Capítulo 29

El señor Challis se levantó y esperó a que se le acercaran. Se había puesto pálido, pero, tras la mirada de asombro y rabia que les había lanzado a sus nietos, recuperó de inmediato el control de sí mismo e incluso logró esbozar una sonrisa.

—¡Pero bueno! ¡Esto sí que es una sorpresa! —dijo con la sonrisa petrificada en los labios—. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Y Emma también? —continuó preguntando, girándose hacia la pequeña, que había llegado ahora al trote, y permanecía observándolo en silencio.

—Margaret y Earl nos han traído. ¿Sabías que veníamos? —le preguntó Barnabas.

—Algo me habían comentado, sí —le contestó el señor Challis, y se armó de valor para echar un vistazo a Hilda, cuya mirada pasaba de Barnabas a Emma y luego se posaba en Margaret y Earl, que venían hacia ellos por el césped. Su cara reflejó perplejidad, diversión e interés por los niños, y después asombro absoluto al reconocer a Margaret. Se puso en pie de un salto.

—¡Hey, mira quién está aquí! —gritó, haciéndole señas con la mano—. ¡Mutt, soy yo!

—Hola, Hilda —le respondió Margaret, que también había empalidecido, incluso más que el señor Challis. Ella no fue capaz de lograr el mismo autocontrol, pero al menos consiguió sonreír—. No sabía que conocías al señor Challis… Vaya sorpresa, ¿verdad? —concluyó vacilante, y luego, girándose hacia Earl, que estaba mirando a Hilda con sorpresiva admiración, dijo—: Este es Earl Swinger, Hilda. Earl, esta es Hilda Wilson, mi mejor amiga.

Más tarde se dio cuenta de que no sabía bien por qué había dicho justamente eso. Tal vez fuese una súplica desesperada dirigida a Hilda para que se quedara a su lado, para que no la defraudara, para que no se enfadara con ella, para que la consolara en su desconcierto y su dolor. Fuera cual fuese la razón, Hilda respondió al llamamiento. Se dio cuenta de que algo iba mal. El qué, no tenía la menor idea, pero era evidente que Mutt conocía a Marco, y también que conocía al muy impostor por otro nombre. Sintió cómo la indignación iba creciendo en su interior mientras respondía sonriente al saludo ceremonioso de Earl, y se giraba después hacia los niños, cuyos nombres y edades estaba recitando Margaret. De modo que estos eran sus nietos, ¿no? Y ¿cómo era posible que Mutt lo conociera, que ella nunca hubiera sabido que Mutt lo conocía y que la pobre se hubiera llevado la impresión de su vida al verlos sentados juntos en la hierba? Bueno, estaba claro que Marco había dejado caer alguna que otra mentirijilla y que había fingido no estar casado cuando sí lo estaba. Y ese era el tipo de cosas que ella, Hilda, no estaba dispuesta a admitir de ninguna manera. «El muy payaso», pensó cuando se puso a preguntarle a Emma si había visto los patitos.

—¡Mira! ¡Una cesta de té! —exclamó Barnabas con toda la intención, en medio de la pausa que siguió a las presentaciones, durante las cuales Earl dejó que su mirada pasara del pálido señor Challis a la aún más pálida Margaret, y se preguntaba qué demonios estaría ocurriendo allí. Todo el mundo se echó a reír, aliviado porque se hubiera presentado la oportunidad de hacerlo, aunque la risa del señor Challis fue sardónica—. Quiero merendar —dijo Barnabas, alentado por tan festiva recepción—. Todos queremos merendar, ¿verdad, Emma? ¡Di que sí! —le pidió con un feroz susurro y un codazo adicional—. Hemos hecho cola en un sitio, pero, cuando nos tocó, ya se había terminado todo, así que no pudimos comprar nada.

—¡No mirinda! —exclamó Emma de pronto, dibujando una sonrisa radiante que mostraba todos sus dientes de leche.

