Capítulo 30
Las ilusiones del señor Challis se vieron truncadas cuando aquel sufrimiento que había anticipado se echó a perder. Lo que sentía no eran atormentados anhelos románticos, sino un tremendo enfado; de hecho, empezó a enojarse en cuanto perdió de vista al grupo sentado en la hierba y su disgusto fue en aumento durante todo el camino a casa en el autobús (no consiguió pillar un maldito taxi). ¡Pequeña y miserable estúpida! ¡Ahí sentada con la boca abierta mientras él le declaraba su amor incondicional! ¿Cómo podía rechazar la oferta que le había hecho? Había echado a perder la oportunidad de escapar de una vida triste y vulgar; había despreciado la única ocasión que tendría de ampliar sus horizontes y disfrutar del lujo, de la compañía y de la devoción de un hombre educado (y encima de talento, pensó el señor Challis con falsa modestia).
«Me equivoqué con ella —pensó, mirando a la mujer que tenía sentada enfrente. Tenía una expresión tan adusta que esta se asustó—. Con todo, su encanto (el recuerdo de su belleza llegó acompañado de aquel dolor familiar) no podía ser sino superficial. Una ondina, eso es lo que es, una criatura carente de alma».
¿Pero cómo era posible que fuera amiga, amiga íntima nada menos, de esa chica, Margaret? ¿Qué era aquello? ¿Una conspiración? Sin duda las mujeres siempre andan tramando algo… ¿Habían tramado algo esas dos contra él? Y, si era así, ¿cuál era motivo? Se le escapaba. Aunque no, probablemente se equivocaba; era una simple e irónica casualidad. Ahora Hilda lo pondría a caer de un burro con aquella otra joven, y esta última se escandalizaría. Ya estaba escandalizada, de hecho. Lo había visto en sus ojos esa tarde: una dolida mirada de asombro que lo llevaba a hacer comparaciones de cariz literario con faunos apresados o conejos prendidos en una trampa. Ahora, cada vez que viniera a casa, lo vería de ese modo… Ya no volvería a tener sobre ella la… la refinada y civilizada influencia que había ejercido hasta entonces. Si iba a verlo de esa manera, esperaba que no fuera por casa muy a menudo. Podría insinuarle a Seraphina que era una mala influencia para los niños; etcétera, etcétera.
«Aunque me hubiera llevado a Dafne conmigo a Sudamérica —reflexionó—, dudo que la experiencia hubiera logrado curtir su carácter. Sin duda acabará por convertirse en una arpía. Quizá sea mejor que el romance haya acabado así…».
Sin embargo, aquella misma noche, a eso de las nueve y media, estaba sentado en su estudio hojeando una Historia del movimiento romántico francés y mirando con apatía por la ventana cuando escuchó el teléfono sonando en el vestíbulo. Aguardó, manteniendo su perfil hierático, y dio por hecho que Cortway o Zita lo cogerían, puesto que Seraphina y Hebe habían salido hacía un rato. El teléfono, sin embargo, siguió sonando sin que nadie lo atendiera. Al fin, soltando una exclamación de impaciencia, se levantó y salió al vestíbulo.
—¡¿Diga?! —respondió; como a muchos, no le gustaba decir su número de teléfono al descolgar el auricular.
—¿Marco? ¿Eres tú? —Era Hilda—. ¿No te da vergüenza? —preguntó, con voz seca—. Con esos nietos tan preciosos que tienes…
Estaba horriblemente furioso con ella, pero su voz hizo que en su interior renaciera la pasión.
—Eso no tiene nada que ver —contestó fríamente; su corazón latía con fuerza y a punto estuvo de proponerle que se citasen de nuevo.
—¿Ah, no? ¡Muy bonito! Pues si es así como te sientes, apaga y vámonos. Solo que he decidido romper contigo. Así que alegra esa cara y sácale el mejor partido posible a lo que tienes. No quiero pensar que lo estás malgastando en… —vaciló, su voz se tornó más suave—. Y que sepas que las cosas buenas de verdad escasean en este mundo, ¿sabes? —Apenas se le entendían ahora las palabras y creyó oírla murmurar—: He sido muy afortunada. —Si bien, lo último que percibió fue un alegre «Adiós» y después el clic del auricular al colgar.
—¡Dafne! —exclamó, acercándose el teléfono al pecho como si fuera a abrazarlo. Pero Hilda se había ido ya. Se levantó soltando un hondo suspiro y regresó malhumorado al estudio. ¡Qué niña tan tonta, tan frívola y tan impertinente! Tenía de especial lo que una margarita del campo o una brizna de hierba de un arcén. ¡Y a pesar de todo, era humillante que deseara tanto a aquella chiquilla, a aquella margarita que le había devuelto la juventud!
