se sintió culpable. Reg se había marchado ya; y lo había hecho sin ni siquiera poder despedirse de su hermana, que había preferido irse al campo con toda «aquella gente» en vez de disfrutar con él de sus últimos días de libertad. Así que toda la ansiedad que la madre sentía por la marcha de su hijo se materializaba en un amargo resentimiento hacia Margaret. La propia Margaret se conmovió al ver que su hermano le había dejado como regalo de despedida un cuello y unos puños de encaje barato, sobre todo porque era el tipo de cosas que ella nunca se ponía. Mientras esperaba tono, se juró que le escribiría todas las semanas, que le escribiría ese tipo de cartas que supuso que a todo soldado le haría ilusión recibir: alegres, cariñosas y cargadas de noticias de casa.
—¿Diga? —contestó una voz masculina desconocida.
—¿Puedo hablar con Zita, por favor? Con la señorita Mandelbaum… —inquirió Margaret. ¿Quién diablos era ese tipo?
—No cuelgue, voy a buscarla —contestó la voz, y le oyó gritar «¡Zita!», como si fuera un habitual de la casa.
—Ach, Margaret —dijo Zita, después de una pausa prolongada—. Estaba con niños y señor Niland. Ha tenido subir a buscarme.
—Oh, ¿era ese el señor Niland? ¿Entonces ha vuelto?
—Sí, luego cuento. ¿Puedes venir pronto? Los niños están poniendo muy revoltosos; Barnabas no deja preguntar por Grantey. No vendría mal ayuda.
A Margaret le habría encantado quedarse en casa y hacer algunos arreglillos en su guardarropa (que, como el de las demás mujeres inglesas aquel verano, se estaba convirtiendo literalmente en un baturrillo de jirones y remiendos), pero no pudo resistir la tentación de ir a Westwood aquella tarde; así que, tras comentarle a su madre que se marchaba, anuncio que su madre acogió en silencio y sin cambiar un ápice su gesto de asco, se aprestó a salir de allí cuanto antes y a perderse en aquella blanca tarde de mayo que florecía bajo el cielo azul intenso. A aquellas horas el Heath se encontraba repleto de gente paseando ociosamente con sus perros, o con sus amantes, flanqueados por la alta hierba primaveral.
Grantey estaba muerta y ya se la habían llevado; el señor Challis decidió no volver a pensar en la vieja criada y se marchó con unos amigos a jugar al tenis. En el preciso momento en que Margaret subía la cuesta que dirigía a la casa, él salía vestido de blanco por una de las puertas laterales. Margaret levantó la vista tímidamente, como suplicándole que se fijase en ella; todo el autocontrol y la confianza en sí misma que sus nuevos horizontes habían logrado conquistar con tantísimo esfuerzo se desvanecieron en el acto, y la dejaron de nuevo en la posición de una profesora de provincias un tanto desmañada cuyos fuertes sentimientos eran de todo punto inoportunos. El solo recuerdo de su último encuentro la abochornaba de modo insoportable.
Pero hacía una tarde espléndida y había otra razón por la que el señor Challis se sentía pletórico. Le sonrió y le dijo (acordándose de atenuar la musicalidad de su voz, en supuesta consideración a la difunta señora Grant):
—¡Qué tarde tan maravillosa! La luz parece resistirse a dejar el cielo. ¿Viene usted a ver a Zita?
—Oh, sí… en realidad a echarle una mano con los niños —respondió Margaret mirándolo fijamente con gesto adusto.
El señor Challis vaciló y se colocó la raqueta bajo el brazo. Ella continuó con los ojos clavados en él, ruborizándose cada vez más ante su firme mirada.
—No deje que la agoten, ¿quiere? —le aconsejó por fin—. Es usted muy amable por cuidar a los niños, pero pueden resultar demoledores. ¡Quién mejor que yo va a saberlo! —añadió el señor Challis, que se cruzaba con sus nietos quizá durante diez minutos cada noche—. Y eso que su profesión ya es, de por sí, bastante agotadora. ¿Le gusta enseñar? —le preguntó de pronto, quizá movido por un puro interés de dramaturgo, pero sin intención de dejarse llevar por la conversación en absoluto.
