Capítulo 6
El día siguiente era domingo. Margaret seguía tan impresionada por lo que había visto en Lamb Cottage que estaba deseando pasar el día entero pensando en los acontecimientos de la tarde y en todo lo que Grantey le había contado de los Niland y los Challis durante el camino de vuelta a Highgate. Ahora sabía que a Alexander lo habían herido de gravedad en Dunquerque y que había tenido que dejar el Ejército por invalidez. La decepción que había sufrido al percatarse de su apariencia enfermiza y al captar su conversación desinteresada se tornó en un sentimiento de respeto hacia él como hombre. Debía de haber parecido aún más corriente vestido de uniforme, pensó, sobre todo porque no había llegado a ser siquiera oficial, solo soldado de primera. Se acordó de los cuadros suyos que había visto, enormemente sorprendida por el residuo de belleza que habían dejado en su memoria.
Sin embargo, aquel domingo no tendría ocasión de soñar despierta, ni siquiera del pacífico modo en que suele hacerse cuando una está inmersa en las tareas de la casa, pues la señora Steggles se empeñó en preparar un almuerzo muy elaborado para unos parientes que estaban de paso en Londres y que iban a visitarlos a eso de las doce. Margaret se pasó toda la mañana picando, pelando, escurriendo, estirando, rociando y aderezando, y escuchando la irritante conversación de su madre en la pequeña y caldeada cocina. Por la tarde tampoco tendría ni un minuto de descanso, pues los parientes se quedarían, al menos, durante buena parte de ella, y después tendría que preparar la ropa y los libros para el primer día de colegio.
Sus ensueños sobre Lamb Cottage no eran del todo buenos, ya que estaban cargados de decepción y reproche. No obstante, la fascinación que la casa y sus habitantes seguían ejerciendo en su mente era más fuerte que sus recuerdos sobre la calvicie de Alexander, la ligereza de Hebe, la desagradable expresión de Lev o la mala educación de Barnabas. En cambio, le parecían muy de agradecer la cortesía de Earl y la cordialidad de Grantey.
No pudo quitarse de la cabeza en toda la mañana la idea de que no se le presentaría ninguna otra ocasión para continuar la relación con los Niland, y mucho menos con los Challis. Por increíble que le pareciera, aquella tarde había quedado atrás, «era agua pasada», como habría dicho alguno de los amigos de Hilda, y no había nada que pudiera hacer al respecto, excepto, tal vez, enviarle a Grantey una tarjeta por Navidad preguntándole: «¿Cómo va la cartilla de racionamiento?». Aunque aquello resultaría forzado y atrevido, y seguro que Grantey lo desaprobaría.
Era cierto que, al separarse junto a las verjas de hierro de Westwood (la casa parecía invisible en la oscuridad), Grantey había dicho algo como «Venga a tomar el té conmigo uno de estos días», pero Margaret era consciente de que eso no era una invitación en toda regla. Sin duda, Grantey estaba al tanto de que la mayoría de la gente —incluso en aquellos días en que todo el mundo estaba tan ocupado y tenía tan poco tiempo para la vida social— se desviviría por conocer a los Niland de Lamb Cottage y a los Challis de Westwood, y ella era la típica sirvienta que llevaba mucho tiempo en la casa y que se sentiría celosa de la privacidad y la exclusividad de la familia a la que servía. No iría haciendo invitaciones así como así, ni siquiera a tomar el té en la cocina.
El disgusto de Margaret se vio acrecentado por la sensación de que había tenido una excelente oportunidad de conocer a ambas familias y, además, con una buena excusa, y que la había desperdiciado. Creía que no tenía nada que ofrecer a la señora Niland ni a su marido ni a aquel soldado al que llamaban Lev. No sabía hablar con ligereza y animación (aunque tampoco es que ellos lo hubieran hecho). No tenía desenvoltura. Se lo tomaba todo demasiado en serio: el Arte, el Amor, el Mundo, la Guerra y todo. Earl era el único de todos ellos con el que tenía algo en común (aunque sospechaba que en realidad él se sentía atraído por la señora Niland, quien, probablemente, le diera alas). Hasta Grantey mostraba una actitud controladora y familiar hacia ella, que, aunque resultaba reconfortante, la agobiaba y le hacía sentir que estaba haciendo una montaña de un grano de arena.