La siguiente semana transcurrió muy lentamente. Alex organizó una rueda de prensa en el Dorchester (pues, a pesar de que estaban en guerra, había conseguido que los periódicos ingleses, incluso los más pequeños, le hicieran un hueco) y estuvo ocupadísimo organizando su exposición, supervisando la iluminación y la distribución de la sala en la que iban a colgar Los buscadores de metralla y otros cuadros, y yendo en autobús a St. John’s Wood, a los dominios de Hebe, que llevaba todo el día tan feliz sorteando maderas renegridas y ladrillos derrumbados, cinta métrica en mano, acompañada por un albañil de la zona. A pesar de los enormes destrozos que había sufrido la casa, parecía posible que en tres meses estuviera lo suficientemente reparada para poder vivir en ella. «Tenga en cuenta que a nosotros nos acaban de volar la nuestra», le repetía sin parar al albañil.
—Me dijiste que tenía un estudio, ¿no es así? —le gritó Alex a su esposa tras saltar por encima de la verja medio caída y ascender por el irregular sendero de piedra, salpicado de diminutos brotes de lilas marchitas. Aún no había podido ver la casa.
—¡Pues claro! —exclamó Hebe desde algún rincón de aquel armazón ennegrecido—. En el jardín, en la parte de atrás. ¡Te lo comenté!
Entonces lo oyó chillar:
—¡Dios mío! ¡Es espléndido! —Luego se hizo el silencio. Ella sonrió y continuó dando instrucciones al albañil. Se conformaría con que el lugar fuera cálido y hermético, y con que hubiera espacio para muchos niños. Había logrado rescatar algunas cortinas de terciopelo de Lamb Cottage y, tras reunirlas y colgarlas en aquellos ventanales, comprobó que lucirían magníficas… siempre y cuando pusieran antes cristales en las ventanas, claro. «Imagino que se irá más veces de casa— pensó, —pero al menos esta vez… —miró las vigas del techo, que habían quedado al descubierto a unos quince pies sobre su cabeza— no podrá alegar que es por falta de espacio».
Cuando Margaret regresó a la escuela el lunes por la mañana lo hizo con alivio. Era la primera vez que le pasaba, y supuso que lo que le ocurría es que se alegraba de volver a la rutina porque esta constituía una especie de analgésico. Las caras de sus compañeras, en las que apenas alcanzaba a fijarse en toda su jornada laboral, le parecían ahora las de mujeres concretas y hasta interesantes, la mayoría con buena disposición, con sus propios problemas y satisfacciones, con sus vidas triviales o apasionantes. Incluso había empezado a sentir cierto apego hacia sus alumnas, ahora que podía prestarles la debida atención sin distraerse con recuerdos y ensoñaciones. Se le ocurrió que podía ayudar a todas aquellas jóvenes, a todas aquellas muchachas de mejillas aterciopeladas y ojos chispeantes, a evitar la adoración a los falsos dioses. Sentía lástima por ellas. No se daban cuenta de lo jóvenes que eran, y de lo prometedoras que pintaban sus vidas. Pero lo que en realidad aprendió, tras unos cuantos días de tontos pensamientos sentimentales entre aquellas criaturas de doce años, fue que esas chicas no estaban dispuestas a rendir homenaje a falsos dioses porque sencillamente no adoraban a ningún dios en absoluto. Ninguna de ellas poseía una imaginación tan soñadora, intensa y anhelante como la suya y, hasta donde pudo averiguar, solo había habido, en la historia de la escuela Anna Bonner, una alumna mínimamente dotada de alguna chispa creativa: la famosa escritora Amy Lee, de cuya pluma habían brotado aquellas series de extraños cuentos al estilo de Poe que tan poderosamente habían excitado antaño la imaginación de los lectores; pero hasta ese proyecto de escritora se frustró antes de tiempo, pues Amy Lee había dejado de escribir abruptamente tras contraer matrimonio. La señorita Lathom hablaba de ella muy a menudo, y obsequiaba a las alumnas con miles de anécdotas sobre sus años escolares. Margaret pensaba en lo excitante que sería descubrir a otra Amy Lee en su propia clase. «Aunque si hubiera alguna —meditó—, dudo mucho que la descubriera. Nadie se dio cuenta de que Amy Lee era diferente a las demás; simplemente debieron pensar que era una chica más del montón, aunque más lenta que el resto».
