Capítulo 23

A las cuatro y media del viernes por la tarde, Margaret, casi enferma de nerviosismo, estaba plantada en la puerta principal del Westwood de Highgate.

Había tenido que correr para salir de la escuela a tiempo de encontrarse con el resto del grupo y su madre le había montado una escena por no estar en casa el último fin de semana que su hermano pasaba en Inglaterra. Pero ¡allí estaba!, con todas sus cosas metidas en una maleta y unos ojos muy brillantes que eran lo único que revelaba su dolorosa emoción. ¡Ahora, nada en el mundo podía impedir que fuera con ellos!

—Oh, gracias a Dios, ya has llegado —anunció Hebe, que fue quien le abrió la puerta. El comentario no era tan desalentador como pudiera parecer, pues el tono implicaba: «Todos estamos metidos en esto, ¿no es un fastidio?»—. Te habrás dado cuenta de que tienes que llevar a Jeremy en brazos, ¿verdad?

—Por supuesto —contestó Margaret, a la que no se le había pasado por la cabeza tal posibilidad.

—Bueno, supongo que mi madre te lo dejó bien claro. Yo lo cogeré si se pone demasiado insoportable. Cortway acaba de ir a por el coche. Mami, pásale Jeremy a Margaret, ¿quieres? —dijo Hebe, dirigiéndose a su madre.

La señora Challis se le acercó sonriendo y le puso en los brazos a Jeremy, un gran bulto vestido con un traje de lino que parecía desvelado sin remedio y dispuesto ya a ponerse a dar saltitos. Ella se sentó sosegadamente con él en la silla más cercana y el bebé se la quedó mirando tan pasmado que Margaret no tuvo más remedio que reírse.

—Pensé que en su moisés pasaría mucho más calor —dijo Hebe sentándose también—. Gracias a Dios que no es un viaje largo. Barnabas, no le hagas eso a Emma.

—¿Por qué no?

—Porque no le gusta. ¿Cómo quieres que te lo diga?

Entonces, se hizo el silencio durante un rato. La puerta permanecía abierta y el sol radiante de las dos y media, que pasaba por uno de las cuatro y media, inundaba el recibidor, haciendo que el verde y el rosa desvaídos de la alfombra parecieran aún más tenues y que las urnas de mármol, llenas de espuelas de caballero azules y lupinos blancos, en contraste, parecieran más frías. Con aquel calor, todo el mundo estaba un tanto crispado y tenía más bien pocas ganas de hablar. La señora Challis, que llevaba puesto un vestido de algodón de estampado exótico, ideal para el campo, y un fino sombrero de paja, permaneció sentada en silencio mirando primero a sus nietos y luego a su hija, cuyas ropas también eran campestres y confeccionadas en algodón; incluso su rígido sombrerito, cosido y almidonado para que conservara la forma, era de la misma tela que el vestido. Las ropas de Margaret eran simplemente frescas y discretas.

—¿Dónde está el abuelo? —preguntó Barnabas, emitiendo en voz alta la silenciosa pregunta que Margaret guardaba en su corazón; aunque ella, por supuesto, no pensaba en el señor Challis como en el abuelo y le sorprendió mucho oír que se refirieran a él en esos términos.

—En el Ministerio —contestó Hebe, añadiendo entre dientes—: está trabajando.

—¿No va a venir a ver a la bisabuela?

—Biza-güela —murmuró Emma, entretenida pellizcando un botón de su vestido.

—Sí, pronto vais a verla —dijo Margaret, pensando que lo mejor era establecer un vínculo con Emma lo antes posible—. ¿A que será divertido? Ven y cuéntaselo todo a Jeremy.

Emma se le acercó obedientemente y permaneció junto a su rodilla, mirándola con el ceño fruncido desde debajo de su capota blanca de muselina.

—¿No va a ir a ver a la bisabuela? —repitió Barnabas.

—¡Por fin! —dijo Hebe, y se levantó—. Gracias a Dios, ya está aquí el coche. Ve entrando tú, ¿quieres? —a Margaret—. Yo me encargo de los otros.

