Capítulo 18
No quedaba un asiento vacío en todo el teatro. Margaret tenía los brazos apoyados en el verde terciopelo de la balaustrada, en medio de aquel ambiente luminoso, y miraba hacia abajo, al patio de butacas, donde el grupo que le interesaba realmente se disponía a ocupar sus localidades. Allí estaba la señora Challis, riendo y mirando por encima del hombro a aquel soldado americano moreno que Margaret había conocido en Hampstead y, a su lado estaba Hebe, luciendo un vestido rosa y blanco que combinaba a la perfección con su pálido semblante. Junto a Hebe estaba sentado el otro americano, Earl, y Margaret pensó que Hebe le regalaba demasiadas sonrisas. ¿Por qué no se había sentado al lado de su marido, cuya figura (tan diferente a la de su suegro) se adivinaba enfundada en un frac y pajarita blanca? Era el último de la fila y miraba de buen grado a su alrededor, como un niño que se distrae solo en una fiesta.
«Que les zurzan —pensó Margaret—. Son todos muy amables conmigo (excepto Hebe), es cierto, pero ninguno de ellos echaría en falta a Struggles si desapareciera de sus vidas. Por otra parte, quién me iba a decir a mí hace un año que iba a entrar y salir a mi antojo de la casa de Gerard Challis… Esto es más de lo que habría deseado. Y en un teatro tan bonito…».
Los tonos verde jade, rojo cereza y plata en los que el teatro estaba decorado distaban mucho de aquel dorado oscuro y confuso que se apreciaba en los interiores de teatros pintados por Sickert[44]; y hasta uno de los críticos teatrales más veteranos y feroces del país se había permitido observar que el lugar le recordaba más bien a un salón de peluquería. Sin embargo, los colores y las luces conformaban un escenario perfecto para que los vestidos que las muchas mujeres encantadoras allí presentes se habían puesto en honor a Gerard Challis resaltaran como era debido. Era evidente que la escena carecía del esplendor de los estrenos anteriores a la guerra, a los que solían asistir todos los pedantes de Londres, pero se respiraba en el aire cierta expectación, una emoción que se revelaba en el murmullo ensordecedor del público, mientras que, por debajo de este, se oía la alegre dulzura de los valses vieneses ejecutados por una pequeña y perfecta orquesta de cuerda.
—La música buena —comentó Zita, que había estado con los ojos cerrados para escuchar con más atención—. Tocan a precisión mecánica. Grande talento. Creo que esto idea suya… del señor Challis.
—¿Qué? —Margaret respiró hondo y se volvió un poco.
—Sí, creo que con música quiere decir que la mujer, Kattë, es como vals vienés: alegre y encantadora, pero no es nadie.
Margaret asintió, mirándola y pensando en lo mucho que había cambiado para mejor su actitud ante la vida desde que había conocido a Zita y en lo imposible que sería para ella, para cualquier mujer inglesa, desprenderse de toda la sobriedad de su aspecto personal y adquirir la elegancia descarada de aquella alemana, con aquel vestido de rayas naranjas y grises y aquella gorra naranja de mensajero ladeada sobre la frente. «Una inglesa que se vistiera así parecería una excéntrica —pensó Margaret—. Y de nada sirve decir que a los hombres no les gusta ese tipo de elegancia, porque ahora mismo veo cuatro que no le quitan los ojos de encima».
No obstante, ella prefería un tipo de atractivo más sobrio, así que se volvió de nuevo hacia el patio de butacas, repleto de caras hermosas o imponentes. Su antiguo interés por la «gente interesante» la llevó a reconocer a algunas de esas personas prominentes por las fotografías que publicaban las revistas y los periódicos. Pero su atención siempre regresaba al pequeño grupo familiar de los Challis, recreándose con reticente admiración en los rizos castaños de Hebe, recogidos en un arreglo juvenil, y en la voluptuosidad de su suave vestido, que recordaba a los trajes de talle alto y ceñido de la época de sir Joshua Reynolds[45]. Su estilo, radicalmente personal, hacía que nunca pareciera excéntrica ni excesivamente artística.
¡Pero qué mala madre y esposa era! ¡Mira que coquetear con ese joven compartiendo con él el programa y dejar a los niños en casa a cargo de esa achacosa de Grantey! ¡Y mira que aprovechar el apagón para pasearse por el West End con los soldados americanos!
Sus pensamientos ya estaban bastante encendidos cuando un tenue «Ach!» de Zita los interrumpió. Las luces se estaban apagando.