«En fin, si no puedo enseñarles que no adoren a falsos dioses, al menos podré enseñarles la geografía de las islas Británicas y a calcular el cambio rápidamente cuando vayan de compras —se impacientó—. ¡Y eso es lo que haré!». Empezó a manifestar más interés por la enseñanza y a sentirse satisfecha cuando la clase daba muestras de estar aprendiendo sus lecciones y disfrutando con ellas. Para colmo, una cenceña criaturita que llevaba mucho tiempo observándola muy seria por los rincones comenzó a traerle flores y a esperarla en la puerta de la escuela para bajar juntas la calle. Margaret pensó que quizá había empezado a amar su trabajo.
Pero la vida parecía más insulsa y aburrida ahora que no la necesitaban en ninguno de los dos Westwood. Además, su ilusión romántica se había esfumado. Zita, por supuesto no sabía nada del cambio que se había operado en ella, así que continuaba llamándola por teléfono cada dos por tres, como si nada, siempre que estaba sobrecargada de trabajo o si daban un concierto interesante en la radio; y en ocasiones Margaret acudía junto a ella, pero en otras se excusaba (para indignación de Zita) y se iba a dar un paseo con Hilda.
Últimamente el comportamiento de Hilda era bastante misterioso. Estaba especialmente irritable, algo de lo más inusual en ella, y un par de veces la había sorprendido mirando a las musarañas, lo cual era más inusual todavía. Cada vez era más habitual que la telefoneara en el último minuto para cancelar su cita sin darle una razón. Margaret imaginaba que su amiga había cambiado durante los meses que habían estado distanciadas y creyó que, al igual que ella le había retirado su confianza a Hilda durante tanto tiempo, era lógico que esta hiciera lo mismo con ella. Con todo, se sentía dolida.
No recibió noticias de Earl Swinger durante las dos semanas que siguieron a su expedición a Kew, y aprovechó ese tiempo para reflexionar seriamente y hacerse buenos propósitos, cosa, por otro lado, más propia de finales de diciembre que de aquellas postrimerías de junio.
Pero poco antes de que finalizaran esas dos semanas, recibió la invitación para asistir a la fiesta que se organizaría en Westwood para celebrar la exposición de Alex. Estaba previsto que se celebrase el siguiente sábado a las nueve de la noche. Margaret, de pie en el recibidor, sostuvo la tarjeta de invitación con mucho cuidado entre los dedos aún secos de tiza, y estuvo a punto de decidir que no iría. «Hará mucho calor —pensó, suspirando—. Aunque le prometí al señor Niland que asistiría cuando me lo propuso…».
Los mirlos cantaban y los lirios del jardín contiguo desprendían un aroma riquísimo; cierta placentera agitación parecía cernirse sobre Londres, colmada, sin embargo, de gente hastiada de la guerra y edificios en ruinas. No era más que el espíritu del verano que renacía, cierto, pero era algo auténticamente delicioso. «En cualquier caso, estoy demasiado agotada para disfrutar de la fiesta —concluyó—. Y además no quiero verle. No lo soportaría».
A pesar de ello, cuando llegó la noche fatídica, Margaret, contra todo pronóstico, salió de casa a las nueve menos cuarto vestida con esmero y hasta perfumada, y comenzó a subir despacio la colina. (Sabemos que hoy en día en las novelas no se estila aportar descripciones de lo que las mujeres llevan puesto. Se presupone que el lector ya lo sabe, puede hacerse una idea o ahondará más en el carácter de la heroína con alguna referencia casual a un mugriento chubasquero o una chaqueta agujereada. De este modo, para no ir a contracorriente de los gustos literarios, hemos procurado suprimir nuestra inclinación natural a describir cómo visten nuestros personajes femeninos; con mayor o menor éxito, hemos de reconocer, pero al menos lo hemos intentado. No obstante, esta noche nos olvidaremos de esta máxima y procuraremos describir la indumentaria de todas las mujeres).
Estaba dolorosamente excitada. Hemos de convenir que es harto difícil, casi imposible, hacer propias, en tan solo dos semanas, la filosofía, la resignación y la diligencia laboral necesarias para sobrellevar con éxito los golpes que nos da la vida. Además, tenía veinticuatro años y poseía un corazón noble. Lo único que pedía, por encima de todas las cosas, era no volver a caer cuando viera de nuevo al señor Challis. Tenía miedo de sucumbir, pues sabía que no podía permitirse admirar a quien no respetaba; debía, siempre y en todo momento, amar lo mejor[81]; y, si aquellos sentimientos suyos volvían a aflorar, lo harían de una forma tan degradada que no tendría más remedio que avergonzarse de ellos.
Se encontró más de un taxi bajando de vacío desde Westwood mientras subía la cuesta hacia la mansión; incluso uno o dos coches particulares, con oscuros rostros extranjeros en su interior, esperando su turno en el camino de acceso. Las delicadas verjas de hierro estaban abiertas de par en par, y a cada lado había un macetón con ramos de hortensias azules en flor. Margaret entró en el jardín y siguió tímidamente a un grupo de invitados que acababan de apearse de un taxi.