Fue tal la decepción que se llevó Margaret al oír que el señor Challis no iba a viajar con ellos que se dedicó a soñar despierta mientras todos se acomodaban en aquel coche destartalado que había visto mejores días, pero que seguía pareciendo más imponente que ningún otro coche al que se hubiera subido jamás, porque, una vez, había costado mil libras. Despertó de su ensoñación justo cuando iban bajando Highgate Hill y Barnabas se arrodilló para mirar por la ventanilla, machacándole los muslos con los pies. Ella miró a Hebe y a la señora Challis, que iban charlando muy animadas, y se preguntó si esperaban que regañara al niño cuando fuera necesario. No tenía valor suficiente para hacerlo. En el otro extremo del asiento, Emma había logrado levantarse con mil esfuerzos y estaba tratando de ver algo por la luna trasera, pero era tan pequeña y liviana que, cuando se apoyó en el hombro de Margaret, su peso le resultó más bien agradable. Barnabas, distraído, seguía aplastándole con sus huesudas rodillas y Margaret sufría en silencio. De repente, la mano pequeña y hábil de su madre lo alcanzó y, sin desviar la mirada ni interrumpir la conversación, le echó los pies a un lado.

Más vale que le arrees un tortazo de vez en cuando —le ordenó, dedicándole una sonrisa breve y un poco airada—, o se te subirá a las barbas.

Margaret murmuró algo y el resto del viaje transcurrió en una silenciosa lucha cuerpo a cuerpo con Barnabas, la cual terminó en empate, pero cuyo resultado dejó a Margaret acalorada y molesta; Jeremy parecía pesar ya tres veces más que cuando se montó en el coche.

En la estación, Cortway fue a sacar los billetes mientras las señoras Challis paseaban delante de Margaret y los niños se dirigían al andén. La señora Challis miraba a su alrededor de vez en cuando con su sonrisa indefinida, amable y radiante para asegurarse de que no se caían por el hueco que quedaba entre el tren y el andén. Margaret se vio obligada a sostener a Jeremy con un brazo que ya le dolía, pues debía darle la otra mano a Emma. Barnabas, por su parte, la tenía con el corazón en un puño, puesto que se había puesto como objetivo esconderse de ella rehuyéndola entre los mozos, los montones de equipaje y el resto de pasajeros. Como la mayoría de los niños, esperaba quince minutos exactos después de salir de casa para que le entrase un hambre voraz, y ahora exigía su merienda.

—Pero Barnabas, ya has merendado antes de salir —le dijo Margaret, preguntándose si se atrevería a soltar la mano de Emma para cambiarse a Jeremy al otro brazo; el que estaba usando ya le dolía a rabiar.

—No, no lo he hecho. ¿A qué no, Emma? (Di que no) —añadió en un susurro ronco y cortante, y luego, le sopló en el oído.

—¡No! —chilló Emma, deteniéndose de pronto y soltándose de la mano de Margaret con la cara encendida.

—Yo no he hecho nada, ¿a qué no, Emma, bonita, preciosa? —Su voz ahora era siniestra y adolecía de falso afecto.

—¡Ay! —se quejó Emma, alzando la vista indignada hacia Margaret—. ¡Barney, cachis!

—¡No hagas eso, Barnabas! —le regañó Margaret, aprovechando la pausa para cambiarse de brazo a Jeremy (que observaba en silencio los tejemanejes de sus hermanos con inusitado interés).

—Quiero merendar —repitió Barnabas—. No hemos merendado antes de salir y, si no meriendo antes de subirme al tren, vomito. ¡Siempre! Pregúntale a mami.

—Seguro que la bisabuela te ha preparado una merienda estupenda —dijo Margaret, aliviada al ver a Cortway en el acceso al andén con los billetes. Su tren ya había llegado.

—¡Có-e-me! —le pidió Emma, deteniéndose una vez más y levantando los brazos en actitud implorante.

—No, Margaret no puede coger a Emma ahora; tiene que llevar al pobre Jeremy, que todavía no sabe andar.

Emma recibió esta noticia con cara de no haber comprendido nada y repitió su petición con labios temblorosos.

—Yo te cojo —se ofreció Barnabas, rodeándola con los brazos, y empezó a levantarla, de modo que a la niña se le fue subiendo la ropa y se quedó con la barriguita al aire.

—¡No, no! —gritó Emma, forcejeando. Margaret estaba mirando desesperada a su alrededor buscando un lugar donde dejar a Jeremy mientras los separaba, cuando oyó la voz de Cortway que decía en tono autoritario:

—Oye, oye, ¿qué pasa aquí? Bájala ahora mismo. ¡Habrase visto! —Y Barnabas puso a Emma de golpe en el suelo—. Eres muy amable, pero te vas a hacer daño —añadió Cortway—. Esta tarde hace demasiado calor para coger a nadie. Ve con la señorita Steggles y mira qué asientos más buenos tenéis en el tren. Buenas tardes, señorita —dijo asintiendo y tocándose el sombrero para despedirse de Margaret—. Veo que está muy ocupada. —Y se perdió entre la multitud, con la obvia intención de sentarse a leer el periódico de la tarde durante media hora con una tetera al lado.

