Capítulo 13

Margaret y Hilda estuvieron tan ocupadas la semana antes de Navidad, que fue la que siguió a los acontecimientos que acabamos de describir, que no tuvieron ocasión de quedar ni un solo día, y aunque intercambiaron tarjetas, regalos y conversaron al menos una vez por teléfono, no se vieron en persona hasta el día de Nochevieja, con motivo de la fiesta que los Wilson organizaron y a la que invitaron a los Steggles.

La familia de Margaret había pasado unas Navidades de lo más tranquilas, pues su hermano no había obtenido permiso para volver a casa y ellos aún no tenían más amigos en Londres que la señora Piper, que estuvo ocupadísima con los planes navideños de su propia familia, y el amigo periodista del señor Steggles, Dick Fletcher, que tuvo que trabajar la mayor parte de las vacaciones.

Margaret había almorzado con Zita en el Corner House, tal como habían acordado, pero Zita tenía prisa por acudir a la cita con su último novio, con quien pasaría la tarde, y, en medio del bullicio de voces extranjeras del Old Vienna Café, tuvieron casi que hablar a gritos para hacerse entender. Margaret, por su parte, no dijo más que trivialidades y se limitó a escuchar el relato entrecortado de la última conquista de Zita con una sonrisa petrificada en el rostro y algún que otro asentimiento de vez en cuando, lo cual, a su parecer, no estaba sirviendo para afianzar precisamente su amistad.

Le había fabricado a Zita un monederito de fieltro brillante, y de hecho estaba bastante satisfecha con el resultado. Sin embargo, a última hora del día de Nochebuena el cartero llamó a la puerta y le entregó un enorme paquete. Cuando lo abrió vio que había un precioso bolso de seda negra, verde y amarilla. Era de Zita, y había sido confeccionado con toda magnificencia, y con un acabado profesional, de modo que Margaret se sintió un poco avergonzada por su diminuto obsequio.

—¡Oooh! —exclamó Hilda, clavando los ojos en el bolso de Margaret cuando salió al recibidor de su casa en Nochevieja a darle la bienvenida—. ¡Chica! ¿A quién has tenido que cargarte para conseguir eso?

—La refugiada esa de Westwood me lo hizo y me lo regaló por Navidad. Ya sabes, Zita Mandelbaum… Te hablé de ella por teléfono.

—Ni me enteré. Esa noche estaba superatareada. Qué mono es, ¿no? —dijo examinando el forro amarillo.

—Mi madre dice que se le van a notar todas las manchas.

—Muy propio de ella. Oh, perdona. —Y salió corriendo hacia la puerta para recibir a otros invitados—. Sube arriba y deja tus cosas en mi cama, ¿quieres, Mutt? —le dijo por encima del hombro—. ¡Hola, Shirley, hola Pat!

Margaret subió al piso de arriba; su madre ya había dejado su abrigo de piel y su bufanda sobre la cama del señor y la señora Wilson y estaba en el rellano de la escalera sin saber muy bien qué hacer, mirándolo todo con cara de póquer.

—Date prisa —susurró—. No me apetecería tener que bajar sola.

La casita entera estaba decorada con cadenetas de papel escarlata, verde, amarillo y rosa que el señor Wilson había rescatado de las Navidades pasadas. De la lámpara del recibidor colgaba una rama de muérdago, mientras que los pesados marcos dorados de los cuadros estaban decorados con acebo y, por encima de los espejos, había ramilletes de elegante laurel. El aire estaba caldeadísimo y tenía un sustancioso olor a sopa caliente, café y humo de cigarrillo. De abajo llegaba el alegre murmullo de voces y carcajadas. La señora Steggles frunció el ceño.

—¿Estoy bien? —le susurró a Margaret, alisándose el vestido y atusándose el cabello.

—Muy bien, madre.

—Ojalá te hubieras puesto algo más claro —repuso ella lanzando una mirada de descontento al vestido de su hija, cuyo tono oscuro solo se veía interrumpido por el collar dorado y el bolso brillante que le colgaba del hombro—. Queda muy raro que las dos vayamos de negro.

Margaret no dijo nada y se dispusieron a bajar las escaleras. Había aborrecido su ropa de vivos colores desde que viera a la señora Challis, que vestía de oscuro, y su atuendo esta noche era lo más parecido a su estilo que había podido conseguir.