Era una noche apacible, gris y silenciosa. Suaves racimos de nubes violetas se desparramaban al oeste de la ciudad, iluminada por una tenue luz dorada; esponjosas olas se extendían más allá de los débiles rayos de sol. No se movía ni una hoja, y los pensamientos y las rosas, elevando sus rostros inmóviles en los parterres, parecían tener los ojos cerrados ya. Se respiraba en el aire el aroma fresco y dulzón de la hierba recién cortada. Cortway acarreaba las brozas e iba dejando en el suelo un reguero de briznas y margaritas cortadas; ya no veía tan bien como antes y se le habían pasado por alto al barrer.
Alzó la vista hacia la diosa del pórtico, con sus prominentes labios que dibujaban una línea pensativa y su rostro vuelto hacia el poniente. Estaba levemente iluminada, más por algún reflejo de la casa que por la luz misma del atardecer. La puerta de Westwood estaba abierta y dentro divisó enormes jarrones con flores, el resplandor de las luces y a gente de pie hablando y riendo. Oía que tocaban dulcemente el piano; una versión algo juvenil de Lili Marlene interpretada por manos expertas, y observó que habían llevado al vestíbulo el enorme piano del salón. Algunas personas se apiñaban a su alrededor, acompañando la música con sus suaves voces, y entre ellas reconoció a Hebe con un vestido blanco de tul y un hermoso collar de piedras verdes que parecían esmeraldas (aunque lo más seguro es que no lo fueran, pensó Margaret). Sobre su pelo castaño, que esa noche llevaba recogido en un moño rizado, lucía una pequeña tiara de las mismas gemas, y unas rosas adornaban su escote, un rígido ramillete anudado al cuello de tal modo que parecía que las flores la estuvieran arañando con sus espinas. Tenía el aspecto de ser una niña pequeña pero muy bien vestidita. ¡Oh, cuántos cumplidos habría recibido aquella niñita, por aquellas rosas que con tan poca gracia lucía! Todos los jóvenes invitados se morirían de amor por ella.
Margaret entró en la casa detrás de una enorme señora ataviada con una capa de pieles. Tenía aires de ser alguien importante, y se dirigía a voz en grito y en francés el séquito de hombres que la acompañaban. Las intenciones de Margaret pasaban por escabullirse hasta la habitación de Zita a dejar el abrigo, no fuera a ser que se topara con Gerard Challis y tuviera que enfrentarse a la impresión de verlo de nuevo. Pero no tuvo que esperar mucho, ya que antes de que pudiera cruzar siquiera el vestíbulo, este se abrió paso de repente entre la multitud, alto y esbelto en su traje de gala, y le tendió las manos a la enorme señora, a la que saludó en francés tras dedicarle una sonrisa. A Margaret el corazón le dio un vuelco y se le hizo un nudo en la garganta. Pero pronto supo que en realidad lo que sentía era vergüenza ajena. ¿Cómo podía parecer tan digno y tan a gusto cuando toda su vida había estado basada en una gran mentira? No; estaba a salvo. Sus sentimientos habían cambiado; ya no sentía nada por él, excepto pena y vergüenza. Sin embargo, su corazón estaba vacío. Se dio la vuelta y deseó no haber asistido a la fiesta.
—Hola, Struggles, querida. ¡Vaya si voy apretada! —le susurró alguien al oído con voz quebrada y, al volverse se encontró con Hebe, que iba de la mano de un joven.
—¿Por qué siempre tiene que darme estos sustos? —se vio impelida a contestar Margaret con aspereza—. ¡Ni que estuviera sorda! —Y Hebe se alejó con gesto sorprendido.
Cortway cerró la puerta; pensó que estaba algo distinto con aquella chaqueta blanca. Y ya se disponía a alcanzar las escaleras cuando Seraphina, que pasaba por allí, se detuvo y la agarró suavemente del brazo.
—¡Qué bien que hayas venido, querida! —exclamó—. ¿Tan pésima fue la experiencia de Kew? No hacíamos más que preguntarnos por ti. Zita dijo que habías venido una o dos veces, pero yo no estaba tan segura de que te hubieras recuperado. Anda, deja tus cosas arriba y ven a tomar algo.
Y se marchó sonriente antes de que Margaret tuviese oportunidad siquiera de contestar. Lamentaba haberle respondido a Hebe de aquel modo y se preguntaba si habría sonado incluso grosera. Qué guapa estaba Seraphina con aquel vestido de tul que dejaba al descubierto sus brazos y sus hombros, ligeramente anchos, y resaltaba su tez delicada. Llevaba un collar y pulseras de granates engarzados en oro.