—No. Pobre hermanita —dijo Earl—. Justo nos estábamos preguntando qué podíamos hacer —añadió, girándose con afable respeto hacia el señor Challis.

¡Ay de aquel hombre famoso y brillante! Iban a comerse la merienda en circunstancias muy diferentes a las que él había soñado. Tenía la dolorosa obligación de invitar a sus nietos, a aquella chica aburrida y a aquel joven más aburrido aún a compartir los emparedados de paté, los panecillos recién hechos y la mermelada casera de membrillo, las galletas de chocolate y las de jengibre, y el termo de té con un delicado toque aromático.

Con todo, fijó una sonrisa en su cara y, sumido en la decepción y la humillación, invitó cortésmente a los recién llegados a compartir su merienda. Estos (los miembros más jóvenes, al menos) aceptaron con ofensiva precipitación, y se dispusieron a empezar sin más ceremonias. No obstante, antes debían ir a lavarse las manos y, por tanto, Margaret y Hilda cogieron cada una a un niño de la mano y pusieron rumbo hacia un edificio medio escondido entre los árboles, con la promesa de reunirse con los caballeros al cabo de diez minutos. (Supondremos que, al dejar que se las apañaran solos, los caballeros se dedicaron a fumar y a intercambiar comentarios acerca del tiempo y del paisaje, aunque la única intención del señor Challis fuera la de adentrarse en la espesura como un animal herido y no volver a salir jamás).

—¡Mutt! —estalló Hilda en cuanto estuvieron seguras de que no las escuchaban—. ¿Qué está pasando? ¡No sabía que conocías a Marco!

—Ese no es Marco. Es el señor Challis.

—¿Tu dramaturgo? ¿El que vive en esa casa grande? ¡Tonterías! Es mi señor Marco. Lo conozco desde hace siglos.

—Bueno, es ambos, eso es todo. —Margaret no tenía ganas de hablar ni de escuchar nada más. La impresión había sido tan grande que se sentía aturdida.

Y está casado —añadió Hilda, haciendo hincapié en sus palabras—. Me dijo que no lo estaba. ¡El muy granuja! Bueno… Tal vez sea viudo.

—No, la señora Challis está viva.

—¿Cómo es?

—Oh, encantadora —contestó Margaret. Y su tono y su mirada aumentaron la indignación de Hilda.

—Conque encantadora, ¿no? Y si tiene una esposa tan «encantadora», ¿por qué se comporta así?

—Así ¿cómo? —preguntó Margaret estremeciéndose y con un hilillo de voz.

—Pues… Teniendo un lío —respondió Hilda vagamente, recordando de repente que Mutt estaba chiflada por este señor Challis-Marco-como-se-llamara. «Pobrecilla, debe de sentirse fatal. Se toma las cosas demasiado a pecho, y solo a ella se le ocurriría enamorarse de ese farsante».

—¿Ha llegado muy lejos? —le preguntó de repente Margaret con una voz tan llena de angustia que Hilda, de forma puramente instintiva, se agachó y mandó a Barnabas, a quien ella llevaba de la mano, a que se fuera con su hermana, diciéndole que ellas volverían en seguida. Barnabas, que aún no había llegado a esa etapa en que empezaría a interesarse por las conversaciones de los adultos, obedeció y se adelantó con la mente puesta en la merienda. Hilda se giró hacia Margaret.

—Mira, Mutt, vamos a aclarar esto. Lo conocí en el metro este otoño. Me dejó su linterna una noche en que hacía una niebla espantosa y, desde entonces, he estado saliendo con él de vez en cuando. ¿Y tú dices que es el señor Challis, el dramaturgo, el que vive en la misma casa que Finkelwink? ¿Cuál es su nombre de pila?

—Gerard. ¿Ha llegado muy lejos?

—Me dijo que se llamaba Marco —masculló Hilda—. No, no ha tenido ocasión. Me ha dado algún que otro beso, pero nada del otro mundo. Ojalá no te tomaras esto así, cielo —añadió afligida.