Mientras fregaba los platos del almuerzo, estuvo pensando en lo absurdo que era suponer que la señora Niland pudiera volver a invitarla a su casa, pues de ahora en adelante la tomarían por una amiga de Grantey. Grantey era quien le había pedido que se quedara a tomar el té; Grantey la había acompañado a casa y, claro estaba, la relegarían a la clase social de Grantey. «Aunque, pensándolo bien —reflexionó, retirándose un mechón de pelo de su sudorosa frente y llevando el carrito de los platos al comedor—, la señora Niland me invitó a tomar aquel jerez con ellos y, si les resulté interesante, no creo que les importara un comino que fuera amiga de Grantey. No sé qué más serán, pero esnobs, desde luego, no».
Por supuesto, su madre le había preguntado por qué había llegado a casa tan tarde y tuvo que admitir que había ido a devolver una cartilla de racionamiento que tenía en su poder desde hacía casi un mes y de la que se había olvidado por completo. Le contó su aventura doméstica en Lamb Cottage de modo que sonara mucho menos interesante de lo que le había resultado a ella y, en cuanto la señora Steggles se enteró de que el señor Niland era artista, le pareció oportuno zanjar el asunto con unas cuantas bromas sobre los gustos de Margaret.
Esta omitió el hecho de que dos jóvenes soldados habían estado presentes para que su madre no pensara mal y, con el ajetreo de la cena, la señora Steggles se olvidó del asunto en menos que canta un gallo.
Lo que restaba de domingo pasó sin pena ni gloria, aunque anduvieron bastante ocupadas, y la obsesión de Margaret hacia los Niland fue disminuyendo a medida que los preparativos para el día siguiente comenzaron a acaparar toda su atención. Un artículo que leyó por casualidad en el diario del domingo le hizo pensar en la inmensa suerte que tenía de ser maestra, lo que le proporcionaba cierto control sobre su propia vida y algo de tiempo libre para darse algún que otro capricho. Si hubiera tenido una de esas profesiones no reservadas para las mujeres, la habrían llamado inmediatamente para trabajar en una fábrica aeronáutica o en una oficina gubernamental, como le había ocurrido a Hilda (y no es que a Hilda le importase realmente estar en la Oficina de Alimentos, pues lo único que podía oscurecer su existencia era «que la mandaran al A. T. S[9]. a las órdenes de un montón de arpías». Así pues, comparada con el A. T. S., la Oficina de Alimentos era un auténtico paraíso). Margaret se fue a la cama aquella noche dando gracias por ser todavía una mujer relativamente libre y se sintió un poco avergonzada por su anterior descontento.
Unas semanas después, Hilda estaba sentada una tarde en su escritorio de la Oficina de Alimentos atendiendo a una tímida mujercilla que sugería, más que pedía, que les hicieran unos cupones de racionamiento de urgencia a ella y a su hijo pequeño, pues tenían que trasladarse a Cheam durante una semana.
—Entonces son para ustedes dos, ¿no? —dijo Hilda, dirigiéndose a la mujercilla con una sonrisa radiante y alegre—. ¿Cuánto tiempo van a estar allí?
—Creemos que una semana —dijo la mujer, fijando con nerviosismo sus enormes ojos claros en Hilda—. Si fuera por mí, no iríamos, pero es que mi Derek tiene un terrible resfriado que no se le cura y la comida ya no es lo que era, por mucho que ustedes digan (no es que usted tenga la culpa, querida). Mi hermana dice que podemos quedarnos en su casa una semana.
—¿Y cuándo tienen pensado ir? —preguntó Hilda haciendo gala de una enorme paciencia, mientras apoyaba sobre la mesa el brazo, que, con la ceñida manga del jersey celeste, parecía un jarrón redondeado, y contemplando a la mujer con la cabeza ladeada. La señorita Potts, que estaba ocupada con las solicitudes de leche extra, reprimió una repentina risita. Faltaba poco para que acabase la jornada, y las trabajadoras temporales del Gobierno de Su Majestad tenían ganas de relajarse un poco.
—El jueves que viene —contestó la mujer, asintiendo animada como si acabara de tomar la decisión.
—El día 21 —dijo Hilda con entusiasmo—. ¿Y cuándo tiene pensado volver?
—El jueves siguiente —sonrió la señora, volviendo a asentir.
—Entonces le daré cupones del 21 al 28 —respondió Hilda—. ¿Ha traído las cartillas?
La mujer se las tendió de mala gana.
—Me temo que están bastante sucias —se excusó.