No es preciso describir la hora y media de viaje —que incluía un trasbordo— al detalle; aquellas de nuestras lectoras que sean madres habrán intuido que los niños no pararon quietos un minuto en sus asientos, que pidieron comida y bebida que luego desecharon, y que hubo innumerables excursiones por el pasillo, dibujos con el dedo en el aliento que echaban en la ventanilla, comentarios maliciosos sobre otros viajeros, idas y venidas por el vagón y hasta un breve arranque de llanto de Jeremy. Para cuando la señora Challis se inclinó sonriente hacia Margaret y le dijo: «Es la próxima estación; ¡anímate!», ella estaba ya sin fuerzas. Se preguntaba si Zita se habría enfadado otra vez con ella, pues no había ido a la puerta a despedirlos («Bueno, allá ella si lo está», pensó soltando un suspiro), y estaba empezando a sentirse cada vez más molesta con la señora Challis y con Hebe, que se limitaban a sonreír y fruncir el ceño en actitud ausente ante la conducta de los niños, que parecían haber sido abandonados completamente a su cargo.

En medio del ajetreo que supuso apearse en Martlefield manteniendo a todos los niños a su lado, solo recibió la vaga impresión de que la estación era muy pequeña y de que constaba apenas de un par de edificios deslucidos forrados de lamas de madera de color crema y algunas otras pintadas de un marrón descolorido; que, fuera de la casita del jefe de estación, en el extremo del andén, crecían malvarrosas blancas y rojas y que la luz radiante de una tarde de verano sin nubes lo inundaba todo. Más allá de la estación, se vislumbraban campos llanos cubiertos del verde brillante de las espigas de trigo y, acá y allá, bosquecillos de álamos. El aire estaba impregnado de agradables olores procedentes de la hierba caliente y las flores silvestres y, cuando salieron de la diminuta sala de espera a la carretera, tras intercambiar saludos con la robusta señorita que les pidió los billetes, lo primero que vio Margaret fue un campo que se extendía justo enfrente de la estación, tan densamente tapizado de botones de oro que, en verdad, parecía una alfombra dorada. Una apacible carretera blanca serpenteaba entre los setos bajos a ambos lados de la estación y desde allí los únicos edificios que se divisaban eran un grupo de casitas dispersas que se dibujaban a cierta distancia. Un avión, ¡ay!, estaba sobrevolándolos; de no ser por él, la escena habría sido de absoluta calma. Margaret, contemplándola, casi se olvidó de lo irritada que estaba. Seraphina, mientras tanto, exclamaba: «¡Qué delicia!», y Hebe se quitaba en silencio el sombrero para dejar que la leve brisa le acariciara la frente.

Habían sido los únicos pasajeros en bajarse en aquel apeadero (de hecho, durante la última media hora, el tren había ido quedándose cada vez más vacío, y ahora había partido sin ninguna prisa en dirección a las llanas y verdes praderas de Bedfordshire, al parecer solo con el maquinista, el revisor y uno o dos niños y ancianas a bordo) y pronto Margaret comprobó que nadie había ido a recibirlos al andén. Sin embargo, justo en ese momento escucharon una voz:

Nas tardes tenga usted, señora Challis. —Y todos se giraron hacia una elegante carreta tirada por un caballo cob, y conducida por un chico grandote, pelirrojo y sonriente, que estaba aparcada en la escasa sombra que proyectaba el edificio de la estación.

—Buenas tardes, Bertie —contestó la señora Challis, dirigiéndose hacia él—. ¿Has venido a recogernos? Qué amable por tu parte. Arriba, niños. ¿Cómo está lady Challis? —Siguió hablando sin parar mientras ayudaba a subir a Barnabas y a Emma en el carro. Entre tanto, Hebe cogía a Jeremy de los brazos de Margaret—. ¿Estamos todos? Muy bien. Oh… querida —añadió con su tono encantador, girándose hacia Margaret y poniéndole una mano en el brazo—. Sé que es pedirte demasiado, pero seguro que serás un amor y no te importará esperar hasta que la carreta vuelva para recoger a mi marido, ¿verdad? Como ves, no hay sitio para todos en este diminuto trasto. La casa está a unas tres millas de aquí, de modo que no te será posible ir caminando con este calor, pero su tren debería llegar dentro de una hora o así y la carreta volverá entonces para recogeros. No te importa, ¿verdad, tesoro?