En cuanto pusieron un pie en el recibidor, se sintió incómoda. Odiaba la perspectiva de una larga noche de jarana y aglomeración. Hubo un tiempo, apenas tres meses atrás, en que la sola perspectiva de una fiesta en casa de Hilda le habría quitado el sueño: ansiaba conocer a gente interesante, aunque luego, visto con perspectiva, todo el mundo acababa siendo de lo más insulso. Las personalidades de los demás le causaban casi siempre un fuerte impacto, como a menudo suele ocurrirle a la gente poco ducha en cuestiones sociales. Sin embargo, desde que conociera a los Niland y a los Challis, no sentía otra cosa que irritación y aburrimiento en las fiestas que organizaban Hilda y sus amigos: ¡todo era tan insípido, tan absolutamente falto de elegancia comparado con Westwood!

Abrió una puerta y entró en una habitación pequeña, potentemente iluminada y abarrotada de gente. Dentro el calor era tan sofocante que resultaba desagradable, y había dos grupos de personas, cada uno a un extremo de la estancia, que se retaban entusiasmados al juego del quién es quién.

—¡Nos pedimos a Margaret! —gritó un joven soldado, al parecer el capitán de uno de los equipos—. ¡Necesitamos los mejores cerebros, y Margaret es invencible!

Cuando Margaret se les unió, se oyeron quejas procedentes del corrillo rival. La señora Steggles se quedó parada en el umbral, mirando a su alrededor con una sonrisa que intentaba hacer pasar por agradable pero que no lo era. Al instante apareció la señora Wilson, la agarró del brazo y se la llevó, explicándole entre risas que Margaret la había llevado al departamento equivocado y que los invitados más tranquilos estaban jugando a las cartas en otra habitación. «Como si yo no supiera qué es un comedor —pensó la señora Steggles—. ¡Menuda tontería!». La señora Wilson había utilizado la palabra «tranquilos» donde debería haber dicho «mayores» y, aunque se refería a los amigos de su hija como a «esos monos escandalosos», estaba claro hacia dónde se inclinaban sus gustos y su simpatía.

—¿Cree que el señor Steggles podrá venir finalmente? —preguntó la señora Wilson tras instalar a la señora Steggles en una mesa ocupada hasta ese momento por tres agradables ancianos con pinta de ir a caer en coma de un momento a otro—. El señor Wilson está deseando cambiar impresiones con su marido sobre el transcurso de la guerra; no hay cosa que más le guste que echarle el guante a un periodista; en El Leñador, ya sabe…

—Oh, sí, mi marido confía en poder venir, pero no será hasta las diez o así… —interrumpió la señora Steggles, que no quería saber lo que pasaba en El Leñador—. Me dijo que esperaba que no le importase que trajera a un amigo. Yo le contesté que era una boca más que alimentar, ¡pero ya sabe cómo son los hombres!

La señora Wilson le aseguró que cuantos más hubiera, mejor y, tras haberla acomodado y verla relativamente contenta, se marchó para comprobar si todos estaban bien surtidos de cerveza.

La tarde fue transcurriendo pero para Margaret lo hizo muy lentamente… «¡Oh! ¡Qué lentas transcurren las tardes para algunos!», como tan acertadamente señaló Margaret Hungerford[31] en su novela Doris. A Margaret se le fue haciendo cada vez más y más pesado reír, mirar a unos y a otros con fingido interés, hacer comentarios y bromas y reírse de los comentarios y bromas de los demás, mientras el bochorno se iba volviendo cada vez más asfixiante, la cerveza servida en grandes jarras se iba calentando hasta resultar casi imbebible y los ojos se le fueron irritando con el humo de los cigarrillos hasta que el picor resultó insoportable. Durante todo ese tiempo, sus pensamientos estaban más bien a un cuarto de milla de distancia, más allá del ruido, del calor y de las risas, en la mansión de la colina, cuyas ventanas brillaban misteriosamente bajo la pálida luz de las estrellas invernales y en cuyo interior se refugiaban la elegancia, la paz, el silencio perfumado de las flores y, por encima de todo, aquellos ojos azules que eran tan hermosos como los del romano Augusto. Tal vez estuviera escribiendo en su estudio en esos momentos, con su precioso perfil recortado contra el destello de la lámpara de su escritorio, deslizando su estilizada mano por el papel. Detrás de él, en la sombra, el resplandor de letras doradas sobre libros antiguos y de lomos pulidos, los nobles ojos ciegos de algún busto de mármol y el juego de luces de la lumbre del hogar sobre los ricos pliegues de las cortinas de terciopelo (cortinas de terciopelo que ella sabía que existían porque Zita le había dicho cuál era su estudio y ella había logrado atisbar un reflejo carmesí en los ventanales). ¡Le deseaba Feliz Año Nuevo desde lo más hondo de su corazón! Aunque quizás él no lo quisiera así exactamente: no en vano sus obras eran de una tristeza que encogía el alma.