—¡Oh, no pasa nada! —exclamó Hilda con ligereza mientras garabateaba algo y las sellaba—. Tendría que ver algunas de las que nos traen.
La mujer se quedó observándola durante unos instantes y luego dijo:
—¿Sabe? Creo que no debería ir… Preguntarán si el viaje es realmente necesario…
—Yo que usted no me preocuparía… Un descanso le vendrá bien —contestó Hilda en tono tranquilizador, alargándole las cartillas—. Es su deber mantener el ánimo. Adiós.
—Adiós, querida, y muchas gracias por todo —dijo la señora, y salió a toda prisa. Era la última de la cola y, por el momento, no había más personas esperando.
—Lady Woolton[10], esa soy yo —dijo Hilda, reclinándose hacia atrás con un bostezo—. ¿Qué hora es? Ay, qué bien.
La División de Alimentos estaba situada en la enorme sala de juntas del ayuntamiento. La calefacción mantenía el lugar muy caldeado, y las espaciosas ventanas siempre se hallaban tapadas, por lo que las oficiales debían trabajar con luz eléctrica. Por detrás de las chicas y mujeres de los mostradores, se veía el espectáculo (alentador o deprimente según el concepto que el espectador tuviera de la burocracia) de montañas y montañas de archivos que colmaban las paredes; carpetas atestadas de solicitudes, información y correspondencia mantenida durante los años de guerra; registros de cambio de dirección y de los litros de leche consumidos por mujeres embarazadas por aquel entonces, cuyos hijos debían de tener ahora cuatro años; datos sobre el zumo de naranja, los cupones de urgencia para permisos cortos y el pienso más equilibrado para los avicultores domésticos; en definitiva, toda la documentación pertinente de esa vasta, incómoda y, contra todo pronóstico, exitosa organización denominada Racionamiento.
Veinte minutos después, Hilda se encontraba de pie en un vagón de metro abarrotado, de camino a casa. Ningún caballero ofrecía su asiento a ninguna dama. Los caballeros estaban todos demasiado apretujados para moverse y las damas tampoco habrían podido aceptar el ofrecimiento porque estaban igual de apretujadas. A pesar del cansancio, reinaba el buen humor y, cuando el tren se detenía en alguna parada y la gente subía y bajaba a empellones, todo el mundo reía. Tal vez se tomaran las cosas de buen grado porque allí abajo hacía un calor agradable y las luces brillaban. Pero, sobre sus cabezas, las personas que tenían que viajar en los autobuses aquella noche de diciembre, tan cruda y tan neblinosa, se lanzaban todo tipo de improperios y, en ocasiones, hasta llegaban a las manos.
Hilda estaba estrujada entre un soldado americano y un hombre mayor que apestaba a cerveza. Por fortuna para ambos, Hilda y el soldado habían quedado frente a frente y, cada vez que el tren daba una sacudida, las pestañas de Hilda se movían majestuosas, sus ojos azules se encontraban con los del muchacho y los dos sonreían. Lo único que el anciano veía era la parte trasera de sus esbeltos hombros enfundados en un abrigo gris y una melena ordenada de rizos rubios que olían a champú. Sin embargo, el hombre apestaba tanto a cerveza que no llegaba a percibir este delicado aroma. Tampoco le interesaba mucho la rubia melena, y lo único que deseaba era llegar a casa y quitarse las botas.
Todos aquellos olores y la horrible sensación de sentirse atrapado en un espacio tan pequeño desagradaban en especial a uno de los viajeros que, como casi todos los demás, iba ya de regreso a casa. Se trataba de un hombre de inusual altura que llevaba un sombrero diplomático negro y que se encontraba justo detrás del soldado de Hilda, con una expresión en su pálido rostro de enorme resignación. Este caballero despreciaba a la raza humana y solo volvía a casa en metro desde Whitehall porque su Daimler estaba averiado y porque no había sido capaz de persuadir a ningún taxista para que lo acercara a Highgate con aquella niebla cada vez más espesa.
No obstante, de pronto vio una cara que no le molestaba en absoluto. Incluso que podía mirar con placer. Tenía ante sí un rostro de delicada belleza aquilina con unos ojos brillantes de color aguamarina. Los rizos claros y el abrigo gris constituían el marco perfecto para su vivacidad, y había también —pues el caballero era bastante quisquilloso en estas cuestiones— una pulcritud en los guantes ajustados y en el enorme bolso de mano que lo atrajo sin remedio.