—He visto que te tenía la mano cogida… Estaba… Esta tarde… Intenté detener a los niños, pero no me dio tiempo.

—Bueno, esta tarde que estaba bastante raro —confesó Hilda—. Quería que me fuera con él a Sudáfrica o a no sé dónde. Habrase visto. Me dejó de piedra. —Miró a su amiga—. Vamos a ver, ¿estás enamorada de él? —le preguntó.

Margaret sacudió la cabeza con furia.

—Oh, no… No es eso… De verdad que no, pero es que lo admiraba tanto… Pensaba que era tan maravilloso, y ahora…

Hilda farfulló algo muy grosero sobre el señor Challis, pero ya habían llegado al pequeño edificio y no podían seguir con la conversación.

Al regresar, quince minutos más tarde, los niños se dirigieron corriendo hacia la cesta de la merienda, mientras ellas dos se fueron aproximando mucho más despacio. Margaret seguía muy pálida, aunque se había refrescado la cara y atusado el pelo, y parecía más ella misma. Hilda ya estaba dispuesta a reírse de la situación.

—No me lo puedo creer —repetía—. Ninguna de nosotras sabía que era él.

—Lo entiendo… Lo de que fuera cariñoso… contigo. Por supuesto, eres muy guapa… —dijo Margaret en voz baja, aunque esto era justo lo que no llegaba a entender. ¿Cómo podía aquel elevado intelecto, aquel espíritu excepcional, frío y a la vez ardiente como el aire abrasador de un volcán, haberse rebajado a Hilda? ¿Qué compatibilidad intelectual podía existir entre ellos? ¿Qué podía haber encontrado en Hilda aquel admirador de la tragedia, aquel amante de la integridad? Margaret sentía que se estaba volviendo loca.

—No tengo nada en contra de que fuera «cariñoso» conmigo… —dijo Hilda—. Lo que me parece horrible es que esté casado y tenga dos nietos. Unos niños tan encantadores… Y encima tú dices que su esposa también es encantadora. ¿Cuántos hijos tiene, por el amor de Dios?

—Tres. Dos hijos y una hija.

—¡Vaya, no es más que un viejo verde! —exclamó Hilda indignada—. ¿Y dices tú que no hace más que escribir cosas «bonitas»? Siempre había creído que tenía algo raro, y mamá y papá también. Pero nunca pensé que fuera tan malo. ¡Ahora mismo rompo con él!

—¡Ay, Hilda, no lo hagas!

—¿Y por qué no? Se merece eso y mucho más.

—Sé que se ha portado mal… Nunca volveré a sentir lo mismo por él… Pero si tú le importas… le hará mucho daño.

—Pues mejor. Así aprenderá a no hacerlo otra vez. ¡Dos nietos! ¡No me lo puedo creer! —Y le entró la risa—. ¡Ay… qué gracia! Dándome la mano y diciéndome lo de llevarme a Sudáfrica, y entonces aparecen esos dos chillando: «¡Abuelo!». ¡Seguro que le entraron ganas de matarlos!

—En realidad, tiene tres nietos —dijo Margaret de mala gana—. Hay un bebé de unos ocho meses.

—Éramos pocos y parió la abuela —dijo Hilda, cuya alegría se había restaurado por completo—. De todas formas, voy a cortar con él. Y luego, si te he visto, no me acuerdo.

El señor Challis, que permanecía en silencio junto a Earl mientras veía cómo se acercaban las dos por el césped, debió de imaginarse, por el aspecto de sus caras, que lo peor de la tarde estaba aún por llegar. Margaret seguía pálida, solemne, y ostentaba una mirada herida y llena de reproches. Hilda mostraba una risa maliciosa aderezada con una pizca de rabia. Earl miró a las jóvenes con interés y sintió cierta compasión por el famoso hombre mayor que tenía al lado. La brillante luz de la primavera resaltaba su pelo plateado y sus arrugas. Y, para Earl, su expresión circunspecta encubría sentimientos muy desagradables. «Estaba teniendo una cita con ella —pensó Earl—, y sus nietos lo han interrumpido. Qué triste que los hombres de su edad no puedan dedicarse a las cosas propias de los mayores».

