Capítulo 3

La mudanza a Londres fue tan complicada y agotadora como la mayoría de mudanzas en tiempos de guerra. Como los muebles no habían llegado aún, la primera noche en la ciudad los Steggles tuvieron que abusar de la hospitalidad de los Wilson y del amigo reportero del señor Steggles, que demostraron ser amigos de verdad. Margaret y su madre se quedaron en casa de los Wilson y el señor Steggles en el piso de soltero del periodista, en Moorgate.

Fueron momentos de tensión para Margaret, puesto que su madre era un desastre como huésped. La señora Steggles era huraña y recelosa, y detestaba hacer visitas a menos que se tratara de parientes y, aunque la señora Wilson y Hilda eran unas anfitrionas natas, capaces de hacer que la persona más tímida se sintiera como en casa, con ella les resultó imposible: se empeñaba en forzar la conversación y se angustiaba cada diez minutos por si estaba dando muchos quehaceres a sus anfitrionas. Después de que se hubiera marchado, el señor Wilson dijo que se sentía como si hubiera vivido tres años con ellas. La señora Wilson y Hilda lo reprendieron (pues no lo dejaban expresar opiniones que pudieran desmerecer sus actividades sociales), pero cuando estuvieron a solas, reconocieron que, por una vez, papá tenía razón: la señora Steggles era una mujer del todo intratable. Las dos familias solamente habían mantenido un breve y único encuentro previo, y apenas si sabían algo de sus respectivas vidas. Ahora, la señora Wilson y Hilda comprendían ciertas cosas de Margaret que antes las desconcertaban.

Margaret sintió un gran alivio la noche de su segundo día en Londres, cuando al fin pudo disfrutar de un momento a solas junto a la ventana de su propia habitación, en la parte trasera de la nueva casa, para contemplar la colina, salpicada de luces resplandecientes justo antes de la hora del apagón, sabiendo que todas las habitaciones estaban listas para dormir y que acababa de empezar una nueva vida.

¡Qué refulgentes, qué doradas y nítidas brillaban las luces por la noche! Apoyó las manos en el alféizar, dejó que su mirada se perdiera en el crepúsculo y pensó que antes de la guerra nunca le habían parecido tan hermosas. «Hemos caído en la costumbre de dar ciertas cosas por descontado —reflexionó— y, sin embargo, una luz resplandeciente en medio de la noche es una de las cosas más antiguas y hermosas que un ser humano puede experimentar a lo largo de su vida. La poesía y el folclore están llenos de ellas: la luz en el bosque que guía al viajero perdido a la cabaña de la bruja, y la luz de la vela que brilla entre los árboles en El mercader de Venecia, como “una buena acción en un mundo perverso”[3], y las luces de Londres en las novelas antiguas…».

—¡Margaret! ¿Has visto por algún sitio las cucharas que nos regaló tía Chrissie? Creo que esos desgraciados nos las han perdido. ¿Qué diantres estás haciendo ahí arriba? —La voz de su madre, chillona e irritable, subió por las escaleras.

—Estoy tapando las ventanas, madre; bajo dentro de un minuto —gritó, y echó las cortinas.

—Me parece recordar que puse esas cucharas en una esquina del portacubiertos —dijo, entrando en la cocina y lanzándole una mirada cargada de crítica.

—¡Te parece recordar! ¡Pues vaya ayuda! La señora Wilson llamó por teléfono mientras estabas de compras para saber cómo nos estaba yendo y dijo que a lo mejor se pasaba esta noche con Hilda. No alcanzo a comprender cómo a la gente se le ocurre venir a vernos la primera noche después de una mudanza…

—Solo estaba siendo amable, madre.

—Espero que tu padre haya tomado algo sólido para almorzar en el centro —continuó la señora Steggles—. ¿Qué vas a comer tú?

—Bah, pan y queso… cualquier cosa —respondió Margaret con indiferencia. Entró en el comedor, donde los cuadros todavía estaban apoyados en las paredes, para poner el mantel. La comida no le interesaba, y consideraba inferior a la gente que sí lo hacía; comía deprisa y en silencio cualquier cosa que le pusieran delante.