—En absoluto. Creo que me gustará —balbuceó Margaret, aliviada ante la perspectiva de poder disfrutar de un poco de soledad, y tan encantada ante la posibilidad de un paseo con Gerard Challis que no se dio cuenta de que su respuesta podía haber sonado un poco extraña. Sin embargo, la señora Challis se limitó a soltar una carcajada comprensiva y, tras murmurar: «Pobrecita. Yo también lo creo», subió elegantemente al vehículo, ahora cargado hasta los topes, y sentó a la lánguida Emma sobre sus rodillas.

—¡Qué suerte tienes, hija! —dijo Hebe, torciendo el gesto a Margaret. El chico tocó el caballo con la fusta y echaron a andar.

—¡Yo de ti me sentaría en ese arcén… divino…! —gritó Seraphina, volviendo la cabeza por encima del gorrito blanco de Emma para sonreír a Margaret y señalárselo. El carro fue haciéndose cada vez más y más pequeño a medida que avanzaba a trote pausado por la carretera entre los resplandecientes setos bajo el cielo azul de la tarde y, poco después, describió una suave curva y se perdió de vista. La robusta revisora se había retirado a su pequeña oficina así que Margaret se quedó sola.

Cruzó la carretera y se sentó en el arcén divino. Había margaritas y botones de oro entre la hierba alta, y un mosaico de plantas verdes sin flores, hiedras, flores de cuclillo, azotalenguas y muchas otras que crecían a lo largo de la hilera de setos. La masa principal parecía constituirla el espino, pues las flores blancas de este arbusto asomaban por doquier y aquella vaga fragancia, demasiado onírica para resultar completamente agradable, se mezclaba con las que emanaban las otras flores y plantas, y se dispersaba por el aire caliente. Margaret se abrazó las rodillas con las manos y se sentó en ocioso silencio, recreándose en la escena y en la soledad y preguntándose si era posible que hubiera alguien tan desdichado al que tal belleza no consiguiera deleitar. La hora se le pasó volando y casi le dio pena cuando el sonido lejano de una señal cada vez más nítida, la reaparición de la robusta revisora con su perforadora y la llegada de un anciano que, al parecer, se disponía a viajar, anunciaron que el próximo tren estaba a punto de hacer su entrada en la estación.

Pensó que era mejor quedarse sentada en el arcén a esperar la llegada de Gerard Challis, de modo que no se movió cuando el tren entró lentamente en la estación, aunque su corazón empezó a latirle más rápido y el calmado deleite que había experimentado ante la belleza que la rodeaba desapareció casi por completo. El tren emprendió su lenta partida y los pasajeros salieron de la pequeña sala de espera y entregaron sus billetes. De pronto lo vio: una figura llamativa en fina ropa veraniega gris se distinguía entre las formas achaparradas y mediocres de los demás pasajeros. Pensó que se parecía más bien a Curdie entre los goblins[64].

El señor Challis se quitó el sombrero y permaneció de pie echando un vistazo a su alrededor con aire descontento, abarcando con la mirada el paisaje llano (que carecía de interés para él, parecía evidente), la minúscula y maltrecha estación, la enorme y redondeada silueta de la revisora con sus pantalones nada favorecedores, y la joven poco agraciada y nerviosa sentada (absurdamente, pensó) entre aquellos polvorientos hierbajos al otro lado de la carretera. Mientras tanto, el carro se recortó en la distancia y se fue acercando a ellos a su propio ritmo.

—Los típicos arrabales campestres, ¿no es así? —dijo abruptamente, cruzando la carretera hasta donde Margaret estaba sentada—. ¿Es la primera visita que hace a este lugar? (Por supuesto que sí, qué estúpido soy…). Y, no me diga que ha sido abandonada por el resto del grupo… —Permaneció de pie observándola con una ligera sonrisa sarcástica, mientras sus largos dedos balanceaban suavemente su sombrero y su maletín negro.

—No había sitio en la carreta, así que la señora Challis me dijo que mejor… me pidió que, si no me importaba, esperara hasta que volviera a por usted —contestó Margaret, pensando en lo guapo que estaba, allí de pie recortado contra aquel cielo azul intenso. Notó que a medida que hablaba se iba sonrojando.

—¿Quiere decir que no ha llegado todavía? —exclamó—. No esperarán que vayamos andando, ¿no?

