Capítulo 8

Zita continuó poniendo la mesa: distribuyó las copas de vino y colocó la fina cubertería de plata antigua a ambos lados de los platos. Era amante por naturaleza de las cosas bellas, así que los objetos hermosos solían provocarle por sí mismos una intensa sensación de placer estético. Aunque parecía mucho mayor, apenas tenía veintitrés años y, a pesar de que su nariz era larga y tenía algo de bigote, nunca le faltaban los pretendientes; un joven enorme y con granos u otro pequeño y cetrino con los que se pasaba las tardes libres charlando en el Old Vienna Café de Lyons Corner House. No le costaba mucho trabajo cambiar de amante, y se encontraba en un perpetuo estado de indecisión, o de indignación, o de aprensión o incluso agitación con respecto a ellos. Era tan fácil hacerle daño como conmoverla, pero casi nunca salía malparada de sus relaciones; de hecho, como a ellos también era fácil hacerles daño, solía ser ella la que llevaba las de ganar. Cada vez que se peleaba con alguno de ellos, al día siguiente recibía una larguísima carta que comenzaba con «Zita, mi amor…» y continuaba con doce folios de apretada letra llena de recriminaciones; o bien una dura voz masculina llamaba por teléfono preguntando por «la señorita Mandelbaum, bitte, si no es una molestia» y, cuando ella lo cogía, se deshacía en disculpas sumisas.

Una naturaleza que pone tanto entusiasmo en todas sus actividades no puede describirse precisamente como desdichada y, aunque Zita (si alguien era lo bastante imprudente como para preguntarle y darle pie a que se desahogara) siempre decía que era infeliz, en realidad no lo era del todo. Cuando estaba contenta, estaba contentísima: se ablandaba y brillaba, como un caramelo derritiéndose al sol. Escuchar música, sentarse hasta muy tarde hablando sobre sí misma o recibir la visita casual de los niños Niland la hacían enormemente feliz. La belleza de Westwood le resultaba novedosa a cada paso, al igual que la hermosura y la amabilidad de la señora Challis, por la que sentía auténtica adoración. Al señor Challis, con quien no había cruzado una frase más que una docena de veces, lo consideraba el hombre más sabio, noble y talentoso del mundo y los cuadros de Alexander le provocaban constantes exclamaciones de admiración.

Pertenecía al Free German Club, que tenía su sede en Swiss Cottage y al que solía acudir la mayoría de las noches después de cenar, sin preocuparse de lo oscura que estuviera la calle o el sendero a lo largo del parque: de hecho, casi siempre tenía que volver andando porque perdía el último autobús.

Grantey se enojaba y la tomaba por loca, pero admitía que trabajaba duro y que era capaz de lograr que el milagro de que unas cuantas ramas y un puñado de hojas cogidas al azar se transformaran en algo que lucía bonito en un jarrón, y también que sabía poner muy bien la mesa. A sus ojos, apenas era un ave de paso en Westwood, como todas las demás refugiadas que habían trabajado en la casa durante un tiempo y luego se habían marchado; esto es, apenas la consideraba una persona.

No obstante, había algo en Zita que hacía que Grantey la tratara con especial respeto y lástima. Había vivido con su familia en Hamburgo y, cuando hablaba de ellos y de la suerte que habían corrido, Grantey apretaba los labios y se enfrascaba en su trabajo con más ahínco si cabe, no importaba lo que estuviese haciendo, hasta que al final explotaba: «No te preocupes, Zita, mi niña: “El molino de Dios muele despacio, pero muy fino”. Te juro, como que me llamo Alice Grant, que ese maldito miserable pagará por lo que os ha hecho». Entonces, le daba una palmadita en su escuálido hombro y le decía que se tomara una taza de café.