Margaret negó con la cabeza. No podía ni articular palabra.
—Entonces déjelo, cueste lo que cueste —la animó—. Puede ser el más destructivo de todos los oficios. ¿Tiene usted rentas?
—Oh, no, nada —dijo y le entraron unas ganas salvajes de reír. ¡Rentas! ¡Si él supiera! ¿De qué tipo de hogar creía que procedía? Pero, claro, cuando no la veía por allí, ni siquiera se acordaba de ella.
Él sacudió la cabeza.
—¡Qué lástima! Es usted el tipo de mujer que necesita madurar al sol; no hacer nada durante unos años; dejar que crezca su alma. Si bien es imposible sin dinero —sonrió y añadió amablemente—: Es una pena; el dinero es un maldito incordio. En fin, se me hace tarde. Adiós. —Y se marchó a toda prisa.
Margaret anduvo lentamente hacia la casa. Era la conversación más humana que había logrado mantener con él jamás, pero solo había logrado inflamar la llama de su malestar; el «malestar divino», lo llamaban. Todas sus obras carecían de la realización, la madurez o la satisfacción suficientes; en ellas solo había añoranza y esas alegrías sutiles que brotan de la renuncia.
Se detuvo un instante junto a la puerta y se quedó con la mirada clavada en el suelo. Había un pequeño arriate sembrado de rábanos cuyos bulbos semienterrados de color púrpura habían llamado su atención: rábanos robustos, enormes y jugosos, sembrados por Barnabas según las instrucciones de Cortway; cada uno de ellos ostentaba un par de hojas duras y ásperas, y su rosada lozanía se iba tornando blanca conforme se iba estrechando hacia su punta afilada. «Hay algo satisfactorio en esos rábanos —pensó, como en sueños—. Causan en mí el mismo efecto que las mejillas de Emma, la voz de Dickon o la lluvia de ayer en mi cara… Aunque claro, es una tontería, comparado con lo que él ha dicho».
El nieto mayor del señor Challis estaba en pijama de rodillas en la cama haciendo preguntas sobre la difunta Grantey. ¿Iría directa al Cielo? ¿Vería todo lo que Emma, Jeremy y él hacían desde allí arriba? ¿Se les aparecería su espíritu? ¿Podían asistir Emma y él al funeral? Cosas así.
Margaret se sentó a su lado y, aunque se vio tentada a responder a estas preguntas de manera elusiva, le dijo con firmeza que el espíritu de Grantey («esto es, su parte mental») había sido recogido por un ángel y llevado directamente al Cielo en el mismo instante de su muerte. El ángel había sido enviado por Dios para que el alma no se sintiera sola y se sorprendiera cuando se separara de la tierra. No, Grantey no podría ver todo lo que ellos hacían; sería feliz descansando en compañía de sus amigos y familiares que también hubieran muerto. Tendrían muchas, muchas cosas que contarse.
—¿Y se reirán? —quiso saber Barnabas.
—¡Claro! —respondió Margaret con rotundidad, empezando a estirar las mantas.
—¿Y bailarán?
—Eso espero, pero un poco más adelante, cuando se acostumbre —dijo Margaret, riéndose ante aquella ocurrencia. Emma estaba desnuda de pie en la cuna, tirando sucesivamente y en silencio la almohada, las sábanas, las mantas y el camisón al suelo. Jeremy dormía en la habitación contigua.
—Buenas noches, Barnabas —dijo Alex Niland, entrando en la habitación arrastrando las zapatillas. Al ver que estaba allí Margaret, le deseó buenas noches con una sonrisa.
—¡Papá! —exclamó Emma sonriendo de oreja a oreja y lanzando la última manta al suelo.