Después de la cena, a la que el señor Steggles no se presentó, naturalmente, sonó el timbre de la puerta y fue Margaret quien acudió a abrir, pues su madre estaba a partes iguales molesta y preocupada por la ausencia de su padre, y no quería dejar de limpiar, porque aquello servía para que se desahogara.

Al abrir la puerta, se encontró mismamente con dos figuras románticas bajo la luz de las estrellas, con caras sonrientes y pañuelos de encaje en la cabeza. La señora Wilson era tan esbelta como Hilda y casi tan guapa. Irradiaba grandes dosis de inocente coquetería y era aficionada a proferir insinuaciones verbales, algunas desde hacía años, a los dependientes más atractivos de los comercios que frecuentaba.

—¡Ah, hola, Margaret! ¡Vaya, qué bonita estáis dejando la casa! ¿Ya lo tenéis todo en su sitio? —exclamó, entrando en el recibidor y echando un vistazo a su alrededor.

—Cómo ha cambiado desde aquella primera noche, ¿no crees? —dijo Hilda desatándose el pañuelo.

—Madre, han llegado la señora Wilson y Hilda —anunció Margaret abriendo la puerta del salón—. Aquí todavía no lo tenemos todo colocado —añadió.

La señora Steggles estaba de rodillas delante de una gran caja junto a la estufa eléctrica y mientras se levantaba dedicó a las visitas una breve sonrisa.

—Buenas noches. Como ven, todavía estamos en ello… —dijo.

—¡Bueno, la verdad es que me da reparo entrar! Merecemos toda clase de improperios por su parte… —exclamó la señora Wilson, apartándose el pañuelo de su rosada cara—. Pero en realidad veníamos para ver si podemos echarles una mano… ya saben, para contárselo todo acerca del vecindario y esas cosas.

—¿Que necesitan un médico de confianza y un buen dentista? —interrumpió Hilda, agitando un papel—. Pues no tienen de qué preocuparse. Papá les ha anotado los nombres y direcciones de dos. Ah, y el teléfono de la farmacia por si necesitan linimento Sloan, o aspirinas. ¿No es un encanto, papá?

—Bueno, creyó que podría resultarles útil —explicó su madre, riendo—. Ya lo conocen; su lema es «mejor prevenir que curar».

—Muy amable por parte del señor Wilson —dijo la señora Steggles en tono reprobatorio, cogiendo el papel que le tendía Hilda—. Margaret, ¿puedes anotar esas direcciones en el libro ahora mismo, antes de que se nos olvide? Señora Wilson, Hilda, siéntense, por favor; pónganse cómodas. Me temo que todo está hecho un desastre todavía… —Quitó unos cuantos libros y cajas para hacer sitio, pensando mientras tanto que era una locura salir a la calle con aquel frío y con apenas aquellos encajes en la cabeza.

—¿Le gustan nuestros tocados? —le preguntó la señora Wilson alegremente al percatarse de que la estaba mirando. Era una mujer afable y feliz, pero ni ella ni Hilda consentían que las reprobaran sin plantar cara—. ¡Supongo que cree que ya no tengo edad para estas cosas! —Como era exactamente lo que la señora Steggles estaba pensando, se dio por enterada—. Hilda estaba tan guapa con el suyo que pensé: ¿por qué no te pones tú uno a ver cómo te sienta? —E hizo un breve y jovial gesto de asentimiento, sin dejar de sonreír a la señora Steggles.

—Yo creo que están encantadoras —dijo Margaret, con exagerada rotundidad.

—Diría que abrigan más bien poco —dijo la señora Steggles, en quien habían revivido viejos sueños y tormentos ante la visión de los pañuelos—. Pero son muy bonitos —añadió.

La señora Wilson dejó poco a poco de sostener la sonrisa. «Pobrecilla», pensó.

—¿Te apetece una taza de té, Hilda? —le preguntó Margaret—. Tú quieres una, ¿verdad, madre? ¿Y usted, señora Wilson? Voy a poner el hervidor en el fuego.