Apenas un instante más tarde, el inmenso telón de terciopelo verde se abrió con un susurro cautivador y el público pudo contemplar el dormitorio de una chica vienesa de hacía tres décadas. Sus ojos y sus sentidos apresaron, como si de un perfume se tratara, los encajes, las cintas, los rosas de aquella feminidad descarada y triunfante, y del patio de butacas surgió un murmullo de admiración (mezclado con el ligero crujido de los programas que algunos de los menos devotos se esforzaban en consultar para ver quién era el responsable de aquel deslumbrante décor, que no era otro que el gran Gower Parks) cuando la señorita Schatter, con su oscuro cabello alborotado y un camisón blanco de linón, se sentó despacio en una cama, se abrazó las rodillas y se echó a reír a carcajadas. Margaret apenas podía respirar de la emoción.
A medida que la historia se desarrollaba, el público parecía cada vez más hechizado. Ni una tos ni un murmullo osaron romper el reverente silencio. Los largos parlamentos de la heroína mostraban el toque inconfundible del arte del señor Challis, y los de los demás personajes estaban salpicados aquí y allá de esas líneas ingeniosas capaces de provocar risas soterradas entre el público, geniales muestras de agudeza teatral. Los personajes estaban magistralmente dibujados en su complejidad. Tampoco faltaba un toque chispeante de ironía, como en la escena en la que Kattë y su amiga Trudi se disputaban al amante pobre de Trudi comparando el tamaño de sus pechos y este, finalmente, acababa pegándose un tiro entre bambalinas al decidirse la apuesta a favor de Trudi, pues él en realidad estaba perdidamente enamorado de Kattë. Cuando cayó el telón, el primer acto dejó a la protagonista sentada en la cama de nuevo, preguntándose si su vida era tan feliz como siempre había pensado, mientras su último pretendiente estallaba en una amarga carcajada. El público se relajó entre exhalaciones. Se encendieron las luces, la gente empezó a desfilar hacia el bar y la orquesta atacó marchas militares francesas.
—Gut, qué hermosa. Qué sincera y magnífica —comentó Zita, dando un hondo suspiro y girándose hacia Margaret—. ¿No parece a ti?
Margaret estaba inclinada hacia delante, sujetándose la barbilla con las manos, y miraba ausente al patio de butacas, repleto de admiradores y amigos que se apiñaban en torno a los Challis y felicitaban a Seraphina por la que iba a ser, sin duda, la mejor obra de su marido.
—No lo sé… —respondió Margaret al fin. Su tono era de desconcierto, aunque quizá tenía que ver más con ella misma que con la obra—. Es buena, por supuesto, pero… —Se interrumpió, preguntándose si su falta de emoción se debía quizá a que se había hecho tantas ilusiones con la obra que ninguna otra que pudiera ver jamás habría llegado a satisfacer sus expectativas.
—Pues yo no veo pega ninguna —dijo Zita, muy seria—. Es perfecta. Pero espera más… ¿ja? Quizá ocurre algo que estropea todo…
No dijeron nada más. Las dos parecían bastante cansadas y se contentaron con mirar a la concurrencia y con escuchar en silencio las alegres y orgullosas marchas francesas.
Los críticos, mientras tanto, conversaban en el bar. Estaban despellejando la obra.
—No me digáis… Es la fórmula teatral más vieja de la historia… —dijo obstinado el que antes había dicho lo del salón de peluquería—. Frou-frou y Camille[46] con disfraz y confort moderne.
—Pero es una fórmula que siempre atrapa al público.
—Por supuesto que lo atrapa, y siempre lo hará, aunque hay que reconocer que en este caso la versión está un poco deshidratada.
—Sí —murmuró otro—. Todo está ahí, pero le falta chispa.
Durante otras dos horas, la tragedia de Kattë continuó hacia su inevitable final, arrastrando consigo los cuerpos y almas de sus amigos y familiares. El padre disparó a la madre por haberle dado una hija así y a continuación se arrojó muy melodramáticamente al Danubio. El personaje del hermano lisiado fue corrompido por los jóvenes oficiales que lo habían sobornado para que le llevara notitas a su hermana e intercediera por ellos, y acabó convirtiéndose en un proxeneta. La hermana pequeña se volvió loca de celos al creer que su único amante la había abandonado por Kattë y el broche final lo puso la vieja aya, con la que Kattë había vivido desde que su propio hogar se disolviera, que se vio obligada a vender el jilguero que tenían como mascota para comprar un poco de estofado para la cena, rompiendo a llorar en mitad de esta, tras culpar a Kattë por la pérdida irreparable del pájaro.
Buena parte del público tenía los ojos húmedos de emoción cuando la obra tocó a su fin. Los últimos rayos de sol se colaban en la pobre habitación del piso de la anciana donde Kattë estaba sentada a solas. Las luces de Viena se iban encendiendo y por la ventana abierta se divisaba el contorno de los tejados y palacios contra aquel cielo de verano cada vez más oscuro. Desde la calle, llegaban los gritos y risas de los amantes que bailaban El Danubio azul interpretado por un violín solitario. La intensa melodía, dulce y sensual, inundaba la sala y ondeaba alrededor de la silueta inmóvil de Kattë, mientras ella continuaba sentada junto a la ventana, contemplando la ciudad y meciendo un revólver en sus blancas manos.