—¡Pero bueno, pequeña sinvergüenza! —dijo su padre, empezando a recoger la ropa—. Venga, póntelo. —Le metió el pequeño camisón por la cabeza torpemente y con ternura, mientras Margaret terminaba de ordenar la cama de Barnabas. No estaba nerviosa por la presencia de Alexander, pues su personalidad apenas inspiraba respeto, y mucho menos la intimidaba. Se preguntó qué había detrás de la reconciliación con su esposa.
—¡Venga, travieso! —dijo Zita enojada, entrando con un poco de Bovril[75] y tostadas—. Próxima vez cenarás mejor, espero.
—¡Cho-co-a-te! —gritó Emma abriendo mucho los ojos y estirando los brazos hacia la taza.
—No, esta noche no chocolate, Emma tiene que dormir —dijo Zita, tratando de ponerla en la almohada.
—¡No, no! —chilló la niña, levantándose de nuevo a duras penas e intentando quitarse el camisón.
—Será mejor dejarla. Ya se dormirá cuando esté cansada —sugirió Alex, cogiéndola con sus grandes manos y dándole un sonoro beso—. No puede quitarse el camisón, le he abrochado todos los botones. Buenas noches, Barnabas, camarada. —Y le dio a su hijo otro beso sonoro.
—Quiero que te quedes y me leas algo —se quejó Barnabas.
—Esta noche no. Quiero estar con mamá.
—¿Qué vais a hacer? ¿Pasarlo bien?
—Vamos a ir al pub.
—¿Ahora?
—No, primero vamos a sentarnos juntos en el sofá y luego iremos al pub.
—¿Te alegras de haber vuelto?
—Sí, mucho, en parte.
—¿No en todo? Zita dice que eres un gran artista y muy egoísta. ¿Es verdad? —preguntó Barnabas, con una pizca de picardía.
—Zita tiene bastante razón —dijo Alex, mirándola de tal modo que la pálida cara de la joven se ruborizó y la protesta escandalizada que estaba a punto de proferir se tornó en una risa nerviosa—. Ahora a dormir, que tengo que irme.
Cuando hubo salido de la habitación, Margaret se quedó rezagada, acostando a Emma y pensando en la pequeña escena que acaba de presenciar. Aquella mirada le había demostrado que el señor Niland tenía otra cara, de la que no se había percatado debido a su inexperiencia. Le había molestado, había sido… ¿ilícita? Aquella era la palabra que mejor la definía. No le extrañaba que la turbación de Zita se hubiera expresado en forma de risa nerviosa; a ella misma no le había gustado nada que el cuarto de los niños se viera invadido de repente por impulsos y comportamientos propios de los adultos.
Barnabas consintió en permanecer acostado con un álbum ilustrado hasta que se quedase dormido y Margaret estaba a punto de salir de la habitación cuando el niño observó:
—Grantey prometió llevarnos a Kew. Supongo que ya no iremos…
—No me digas, Barnabas. ¿A ti y a Emma? Bueno, si queréis, os llevo yo. ¿Os gustaría?
—Me da igual —dijo Barnabas, encogiendo sus delgados hombros bajo las sábanas, pero Margaret sabía que estaba encantado con la idea.
—De acuerdo entonces; tal vez Zita y Jeremy puedan acompañarnos.
—Jeremy no.
—¿Por qué no? Pobre Jeremy.
—Lo odio. Y Emma también.
—Estoy segura de que no es así.
—Sí, lo odia. ¿A que sí, Emma? —Desvió la mirada hacia la cuna, pero la única respuesta que obtuvo fue un murmullo que pedía «Cho-co-a-te»; Emma jugueteaba con las cuentas de madera del riel.
—Bueno, de todas formas, quizá podamos ir el sábado que viene. ¿Queréis? Buenas noches. Duérmete pronto y sé bueno.
Margaret bajó para tratar de acercarse discretamente a Seraphina o a Hebe, y preguntarles si podía llevar a los niños a Kew. Temía encontrarse con Alex y Hebe abrazados en el enorme sofá del vestíbulo y se sintió aliviada cuando los vio caminar por el jardín delantero agarrados de la mano. Al parecer, habían terminado con los besos e iban camino del pub.