—Déjame que te ayude.

Hilda salió de la habitación tras su amiga, dejando que sus respectivas madres continuaran con una conversación acerca de las ventajas e inconvenientes del vecindario, lo cual, y a pesar de sus diferentes naturalezas, no resultó del todo incómodo. Sin embargo, los modos de la señora Steggles seguían siendo forzados y se notaba que, mientras hablaba, estaba aguzando el oído para ver si sentía la llave de su marido en la cerradura.

Acababan de servir las primeras tazas cuando la escuchó. Dejó su té de inmediato sobre la mesa y le dijo Margaret:

—¡Ahí llega por fin tu padre! Me pregunto por qué se habrá retrasado tanto. —Y girándose hacia la señora Wilson—: ¿Sabe?, llevo dos horas esperándolo.

«Pobrecillo», pensó la señora Wilson, pero lo que dijo para tranquilizarla fue:

—Oh, supongo que el viaje de vuelta se le habrá hecho mucho más largo de lo que esperaba; siempre pasa cuando estás en un lugar extraño. —Y dirigió sus brillantes ojos hacia la puerta. Sus flirteos no se extendían a los maridos de sus conocidas, pero disfrutaba de la compañía masculina, algo a lo que los admiradores de su hija la habían acostumbrado, y no veía razón para reprimir la sonrisa solo porque la señora Steggles fuera una mujer celosa.

El señor Steggles entró en la sala abarrotada de cajas a medio desembalar donde estaban tomando el té y sonrió complacido a la vista de aquellas dos preciosas mujeres. La señora Wilson era demasiado buena como para lanzarle una de sus peligrosas sonrisas, pero al señor Steggles le gustaba mirarla y hacerla reír, y sospechaba que Hilda era el tipo de chica que en sus tiempos mozos habrían considerado un pequeño diablillo. Hilda no lo era, desde luego, pero esa impresión avivaba su conversación con ella.

—Hola, ¿qué es todo esto, una fiesta? —exclamó, mirando a su alrededor y entornando los ojos. Al venir de la oscuridad exterior, todavía no se había acostumbrado a la luz—. Siento llegar tan tarde, Mabel —dijo, posando la mano durante un instante en el hombro de su esposa y sintiendo cómo esta le rehuía, sin cambiar de expresión—. Fui con algunos del trabajo a tomar una ronda rápida, nos pusimos a charlar y se me fue el santo al cielo.

—¿Qué tal te ha ido, papá? ¿Un té? —le preguntó Margaret.

—Sí, gracias. —Quitó unos libros de una silla que había junto a la señora Wilson y se sentó—. Bueno, me siento como si llevara todo el día corriendo los cuatrocientos metros lisos, pero supongo que ya me acostumbraré. El trabajo es tan…

—¿Encontraste algún sitio decente para almorzar? —lo interrumpió la señora Steggles.

—Fui a un pub, sí; bastante bueno. Un poco caro, pero estuve…

—Pues más vale que te hartaras, porque cena ha quedado más bien poca. —Y aquí la señora Steggles le lanzó una mirada a la señora Wilson, dando una pequeña risotada—. ¿Y se puede saber qué has comido?

—Pudin de carne y riñones… aunque más bien parecía de salchichas y fiambre, y…

—¿No es una vergüenza que engañen a la gente de ese modo? —preguntó la señora Steggles, echando un vistazo a la taza de Hilda—. (¿Más té, Hilda, querida? ¿De verdad? ¿Estás segura?). Si todo el mundo se negara a pagar los precios exorbitantes que piden por la porquería que ponen, otro gallo cantaría. Seguro que el señor Wilson piensa igual que yo, ¿verdad?

—Oh, Herbert lleva veinte años yendo al mismo localito cómico. Allí lo conocen y ya ni intentan timarle —aseguró la señora Wilson.

—Ahí es donde debería haber ido el señor Steggles. —Y la señora Steggles rio de nuevo. Su marido también lo hizo y alargó la taza para que le sirvieran algo más de té.