Durante la siguiente media hora reinó una aparente armonía. Los niños hicieron una fiesta por lo que había para comer, aunque lamentaron que no hubiera más, y los adultos comieron poco para que los niños se hartaran, lo cual resultaba biológicamente sensato, pero gastronómicamente insatisfactorio. Margaret continuó intercambiando comentarios con el señor Challis, pasándole cosas y riéndole las gracias y, poco a poco, su autocontrol se fue restableciendo, de modo que fue capaz de contemplar los acontecimientos de la tarde con algo más de calma.

El sentimiento que prevalecía en ella era el de una decepción incrédula. Aquel hombre no poseía el alma noble y austera que ella había imaginado. Era un alma que adoptaba un nombre falso y que se sentaba en la hierba con guapas jovencitas a las que invitaba a ir a Sudáfrica. Se sentía como si hubiera estado venerando a alguien que no existía. ¿Cómo podía siquiera seguir admirando sus obras cuando estas expresaban una filosofía que él no respetaba en la vida real? No era como si un alma débil que aspirase a algo más las hubiera escrito para expresar una obvia admiración desesperada por la integridad, la tragedia y la fuerza. No. Era como si las hubiera escrito un alma elevada que ya poseyera integridad, sentido trágico y fuerza, y creyera que todos los demás debieran poseerlas también. ¿Qué estaba haciendo olisqueando (sí, olisquear era la palabra que a Margaret le venía a la mente) a gente con anhelos de felicidad tan ordinarios? ¿Qué podía ser más ordinario que querer llevarse a una chica guapa a Sudáfrica? La mayoría de los hombres de a pie lo habría hecho a la menor oportunidad. Sin embargo, pocos hombres de a pie tenían una esposa tan encantadora, unos nietos tan guapos y una casa tan antigua y bonita como el señor Challis.

Le parecía que no solo había sido ordinario, sino extremadamente codicioso.

Margaret se sentía muy dolida y no se atrevía a mirar su cara seria y atractiva, así que se dedicó a atender a los niños.

En cuanto al señor Challis, él apenas se atrevía a posar sus ojos en Hilda, pero, cada vez que lo hacía, se encontraba con una mirada maliciosa dotada de una chispa de ira, y no le cabía la menor duda de que, en cuanto estuvieran a solas, le montaría una escena. Por si eso no fuera ya suficiente, estaba la expresión solemne y llena de reproches de la propia Margaret, y el tipo americano tenía pinta de saberlo todo y de estar pasándoselo en grande. ¡Maldita imprudencia la suya! Bueno, al menos Hilda no iba a tener oportunidad de montar su escenita. Conservaría así la poca dignidad que le quedaba.

De modo que, en cuanto Emma hubo apurado las últimas migajas, se levantó rápidamente y dijo, dirigiéndose a todos en general, pero mirando en especial a Hilda:

—Siento abandonaros tan de improviso, pero acabo de acordarme de un trabajo del Ministerio que debo llevarme a casa para estudiarlo este fin de semana. Si voy ahora, llegaré justo a tiempo, antes de que cierren. Lo siento mucho —añadió en tono amable, sin dejar de mirar a Hilda—, pero sé que te dejo en buenas manos.

—¿Agüelo? —dijo Emma, mirando inquisitivamente a Hilda, junto a la que estaba sentada.

—Sí, abuelo, cielo —repitió Hilda, limpiándole los dedos a la niña—. El pobre abuelito tiene que volver a la oficina. Emma, dile: «Adiós, abuelo». Yo estaré bien, no te preocupes —añadió, sonriendo a Margaret y a Earl—. Vete ya o perderás el autobús. Adiós. —Y, por última vez, estaba seguro, le sonrió.