—Creo que ya viene —dijo y, se estaba preparando para incorporarse desde el suelo (esta nunca es una acción elegante, y encima ella tenía la desventaja añadida de estar atenazada por los nervios), cuando se llevó la sorpresa de ver que le tendían una fina mano blanca, cuya ayuda aceptó antes de percatarse de lo que ocurría y que tiró de ella, con inusitada fuerza, hasta que pudo ponerse en pie.

—Gracias… —dijo Margaret.

—Seguro que se ha llenado el vestido de tierra —dijo el señor Challis con gravedad y, acto seguido, sacó un pañuelo y se lo ofreció.

—Está bien… en serio… gracias —tartamudeó Margaret, encendiéndose como una amapola. Tras pensárselo un momento, lo aceptó, se sacudió un poco la tierra y luego se lo devolvió tras haberlo doblado de nuevo.

—Sería una pena que se estropease un vestido tan bonito —dijo el señor Challis, que habría ganado el Campeonato Europeo de la Galantería de haber existido tal competición, aunque esta vez había ido demasiado lejos: su vestido no era bonito y ella lo sabía. Además, no le gustó nada su mirada sarcástica, ni el tono grave que había utilizado solo porque había estado sentada en un arcén al borde de la carretera. También detectó un vago resentimiento ante su obvio desprecio por el paisaje. «No hay nada más bello que este campo de botones de oro— pensó con actitud rebelde; —¿qué más quiere?».

Aquello no, desde luego. Su interés residía en Hilda y en Kew, pero ambos parecían muy, muy lejos en aquel momento, mientras que él estaba allí, en Martlefield, con Margaret. Como era igual que un niño mimado en cuanto a la intensidad de sus caprichos cuando no podía satisfacerlos, se sentía completamente desesperado ante la perspectiva del largo fin de semana ruidoso y aburrido que le quedaba por delante, y no volvió a pronunciar palabra; se quedó esperando en un silencio mohíno hasta que la carreta llegó a su ritmo cansino y se detuvo ante ellos.

—Hola. Nas tardes, señor Challis —sonrió el chico pelirrojo.

—Buenas tardes, Bertie —respondió el señor Challis—. ¿Sube? —le dijo a Margaret tendiéndole otra vez la mano—. ¿Cómo está lady Challis?

Bertie, que parecía haber entrado ya en la Tierra Prometida de la sociedad sin clases, respondió que se encontraba bien cuando salió y que no los habían esperado para cenar; luego, el señor Challis subió a la carreta y partieron.

El paseo transcurrió durante un buen rato en silencio. Margaret miraba nerviosa cómo pasaban lentamente los setos verdes, se percataba de lo llano que era el terreno y se preguntaba por qué el señor Challis parecía tan infeliz (su lealtad hacia él era demasiado grande para usar otra palabra). Bertie silbaba y, de vez en cuando, daba un golpe de fusta a las moscas que planeaban alrededor del cuello del caballo. El señor Challis permanecía a su lado, rumiando con los brazos cruzados.

—Un paisaje sin montañas —anunció de repente— es como una mujer sin misterio.

Sencillamente, no hubo respuesta a esto, sobre todo porque su desdichada audiencia era consciente de que cualquier cosa que dijese sonaría mal, de modo que Margaret repuso con un hilillo de voz:

—Oh… ¿En serio lo cree?

—La monotonía de una llanura sin fin —continuó el señor Challis, contemplando con desdén los suaves prados que se extendían a cada lado— vuelve locos a los hombres. Produce…

—¿Rusia no es plana? —interrumpió de pronto Bertie, para asombro y horror de Margaret.

Tras una tensa pausa, cuya intención era dar a Bertie la oportunidad de darse cuenta de que había metido la pata, el señor Challis respondió con toda frialdad que la mayor parte de Rusia era, efectivamente, plana.

—Bueno, pues a ellos les va bien, ¿no? —dijo Bertie con toda satisfacción—. Conocen bien su paño. Vivir en una llanura no los ha vuelto locos, vaya que no. —Y, diciendo esto, sacudió la fusta una vez más y se puso a silbar Mairzy Doats[65].

El señor Challis no hizo amago de aclararle a Bertie que lo que él tenía en mente era más bien la locura espiritual que atormentaba a Dostoievski, así que no le respondió. Margaret se preguntó qué demonios se suponía que debía decir ella a continuación y, de repente, decidió (ligeramente aturdida por la proximidad de su héroe y por la belleza de aquella tarde) que debía romper una lanza a favor de las regiones campestres en general, aunque Bedfordshire no fuese una de ellas en sentido estricto.