Mientras se apretujaba contra Hilda en la cálida oscuridad del armario de la ropa del hogar, esperando a que se le unieran las otras «sardinas», sus sentimientos encontraron expresión en forma de un suspiro largo y profundo.

—¿Se puede saber qué diantres te ocurre? —le preguntó Hilda. Estaba tan agotada por el calor, las risas y la cerveza que se alegraba de poder estar en silencio durante un rato—. Como sigas suspirando así, lo único que vas a conseguir es abrir la puerta de par en par.

—Estaba pensando en un poema. En uno de Caroline Norton[32].

—No me suena.

—Ya. No importa. —Y recitó:

¡No te amo! ¡No! ¡No te amo!

Y, sin embargo, suspiro cuando estás ausente;

y hasta del radiante cielo azul recelo,

pues las silentes estrellas pueden alegrarse al verte.

No recuerdo las dos siguientes estrofas, pero sigue con algo así:

¡No te amo! Y, sin embargo, tu elocuente mirada,

de un azul tan profundo, brillante y expresivo,

entre el cielo de medianoche y yo aparece,

más que ninguna otra que haya conocido.

—Es bastante bonito —dijo Hilda soñolienta—. Sigue.

¡Sé que no te amo! Y, sin embargo, ¡ay!,

otros apenas se fían de mi cándido corazón,

y a menudo los sorprendo sonriendo al pasar,

pues me ven con la mirada perdida hacia donde tú estás.

—No entiendo por qué pensar en ese poema te hace suspirar como un grampus… sea lo que sea eso.

Margaret no respondió. Hilda, por su parte, tenía demasiado sueño como para mostrar más interés, de modo que apoyó la cabeza, ligeramente perfumada, en el hombro de Margaret y dijo amodorrada:

—¿Qué has estado haciendo?

—No mucho. —Pausa—. ¡Oh, Hilda, Westwood es un sitio fabuloso!

—¿Dónde diantres está todo el mundo? —preguntó Hilda adormilada—. ¿Vamos a estar aquí sentadas toda la noche? Me estoy asando. ¿Por qué es tan fabuloso Westwood?

—Porque es precioso y la gente que vive allí es fascinante y diferente. Y Gerard Challis, el dramaturgo, ¿sabes quién te digo? ¡Oh, él es maravilloso!

—¡Conque es eso! Yo pensaba que estabas obsesionada con esa Finkelsfink, o como se llame.

—Zita Mandelbaum. Es buena persona, Hilda, en serio.

—Más le vale, con ese nombre… Bueno, pues déjame que ahora te cuente: me he echado un novio nuevo.

—Vaya sorpresa.

—Sí, pero este no es como los demás. La verdad es que es bastante mayor, y al parecer muy rico. Cené con él la semana pasada y, ¿sabes dónde me llevó? Nunca había oído hablar de ese sitio, Jones’s Hotel, y está a tropecientas millas de Hyde Park. La cuenta fue de más de cinco libras; no pude evitar verlo… ¿Qué opinas?

—Es un nuevo reto para ti, ¿no?… Ahora te has pasado a los viejos ricachones.

Margaret habló como entre sueños, echando un vistazo al descansillo oscuro de la escalera, iluminado tan solo por la tenue luz que llegaba del recibidor.

—No es tan viejo, pero sí bastante inofensivo y un poco aburrido.

—Entonces, ¿por qué sales con él? —le preguntó Margaret.