Se la quedó mirando durante un momento, mientras ella permanecía sentada en la hierba con su vestido azul desplegado a su alrededor. Su belleza todavía le llegaba al corazón. Todavía la deseaba, pero no la volvería a ver jamás. «Sufriré, pero vivimos gracias al sufrimiento —pensó—. Y gracias a mi sufrimiento, crearé».

—Adiós —contestó, y luego se marchó por el césped, atravesando la zona de campanillas marchitas que anunciaban el final de la primavera.

Hilda lo observó mientras se alejaba. Su vanidad herida se mezclaba con otros sentimientos. Había supuesto que se trataba de un soltero rico y respetable, cuya propuesta de matrimonio iba a tener la satisfacción de rechazar algún día. Pero había resultado ser un famoso casado que había intentado llevarla por el mal camino. Sin embargo, no estaba del todo resentida. El sentimiento que predominaba en ella era el de desaprobación por que un hombre con aquellos nietos tan encantadores hubiera querido ir detrás de una chica a la que doblaba la edad.

El resto de la tarde transcurrió muy gratamente para todos excepto para Margaret. Earl y Hilda en seguida congeniaron, y no se volvió a tocar el tema de lo raro que resultaba que estuviera a solas en Kew con el señor Challis. La risa contenida de Hilda contribuía a que el grupo irradiara buen humor, y Margaret hizo todo lo posible para que su dolor no estropeara el buen rato que estaban pasando los demás. La cariñosa muestra de solidaridad de Hilda al menos era un consuelo. Zita era la única persona que no debía descubrir jamás aquella situación. Margaret no podría soportarlo, aunque sabía que esta comprendería sus propios sentimientos por el señor Challis mucho mejor de lo que Hilda lo haría jamás. Pero lo que ella necesitaba no era que la ansiosa Zita comprendiera la adoración que había sentido por aquel hombre a quien ella había tomado por un gran artista. Lo único que podía consolarla en ese instante eran los apretones de brazo y las compungidas risitas de colegiala de Hilda, como lo habían hecho siempre, cuando ya se tomaba las cosas demasiado en serio en la escuela.

Para cuando llegaron a Highgate sobre las seis y media, todos estaban muy cansados de los traqueteos del autobús y de haber tenido que abrirse paso por las calles abarrotadas. Emma iba dormida en brazos de Earl, con la carita apoyada en su hombro caqui, y Barnabas, pálido y agotado, caminaba arrastrando los pies, de la mano de cada una de las chicas. Earl y Emma recibieron muchas miradas sonrientes y murmullos de «¡Qué tierno!», y aunque los comentarios de algunos de los soldados con los que se tropezaron no resultaran tan idílicos, fueron proferidos con buen humor y recibidos de igual modo. Cuando pasó junto a dos Campanillas de Invierno (o Policías Militares)[78], estos miraron hacia otro lado.

Acompañó al grupo hasta la puerta de Westwood y luego, tras dar las gracias a las chicas por hacerle pasar una tarde tan estupenda, se excusó diciendo que tenía una cita. Hilda le dijo a Margaret que lo más seguro era que se pasara a verla después de cenar, y se marchó a toda prisa. Margaret se quedó en el umbral con Barnabas, que casi hacía pucheros de cansancio, y la durmiente Emma, caliente y pesada en sus brazos.

Ach! —exclamó Zita, abriendo la puerta de repente con una radiante sonrisa—. Willkommen! Tengo preparado caldo buenísimo, Barnabas. Y vas ir derechito a bañera. Margaret, ya cojo yo, ya cojo… Estarás cansada.

—Bastante —confesó Margaret mientras le pasaba la carga con un claro gesto de agradecimiento—. Pero lo hemos pasado muy bien —añadió—. Ojalá hubieras venido.