—Pues a mí… a mí me gusta bastante estar aquí —dijo, posando sus suplicantes ojos marrones en el señor Challis—. Es muy tranquilo.

—Aburrido —la corrigió él amablemente con su sonrisa favorita.

—No —osó persistir ella—. Me gustan estos pequeños setos, y los olmos cada dos por tres, y ese riachuelo de allí…

—El Martlet —añadió Bertie y continuó sacudiendo la fusta y silbando.

—Y esos sauces que crecen por toda la orilla.

—Puede que le guste, pero eso no lo hace menos aburrido para la gente que ha visto otros paisajes que irradian verdadera belleza.

—¿Quiere decir que mis gustos son aburridos? —dijo ella, poniéndose carmesí.

—Estoy seguro de que sus gustos no son aburridos, querida —añadió con mayor amabilidad—. Nadie cuyos gustos fueran aburridos apreciaría realmente la música de Beethoven.

Entonces, Bertie silbó las primeras cuatro notas de la Quinta Sinfonía, demostrando así que la cultura estaba llegando por fin a las masas… y dijo para sí:

—V de Victoria[66].

—No todo el mundo puede apreciar esos paisajes de los que usted habla —siguió insistiendo Margaret, que sentía una pena tonta e irremediable por los campos y las flores que Gerard Challis estaba despreciando con tanta ligereza—, así que tiene que conformarse con lo que hay…

—Nadie debería aceptar una belleza de segunda.

—¡Pero a alguna gente no le queda más remedio que hacerlo, señor Challis!

Él se limitó a menear la cabeza, estudiando las mejillas encendidas y los ojos fulgurantes de Margaret.

—Nunca, pequeña.

—Entonces, si uno no puede optar a lo mejor, ¿no debería tener nada en absoluto? —preguntó, en un tono tan desconsolado que aquello pareció divertir enormemente al señor Challis. Soltó una risita bastante afable. No obstante, respondió con firmeza:

—No… nada. ¡En cuestiones de belleza, arte, amor, integridad espiritual… lo más elevado y lo mejor… o nada!

—Eso se lo pone muy difícil a mucha gente —murmuró al fin Margaret, en voz baja.

—La vida es dura —continuó el señor Challis, ajustándose la corbata—. Muy dura. Para la mayoría de la gente constituye o una larga inanición, o un largo empacho.

—Seguro, pero para eso están los derechos, señor Challis —dijo Bertie en tono tolerante, girando el carro hacia otro suave carrilito sinuoso con campos sembrados de judías anchas a izquierda y derecha, que la mosca negra ya había invadido—. Usted denos tiempo, ya verá. Arre, Maggie —le dijo a la yegua.

El señor Challis le lanzó una mirada de considerable irritación a Bertie y le dijo a Margaret de forma deliberada:

—Espero que haya visto usted mi obra, Kattë —pues, de repente, cansado, ansiaba una gran dosis de elogios afectuosos y desinteresados, y no le importaba de quién procedieran. Además, la opinión que su obra merecía a esta chica siempre había resultado obvia. Sin embargo, cuando los músculos de su cara se relajaron para sonreír ante la primera lluvia estimulante de entusiasmo, se sorprendió al comprobar que la joven palidecía y se ponía muy seria, como si se encontrara sometida a una gran angustia mental. No soltó palabra hasta que emitió un débil:

—Oh, sí, estuve en el estreno… —Lo cual sonó bastante frío y comedido viniendo de ella.

—Ya casi estamos —interrumpió Bertie—. Arre, Maggie. —Y el cob aceleró el paso hasta el trote.

El señor Challis volvió la cabeza. No quería oír lo que ella tuviera que decir, si es que iba a decir algo. Deseaba con todas sus fuerzas no haberle preguntado nada, pues estaba más claro que el agua que no le había gustado Kattë, que no la admiraba, que no la había conmovido en absoluto… Pero, al menos, podría haber tenido el tacto femenino de fingir que lo había hecho. ¡Cómo detestaba a las mujeres sinceras!