Lo que Zita más echaba de menos en Westwood era una confidente. Procedía de una familia muy grande, muy cariñosa y charlatana, con multitud de parientes y de primas con las que podía desahogar sus penas y compartir sus alegrías, y en Westwood no había nadie que quisiera escucharla. A nadie le apetecía sentarse junto a un fuego agonizante hasta la una de la madrugada, sirviéndose tazas de café negro y hablando sin parar. Siempre le estaban diciendo que ya era hora de acostarse, que tenían que dormir sus ocho horas o volver a Bedfordshire, y se guardaban sus penas y alegrías para sí mismas, confiando en que Zita hiciera lo mismo. Pero a ella esto le costaba un gran esfuerzo y, aunque conocía a muchos Tonis o Trudas en el Free German Club con los que desahogarse, no era lo mismo que tener a alguien de confianza en casa.

Grantey y su hermano, Douglas Cortway, estaban preparando la cena en la cocina. Allí la Ciencia estaba al servicio de la Gastronomía, así que Grantey y Cortway se movían entre aquellas caras y sofisticadas máquinas como dos pequeños gnomos obstinados y herméticos. No parecían hallar satisfacción alguna en lo que estaban haciendo. Los dos eran bajitos, delgados y mayores, se cepillaban el pelo de la misma manera y fruncían los labios con la misma mueca de desaprobación.

Grantey estaba removiendo una salsa que tenía puesta al fuego, mientras Cortway sacaba brillo a una pequeña concha de plata que utilizaban como salero.

—Hoy he visto a esa tal señorita Steggles —dijo Grantey de pronto.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde, si puede saberse?

—Esta tarde, al bajar del autobús. Ella no me ha visto y, si no hubiera estado en la otra acera, habría ido a saludarla. Es una buena persona. No como otras. También me gusta como trata a los niños. Me pregunto qué tal le irá en la escuela.

—Deberías invitarla a tomar el té alguna vez.

—Bueno, no lo sé —contestó Grantey con reservas—. Ya veremos cuando llegue el buen tiempo. Ahora estoy muy ocupada, tengo mucho que tejer para el que viene en camino. La señorita Seraphina dijo que quería la vajilla española para los mejillones; voy a por ella. Mientras tanto, tú puedes seguir quitándoles las barbas a estos bichos. —Desató un saquillo que olía intensamente a mar y vertió un torrente de arenosos mejillones azul oscuro en agua.

—Me pregunto cuándo volveremos a servir ostras —dijo Cortway, empezando a lavar el marisco.

—Estos valen tres cuartos menos y están igual de ricos… si te gustan, claro. Fue idea del señor Alexander; sí, idea suya. El agua ya está hirviendo. —Grantey salió de la cocina por un pasillo de piedra que comunicaba con una alacena. La escasa luz apenas si se reflejaba en las hileras de espléndidas copas planas de champán y en las copas de balón para el brandy, en las tazas antiguas con incrustaciones doradas y rosas o con filos de oro auténtico y en la pintoresca cerámica de Francia, Alemania o Italia que los Challis habían ido reuniendo en sus viajes.

—¡Aquí estás! —dijo, sacando un plato llano muy grande cuyo lustre cobrizo resaltaba sobre un dibujo de color azul marino.

—No tardarán mucho en terminar de hacerse —comentó su hermano, introduciendo los mejillones en el agua hirviendo—. Ay, a esta hora pasado mañana estaré en Harpenden —continuó. Era bastante hablador y de hecho una de las quejas que tenía contra Zita era que, cuando ella estaba presente, él no podía meter baza—. Espero que el viaje sea tan apacible como la última vez.

—Te vas el jueves, así que me imagino que sí. Por algo nos dicen que vayamos los jueves.

Él asintió.