«Si yo fuera el padre de Margaret, iba a saber su madre lo que vale un peine», reflexionó Hilda, sorbiendo el té con cara de ángel pensativo y aguileño.

—¿Y tu edificio es muy grande, papá? —preguntó Margaret.

—Las oficinas de la Gazette quedaron en ruinas; lo vi en la lista que publicaron de los periódicos cuyas sedes habían sido bombardeadas —dijo la señora Steggles—. ¿Más té, señora Wilson?

—No, gracias. Entonces, ¿tienen oficinas temporales? —se interesó la señora Wilson, sonriendo y meneando la cabeza.

—Sí, en Thames Street. Creo que no resultan muy grandes para los estándares de Londres, pero son mucho más amplias…

—De a lo que él estaba acostumbrado —remató la señora Steggles—. Bueno, dicen que Londres lo bueno que tiene es que pule a los provincianos; a ver qué puede hacer con el señor Steggles —soltó en medio de otra risotada.

El señor Steggles se metió un instante la mano en el bolsillo del abrigo. Cuando la sacó, sujetaba una vieja pipa. Entonces dedicó una sonrisa a las damas a su alrededor, como pidiéndoles permiso para encenderla, permiso que le fue concedido. Sin embargo, durante aquel breve instante, había aprovechado para manosear también un abultado sobre lila perfumado de violetas que guardaba en el bolsillo. En el interior de ese sobre había una carta cuya firma rezaba: «Por siempre y para siempre, tu Bettie». El breve contacto lo consoló con el recuerdo de una mujer de verdad. Porque, desde luego, esas cuatro no eran en absoluto mujeres que merecieran la pena para él.

—Oh, cuando el señor Steggles enciende su vieja pipa, sé que está a gusto en casa —exclamó su mujer—. ¡Como un gato que se lame la mantequilla de las patas!

—Sí, aunque hoy en día no creo que nadie le haga eso a los gatos en plena mudanza. ¿Cuándo empiezas el trabajo en la escuela, Margaret?

—El lunes que viene, señora Wilson. Madre —se interrumpió Margaret de forma abrupta—, si no te parece mal, voy a enseñarle mi habitación a Hilda. ¿Vienes, Hilda? —Y las dos escaparon intercambiando susurros.

—¡Qué bonita la has dejado! —exclamó Hilda, echando un vistazo a los dominios de Margaret.

Margaret se rio.

—Eres un encanto, pero sé que no te gusta lo más mínimo —dijo y Hilda se echó a reír también.

—Bueno, es un poco estilo monje, no sé si me explico.

—Los japoneses de más alta cuna, los de gusto más refinado, nunca visten ropas de colores, solo distintos tonos de gris.

—¡Los japoneses!

—¿Por qué no?

—¡Margaret, los japoneses son una raza odiosa!

Margaret se encogió de hombros.

—No son peores que otros.

—Creo que deberías salir con algún chico del Servicio —fue lo único que se le ocurrió decir a Hilda mientras examinaba sus rizos en el espejo.

Margaret se sentó en la cama, que tenía echada una colcha en tono marrón claro estampada con grandes hojas marrones, y miró a su alrededor. Los únicos cuadros que decoraban las paredes eran un pastel que representaba unos ciervos pastando en un prado, y un gran monocromo de la Mona Lisa. Las cortinas eran grises y ella misma las había estarcido con motivos clásicos en un gris más oscuro.

—Entonces, supongo que pensarás que mi habitación es horrenda, ¿no? —observó Hilda apartándose del espejo satisfecha.

—¿Una habitación completamente rosa, plagada de calendarios y fotos de galanes del cine? Para nada; es como tú…

—Gracias. ¿Puedo decirte una cosa? —dijo deteniéndose delante de la Mona Lisa y escrutándola con la nariz pegada al cristal—. De verdad, no sé cómo puedes soportar levantarte cada mañana y toparte con la imagen de esta tipa mirándote con su cara de pan. A mí me amargaría el día entero.

—Es bonito —aseguró Margaret, aunque, al decirlo, le asaltaron las dudas. ¿Lo era?