—Creí… —balbuceó la afligida Margaret (oh, ¿por qué habrá tenido que mencionar Kattë?)—. Fue muy… Hubo partes muy bonitas…

Su vanidad lo obligaba a ofrecer algo como respuesta; de lo contrario, sería tildado de cazador de cumplidos, de hombre ávido de elogios, así que murmuró con frialdad:

—Es muy amable por su parte. Me alegro de que le gustara. —Tenía la esperanza de que tuviera al menos la delicadeza de cambiar de tema, pero ella, con la cara pálida y rígida, siguió balbuciendo:

—… pero, el caso es que no me gustó tanto como algunos de sus trabajos anteriores… No parecía tan… Espero que no le importe que le hable con tanta franqueza, pero, hace un momento, usted ha dicho que nunca debe aceptarse una belleza de segunda. —Hizo una pausa, horrorizada, ahogando un diminuto grito. ¿Qué había dicho? Entonces, cogió aire y, sin mirarlo, con los ojos puestos en la fila de casitas apartadas del camino bajo manzanos en flor a la que se estaba aproximando ahora la carreta, soltó de corrido—: Y sé que usted preferirá que le diga la verdad y a mí siempre me han gustado mucho sus obras… Quiero decir que no pretendía…

Su voz se fue apagando penosamente cuando el carro se detuvo delante de una cancela fijada en el muro que cercaba la hilera de casitas, y una anciana esbelta en bata estampada que cargaba con una cesta llena de cerezas abrió la cancela y salió a su encuentro. Gerard Challis no había pronunciado una palabra ni se había dignado mirar a Margaret mientras ella hablaba. Ahora abrió la portezuela del carro, soltó un frío «discúlpeme» y se bajó.

—Hola, Gerry, querido, ¿cómo estás? Me alegro mucho de verte —dijo la señora de las cerezas, e intercambiaron unos besos.

—¿Cómo estás, madre? —le preguntó él. Luego, manteniendo la mano en el brazo de su madre, se giró hacia Margaret y dijo en tono agradable:

—Esta es Margaret…; me temo que solo la conozco como Margaret, pero es amiga de Zita y ha tenido la nobleza de ofrecerse a ayudar a Hebe con los niños este fin de semana. Margaret, esta es mi madre.

Su amabilidad y el que hubiera utilizado su nombre (que acababa de descubrir que conocía) justo después de lo que ella había dicho fue demasiado para ella. Tenía los sentimientos a flor de piel. Para su insoportable vergüenza, cuando bajó de la carreta murmurando un saludo, llevaba los ojos llenos de lágrimas.

—Encantada, lady Challis…

—Igualmente —respondió lady Challis—. Anda, Gerry, entra y refréscate si lo necesitas; yo cuidaré de Margaret. Después, ve a cenar; todos están dentro. Yo no tardaré ni un minuto. Bertie, lleva a Maggie al cercado y luego vuelve.

Margaret, que estaba buscándose a tientas un pañuelo, no vio irse ni al señor Challis ni a Bertie ni a Maggie, y no fue hasta que se puso a sonarse la nariz cuando se dio cuenta de lo silencioso que se había quedado todo de repente, con el agradable sonido de voces y risas procedentes de las casas atenuados por la distancia y el suave movimiento de la brisa de la tarde en los manzanos haciendo la quietud aún más calma.

—¿Te gustaría cenar arriba, en el desván? Hay un sofá y muchos libros. ¿Te gusta el pastel frío de conejo? Bien —dijo lady Challis, que permanecía a su lado comiendo cerezas.

Margaret contestó con voz apagada:

—Oh, muchas gracias, pero creo que debería estar con los niños… ¿No es hora de que estuvieran ya acostados?

—Todavía no son las siete y los mayores siempre cenan aquí abajo, así que no te preocupes por ellos. ¿Qué te apetece: cerveza o sidra?

—Sidra, por favor —contestó Margaret, que ahora la seguía por un caminito de estrechos ladrillos rojos cuyas separaciones estaban rellenas de musgo de un verde vivo.

Estaban aproximándose a la puerta de entrada, que estaba abierta y revelaba una habitación larga y de techos bajos que, al parecer, se extendía a lo largo de las cinco casitas y que se usaba tanto de sala de estar como de comedor, pues, cuando entraron, Margaret oyó una carcajada y la voz de Seraphina que decía: «¡Ahí está, pobre criatura!». Al mirar confundida hacia el lugar de donde venía el sonido, vio un gran grupo (debería de haber quince personas al menos, pensó) reunido en torno a la mesa de la cena en el extremo de la sala. Vio a Hebe sentada entre Emma y Jeremy, y a continuación, la visión del perfil de Gerard Challis, abstraído con una cucharada de algo que acababa de llevarse a los labios, hizo que desviara la mirada rápidamente, pero no antes de que se hubiera percatado de que había un gran número de niños de todas las edades entre los presentes y bastantes muchachas jóvenes y bonitas que, al parecer, eran sus madres.