Contra todo pronóstico, el caballero en cuestión llevaba mucho tiempo esperando poder tener una aventura con alguien que no terminara por convertirse en una persona irritante, irascible y desordenada en cuanto salieran a relucir las peores pasiones humanas. Mantenía la esperanza de encontrar alguna vez a una mujer (o a una joven, le daba igual) que supiera manejar la relación como si estuvieran bailando un minueto o tocando en un cuarteto de cuerda. Una joven que apreciara el diminuendo y el largo, por así decirlo, con la misma amable comprensión con que apreciaría el presto y la appassionata. Hasta el momento, su búsqueda había resultado infructuosa y, por supuesto, solo un muchacho de veinte años se lanzaría a un romance con una chica a la que acabara de conocer en el metro. «¡Pero qué ojos de ninfa! Cómo me gustaría transformar en templanza esa frialdad que emanan (aunque tampoco demasiado o todo se complicaría y se echaría a perder)».
El anciano que apestaba a cerveza dio un fuerte pisotón al caballero en su intento de abrirse camino hasta la puerta entre los apretujados pasajeros, y este contrajo la cara. Fue al abrir los ojos, que había cerrado en el acceso de dolor, cuando se encontró con los de Hilda, que se estaba riendo, y le devolvió la sonrisa.
Era una sonrisa educada, sencilla, humana y amistosa (de eso no le cabía la menor duda), y no escondía ninguna muestra de ansiedad o irritación. Encontraba delicioso sonreír a semejante ninfa, que no llevaba sombrero, como casi todas las mujeres en los últimos tiempos, y que irradiaba juventud, y se preguntó si se bajaría, como él, en la siguiente parada, mientras rezaba en silencio para que así fuera. Estuvo a punto de preguntárselo.
Se montaron juntos en las escaleras mecánicas. El caballero, en contra de su tendencia natural a quedarse quieto, se vio obligado a subirlas a pie porque Hilda caminaba bastante deprisa por delante de él. Pasaron al revisor casi a la par, y ambos se apresuraron a subir la rampa que conducía finalmente a la salida. Cuando la alcanzaron, Hilda se detuvo y se puso a rebuscar en su bolso. Más allá de la tenue luz que iluminaba la entrada, solo había una oscuridad impenetrable. El aire estaba cargado de una espesa niebla que flotaba en visibles espirales justo delante de aquellas suaves luces. El caballero también se detuvo y entonces sacó de su maletín una estupenda linterna. La encendió y comprobó que funcionaba correctamente. La gente se agolpaba en la entrada para quejarse consternada por la espesa niebla que se había posado sobre Londres durante el tiempo que todos ellos habían pasado en el tren procedente de la City, y que parecía tener la densidad amortiguadora de una típica sopa de guisantes secos[11].
El caballero pudo oír cómo Hilda lanzaba una exclamación de enfado porque no le funcionaba la linterna. Así que aguardó, felicitándose por su suerte, escondido en la retaguardia. Se sentía emocionado y lleno de esperanza. El verdadero corazón romántico siempre se mantiene joven y sigue contagiando su fervor a los demás miembros del cuerpo mucho después de que su dueño haya alcanzado lo que para la mayoría de la gente constituye la madurez.
Al fin, Hilda se encogió de hombros y se sumergió en la oscuridad. El caballero la siguió. La gente apuntaba con sus linternas a diestro y siniestro, pero solo podían llegar a alumbrar con relativo éxito parte de la resbaladiza acera, pues la niebla era tan espesa que ninguna luz podía penetrarla más allá de unas pocas pulgadas. Hilda se adelantó con confianza, tratando de abrirse paso entre las luces de las linternas de los demás, pero, de repente, dio un grito y se tambaleó peligrosamente, ya que no alcanzó a ver el filo del bordillo.
El caballero acudió en su ayuda en apenas un instante.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó, con tono sincero, mientras la agarraba del brazo y encendía su linterna.
—Sí, gracias, no he visto el bordillo —contestó ella, frotándose el pie—. Se me ha estropeado la linterna. Qué momento tan poco oportuno.
—La Providencia me ha enviado expresamente para escoltarla —respondió él entonces, volviendo a utilizar aquel tono suyo enigmático y burlón con el que solía dirigirse a las jovencitas—. Como ve, mi linterna sí funciona a la perfección. —Alumbró sus pies, y observó satisfecho que eran bonitos.