—Tiene una espantosa cara de pan, eso no me lo negarás —repitió Hilda, rotunda—. ¿Sabes? Una vez vi un cuadro (era de un gran maestro también, para que veas que no soy tan inculta) que, sencillamente, me encantó: salía la virgen María con un manto azul encima de una nube, y llevaba al Niño Jesús en sus brazos, y luego había un santo, y una especie de ángel en una esquina, un cupido…

—Un querubín.

—Bueno, un querubín, lo mismo da. Estaba apoyado con el codo en la parte de abajo del cuadro, mirándolos a todos. Era tan mono, tan delicioso, créeme: ella, la Virgen, tenía una cara preciosa y la mano con la que sostenía al Niño, con la que lo abrazaba, era tan realista… ¡Esa, esa es mi idea de un cuadro! Venía en una tarjeta de Navidad que me envió Iris Morrison. Una chica con buen gusto, ¿no crees?

—Por lo que dices, parece La Madonna Sixtina.

—Yo no sé cuál Madonna era, si la Sixtina u otra; solo sé que era precioso. ¿De verdad te gustan estos colores tan japoneses? —preguntó de repente, mirando a su amiga—. Aunque esta habitación no es como tú, ya sabes a lo que me refiero.

—Por supuesto que me gustan. Si no, no los habría puesto… —contestó Margaret con decisión, aunque al instante pensó en sus flores preferidas: exuberantes pensamientos, alhelíes de melancólico terciopelo, rosas carmesís y minutisas de un rojo tan oscuro que parecían casi negras; creyó oler su fragancia veraniega en el fresco aire otoñal y de pronto los colores de su habitación le resultaron fríos y apagados.

—Perfecto, tú misma. ¿Tienes ropa nueva que enseñarme?

Margaret meneó la cabeza.

—¿Te has comido ya tu ración de golosinas?

Margaret asintió.

—Entonces, creo que me largo. ¿Vienes a dar un paseo conmigo por el barrio?

—Sí, tengo que echar algunas cartas al buzón.

Margaret se enfundó un abrigo que no se ponía desde que empezó a buscar casa en Londres y, cuando iban bajando la escalera, se metió las manos en los bolsillos como tenía por costumbre.

—¡Oh! —exclamó sacando algo del fondo de uno de ellos.

—¿Qué ocurre?

—¡Qué horror! ¡La cartilla de racionamiento! ¡No la envié!

—¿Qué cartilla de racionamiento?

—La que encontré en el Heath cuando me alojaba en tu casa.

—¡Pero si de eso hace ya casi un mes!

—Ya, por eso es tan horrible…

—¿Qué dirección pone? —preguntó Hilda. Se habían parado en el recibidor al otro lado de la puerta del salón y ambas habían bajado la voz.

—¡Claro! —Margaret le pasó la cartilla—. Tenía intención de enviársela de inmediato, pero como no volví a ponerme este abrigo y había tantas cosas que hacer, se me olvidó…

—Hebe Niland —leyó Hilda en voz alta—. ¡Qué nombre más insólito! ¿Es de chica o de chico?

—De chica. Hebe se encargaba de llenar las copas de los dioses de la Antigua Grecia.

—Me da que es una refugiada —meditó Hilda—. N. W. 3: eso es Hampstead. Entonces, seguro que es una refugiada; Hampstead está plagado de extranjeros. ¿Qué vas a hacer?

—No lo sé. No puedo enviársela con una nota sin más después de todo este tiempo; sería muy grosero por mi parte. Supongo que todo esto le habrá supuesto más de un dolor de cabeza.

—Más me lo habrá supuesto a mí… —puntualizó Hilda, que trabajaba en una Oficina de Alimentos—. ¿Por qué no la llamas por teléfono, o algo?

—Si es una refugiada, no constará en la guía telefónica. Aunque me da en la nariz que no lo es… —Margaret calló y sus ojos se abrieron como platos—. Me suena que hay un artista famoso llamado Niland —dijo—. ¿Tendrá algo que ver con él?

—Puede ser. No es un apellido muy común, la verdad. ¿Por qué no te das una vuelta por Hampstead y lo compruebas?