La habitación de Zita estaba desordenada y en silencio. Sobre la cama, en cuartillas desordenadas, había una carta que debía de tener por lo menos doce folios, escrita en tinta verde y repleta de signos de exclamación. Dedujo que Zita estaba embarcada en otra relación y, como era costumbre en ella, se le estaba complicando. Margaret se quitó el abrigo, se atusó el cabello y se miró al espejo.
—No tengo tan mal aspecto, a fin de cuentas —murmuró al fin.
Se había tomado al pie de la letra algunas de las desdeñosas insinuaciones de Zita respecto a las jóvenes inglesas, que se vestían de colores tan vivos que «las anulaban», así que se había procurado un vestido de encaje gris marengo. A juego, llevaba unos guantes negros de tul y la moña de terciopelo negro en la nuca. Completaba el conjunto un enorme bolso de mano de lentejuelas doradas. Se había cepillado bien el pelo y se había pintado los labios de carmín rojo brillante. Nada de pendientes, collares o pulseras, pues Zita decía que las jóvenes inglesas iban tan recargadas y tintineantes como los árboles de Navidad.
«Tengo la pinta de una chica distinguida —pensó con tristeza—, pero ¿de qué me sirve? Tan seria, tan formal y tan pensativa. Parezco una de esas que están todo el día de reuniones o tallando cuentas de collares con un cincel. Me gustaría parecer un gatito…».
Descendió las escaleras con la intención de reunirse con Zita. Se sentía un tanto apagada, y su talante estaba a años luz del que se le suponía a alguien a quien hubieran invitado una fiesta como aquella.
Sin embargo, Seraphina se mostró gratamente sorprendida por su aspecto, que Margaret, de hecho, había subestimado. Le dijo que estaba muy elegante, a la par que distinguida, y Seraphina estaba convencida de que cualquier joven al que una plétora de bellezas no hubiera pervertido ya sin remedio estaría encantado de acompañarla y darle conversación. Le presentó a un joven ataviado con el uniforme de la Marina que la confundió con Angela Britton. El caballero alegó que era muy malo para los nombres, pero como Angela Britton era una actriz de repertorio joven y talentosa, Margaret se sintió halagada por lo que aquel parecido implicaba, pues el joven le aseguró que eran idénticas. Si bien, una vez hubieron aclarado el asunto, intercambiado algunos comentarios acerca de sus respectivos oficios y dado cuenta de sus bebidas, un incómodo silencio se interpuso entre ellos, así que Margaret estaba buscando algo que decir, cuando el joven exclamó, mirando hacia la otra punta de la habitación:
—¡Oh! ¡Es Nicky! Discúlpeme, ahí está Nicky Mallison. —Y se perdió entre la multitud.
Margaret dio un sorbo a su bebida y decidió que quizá fuera más divertido contemplar a la gente. Se encontraba al pie de las escaleras, en las que había algunas personas sentadas en grupos y en parejas, charlando sin tregua. Algunas de las chicas llevaban el uniforme del Servicio, incluida una que parecía polaca, cuyos lánguidos ojos de hurí chispeaban por encima de un rígido cuello militar. Había muchos hombres distinguidos de edad provecta, vestidos todos con sus mejores galas. Casi todos los jóvenes iban de uniforme. Los amigos de Hebe eran fácilmente reconocibles por su juventud, sus aires de ricachones y sus anillos de casados; se les oía por los rincones hablando pomposamente de sus hijos. Pero no todo consistía en hablar, pues casi siempre había alguien en el piano improvisando melodías alegres, y pronto el enorme salón se despejó para el baile. A lo lejos, Margaret percibió claramente la mezcla de trompeteos y sonidos metálicos y descubrió que provenían de una pequeña banda de swing. El humo de los cigarrillos se iba propagando lentamente por el aire, y el ruido de la conversación aumentaba por momentos. Sin embargo, el ambiente de la sala no era sofocante, pues todas las ventanas y las puertas que daban a la calle permanecían abiertas, y por ellas entraba el aire fresco del jardín.
Margaret vio a Zita abriéndose paso entre la gente. Estaba muy elegante pero parecía enfadada. Llevaba un vestido del más fino linón negro, adornado con amplios volantes en el bajo, las mangas y el cuello. En una de las muñecas, llevaba un ramillete azul intenso de espuelas de caballero atado con una cinta negra y, en la otra, un diminuto reloj de diamantes. Al ver cómo se había arreglado, Margaret se sintió consternada: su propio aspecto era similar al de Zita, como si a ambas las hubiera vestido el mismo diseñador; y en verdad era cierto pues el gusto de una había moldeado la elección de la otra. «Parecemos un par de esas chicas tan feas que siempre andan tratando de sacar el mejor partido a su pobre apariencia», pensó.