Ahora, mientras volvía a casa con todo dispuesto para la excursión del próximo sábado, no sin el debido agradecimiento de la apagada señora Challis, vio renacer su idolatría hacia el marido de esta. ¡Qué guapo estaba! ¡Con qué amabilidad se había dirigido a ella! ¡Qué generoso había sido al pasar por alto sus comentarios sobre la obra! A lo mejor, también tenía otra cara: una cálida y sociable que no había descubierto hasta hoy. Siempre recordaría sus palabras: «Es usted el tipo de mujer que necesita madurar al sol». ¡Ay, cuánta razón tenía! ¡El sol de la felicidad, del amor cálido y apacible!
A su vuelta, su madre se había ablandado un poco; había recibido una llamada de una amiga de Lukeborough que se encontraba en Londres y estaba ansiosa por contarle los últimos cotilleos sobre su antigua ciudad; ¿y a quién mejor que a su hija? Además, tenía una gran noticia que darle.
—¿A que no sabes quién se ha casado? —le soltó, mirándola fijamente.
—¿Cómo voy a saberlo? ¿Alguien que conocemos?
—Alguien a quien tú conocías muy bien. ¡Frank Kennett!
Margaret sintió una punzada de… aquel sentimiento era difícil de explicar.
—¡No! ¿En serio? ¿Con quién? —preguntó.
—Con Pat Lacey. La chica rubia del Luna, ya sabes… En fin, que sea feliz con ella. Siempre he creído que el hijo de esa chica no era legítimo.
—Reg comentó que estuvo casada… Supongo que se divorció, o que alguien mató a su marido.
—Esa estuvo tan casada como tú —dijo la señora Steggles, cuya expresión había vuelto a endurecerse al oír el nombre de Reg.
—Es extraño imaginar a Frank casado con ella; siempre decía que no era su tipo —observó Margaret pensativa. Pasó por alto las burlas de su madre, pues ya no entraba en sus planes la idea de casarse para obtener la felicidad. Ansiaba el amor, sí; pero no el matrimonio.
—Bueno, espero que sean felices —declaró, al salir de la habitación; lo decía de verdad, pero la señora Steggles sonrió con amargura y respondió:
—Claro, por esperar…
Margaret se quedó un momento junto a la ventana, contemplando la noche estival y pensando en lo lejos que Lukeborough le parecía ahora, con sus feas y humildes callejuelas y su gente corriente; con todos esos chicos y chicas a los que había visto crecer; con todas esas personas que habían hecho algo malo, o incluso inusual (en Lukeborough ambos términos eran sinónimos), y que vagaban por la ciudad, haciéndose viejas. Y, a su alrededor, la llana y monótona campiña, tan mansa que casi había perdido ya su carácter, tan anodina como el verde de las hojas o el gris del cielo en un día de primavera. «Gracias a Dios que me he librado de todo eso», reflexionó, y entonces se acordó de Hilda; hacía muchos días que no sabía nada de ella y los remordimientos la impulsaron a decidirse a llamarla.
En aquellos momentos, el señor Challis también estaba pensando en Hilda. Le había prometido acompañarlo a Kew el próximo sábado por la tarde. Apenas podrían contemplar la belleza de los árboles en flor, era cierto, pero aún les quedarían los «aherrumbrados espinos», como diría de Walter de la Mare. Toda la sofisticación intelectual del señor Challis se vio atraída irremediablemente por el perverso encanto de las flores marchitas; la juventud de Hilda resplandecería entre los oxidados pétalos yacientes en la fresca hierba primaveral; «Y yo —pensó, asomándose a la ventana por un instante y contemplando los frondosos y oscuros árboles que se erguían inmóviles— por fin le diré que la amo».
Y así, colmado de ilusiones pueriles aunque imperiosas, se fue a la cama.