—¡Oh, sí, estupendo! —Pero luego dudó y dijo—: Lo único es que puede parecer… queda bastante raro… presentarte en la casa de alguien a quien no conoces y decirle que tienes su cartilla.

—¿Dónde la encontraste exactamente?

—En el sendero que pasa por los estanques de la parte de abajo del parque… Se le cayó a un chico, estoy casi segura. Me crucé con dos hombres y, justo cuando pasaron, la vi tirada en medio del camino.

—Tal vez fuera él… el artista, quiero decir.

—Puede que sí. ¡Alexander Niland —se repitió a sí misma como recordando—, el Renoir Moderno, como lo llaman en los periódicos! Aunque ahora que lo pienso, nunca he visto una foto suya.

—Bueno, lo mismo resulta ser su esposa. Será toda una experiencia para ti —dijo Hilda, un tanto aburrida—. Yo me pasaría por allí sin dudarlo ni un momento; tal vez puedas echarle un vistazo a hurtadillas.

—Puede que lo haga, sí. —Margaret metió la cartilla en su bolso con cuidado—. Pero no comentes nada de esto a nadie —dijo, señalando la puerta del salón con la cabeza.

—De acuerdo —susurró Hilda. Entonces, abrió la puerta y preguntó en su tono más dulce:

—¿Mamá? ¿Vas a quedarte toda la noche? Discúlpeme si le robo a mi madre, señora Steggles.

—Voy a echar unas cuantas cartas al buzón, madre —dijo Margaret, mostrando las cartas. Los tres adultos estaban sentados en silencio, rojos como tomates, y la señora Wilson pareció ligeramente avergonzada y aliviada cuando Hilda hizo su aparición.

—Sí, tenemos que irnos ya —afirmó, levantándose de un salto—. Bien, buenas noches, y gracias por ese té de bienvenida. No duden en darnos un telefonazo si podemos servirles de alguna ayuda.

—Es usted muy amable, gracias, no lo olvidaremos —dijo el señor Steggles de corazón, mientras la acompañaba a la salida.

La señora Steggles añadió con toda nitidez:

—Buenas noches y gracias a usted. Usted y el señor Wilson tienen que venir a tomar un té en condiciones cualquier domingo de estos, cuando ya estemos completamente instalados. —Acto seguido, se arrodilló de nuevo delante de la caja. El señor Steggles cerró la puerta a las visitas y volvió al salón. Se quedó de pie junto a la repisa de la chimenea, absorto durante unos instantes en la pipa que estaba rellenando en silencio.

—¿Y bien? —preguntó su esposa sin levantar la vista.

—¿Y bien qué?

—¿No me vas a decir qué te parece todo esto?

—Sí, claro. Creo que ha quedado muy bien, querida —dijo echando un vistazo a su alrededor—. Al principio siempre resulta todo un poco extraño, pero tú ya has conseguido que parezca casi un hogar. Me gusta el barco encima de la chimenea; resalta mucho. (El barco era una reproducción de un cuadro de un navío con velas muy blancas en medio de un mar muy azul, pintado para complacer a las miles de personas que creían que un barco de vela en un mar azul es una de las vistas más hermosas que pueden contemplarse en este mundo… cosa que, por otra parte, es cierta).

—Bueno, todavía queda mucho por hacer —suspiró la señora Steggles, sacando de la caja unos sujetalibros con forma de highland terriers y poniéndolos junto a una estatuilla que representaba una tenista—. Es la peor mudanza que hemos hecho hasta ahora. Al menos en cuanto a pérdidas y destrozos. El cristal de nuestra foto de boda se ha salido por completo, aquel jarrón verde con lunares rojos se ha hecho añicos, no encuentro las cucharillas de té de tía Chrissie por ningún sitio y la cubretetera verde y amarilla también ha desaparecido.