—Ach! ¡Nochecita buena! —comenzó la alemana en tono bajo y furioso. Echó un vistazo al vestido de Margaret y le espetó—: Gut! Estás… chic. —Luego empezó a darle vueltas al reloj de diamantes vigorosamente.
—¿Qué ocurre? Me encanta tu vestido. ¿Te lo has hecho tú misma? ¡Y qué reloj más bonito! —dijo Margaret con mucho tacto.
—Claro que he hecho yo misma, y mucho me ha costado… Ach! ¡Niños! Nunca creía que iba a deshacer de ellos. ¿Te gusta mi reloj? —En tono más complacido—. Es regalo de novio nuevo.
Después de elogiar el reloj y de reprimir algunas desleales reflexiones sobre las habilidades de Zita para echarse novios que podían permitirse relojes de diamantes como aquel, pasó la señora Challis, Zita fue secuestrada por ella y Margaret ya no volvió a verle el pelo en toda la noche. Y así se quedó de nuevo, sola, aunque no tanto como para llamar la atención. Una o dos personas la miraron de arriba abajo y le dedicaron una vaga sonrisa, pero ninguna le dirigió la palabra y, al cabo de un tiempo, empezó a pensar que la mayoría de aquella gente se conocía de antes. No dejaba de toparse con invitados que se llamaban por su nombre de pila, e incluso había captado un par de fragmentos de conversaciones bastante íntimas. A ella todas las personas a las que examinaba le parecían distinguidas, interesantes y atractivas, y reconoció incluso a varias celebridades. La música, suave y continua, el aire cargado con el aroma a mil perfumes, el fragante humo de los cigarrillos y el olor de las rosas marchitas, las luces brillantes y el incesante murmullo de voces constituían en sí mismos un espectáculo tan apasionante que muy pronto se olvidó de desempeñar un papel activo en la fiesta y se contentó con escuchar y seguir observando.
Al cabo de un momento, pensó: «Me lo estoy pasando bien… Estoy en una fiesta por la que habría regalado diez años de mi vida cuando vivía en Lukeborough, pero no formo parte de ella; me limito a observar, como si estuviera presenciando una obra de teatro, y, aun así, me estoy divirtiendo como nunca. Soy más feliz de lo que era hace un año; sí, en verdad soy más feliz…».
—¡Hay unas vistas maravillosas desde el tejado! —dijo una voz femenina sobre su cabeza—. Son increíbles. Subid y echad un vistazo, queridos. ¡Se ve prácticamente hasta el Ruhr!
Margaret levantó la vista. Una joven bajaba por las escaleras de mármol, sorteando a los invitados que había sentados en los escalones, y un grupo de personas recorría el pasillo de la planta superior de camino a la azotea. De pronto, le pareció que un poco de aire fresco le sentaría bien.
Pocos minutos después, se encontraba respirando la suave brisa nocturna y contemplando Londres, aquella ciudad amada, aquel pacífico grupo de barrios heridos, extendiéndose millas y millas, en dirección norte, sur, este y oeste, hasta donde alcanzaba la vista, bajo aquel cielo de verano cada vez más oscuro. Las nubes se habían ido despejando poco a poco y ahora todas las torres, las cúpulas y las fábricas, todos los palacios, las iglesias y los estadios, destacaban espectrales bajo el suave resplandor del crepúsculo. De vez en cuando, la miríada de tonos grises y cremas se veía interrumpida por una masa verde oscura de árboles veraniegos y, en ocasiones, se erigían algunas ruinas, como huesos, matizadas de blanco o amarillo. Algunas luces titilaban entre los miles de edificios y el humo de los ferrocarriles se elevaba en espiral a lo largo de las fachadas azules y marrones. Los mínimos aunque claros detalles de aquella colosal expansión de cemento infundían a la ciudad un aire de irresistible fascinación: su inmensidad asombraba al corazón, y el orgullo y el esplendor de su historia cautivaban la mente, pero aquellas rosadas paredes minúsculas y aquellas casitas de duendes de un blanco amoratado o teñidas del color del té, cada una con sus ventanitas distintas y todas diferentes unas de otras, constituían —en tanto que excitaban y hacían volar la imaginación de cualquiera que pudiera admirarlas— sencillamente un privilegio para los sentidos.
Margaret se inclinó sobre el antepecho y se quedó observando la ciudad, mientras sus pensamientos vagaban en sueños. Había unas cuantas personas en la azotea, señalando en diversas direcciones y deleitándose con la claridad del aire, pero no tardaron en marcharse y dejarla sola. No se le había ocurrido traerse el abrigo y empezó a tiritar.