Hilda no quería reconocer que sentía lástima por su admirador, así que dio una respuesta vaga:

—Oh, por probar cosas nuevas…

—¿Y estaba buena la comida?

—No mucho. Eran pedacitos de cosas.

—Y supongo que tomaríais champán.

—No, bebimos una cosa italiana. A mí me pareció una porquería, pero él se lo pimpló tan a gusto.

—¿Te ha besado ya?

—Todavía no.

Margaret sonrió al imaginarse a Hilda intentando mantener a raya a esa especie de corredor de bolsa decrépito y obeso del que le estaba hablando, pero también estaba un poco asqueada y la sensación de distanciamiento de su amiga aumentó. Por pura educación y fingiendo un interés que, desde luego, no sentía, dijo:

—¿Cómo se llama, Hilda?

—Marco.

Margaret estuvo a punto de decir: «Ah, un judío», cuando una figura masculina subió rápida y furtivamente la escalera, echó un vistazo al rellano en penumbra, se dirigió como una flecha al armario de la ropa y abrió la puerta.

—¡Ajá! —exclamó y se sentó junto a Hilda.

—¡Oye, oye! —protestó ella—. ¿Y tú quién eres? Tu cara no me suena.

—Dick Fletcher, soy amigo de Jack Steggles —dijo en un susurro—. Todo en orden, damisela, no me estoy colando en la fiesta.

—Encantada de conocerte, Dick Fletcher. Me llamo Hilda Wilson —susurró Hilda—. Y esta de aquí —dijo, dándole un codazo a Margaret— es la hija única del señor Steggles, Margaret Mabel.

—Encantado, Margaret Mabel —susurró y tendió una mano en la oscuridad que Margaret (a quien no le gustaban nada los apretones de mano sin personalidad) estrechó con firmeza, musitando:

—Lo mismo digo.

A pesar de la amistad que le unía a su padre, no lo conocía realmente, y ahora lo observaba con curiosidad. Distinguió una frente ancha, que reflejaba débilmente la luz, y las oscuras facciones de una cara recién afeitada. Parecía ser de constitución delgada y estatura media. Su presencia venía acompañada de un olor a tabaco y a cerveza que ella encontró ofensivo.

—Mejor me pongo de pie —anunció Hilda— o nos quedaremos sin sitio. ¡Cómo tardan en subir!

—Todavía están comiendo —dijo Dick Fletcher, pero justo mientras hablaba, otra silueta subió sigilosamente la escalera y, acto seguido, se unió al grupo del armario. Después de esto, fueron llegando uno tras otro hasta que, al final, los descubrieron a todos y entonces la masa acalorada y risueña soltó al unísono una sonora carcajada y alguien encendió la luz, revelando rostros colorados y ojos alegres y desconcertados por el resplandor repentino.

—¡Gracias al cielo! Un minuto más y nos habríamos derretido —dijo Hilda resoplando y echándose el pelo hacia atrás—. ¿Quién quiere más cerveza? Vamos, gente. —Y se adelantó para conducirlos abajo.

Margaret se apartó a un lado para dejar que los otros salieran y, al levantar la vista, descubrió que Dick Fletcher la estaba escudriñando con curiosidad. Sonrió.

—Una buena fiesta, ¿no te parece? —dijo él.

Margaret tenía los nervios a flor de piel. Llevaba toda la velada muerta de aburrimiento y el reciente contacto corporal con extraños le había resultado tremendamente desagradable. La pregunta puso demasiado a prueba su autocontrol, así que contestó arrugando los labios:

—¿De verdad?

La agradable expresión de Dick se oscureció levemente.

—Bueno, yo al menos me estoy divirtiendo. ¿Bajamos? —Y se echó a un lado para dejarla pasar.

Dick no volvió a intentar entablar conversación con ella en toda la noche, y poco a poco fue perdiéndose entre la multitud. Pronto Margaret lo vio junto a dos chicas, riéndose de modo desaforado. Encontró un asiento libre en un rincón y se acomodó allí con una bebida y un sándwich. Con gran alivio comprobó que eran casi las doce menos diez así que, en breve, el suplicio habría terminado.