—Tal vez aparezcan mañana. ¿Crees que te va a gustar vivir aquí, querida? Eso es lo más importante para mí…

—Aún no lo sé, Jack. No llevamos aquí ni veinticuatro horas, todavía no puedo hacerme a la idea. La casa parece estar bien. Ojalá no tuviéramos esa gran colina tapándolo todo en la parte de atrás; hace que me sienta vigilada, pero supongo que me acostumbraré. Parece un barrio muy tranquilo.

Su marido asintió. Se había sentado en un sillón. Observaba cómo su esposa desenvolvía lenta y cuidadosamente cada tesoro y pensaba que ahora que estaban solos, volvía a comportarse con naturalidad: ya no hablaba de él en tono condescendiente ni lo interrumpía ni hacía aquellos comentarios maliciosos a su costa que habían provocado que la señora Wilson se sintiera violenta y que se hubieran producido tantos silencios incómodos. Ahora que el fantasma de los celos se había esfumado, su esposa volvía a ser la misma Mabel de siempre: aquella mujer quejica, no muy feliz que se diga, pero que siempre intentaba ver el lado positivo de las cosas y disfrutaba a su manera de las preocupaciones y aventuras que siempre conlleva una mudanza.

«En este momento, no tiene otra cosa en la cabeza que la maldita cubretetera», pensó su marido, feliz de aquel breve instante de paz.

«Al menos esta noche no saldrá a ningún sitio —estaba pensando la señora Steggles mientras seguía con su tarea—. Gracias a Dios que esa desgraciada de Bettie y esa otra depravada del demonio se han quedado en Lukeborough».

—Bueno —dijo al fin, echándose hacia atrás con un suspiro y limpiándose las manos en la bata—, ya he terminado por esta noche. Estoy agotada. Me voy a la cama. ¿Y tú?

—Oh… tengo que escribir algunas cartas —dijo sin mirarla, sacándose el periódico vespertino del bolsillo—. Además, quiero terminarme esto; no pude sentarme ni un minuto en el tren. No tardaré mucho.

La señora Steggles abandonó lentamente la habitación y, un instante después, su marido se puso a leer los titulares que había revisado aquel día y se olvidó de ella por completo. No le pareció raro que no le hubiera hecho más preguntas sobre su primer día en el periódico, porque ya estaba acostumbrado a esa mezcla suya de indiferencia genuina y típico respeto por «el trabajo de tu padre»; además, no necesitaba que ninguna mujer, y mucho menos su esposa, lo acribillara a preguntas sobre su manera de ganarse la vida. Eso no era lo que quería de las mujeres.

—¿Qué diantres hacíais todos allí sentados en fila como figuras del museo de Madame Tussaud? —estalló Hilda en cuanto Margaret se hubo alejado lo suficiente—. ¿Se pasó de la raya contigo o qué?

—Esas no son formas de hablar, Hilda —dijo la señora Wilson con firmeza, aunque estropeó el reproche con una risita—. Por supuesto que no, pero ella es tan sumamente celosa, pobrecita, que no puede soportar ni que él se muestre amable con otras mujeres.

—¡Pobrecilla! Eso me gusta.

—Sí, pobrecilla. Los celos son una verdadera enfermedad y han destrozado muchos matrimonios. Papá, tú y yo somos tan felices que nunca nos paramos a pensar que haya hogares donde la felicidad no existe.

—¿Qué harías si papá tuviera celos de ti, mamá?

—Reírme en su cara… —fue la breve contestación de la señora Wilson.

Madre e hija, cogidas del brazo a la luz de las estrellas, rieron de lo lindo con solo pensarlo.

—En serio, es muy triste —dijo la señora Wilson, recuperando la compostura—. Me hace sentir muy mal cuando los veo. No creo que vuelva mucho por allí.

—A mí también me entristece. No importa, traeremos a Margaret a casa y le encontraremos un chico guapo de verdad. Mira, ahí está papá.

A medida que se aproximaban a la casa, podían distinguir una figura oscura recortada en el porche, haciéndole gestos con la mano a algo inmóvil en el suelo.

—Debe de estar sacando a Geoffrey —dijo Hilda. Geoffrey era el gato. Le habían puesto el nombre del artillero de cola que se lo había regalado a Hilda hacía ya tres años.