—Por aquí. ¡Cuidado con la cabeza! —dijo lady Challis, y abrió una puerta pintada de amarillo, que conducía directamente a una escalera estrecha y empinada. La impresión que Margaret se había llevado del comedor había sido muy agradable, pues tenía un suelo de madera pintado del mismo amarillo claro de la puerta, y de las ventanas colgaban cortinas de un blanco luminoso, estampado con fresas escarlatas y hojas verdes y debía de haber (pensó), literalmente, miles y miles de libros en aquellas estanterías que llegaban hasta el techo. Se alegró de que le mostraran dónde estaba el baño, que no era lujoso, pero que tenía accesorios sólidos y cómodos, para poder refrescarse los ojos.

Cuando salió, lady Challis estaba sentada en el rellano de la escalera con una bandeja repleta de comida ante ella y absorta en un libro. Margaret vio el título: era La naturaleza del mundo físico, de Eddington[67].

—Oh, querida, ¡me estaba riendo muchísimo! —exclamó, metiéndose el libro en el bolsillo de la bata—. Me recuerda a lo que le dice Rafael a Adán en El Paraíso perdido:

ha dejado

la fábrica de los cielos abierta

a sus disputas, tal vez para reírse

de sus raras y vagas opiniones

a lo largo del tiempo[68]

—¿Estás lista?

—¡Sí! —dijo al fin.

Entonces, subieron otro tramo de peligrosas escaleras.

—Aquí estarás bien, ¿verdad? —Sacó una mesa y la colocó cerca de una ventana que daba al huerto y, más allá, a unos prados.

—¡Es usted muy amable! —exclamó Margaret con fervor, poniendo la bandeja en la mesa y echando un vistazo a la espaciosa habitación, con su techo inclinado y sus estanterías llenas de viejos libros que invitaban a la lectura.

—De amable, nada; egoísta más bien —profetizó lady Challis, remetiéndose un mechón de pelo plateado en el moño—. Y ahora adiós; nos veremos luego. —A esto asintió, sonrió y salió de la habitación.

Mientras Margaret comía, no pudo evitar pensar en otra cosa que en su anfitriona. Intentaba asumir que se trataba de la madre de Gerard, de Gerard Challis; era tan completa y radicalmente diferente de lo que Margaret había imaginado que sería la madre de su ídolo… El encanto desgastado de sus facciones, desde luego, era igual al de su hijo y, una vez, sus ojos azul pálido debieron de tener la intensidad y el color de los de Gerard, pero (Margaret procuró escoger bien las palabras), mientras él había sacado partido a su personalidad y la reflejaba en su rostro, ella parecía no darse cuenta del inmenso potencial de su espíritu. Margaret estaba segura de que, de haber perseverado, podría haber sido una belleza despampanante, pero seguramente ignoraba su propia hermosura. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera, y la bata que llevaba puesta ni siquiera era bonita. Además, sus manos estaban rasposas de arreglar el jardín pero, con todo, era una mujer guapísima. ¡Oh, Margaret la adoraba! Pensó que ojalá pudiera hablar algo más con ella; estaba segura de que le ayudaría en su empeño.

Lady Challis, mientras tanto, había bajado sin prisa, absorta aún en la lectura de La naturaleza del mundo físico y, cuando llegó una vez más al rellano de la escalera principal, que ofrecía un asiento de lo más práctico, se había sentado distraída para continuar leyendo. La interrumpió una vocecilla de advertencia:

—¡Vaya! Ya estás leyendo otra vez. La cena se te va a quedar fría… —Y una niña pequeña apareció al fondo del pasillo, masticando su propia cena con la boca llena y con la vista alzada hacia ella.

—Gracias, Jane; lo siento —murmuró lady Challis. Entonces, se levantó y continuó su recorrido, deslizando su mano en la de Jane cuando llegó a la base de las escaleras—. ¿Te ha mandado mamá a buscarme? —continuó distraídamente.

—No. El señor Challis. Me ha dicho: «Niña (le dije mi nombre la otra vez que estuvo aquí, pero nunca se acuerda), ve a buscar a lady Challis y dile que deje de leer y venga a cenar».

—Y así lo has hecho… Bien, y ahora ve corriendo a terminarte la cena antes de que se te quede fría a ti también.