Al cabo de un momento, y tras una detonación, todo acabó. Yacía muerta, con los brazos abiertos, desarbolada. La música continuaba llenando la habitación vacía cuando cayó el telón.
Poco después, el público rompió en una tormenta de aplausos. El telón volvió a abrirse para descubrir a la señorita Schatter, del brazo de Edward Early, sonriendo y haciendo reverencias al embelesado público, más encantadora que nunca, con el pelo cayéndole en cascada por los hombros y la cara pálida de agotamiento. ¡Cómo aplaudían y aclamaban! Todo el elenco tuvo que salir una y otra vez para recibir los frenéticos aplausos y no tardaron en oírse gritos que demandaban la presencia del autor.
Margaret, aplaudiendo como la que más, extasiada por el éxito de su héroe, sintió cómo el corazón se le aceleraba. ¡Pronto lo vería de nuevo! Y aquel pensamiento desterró otros perversos que habían luchado por salir a la luz durante los momentos finales de Kattë.
—¡Esto va a convertirse en clásico! —dijo Zita con tono solemne—. Será Hamlet, El maestro constructor y Santa Juana[47]. ¡Igual!
—Oh, eso espero. ¡El autor! ¡El autor!
Aplaudió con más fuerza si cabe, y chilló todo lo que pudo. En cierto modo lo hizo porque se sentía culpable: durante el último acto, en vez de llorar por Kattë le habría encantado zarandearla por los hombros, y aconsejarla que hablara sincera y honestamente con sus amigos y familiares, en lugar de limitarse a quedárselos mirando con esa cara de cordero degollado para luego irse brincando (tra-la-ra) como si allí no hubiera pasado nada. «Si se lo hubiera explicado a la hermana —pensó Margaret, sin dejar de aplaudir—, nada de lo que ocurrió después habría tenido lugar. Ya sabemos que eran todos muy sensibles… (¡El autor! ¡El autor!). Bueno, es evidente que todos los vieneses lo son, pero ¿tanto? ¿Hasta el punto de volverse locos y lanzarse al Danubio o pegarse un tiro a la primera de cambio solo porque estaban enamorados de Kattë? ¡Con lo fácil que habría sido celebrar una pequeña reunión y arreglarlo todo por las buenas! El caso es que no me creo ni una sola pa…».
En este punto, sus pensamientos (quizá por fortuna) se vieron interrumpidos por una nueva ovación. Gerard Challis acababa de aparecer en el escenario.
¡Qué distinguido parecía! ¡Qué gallardo! ¡Y qué cansado! Y qué triste era aquella sonrisa que pugnaba por asomar a sus labios. «Esto no significa nada para él —pensó—. Todos estos aplausos y ovaciones no son más que polvo y cenizas. Lo único que le importa ahora es La Obra, que sea buena. Quiere huir de toda esta vulgaridad».
Abajo, en el patio de butacas, se estaban desarrollando escenas de cariz muy diferente.
—El señor Challis no parece muy contento —le comentó Earl a Hebe; ambos se habían levantado y aplaudían sin perder de vista el escenario—. ¿Crees que tal vez no le haya gustado la interpretación de la señorita Schatter?
—Oh, papá siempre pone esa cara la noche del estreno. Pero hazme caso, está más feliz que una perdiz. Le encanta que le aplaudan y tener a todas esas tontas arpías pendientes de lo que dice. Y si quieres saber mi opinión, te diré que Kattë es la más tonta de todas —replicó Hebe levantando la voz por encima del alboroto reinante. Y dicho esto no volvió a abrir la boca: era el primer discurso articulado que había hecho en toda la noche, y su primer y último comentario. Por lo demás, se había pasado la obra intercambiando miradas con su madre de lo más significativas.
«Mi querido Gerry —estaba pensando su esposa—: sin duda es tu obra más aburrida hasta la fecha. ¡Pero por lo visto te encanta! Aunque al menos te hará comportarte como un buen chico durante un par de semanas».
Alexander (que acostumbraba a disfrutar de las veladas fuera de casa poniéndose sus mejores galas, aunque se deleitaba igual con las veladas caseras, solo que con atuendos menos favorecedores) también aplaudía el espectáculo que ofrecía la compañía, con sus reverencias y sus pintorescas ropas, a la luz de las candilejas. Le pareció que la obra no había estado mal del todo, pero en seguida se olvidó de ella. No le interesaban mucho las obras de teatro, ni los poemas, ni las novelas; le gustaban las cosas reales, y era por eso que pintaba cosas reales.
El señor Challis, mientras tanto, seguía allí, sonriendo altivo y saludando primero a las dos hileras de actores sonrientes que lo flanqueaban y luego al público. Se topó con la mirada de su esposa y le dedicó una sonrisa apenas un poco más amplia.