A falta de algo más interesante con qué entretenerse, estudió a Dick Fletcher mientras este reía y charlaba con las dos chicas. No le gustaba porque había hecho aflorar su mal humor, pero hubo de admitir que su antipatía carecía de fundamento lógico: lo único que tenía en su contra era su aspecto, que sugería el del típico periodista de otros tiempos, vestido con ropas lustrosas y holgadas que exhalaban olor a cerveza y a tabaco, y el tacto de su mano, que era desagradablemente húmedo. La fina piel de su rostro estaba surcada de arrugas, supuso que más por preocupaciones que por el paso del tiempo, pues no aparentaba tener más de cuarenta años. Los coloridos vestigios de una juventud radiante persistían en sus mejillas, y su pelo, de un peculiar castaño lustroso, abundante a ambos lados de la cabeza, tendía a la calvicie en la parte superior de la frente. Sus grandes ojos grises tenían un brillo líquido, su boca era grande y fina y tenía una nariz con anchas aletas, aunque estilizada. Su aspecto, impaciente y enfermizo, le resultaba poco atractivo así que no le costó apartar la vista de él.

Al poco rato, los invitados se cogieron todos de la mano para cantar el Auld Lang Syne[33] y, después de hacer que hasta el más aburrido de los jóvenes de la fiesta saltara el escalón del umbral para atraer la suerte de Año Nuevo, la celebración se dio por concluida.

Margaret y su madre bajaron al recibidor con los abrigos ya puestos y se encontraron al señor Steggles y a Dick Fletcher departiendo con los anfitriones.

—No me pasará nada —estaba asegurándoles Dick Fletcher, levantándose el cuello del abrigo. No llevaba sombrero y su frente estaba perlada de gotitas de sudor—. No, de verdad, amigos, nada más lejos de mi intención que causaros molestias.

La señora Steggles clavó la mirada en su marido y después en Dick: ¿qué habría estado sugiriendo Jack?

—Mabel, creemos que Dick debería quedarse con nosotros, ¿no crees? —preguntó el señor Steggles—. Ha perdido el último autobús y hace una noche espantosa. No podemos dejar que… Nada, ¡no se hable más! —remató, poniendo la mano en el brazo de Fletcher—. Te quedas y punto.

—Puedo coger un taxi, Jack. Ya me conoces; los taxis salen de detrás de las esquinas y vienen a mí en cuanto les silbo —bromeó Fletcher.

Los Wilson rieron y la señora Steggles dijo:

—Si al señor Fletcher no le importa esperar mientras se orean las sábanas de la habitación de invitados… Me temo que las ventanas no están tapadas, pero si está seguro de que no le importa…

Su marido le lanzó una mirada furibunda. Luego, bajó de inmediato la vista al suelo y permaneció en silencio. Era como si se estuviera mordiendo la lengua por temor a prorrumpir en un torrente de insultos. Margaret lamentó profundamente la falta de hospitalidad de su madre. De repente, se adelantó y rompió el incómodo silencio que acababa de crearse:

—Quédese con nosotros, señor Fletcher, se lo pido como un favor personal. Le prepararé uno de mis cafés especiales de después de medianoche. Está muy bueno, ¿verdad, papá? —Puso todo el afecto de que fue capaz en sus palabras, por lo que su voz sonó algo untuosa.

—¡Créeme, está de muerte! —dijo su padre con efusividad, dedicándole a Margaret una mirada de agradecimiento—. Ya está decidido. Venga, Dick. —Y, diciendo esto, agarró a su amigo del brazo y se dirigió a la puerta, seguido de los Wilson, que recibían los agradecimientos de todo el mundo por la deliciosa velada.

Dick Fletcher parecía a la vez cansado y enfermo. Se dirigió a la señora Steggles bajando la cabeza:

—Es muy amable por su parte. Siento causarle tantas molestias.

Y ella contestó:

—Oh, para nada. Lo instalaremos en un santiamén, señor Fletcher, si está seguro de que no le importa que las ventanas no estén tapadas. —Habló en un tono que procuró que fuera agradable. El grupo, tras haberse despedido de los Wilson, que permanecían en el recibidor iluminado con una Hilda sonriente enganchada al brazo de su madre, se puso en camino por la calle mojada y silenciosa. Todos estaban cansados y la señora Steggles no podía pensar en otra cosa que en fundas de almohada.

—Es una chica muy guapa —soltó Dick Fletcher de pronto.