—Sí, es un reflector en miniatura —asintió Hilda, aún con la mano en el tobillo. Él creyó conveniente relajar la presión de su brazo—. ¡Qué suerte tiene!
—Mucha —contestó muy serio, pero aderezando su voz con una sonrisa—. No creerá que esto es una mera casualidad. Estábamos destinados a encontrarnos.
—Habla usted como Lyndoe[12] —suspiró Hilda, enderezándose—. Bueno, ya que tiene linterna y quiere escoltarme… ¿Vive cerca de aquí? No quisiera que tuviera que desviarse de su camino por mi culpa.
Él rio.
—No vivo en ninguna parte. Cuando me asegure de que entra usted a salvo en su casa, me perderé en la niebla y nunca más me volverá a ver.
—Bueno, tampoco es que pueda verlo ahora, pero no importa. Usted tiene una linterna y yo no, y tengo que llegar a mi casa de alguna manera, así que me arriesgaré.
—Le aseguro que soy respetable —dijo él en tono guasón.
—¿Qué va a decir usted? En fin, por aquí. ¿Sabe adónde vamos? Tengo que llegar a Alderney Gardens. Está al final de Simpson’s Lane.
—No tengo el placer de conocer Alderney Gardens, pero sí Simpson’s Lane. La llevaré allí y, cuando lleguemos, seguro que encontramos el camino hasta su casa.
—Eso espero —vaciló Hilda—. Esto es horrible. A mi madre va a darle un soponcio.
—Ah, pero tiene madre…
—¡Claro que tengo madre! O por lo menos la tenía cuando salí de casa esta mañana. Supongo que, en caso contrario, me habrían avisado. ¿A qué demonios viene ese comentario?
—Es por sus ojos. Le hacen pensar a uno que podría usted ser hija de Tetis.
—A saber quién es esa. ¡Ay, cielos! ¡Otra vez! —Volvió a tropezarse y se agarró a él.
—No tenga reparos en agarrarse a mi brazo.
—En realidad sí que los tengo, pero supongo que no me queda más remedio. —Y entrelazó su brazo firme y juvenil con el de él.
El corazón del hombre se aceleró y se hizo el silencio durante unos instantes. Este apuntaba con la linterna a todas las casas para asegurarse de que iban por buen camino. A veces pasaban por debajo de una farola, pero su tenue luz quedaba oculta entre la niebla que flotaba sobre sus cabezas. Al fin, tosió y dijo:
—¿No quiere saber quién era Tetis?
—Lo estoy deseando.
—Era una diosa del mar —explicó él, frunciendo un poco el ceño.
—Estamos ya cerca, ¿no? —Hilda tosió.
—Hemos recorrido más o menos la mitad de Simpson’s Lane. —Alumbró con la linterna unas verjas de hierro forjado que había incrustadas en un viejo muro de ladrillo. La luz desveló el nombre de la casa: Westwood.
—Gracias a Dios —volvió a suspirar Hilda—. Ya queda poco. Quiero decir que espero no haberlo desviado mucho de su camino.
—Aún no lo sé.
—¿No cree que es un poco pronto para decir esas cosas?
—No sé si me ha desviado mucho de mi camino. Solo sé que mis pies se han dejado guiar por una senda encantada y misteriosa.
Hilda estaba empezando a molestarse. No estaba acostumbrada a este tipo de conversación, y poco le importaban Tetis y aquellas historias sobre sendas encantadas.
—¿Trabaja usted en la BBC? —le espetó.
—¡Cielo santo, no! —exclamó él, estremeciéndose—. ¿Por qué lo pregunta, señorita curiosa?
—Habla usted como uno de los locutores de la BBC. Creo que se llama Robert Robinson. Parece usted un locutor —añadió con frialdad.
—No —respondió él tras una pausa—. No. No tengo nada que ver con esa institución que pervierte el gusto y moldea la opinión de las masas. No sé si reconocería mi nombre si se lo dijera.
—No, no lo creo, pero sería divertido si lo hiciera, ¿verdad? ¿Me da tres oportunidades?
Sabía que se encontraban casi al final de Simpson’s Lane y que en breve llegaría a su casa, por lo que, de repente, se sintió de mejor humor.
—Por supuesto, Primavera.
«A ver, qué nombres tenemos esta noche por ahí», pensó Hilda.