—¿Qué te ha parecido, Lev? —le preguntó Hebe al otro americano sin apenas volverse a mirarle.
—Es un drama bestial —respondió este con brevedad del mismo modo—. Pero hay algo que no entiendo: ¿a qué viene tanto problema? Solo conozco una manera de apaciguar a una mujer así, y es…
—No me digas —le cortó Hebe.
En ese momento, el señor Challis dio un paso al frente con reticencias y levantó la mano. Súbitamente se hizo el silencio en toda la sala y Margaret se inclinó hacia delante. Estaba casi sin aliento. Sin embargo, justo cuando Challis despegaba los labios para iniciar su discurso, se escuchó, apagado pero inconfundible, el aullido de la sirena de alarma antiaérea. Siguió un gruñido medio cómico y, mientras el señor Challis vacilaba, algunos de los asistentes se levantaron y se dirigieron discretamente a las salidas. La mayor parte del público, no obstante, se quedó donde estaba. Se oyeron nuevos vítores: «¡Que hable! ¡Que hable!».
A Margaret nunca se le habría pasado por la cabeza moverse de allí, pero Zita ya la había agarrado del brazo y la estaba arrastrando hacia la salida, ante la atónita mirada del resto de espectadores de su fila. La pequeña mano de Zita estaba helada y temblorosa y su cara, blanca. Margaret intentó echarse atrás y empezó a protestar, pero le bastó una mirada de Zita para deducir que aquello iba en serio. Así que, enfadada y desdeñosa, aunque apenada, dejó que Zita tirara de ella hasta los desiertos pasillos, ligeramente iluminados, y la condujera escaleras abajo hasta el vestíbulo, donde se arremolinaban unas cuantas personas.
—¡Rápido! ¡Rápido! —le espetó Zita, atravesando la puerta como una flecha y saliendo al exterior—. Hay una boca de metro al otro lado de la calle. ¡Vamos!
—No creo que sea para tanto —se quejó Margaret al salir a la calle. Negros edificios se erguían contra el suave y delicado cielo de mayo. Aún no había anochecido del todo y por todas partes brillaban espectrales los haces de luz de los reflectores.
—¡Rápido! ¡Rápido! —repitió Zita, tiritando; agarró a Margaret del brazo y cruzaron corriendo la ancha y sombría calzada, esquivando las luces rojas y verdes de los coches y los carteles indicadores y las raudas sombras oscuras de los taxis.
—¡Ya estamos! —farfulló, colándose por la entrada del metro y bajando a trompicones las escaleras.
Margaret seguía tan enfadada que no quiso hablar. También se encontraba exhausta por las intensas emociones que le había deparado la noche, y amargamente decepcionada por no haber podido escuchar el discurso de Gerard Challis. Zita y ella habían acordado que volverían a Westwood para la cena, así que supuso que se dirigían allí, a menos que Zita propusiera que se quedaran en el metro toda la noche. ¡Valiente cobarde estaba hecha!
—Ach! —exclamó Zita, soltando un profundo suspiro de alivio cuando desembocaron en el concurrido y sofocante andén—. ¡Por fin somos a salvo!
Margaret la miró con cara de pocos amigos. Pensó que sería mejor que no dijera nada.
—Ay, sí, ay, sí. ¡Ya sé que eres mucho enfadada! —dijo Zita con voz amarga, asintiendo con la cabeza—. Pero no pienso quedarme ahí con todo el ruido y las bombas ¡bum!, y esas cosas cayendo. No por ti. No por nadie.
Margaret seguía sin decir nada.
—¡Crees que soy cobarde!
—No… —mintió Margaret, que se animó a responder después de pensar de súbito que si Zita se enfadaba con ella, no habría ninguna visita a Westwood esa noche—, pero creo que no es para ponerse así. Esos pequeños ataques aéreos no son peligrosos.
—¡Cómo que no! Pues para gente supone muerte. ¿Por qué no pasarme a mí? Nein, nein —rio sarcásticamente—. Prefiero no arriesgar y así vengo corriendo abajo aquí.
Margaret no dijo nada más. Llegó el tren y, en menos que canta un gallo, Zita ya estaba hablándole como si nada sobre la obra. A pesar de que una parte de ella parecía encontrarse aún en el teatro esperando oír hablar a su ídolo, se vio obligada a aceptar con diplomacia el cambio de escenario.
Tras un viaje más lento, abarrotado y accidentado de lo habitual, llegaron a la estación de Highgate y una vez allí descubrieron que aún no había cesado la alarma. Sin embargo, se había producido una especie de tregua en los bombardeos. La gente, agolpada en la entrada, contemplaba el rojo resplandor del cielo sobre Hampstead Heath y comentaba que las bombas incendiarias habían alcanzado un hospital.