Este era el tipo de cosas que una debía recordar decirle a Zita. De lo contrario, se molestaba. En este caso, fue incluso menos precisa que de costumbre.

—¿Dónde está mami? —preguntó Barnabas.

—Aquí, aquí —saltó Hebe con dulzura, emergiendo en la entrada con el pelo alborotado y un ejemplar del Vogue en las manos. La seguía Alex, que iba comiendo algo—. Pobrecito hijo mío, ¡pero si estás que te caes! No importa. Mami pronto te va a acostar… No vamos a lavar a Emma. Métela en la cama directamente, tal y como está.

Cuando subía con Barnabas de la mano, seguida de Zita, que llevaba a Emma en brazos, sonrió a Margaret por encima del hombro, y le dijo:

—Deberían ponerte una medalla. ¿Te han dado mucha guerra?

—Me ha encantado —contestó entusiasmada la incorregible adoradora de Westwood. Hebe meneó la cabeza como si tal devoción escapara a su entendimiento.

Una vez a solas, Margaret se rezagó durante un momento en el vestíbulo, mirando con nostalgia a su alrededor. La escalera de mármol estaba iluminada por un rayo de sol que entraba a través de los árboles del jardín y que dotaba a la fría piedra blanca de delicados reflejos, como la danza del agua. Las frágiles sillas con forma de arpa o escalera. Los desvaídos colores de las alfombras orientales. El esplendor de un cuadro con una flor que ella ahora sabía con cierta satisfacción que era obra de Matthew Smith[79]… Todo respiraba la misma serenidad y belleza. «Oh, Westwood —pensó—, ¿cómo ha podido traicionarte?».

—¿Me dejarás que pinte tu busto alguna vez? —musitó Alex en tono agradable, saliendo de detrás de un armario.

—Sí, claro —contestó ella de forma automática, tan sorprendida que apenas se percató de lo que estaba diciendo—. Trabajo todo el día. ¿Le vendría bien por la tarde? —siguió diciendo, sin haber terminado de asimilar del todo su pregunta.

—Por supuesto. Mira, te diré lo que vamos a hacer. Ahora mismo no puedo darte una fecha exacta porque la semana que viene la pasaré fuera ultimando los detalles para mi cuadro… Voy a hacer una exposición.

—¡Qué emocionante! —murmuró.

—En Mallock’s, en Leicester Square. Mucho mejor que en Bond Street. Allí la verá más gente. Bueno, la semana siguiente, el día en que se inaugura la exposición, va a haber una fiesta. Y espero que vengas, ¿lo harás?

—Iré si me invita, señor Niland. Aunque no esperaba que lo hiciera.

—Pues claro que sí, Hebe me lo dijo. Quiere que vengas.

—Qué amable. Entonces, iré —contestó, sonriendo también, pero muy débilmente. ¡Si le hubiera hecho esta invitación hace solo un mes… hace solo una semana! Ahora lo único que le producía era dolor.

—De acuerdo entonces. Hablaremos en la fiesta. ¿Quieres uno? —Y le tendió una bolsa de toffees.

—Gracias. ¿Se refiere al cuadro Los buscadores de metralla? —preguntó tímidamente, mientras aceptaba un caramelo. Sin embargo, lo que se estaba preguntando era por qué quería retratarla a ella.

—Sí. ¿Lo has visto?

Margaret meneó la cabeza.

—¡Qué pena! Ahora no lo tengo aquí, si no, te lo enseñaría. La razón por la que quiero pintar tu busto —continuó en tono confidencial— es porque voy a ver si el Gobierno me deja hacer algunos murales en escuelas y en lugares parecidos, incluido el metro, si me lo permiten. Y voy a pintar gente. Del tipo que hacían Canaletto y Brueghel. Gente corriente haciendo cosas corrientes. Pensé que podrías servir para uno. Siempre he querido pintarte, desde el primer día en que te vi.