Y dijo en voz alta:
—¿Archibald Screwy?
Él no estaba lo bastante familiarizado con el argot para darse cuenta de su descaro[13], pero negó con la cabeza.
—Frío, frío.
—¿Freddie Grisewood[14]?
—No.
—¿El doctor Goebbels? No, usted no cojea. Me rindo.
Cruzaron la calle en silencio. Él levantó la linterna para enfocar una pared y vio las palabras «Alderney Gardens».
—Supongo que no será usted Frank Phillips[15] —dijo Hilda. Vivo en el número catorce.
—Me gustaría que me recordara como Marco —le sugirió de pronto.
—Como prefiera. Lo siento mucho, lo he desviado varias millas de su camino. Ha sido muy amable. Marco, ¿qué más?
—Ha sido un auténtico placer.
—Marco, ¿qué más? —repitió Hilda.
—Marco a secas. O Marco Antonio, si lo prefiere.
Hilda sacudió la cabeza.
—En fin, la vida es demasiado corta. Bueno, Marco, pues ya hemos llegado. Muchas gracias por el paseo. Si no llega a ser por usted, aún estaría en Highgate Station.
Él se la quedó mirando, con el sombrero en la mano.
—¿Podría volver a verla algún día? —le preguntó sin rodeos—. Diga que sí, por favor.
Hilda se detuvo, apoyando una mano en la verja, y dijo sin miramientos:
—Marco, si me viera con todos los chicos que me lo proponen nunca iría al trabajo ni tendría tiempo para comer ni para hacerme la permanente, así que si está buscando novia será mejor que se olvide de mí, porque si hay algo que me sobra en la vida, se lo aseguro, son pretendientes. Sin embargo, gracias por sugerirlo. ¿No está casado? —concluyó, rotunda.
Él negó con la cabeza.
—Ah, creía que lo estaba. Tiene pinta.
Puso cara de dolor.
—Bueno, ¿al menos me dirá su nombre? —preguntó.
—Con mucho gusto: Hilda Wilson.
Él volvió a menear la cabeza.
—Preferiría llamarla Dafne.
—Sí, no lo dudo, pero lo cierto es que me llamo Hilda, como la única hermana de mi madre. Coincido con usted en que es un nombre espantoso, pero ya me he acostumbrado a él. Ande, váyase a casa, Marco. Buenas noches y gracias de nuevo. —Se despidió alegremente con la mano y cerró la cancela, al tiempo que él se colocaba el sombrero y se marchaba.
De pronto, pasando por alto el apagón, se abrió la puerta principal y una mujer se quedó escudriñando la niebla, con el rostro visiblemente angustiado.
—¿Hilda? ¿Eres tú? Por Dios, nos tenías muy preocupados. Papá se estaba poniendo los zapatos para ir a buscarte con la linterna de inmediato. Pensamos que la tuya podría haberse averiado. ¡Qué horror!
—No pasa nada, madre. Estoy bien. ¿A que no sabes quién me ha acompañado a casa? —Luego, elevando la voz para que pudiera oírla el caballero, que aún estaba a una distancia prudencial, exclamó con júbilo—: ¡Freddie GRISEWOOD! —Y a continuación entró corriendo y cerró la puerta.
—¡Hilda, no seas absurda! —dijo la señora Wilson encantada, ayudándola a quitarse el abrigo—. ¡No pasa nada, papá, ya ha llegado! —gritó—. ¿Has pasado mucho frío, cariño? La chimenea del comedor está encendida y tengo una cena deliciosa esperándote.
Hilda la abrazó.
—Estoy bien, mami querida. Bueno, supongo que no era Freddie Grisewood. Solo un tipo mayor que me encontré en el metro. Un poco chiflado, por cierto, aunque también bastante dulce. Ha hecho todo el camino conmigo.
—¡Qué generoso! —advirtió el señor Wilson con sequedad mientras entraba en el recibidor y contemplaba la cara y los ojos resplandecientes de su hija—. ¡Vaya sacrificio que ha tenido que hacer el pobre! —Le mostró la mejilla y Hilda le estampó un beso—. Ted Russell acaba de llamarte, Hildie. Tiene dos días de permiso y se pasará después de la cena.
—¡Ay, qué bien! —se entusiasmó Hilda, que siguió a su padre hasta el comedor, riendo—. No, no creo que estuviera intentando pasarse de la raya. Me parece que el pobrecito se encontraba solo.