—¿Nos vamos? —Margaret respiró aliviada el aire fresco y delicioso.
—No, esperemos cesa de la alarma. Pueden regresar.
Aguardaron durante otro cuarto de hora hasta que, uno detrás de otro, los allí congregados se fueron marchando. Llegó un momento en que no quedó nadie en la estación más que ellas dos. El cielo estaba tranquilo y el resplandor que coronaba Hampstead se iba atenuando poco a poco.
—Vámonos, Zita —dijo Margaret al fin, impaciente.
Zita empezó a mover la cabeza obstinada cuando sonó la señal del fin de la alarma. A Margaret aquello siempre le recordaba a la trompeta del Juicio Final.
—Ach! Mein Gott! —exclamó—. ¡Ya estamos! ¡Menos mal! —Miró hacia arriba—. ¡Huis como cobardes! —Alzó el puño hacia el apacible cielo nocturno de Londres—. Se acabado ahora ¡y viva! Venga, vamos casa y tomamos cena algo.
Margaret sabía que el señor Challis ofrecería una fiesta para la compañía y la familia en el Savoy después del estreno, así que lo más probable era que volviesen tarde a casa, si bien confiaba en que el ataque hubiera truncado sus planes y regresaran antes de lo previsto. Por eso quería llegar a Westwood lo antes posible.
Sin embargo, cuando Zita abrió la puerta principal, no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos.
Un fuego recién encendido crepitaba en la chimenea y todas las luces del vestíbulo estaban encendidas. Por todas partes había chales, abrigos y zapatos desperdigados, saliendo de dos enormes cajas llenas de juguetes y ropas de los niños y, delante del fuego en una silla baja, estaba Grantey, echada hacia atrás, con el rostro blanco y exhausto y los ojos cerrados. En otra silla yacía Emma medio tumbada, envuelta en un abriguito de piel, berreando, y, cerca de la chimenea, dentro de un gran capazo, Jeremy también llorando. Cortway estaba arrodillado junto a su hermana, intentando darle algo de beber, y, sentado en la alfombra estaba Barnabas, supervisando la escena con sus enormes ojos asustados, la cara pálida y un abrigo encima del pijama.
Cortway se dio la vuelta cuando las dos jóvenes corrieron hacia ellos.
—¡Por fin ha llegado alguien! —profirió—. A buenas horas. Zita, ven aquí, dale la mano a la señora Grant, ¿quieres? Y usted, señorita, ocúpese del fuego. Está a punto de apagarse. Alice, querida mía. —Deslizó el brazo por debajo de los hombros de su hermana—. Aguanta un momento. Ha venido Zita; te ayudará a acostarte. ¡Ay! ¡Deja de hacer ruido! —Se giró hacia el bebé.
Margaret se puso de rodillas y se ocupó del fuego y Zita, sin dejar de soltar preguntas y exclamaciones, ayudó a Cortway a poner a Grantey derecha. De repente, esta abrió los ojos.
—¿Y los niños? ¿Están bien? —preguntó, angustiada.
—Bastante bien. Todos a salvo. Están aquí —declaró Cortway, echándose hacia delante y gritándole al oído.
—¿Qué pasa? ¿Qué ocurrido? Ach, mein Gott! —dijo Zita—. Emma, niña mala, ¡silencio! —Se volvió deprisa hacia la silla y su llorosa ocupante.
Emma berreó aún más alto, por lo que Margaret, como el fuego ya había prendido con fuerza, se acercó y la cogió en brazos. El llanto de Emma cesó con solo levantarla. Dejó que Margaret le secara los ojos y le arreglara con ternura el camisón, sobre el que le habían puesto un abriguito a toda prisa. Sus pies diminutos estaban desnudos y azules de frío.
—No he encontrado sus calcetines —se excusó Cortway al ver que Margaret fruncía el ceño—. La mitad de la casa ha volado por los aires y el hospital que hay al otro lado de la carretera está en llamas… ¡Creí que se me paraba el corazón cuando doblé la esquina y lo vi!
—Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Han alcanzado el cottage? —se angustió Margaret, elevando la voz para hacerse escuchar por encima de los chillidos de Zita.
—Casi, casi —respondió Cortway en tono grave; alargó el brazo hasta Jeremy y empezó a darle palmaditas—. Estaba poniendo la radio para oír las noticias y…
—¡Ay, ha sido horrible! —interrumpió Grantey en apenas un susurro—. Estaba acomodando a Emma en el refugio y Barnabas se estaba portando muy bien y me estaba ayudando (Jerry estaba dormido, gracias a Dios, bendito sea, ni se ha inmutado) y de pronto se oyó aquel ruido espantoso… ya sabéis…
—Yo me metí corriendo debajo de la mesa —dijo su hermano—. Fue como en los viejos tiempos.