—¿Tienes frío o es que estás triste? —preguntó una voz detrás de ella. Cuando se volvió, vio a Alexander Niland avanzando entre los cables de la azotea. Llevaba todo el esmoquin arrugado, el pelo revuelto y una botella bajo el brazo—. ¿Qué? —repitió, y le pasó el brazo, que desprendía un calor agradable, alrededor de los hombros—. Dándole vueltas a la cabeza, ¿no? ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Adónde vamos? ¿De dónde venimos? ¡Lo sé! Bebe un trago conmigo. —Agarró firmemente la botella con las dos manos, la descorchó con los dientes y le tendió su cuello espumoso.
—No, gracias… oh… bueno… de acuerdo… gracias —y bebió un poco de champán, con la esperanza de que no le salpicara el vestido. Se preguntó qué sería lo siguiente.
—Eso está mejor —respondió él; limpió cuidadosamente el cuello de la botella con un pañuelo enorme y mugriento y bebió un trago—. ¿Estás triste? —continuó, insistente, acercándose a su cara y mirándola fijamente a los ojos con los suyos enormes, que parecían oscuros y extraños a la luz del ocaso—. Sí… Estás preocupada por Gerry, ¿no es así? Pobre Gerry, está acabado. Pero tú no te preocupes por él. —Alargó el brazo hacia el espléndido panorama que se extendía a sus pies y a su alrededor y luego señaló Venus, que brillaba sobre sus cabezas con tanta nitidez que parecía cubierto con un halo de su propia luz—. Mira allí. Siempre hay algo a lo que mirar. En cuanto abres los ojos por la mañana. Bebe un poco más.
—De acuerdo, aunque no me gusta mucho. Sin embargo, usted sí que me gusta… —dijo Margaret, de un modo que le pareció del todo insensato, y se arrimó más a él para sentir el calor de su hombro. Dio otro trago a aquella bebida espumosa y Alex le limpió cuidadosamente la boca con el pañuelo. Acto seguido, la besó con ternura.
—Me temo que me he llevado todo el carmín de tus labios. —Se limpió los suyos con el pañuelo—. Píntatelos de nuevo, anda. Así está mejor. Bueno, ¿vendrás el sábado para que te haga el retrato? Sobre las cuatro estaría bien…
—Estupendo. ¿Qué me pongo? ¿Puedo llevar el pelo así?
—Ponte lo que quieras, cielo. Cualquier cosa que te guste. Sí, déjate el pelo así. —Volvió a besarla—. ¿Estás mejor?
—Sí… oh, sí, gracias… Alex… —trató de recuperar el control de la situación. Aquello estaba empezando a parecerse peligrosamente a un sueño—. Esto me ha pillado totalmente por sorpresa… Quiero decir que…
—No, no —la interrumpió, negando con la cabeza—. Yo siempre me he fijado en ti y siempre me ha gustado tu cara y tu boca, y también me he dado cuenta de que estabas preocupada por Gerry. No deberías, es una pérdida de tiempo. No es la persona adecuada para ti, tú buscas a alguien que también sea capaz de amar. Gerry es un estirado; hazme caso, olvídate de él, Maggie.
—Está bien, lo haré —respondió, soltando una carcajada—. ¡Qué amable eres!
—Bebe —la animó Alex, tendiéndole la botella—. Bebe y bésame. Eso te gusta, ¿verdad? Te gusta observar las cosas… Eres capaz de ver algo bonito en cualquier sitio; no necesitas salir al campo ni a ninguna parte. —Puso la botella boca abajo y la meneó—. Vaya, se ha acabado. ¡Maldita sea! En fin, no importa; se ha levantado frío. Vamos a estirar las piernas.
—¿La gente no te echará de menos? —le preguntó, sintiéndose en la obligación de recordárselo, pero albergando la esperanza de que no se sintiera obligado a volver con sus invitados.
—Pensarán que estoy tirado por ahí, borracho. No te preocupes. —Le rodeó la cintura con el brazo, se enganchó el de ella del mismo modo y, así entrelazados, comenzaron a pasearse por la azotea. Cómo le hubiera gustado que el señor Challis y los demás estirados la vieran allí, a solas, en los brazos de la estrella de la noche. Aunque, en su fuero interno, se alegraba de que no lo hiciesen.
—No tienes que tomarte las cosas tan en serio —le estaba empezando a decir Alex, cuando una voz exclamó de repente:
—¡Hola! —Lev el americano apareció por la ventana del desván que daba a la azotea y se dirigió hacia ellos. Su aspecto no podía tildarse exactamente de desaliñado, pero tampoco de armonioso: llevaba el pelo alborotado y— Margaret empezó a tener un mal presentimiento —también una botella debajo del brazo.