—¿En serio? —murmuró.

—Sí. ¿Te gustaría que te pagara las tarifas normales de las modelos?

—¡Oh, no! —gritó horrorizada.

—No sé por qué no. Te robaré tiempo.

—Pero será para mí todo un honor, señor Niland.

—Si sigues estando tan verde como ahora —observó Alex, dedicándole una de sus miradas inquietantes—, lo pasarás mal. Lo digo en serio. Venga, deja que te pague. Puedes comprarte algo especial y conservarlo como recuerdo.

—Sí… Bueno, eso estaría bien —admitió—. De acuerdo, ya me dirá en la fiesta cuándo puedo venir. Señor Niland… —Y, entonces, hizo una pausa.

—No seas tan burguesa —dijo, sonriendo de oreja a oreja—. Llámame Alex.

Sin embargo, eso era algo que ella no se veía capaz de hacer.

—¿Estoy verde? —espetó.

—Verde como la hierba —dijo él alegremente. Y le dio una palmadita en la espalda tras abrir la puerta de la calle—. Pero yo he visto la hierba ponerse rosa e incluso púrpura. Será mejor que te vayas ya. Te llamas Margaret, ¿verdad? Intenta llamarte a ti misma Maggie. Adiós. —Y, tras soltar una carcajada, cerró la puerta.

Margaret se dirigió a su casa con paso lento, agradecida por el frescor de la tarde y pensando en él un poco, antes de dejar que sus pensamientos volvieran a entristecerse. No estaba segura de que le gustara. No tenía dignidad, y su actitud era terriblemente burlona —no, tal vez socarrona la definiera mejor—. Además, nunca había imaginado que un genio pudiera ser tan distinto a la idea convencional que se solía tener de lo que era un gran artista. «Está Oliver Goldsmith, por supuesto —pensó vagamente—, “que escribía como un ángel y hablaba como un demonio”[80]. No obstante, me alegra que vaya a dibujar mi busto».

Pero sus pensamientos volvieron tristemente a los acontecimientos de la tarde. Recordaba cada detalle con dolorosa nitidez. Su primer atisbo de la pareja sentada en la hierba. Su sorpresa al reconocerlos. Su dolor e incredulidad cuando vio la mano de él en la de Hilda. La expresión de su cara (¡ay!, eso nunca lo olvidaría). Su vano intento por impedir que los niños, que también lo habían reconocido, corrieran al encuentro de su abuelo. Y, luego, la mirada de rabia que este les había lanzado y que tanto la había impactado.

En ese momento, la desilusión que había estado rondándola (ahora se daba perfecta cuenta) se hizo del todo patente. Llevaba tiempo dudando, muy a su pesar, del valor y la autenticidad de su filosofía, y ahora había visto con sus propios ojos que era como un hombre cualquiera: un marido desleal y un débil admirador de caras bonitas. Podía incluso rebajarse a flirtear utilizando un nombre falso. La verdad era que resultaba vergonzoso, como una de aquellas historias de los periódicos, y eso la asqueaba más que ninguna otra cosa.

No estaba enfadada ni indignada con Hilda. En los breves instantes de privacidad en que habían podido hablar, entendió que la había engañado y que ella no tenía culpa alguna. Solo había querido ser amable con él (¡oh, qué dolor le producía aquel pensamiento!), y lo creía aburrido pero respetable. «¿Cómo iba a resistirse? —pensó la pobre Margaret mientras abría la cancela de su casa—. Supongo que jamás había salido de su escondite, hasta esta misma tarde. ¡Como si estuviera rastreando algo! ¡Qué asco!».

Entonces recordó su intento de parecer digno y de controlar la situación y, de repente, sintió lástima por él, como la habría sentido por cualquier otro ser débil y desdichado. «¡Quién me iba a decir a mí hace ocho meses que podría llegar a sentir lástima por Gerard Challis!», pensó.