—… y luego vino el horrible estallido y una especie de silbido; el Anderson se movía por todas partes[48], y después los ladrillos se derrumbaron. ¡Qué susto! Ea, ea, ea, qué niño más bueno. —Hizo un gran esfuerzo para volverse hacia el bebé, cuyos gritos parecían haberse apaciguado con las palmaditas de Cortway.
—Cayó justo al otro lado de la calle, en el Black Bear, y la fachada de Lamb Cottage saltó en mil pedazos —explicó Cortway—. Los chicos de la Guardia Interior[49] me llamaron por teléfono y yo me fui corriendo con el coche a recoger a Alice y a los niños. ¡Valiente panorama se van a encontrar los señores Niland en cuanto regresen! —concluyó—. La mitad de la casa, desaparecida, y los niños muertos de miedo. ¡Oh, qué guerra tan bonita[50]!
—Yo no estoy muerto de miedo —protestó Barnabas.
—Claro que no, cariño —dijo Cortway, mirando su blanco rostro con un gesto de aprobación—. Has sido de gran ayuda para Grantey. Y has cuidado de tus hermanos pequeños, ¿verdad? Ahora voy a bajar a preparar una estupenda taza de chocolate caliente para todos. ¿Qué os parece, eh?
—Bien —afirmó Barnabas. Luego miró a Margaret—: ¿Cómo está Emma?
—Mejor, gracias, Barnabas. Mira, está casi dormida. —Retiró un poco el abriguito de piel y le mostró su carita relajada: sus ojos miraban somnolientos los destellos del fuego y los párpados se le caían para, a continuación, abrirse desmesuradamente.
—Me alegro —dijo Barnabas—. ¿Cuándo van a volver papá y mamá?
—Muy pronto, hijo —lo calmó Cortway, y se marchó a preparar el chocolate.
—Ay, querida, me siento tan mal —se quejó Grantey—; y eso que yo no me arredro ante nada. Es este maldito corazón. El médico me dijo que no me convenían las emociones fuertes.
Margaret le lanzó a Zita una mirada interrogante; no sabía que Grantey padeciera del corazón. Zita estaba preocupada. La verdad era que Grantey se había guardado el secreto para sí misma y le había restado importancia, aun cuando el doctor le había dicho que no estaba bien y que debía tomarse las cosas con calma. Esta última prescripción le había provocado unas buenas carcajadas irónicas.
—Douglas, Douglas, ¿puedes hacer té, en vez de ese chocolate espeso y repugnante? —le pidió a su hermano—. Prepárale un tazón a Barnabas y haz té para los demás.
—Yo prefiero taza buena de café cargado bien —suspiró Zita.
—Té para mí —susurró Margaret, levantando la vista de la niña con un gesto de advertencia. Pero ya era demasiado tarde: Emma se incorporó, se quitó el abrigo de encima y miró a su alrededor.
—¿Cho-co-a-te? —balbuceó.
—¡Ya está! Ya la tenemos. Le encanta el chocolate.
—Voy fabricar café —dijo Zita, abandonando la sala. Grantey volvió a recostarse hacia atrás, pero ya parecía menos exhausta. Su mirada se posó con lánguida satisfacción en los niños.
—Pobre señorita Hebe, lo que se va a encontrar —murmuró, como para sí.
«Pobre señorita Hebe —refunfuñó Margaret en sus pensamientos—. ¿Por qué no llamará?». En ese preciso instante, sonó el teléfono, con un timbrazo inesperado.
—¡Ay, querida! Debe de ser la señorita Hebe —exclamó Grantey, tratando de ponerse en pie.
—Iré yo. Cójala —dijo Margaret, poniendo a Emma en su regazo, deprisa pero con delicadeza. Luego, cruzó corriendo el vestíbulo.
—¿Diga?
—¿Es el 00 078 de Highgate? No cuelgue, por favor. Alguien quiere hablar con ustedes desde Martlefield.
Hubo una pausa y una voz dijo:
—¿Es el 00 078 de Highgate? ¿La residencia del señor Challis? Lady Challis al habla. ¿Están todos bien?
—Los niños sí, pero Lamb Cottage ha sufrido daños —respondió Margaret en voz alta y calmada.
—¡Ay, por Dios! ¿Daños serios?
—Me temo que no lo sé.
—¿Y Hebe y Alex están bien?
—Lo ignoro, lady Challis —respondió Margaret con el corazón acelerado—. Todavía no han vuelto del teatro.
—Ah, sí, lo había olvidado… ¿Y cómo han llegado los niños a Highgate? ¿Y, ya que estamos, quién es usted?
—Soy Margaret Steggles, una… la amiga de Zita. La señora Grant se encontraba con los niños en el refugio cuando una bomba cayó justo enfrente y Cortway fue a recogerlos en el coche.
—¿Están muy asustados los pobrecitos?