—¡Ajá! —dijo, escudriñando a Margaret y asintiendo con la cabeza como si siempre hubiese sospechado que solía hacer ese tipo de cosas. Luego a Alex—: Abajo están preguntando por ti. —Descorchó la botella y se la alargó a Margaret—: ¿Tienes sed, encanto?
—Me uniré a la fiesta —respondió ella; y esta vez bebió un buen trago. Sabía bastante bien. Lev asintió, satisfecho.
—Le estaba diciendo a Margaret que no se preocupara tanto —comentó Alex, quitándole la botella a Lev y llevándosela a los labios—. No debería, ¿verdad que no?
—Claro que no —respondió Lev, y sus ojos oscuros, que ahora brillaban melancólicos, se volvieron hacia Margaret esbozando una sonrisa sardónica nada desagradable—. Créeme, no sirve de nada. —Volvió a quitarle a Alex la botella de las manos y bebió.
—Estábamos dando un paseíto por aquí para entrar en calor. Únete a nosotros —lo animó Alex—. Venga. —Intentó enganchar el brazo de Lev a la cintura de Margaret—. De un lado a otro, ¿lo ves?
—Ya lo pillo —contestó Lev, rodeando a Margaret con el brazo y colocándose el de la chica alrededor de su cintura—. Bueno, ¿y ahora adónde vamos?
—De un lado a otro —dijo Alex, emprendiendo la marcha—. Eso es: de acá para allá. Le estaba diciendo a Margaret que… ¡Venga, bésala! —Se interrumpió—. Puedes besarla. Le encanta.
—Yo nunca he dicho eso… —protestó Margaret.
—A lo mejor a mí me rechaza —opinó Lev, acercándose a su cara.
—Bueno, si quieres, yo no…
—O. K., por mí… —dijo Lev y le dio un beso experimentado, aunque nada ofensivo. Luego continuaron la marcha. Estaba empezando a oscurecer en serio.
—Es una buena chica —le aseguró Alex a Lev por encima de la cabeza de Margaret—. Encantadora, ¿verdad? Es perfecta.
—Te lo dije.
—Cierto. —A Margaret le daba la sensación de que Lev iba más borracho que Alex, pero lo disimulaba mejor. Caminaba un poco mareado, pero su voz no sonaba tan seria.
—Me di cuenta de cómo era la primera vez que la vi —soltó Lev súbitamente—. Pensé: «¿Por qué no podré enamorarme de esa mujer? Maldita suerte la mía; siempre me enamoro de la chica equivocada. Sin embargo, ella es perfecta».
—¿A qué mujer te refieres? —dijo Alex.
—Pues a esta. ¿A cuál va a ser? —Acercó su cara a la de Margaret—. Sí, es perfecta. Viste de manera diferente, pero es la misma. —Volvió a besarla.
Mientras realizaba esa especie de baile acompasado bajo las estrellas transportada por los brazos de aquellos dos hombres y oía sus voces por encima de su cabeza (ambos eran bastante altos), Margaret se debatía entre un placer distraído y ligeramente embriagado, y la convicción cada vez más creciente de que Alex debía bajar y atender a sus invitados. «Estoy sola en una azotea con dos hombres borrachos en plena noche dejando que me besen una y otra vez —pensó—. Suena horrible, lo sé. Pero no lo es en absoluto. Las cosas no son siempre como las pintan».
—¿No crees que deberías bajar? —le dijo amablemente a Alex.
—¿Para qué? Ah, sí, supongo. Lev, dile que no tiene de qué preocuparse.
—No te preocupes, mujer —dijo la voz profunda de Lev emergiendo de la oscuridad—. No es para tanto.
—¡Eso! —asintió Alex distraído—. No es para tanto.
—No es para tanto —repitió Margaret—. De acuerdo. Intentaré no tomármelo tan a pecho. Muchas gracias a los dos.
—¿Por qué se preocupa? —quiso saber Lev, bebiendo otro trago.
—Por todo —respondió Alex.
—No deberías —le aconsejó—. A Earl le gustas, dice que eres un encanto. ¿Sabías que se ha comprometido con una británica?
—¡Oh, cuánto me alegro! —exclamó Margaret como si nada, al tiempo que borraba de la lista al último de sus posibles pretendientes.
—¿Yo te gusto? —le preguntó Lev de repente, arrimándose más a ella.
—Mucho —respondió Margaret.
—Yo también te gusto —dijo Alex—. Y tú a mí, y Lev…
Mucho tiempo después, Margaret se preguntaría a menudo cuánto más se hubiera alargado aquella situación, pero en ese momento una figura vestida de blanco se asomó por la ventana de la azotea y la voz de Hebe exclamó:
—Venga, lunáticos. ¡Bajad de una vez!