—¡A que sí! —exclamó Margaret girándose hacia él, complacida con el cumplido hacia su amiga. Esperaba que continuara hablando de Hilda, pero no volvió a referirse a ella, así que el señor Steggles tomó el relevo de la conversación y empezó a hacerle preguntas a Margaret sobre los jóvenes que habían estado en la fiesta. Le interesaba especialmente saber a qué se dedicaban antes de la guerra, mientras que la señora Steggles comentaba la indumentaria de las chicas.

—Como has sido tan diligente invitándolo a quedarse, ahora le haces tú la cama, ¿eh? —murmuró la señora Steggles en cuanto Margaret y ella estuvieron en la planta de arriba y los hombres se metieron en el comedor. Se la notaba muy irritada—. Gritando de ese modo… ¡Habrase visto! ¿De quién es esta casa, a ver? —Abrió de un tirón las puertas de un armario y empezó a sacar ropa de cama.

—Le debemos el trabajo de papá, ¿no crees, madre? —dijo Margaret adoptando el mismo tono mientras cogía las sábanas—. De no ser por él, no estaríamos aquí.

—Bueno, sí, supongo que tienes razón —confesó la señora Steggles a regañadientes—. A decir verdad, esas cosas se me olvidan. Pero, de lo que me estoy quejando es que fueras precisamente quien se arrogara el derecho a invitarlo.

Margaret, en un impulso, le pasó un brazo por encima del hombro a su madre y le dio un beso fugaz.

—¡Si sabes que en realidad no te importa! —dijo.

—¡Muy bonito! —refunfuñó la señora Steggles—. Quita, que me estás estropeando el pelo. —Pero su tono era más dulce y, cuando Margaret colocó unas improvisadas cortinas para tapar la ventana de la habitación de invitados, a su madre no le costó dar el visto bueno al apaño. «Creo que si le diera un beso a mi madre más a menudo, nos llevaríamos mejor— pensó Margaret mientras hacía la cama. —El problema es que no puedo besar a la gente a menos que sienta ganas de hacerlo de verdad. Pobre, no le dan muchos besos».

—¿No irás a ponerte a preparar café a estas horas? —le preguntó la señora Steggles cuando la vio bajar.

—Depende de si quieren o no —repuso Margaret con un aire casi tan risueño como el de Hilda. Ambos hombres levantaron la vista cuando entró en el comedor.

—¿Qué hay de ese café? —preguntó ella sonriente.

—Muy buena idea —dijo su padre alegremente mientras atizaba el fuego—. Dick, ¿quieres una taza?

—Gracias, me apetece mucho.

—¿No le dejará toda la noche en vela? —preguntó Margaret.

—¿En vela, dices? —dijo su padre riendo—. Deberías verlo en la Sala de Reporteros: se lo bebe en cantidades industriales, negro como tu sombrero y sin azúcar.

Ella sonrió y se fue a la cocina para prepararlo.

—Oh, querida, estoy muy cansada —dijo su madre bostezando. Estaba apoyada en el aparador—. ¿Me necesitas para algo?

—Por supuesto que no. Acuéstate, yo los atenderé —dijo Margaret—. Mañana no tenemos que madrugar. —Este era uno de los privilegios de las vacaciones de Navidad que más le gustaban.

—Pobre señor Fletcher, se le ve muy triste, esa horrible mujer… —dijo la señora Steggles, disponiéndose a subir para acostarse, pero morosamente, como hace alguna gente.

—¿Qué horrible mujer? Ah, sí, claro, está divorciado, ¿no? Me refiero a que él se divorció de ella. —Margaret estaba vertiendo la leche que se disponía a calentar.

—Sí. Bueno… Me voy ya. Buenas noches, querida. No te acuestes muy tarde.

Margaret se sentó delante de la chimenea y sirvió el café a su padre y a Dick. La casa se quedó en calma. Fuera reinaba la absoluta quietud de la primera noche, oscura, húmeda y sin estrellas, del nuevo año. Margaret permaneció en silencio, escuchando la charla de los dos hombres. Aunque no era muy profunda, difería lo suficiente de las conversaciones femeninas que estaba acostumbrada a oír como para merecer la mitad de su atención: la otra mitad todavía estaba secuestrada por la casa en la colina.