—No, parece que no. —La voz de Margaret dibujó una sonrisa al contemplar por encima del hombro al grupo reunido junto a la chimenea—. Barnabas se ha portado de maravilla y Emma está pidiendo chocolate. Jeremy está dormido.
—¡Cho-co-a-te! —musitó Emma desde el regazo de Grantey.
—¡Gracias a Dios! —se alegró lady Challis—. ¿Y cómo está mi pobre Grantey?
—Parece… parece bastante cansada, pero… —Margaret vaciló. Sin embargo, al girarse hacia ella vio que meneaba la cabeza reiteradamente—, pero creo que se encuentra bien.
—Eso quiere decir que su corazón se ha resentido, y no me extraña —replicó lady Challis—. De acuerdo, eso es todo lo que quería saber. Ahora colgaré, pero transmítales a todos mi cariño. Y si Hebe y Alex están bien, que no me llamen. Las malas noticias vuelan. —Y colgó.
Margaret regresó con los demás y volvió a agarrar a Emma y a colocarla en su regazo.
—Espero que no le haya dado a su señoría la idea de que me pasa algo malo —le advirtió Grantey, con un toque de su habitual rudeza—. Ya hay bastante por lo que preocuparse aquí… Cuando pienso en que todas las cosas de la señorita Hebe están hechas añicos ahora…
—¡Nico! —exclamó de pronto Barnabas, y rompió a llorar—. ¡Oh, pobre Nico! ¡Me lo he dejado allí!
—Es su mono de peluche —explicó Grantey, que lo miró preocupada—. Anímate, cielito. Estoy segura de que Nico está bien. Mañana Grantey irá a por él y te lo traerá.
—¡Nico! ¡Nico! ¡Quiero a Nico!
Margaret se acercó al fuego con Emma y se sentó en la alfombra.
—Mira, Barnabas —estaba empezando a decir para convencerlo cuando de pronto se oyeron unas voces y a alguien que intentaba abrir la puerta principal. A punto estuvo de perder el equilibrio cuando Hebe le arrebató a Emma de los brazos y la cubrió de besos; los ojos de la madre, que parecían negros en la palidez extrema de su cara, oscilaron de Jeremy a Barnabas, como para asegurarse de que ambos estaban también a salvo.
—¡Mami, mami! —gritó Barnabas, dando traspiés, ocasión que Jeremy aprovechó para despertarse y empezar a llorar. Alexander, que había entrado justo detrás de Hebe, parecía bastante más sucio y cansado que su mujer; no llevaba sombrero y su abrigo estaba abierto y dejaba entrever sus ropas de gala. Miraba fijamente a los niños como si estuviera perplejo.
—Creíamos que nunca llegaríamos. —Hebe suspiró hondo, se sentó en la alfombra delante de la chimenea, puso a la sonriente Emma en la falda desplegada de su vestido y acunó a Jeremy en sus brazos—. Intentamos llamar al cottage desde el teatro, pero no pudimos; y también nos fue imposible coger un taxi, aunque habríamos pagado lo que hiciera falta por uno, así que tuvimos que tomar el metro: iba atestado y el ambiente estaba cargadísimo. En fin —le espetó a Margaret—: cuéntanos. El cottage se ha derrumbado del todo, ¿no?
Margaret comenzó a hablar. Se sentía un poco violenta; se había retirado a un rincón oscuro confiando en pasar desapercibida.
—No, no lo creo… —dijo, dubitativa—. Me parece que la bomba cayó en el Black Bear. Cortway dijo que lo único que había sufrido verdaderos daños era la fachada delantera.
—Estoy pensando en Los buscadores de metralla —murmuró Alexander, que se había sentado en la alfombra junto a Hebe.
—La fachada principal ha desaparecido, señor —declaró Cortway triunfante, acercándose con una bandeja cargada de tazas de café y de sándwiches. Zita le pisaba los talones portando otra bandeja—. No pude ver mucho por el polvo y porque esos malditos (le ruego que me disculpe, señorita Hebe, por mi lenguaje), esos malditos vigilantes no hacían más que decirme que me marchara. Pero antes de irme me pareció que el salón y el cuarto de los niños habían volado por los aires. ¡Buena la han hecho! —concluyó con voz profunda y posó la bandeja de manera un tanto brusca sobre la mesa.
—Si han volado por los aires, Los buscadores de metralla también lo habrá hecho.
—No sabría decirle, señor. Todas las ventanas han estallado, de eso puede estar seguro.
—Y todos cristales habrán ido al cuadro, como si lo viera —dijo Zita, abatida—. Obra maestra suya… arruinada, señor Niland.
Alexander la miró desconsolado.
—Siéntate, siéntate, por el amor de Dios —se impacientó Hebe, y le alargó un sándwich a su marido—. Seguro que no le ha pasado nada; lo guardé en el armario antes de salir. Siempre lo hago…
Alexander se arrodilló y abrazó a su esposa y a Jeremy, a quien su madre sostenía ahora con un solo brazo.