—¡Hola, papá! ¡Preciosa noche!

El señor Wilson, abandonando toda esperanza de que Geoffrey se moviera de su sitio, alzó la vista en dirección a las refulgentes estrellas y comentó que seguramente helaría antes del amanecer.

Margaret, por su parte, caminaba a toda velocidad hacia su casa, sin percatarse apenas de la belleza de la noche, mientras sus agitados pensamientos daban vueltas y más vueltas a la idea de pasarse por Hampstead la tarde siguiente. Intentaba, infructuosamente, recordar todo lo que había oído o leído sobre Alexander Niland. Le parecía haber visto en algún sitio una reproducción a color de su cuadro más famoso: un soldado y una mujer abrazados en la hierba alta sembrada de tréboles, bajo un árbol oscuro cuyas ramas se recortaban contra un cielo crepuscular. La prensa sensacionalista había calificado sus grises, verdes y púrpuras de atrevidos a la vez que los elogiaba. A ella misma le había parecido bonito, aunque le había escandalizado un poco. Al mirarlo, se había sentido como si estuviera espiando los besos de aquellas figuras fundidas en un estrecho abrazo, y le había hecho recordar a cada pareja de amantes crepusculares que había visto en su vida.

Este sentimiento no era exclusivo de Margaret. Todos los cuadros de Niland poseían el mismo denominador común y eso, aparte de la belleza de las pinturas y de su genio, era lo que les concedía aquella popularidad. Porque la verdad es que eran muy populares. Sus reproducciones habían acabado colgadas en los salones de miles y miles de hogares por toda Inglaterra y Norteamérica, y la yuxtaposición extraña y simple de aquellos colores, inusitados pero sentidos de inmediato como inevitables, había ayudado a miles de ciudadanos de a pie a mirar a los objetos corrientes con otros ojos.

Somerset Maugham escribió acerca de «la serenidad animal propia de los grandes escritores». En tal caso, Niland poseía la serenidad visual de los grandes pintores. Su trabajo estaba exento de sufrimientos y cargado de deleite por el mundo que veía a su alrededor y, a pesar de no haber un rechazo explícito del dolor y de la fealdad en su obra, ambos se transmutaban cuando pasaban de su visión al lienzo. Sus cuadros no eran anticuados en el sentido despectivo del término, sino que se parecían a los que se pintaban hace trescientos o cuatrocientos años, en el sentido de que estos también se habían creado en una época llena de horror y violencia y aun así emanaban una serena belleza intemporal. En aquellos cuadros medievales, lo mejor de la tierra y la visión de lo celestial se confundían; en los lienzos de Niland, su pasión por la vida se reflejaba en los rostros y los miembros de las madres felices, de los niños durmientes y de las chicas risueñas, y eso hacía que fueran en cierto modo deslumbrantes. Para un público indiferente, acostumbrado ya desde hacía tanto tiempo a un exceso de guitarras y piernas regordetas que se plasmaban tanto por separado como en combinaciones pretendidamente buscadas, el resultado era tan refrescante como sorprendente.

Además, Niland carecía de ideas políticas y, por tanto, su nombre se vilipendiaba en ciertos círculos.

Le embargaba la emoción por la posibilidad de ir a su casa y de ver al artista en persona, aunque fuera de pasada, y de hecho sus pensamientos estaban más centrados en esa circunstancia que en su primer día en la nueva escuela el lunes siguiente. Pensó que planearía cuidadosamente lo que llevaría puesto en esa visita, y lo que diría en caso de que el mismo artista le abriera la puerta (pues Lamb Cottage no sonaba precisamente a casa grande con muchos sirvientes), e incluso preparó un pequeño discurso que sonaba humilde, informal o provocativo dependiendo de su estado de ánimo. Cuando al fin le dedicó un fugaz pensamiento a la Escuela Anna Bonner para Chicas, le pareció un lugar aburrido y, al abrir la puerta de su nueva casa, la impresión que recibió fue también de aburrimiento. No era más que una casita del montón, de esas que necesitan siempre una mano urgente de pintura, situada en una aburrida callecita del montón.