—Eres un encanto, cariño mío. Muchísimas gracias —dijo, cogiendo el sándwich que ella le ofrecía.
—Sí, bueno, no te pongas tan nervioso —insistió Hebe, devolviéndole el beso que él le daba y cogiendo otro emparedado—. Anda, come algo. Toma. —Le ofreció el plato a Margaret empujándolo con su zapato de raso. Margaret rio nerviosa y se excusó con que tenía que volver a casa, pero como nadie se dio cuenta y en realidad deseaba tanto quedarse, aceptó el panecillo y se lo comió en su oscuro rincón, mirando de vez en cuando a Hebe rodeada de sus hijos. Resolvió que podía ser un poco ruda y coqueta, pero no cabía duda de que los quería con toda su alma.
—¿Sirvo ya? —preguntó Zita, arrodillándose entre las bandejas y los niños delante del fuego.
Hebe asintió. Se frotó los pies uno con otro para quitarse los zapatos. Barnabas estaba sentado entre las rodillas de su padre comiéndose un trozo de carne marca Spam[51] que había sacado de un sándwich.
—Nunca me había quedado levantado hasta tan tarde —dijo orgulloso—. ¿Qué hora es, Grantey?
—Van a dar las diez. Estarás rendido por la mañana —dijo con resignación, pero parecía menos cansada y había recobrado el color.
—Cho-co-a-te —imploró la dulce Emma, abriendo los brazos.
—Ahora, ahora tendrás —respondió Zita, sonriéndole y dándole una galleta. Se hizo el silencio y todos se mantuvieron ocupados sorbiendo y masticando. Nadie se mostraba muy inclinado a hablar de la obra que acababan de ver, y Margaret, que momentos antes estaba ansiosa por comentarla con Zita, se sintió de pronto tan agotada que lo único que deseó era irse a casa y meterse en la cama. Con todo, se preguntaba qué tal estaría yendo la fiesta de los Challis en el Savoy. Se dirigió a Zita con disimulo:
—Espero que el señor y la señora Challis se encuentren bien.
—Ah, sí, no hay bomba en el mundo que se atreva a caerle a papá encima —respondió Hebe, indicando a Alexander que se llevara a Emma de nuevo a la silla en la que antes había estado acostada, pues se había quedado dormida—. ¡Sobre todo en su noche de estreno! Mira, Jeremy también se ha dormido. ¿A que es adorable?
—Subiré a preparar las camas —resolvió Zita, levantándose.
—Que Alex duerma en la Habitación Melocotón con los críos —dispuso Hebe—. Estoy muerta, esta noche necesito descansar. No te importa, ¿verdad, cariño? —preguntó a su marido, que negó con la cabeza.
—Yo misma me llevaré a Jeremy, señorita Hebe —se ofreció Grantey, que ya empezaba a incorporarse—. La cuna está en el primer altillo. Douglas, bájala a mi habitación, ¿quieres? Iré en seguida.
—¿Puedo ayudar? —preguntó Margaret, también levantándose.
—¡Espero eso! —le espetó Zita, con aquella risa que venía a decir que estaba enfadada—. Hay mucho que hacer y todos cansados estamos.
Cuando seguía a Zita por el vestíbulo, oyó que Hebe murmuraba:
—Supongo que esto significa que deberemos acampar aquí al menos durante la próxima semana. ¡Qué aburrimiento!
Margaret no abandonó Westwood hasta dos horas más tarde, después de comprobar que todas las camas estaban hechas y los niños durmiendo. El único acontecimiento emocionante de la última parte de la noche había sido una llamada telefónica que los Challis habían hecho desde el Savoy para comprobar que todo estaba bien. Por lo que había podido deducir, la señora Challis (que no el señor Challis) estaba bastante alarmada ante la imposibilidad de contactar con ellos e iba a volver a casa de inmediato. (La propia Margaret había telefoneado a su madre mientras Zita y ella aguardaban en la estación del metro para decirle que no la esperase levantada).
La luna menguante se iba elevando sobre el horizonte a medida que descendía la colina a paso veloz. Empezaba a respirarse en el aire aquella hermosa sensación, que llega a su punto más álgido en verano, de que la noche no es más que una prolongación del día, y de que solo ahora las bellezas ocultas se hacen visibles a nuestros ojos. No se escuchaba nada, y, aunque en un principio se había esforzado por pensar en Kattë para así tratar de reconsiderar su opinión respecto a la obra, descubrió que las estrellas, la extraña luz de aquella luna poniente y el raudo velo de nubes que se deslizaba por el cielo eran fenómenos tan hermosos que no pudo pensar en otra cosa que no fuera en lo placentero que resultaba dar un paseo nocturno sin más compañía que sus propios pasos.