—Le enviaré una carta a madre esta tarde. Espero que no se enfade por no avisarla con más antelación, pero no puedo hacer otra cosa; siempre hay tanto trabajo…

Los hermanos se turnaban para visitar una vez al mes a su anciana madre, que vivía en una casa diminuta a las afueras de Harpenden, en Hertfordshire, gracias a lo que estos le mandaban de sus respectivos sueldos y a la minúscula pensión que la mujer cobraba. Rondaba los noventa años, aunque gozaba de un cuerpo y una mente vigorosos y aventureros, y no tenía ningún reparo en echarles una buena reprimenda si no prestaban la debida atención a sus instrucciones y comodidades. Le gustaba que sus hijos anunciaran sus visitas con al menos una semana de antelación, a pesar de que estas se habían convertido en una costumbre invariable en los últimos quince años. Seraphina, sus hijos y los jóvenes Niland despertaban en la anciana señora Cortway una especie de vena feudal, y todas las Navidades enviaba a los niños unos limpiaplumas espantosos tejidos en lana negra y púrpura.

—Confío en que no se produzca ningún ataque aéreo mientras estés fuera, porque lo que soy yo, no sé manejar esa vieja bomba de mano —suspiró Grantey (Cortway era el primero de una lista que incluía al señor Challis y a Zita: ellos eran los encargados de defender aquella vulnerable, antigua y hermosa mansión de los estragos que las bombas incendiarias pudieran causar).

—Les he dicho que no vengan mientras yo no esté. Toma, eso es todo. —Y empezó a quitar el biso a los mejillones demostrando gran maestría.

En el piso de arriba, Alexander y sus amigos ya habían llegado y se estaban calentando junto a la chimenea del vestíbulo, trámite necesario después de haber atravesado a pie el frío y oscuro Heath. Aparte de su predilección por la buena mesa, Alexander nunca se preocupaba de su propia comodidad ni se le ocurría alterar sus planes en vistas de facilitar las cosas. El modo más rápido de llegar a Highgate era cruzando el Heath, y no había más que hablar. Los americanos lo acompañaron a regañadientes, Earl tratando de dilucidar cuál sería el motivo psicológico exacto que justificara aquella excursión tan desagradable, y Lev resignándose con aire sarcástico a lo que pudiera ocurrir. Sin embargo, en cuanto llegaron a la casa, a ambos les pareció que el viaje había merecido la pena. Mientras se calentaba y echaba un vistazo a su alrededor, Earl ya estaba planeando escribir una carta a su madre y sus hermanas describiéndoles aquella fastuosa mansión inglesa. En cuanto al medio judío Lev, su pasión por las cosas bellas se encendió al instante.

—Tiene usted una casa preciosa, señor Challis —observó Earl—. Es un privilegio poder admirarla.

—Son ustedes muy amables —respondió el señor Challis en tono lúgubre—. ¿Jerez?

Earl habría preferido un whisky con soda, pero no se atrevió a pedirlo. Lev, en cambio, no se cortó:

—Yo preferiría un lingotazo, si a usted no le importa.

—Claro que no —dijo el señor Challis, pensando en lo desagradables que resultaban los modales americanos, a la vez vulgares, confusos y carentes de lógica. Mientras servía las bebidas, se estaba preguntando por qué demonios se le habría ocurrido a Alex traer a casa a estos dos jóvenes insulsos y tomó nota mentalmente para decirle a Seraphina que le dijera a Hebe que le dijera a su marido que no volviera a hacerlo. Sería una velada agotadora y el tiempo que habría dedicado a trabajar en Kattë lo desperdiciaría en intentar entretenerlos. La admiración que los jóvenes habían mostrado por la casa no lo había desarmado ni conmovido, pues estaba acostumbrado a este tipo de demostraciones y, como le parecía natural que un hombre de talento viviera en una casa digna de él, daba las virtudes de Westwood por sentadas.

Sin embargo, era un caballero por nacimiento y educación, y esa noche era el anfitrión, así que hizo un esfuerzo y le preguntó a Earl cuánto tiempo llevaba en Inglaterra y si no encontraba el clima demasiado riguroso. La señora Challis y Alexander no tardaron en unirse a la conversación, pero Lev apenas abrió la boca.

Sentado en una fabulosa silla de roble, tan antigua que se había ennegrecido, con respaldo y asiento de enormes rosas carmesís y hojas verdes desgastadas por el paso de trescientos años, pensaba en el apartamento de Nueva York en el que se había criado, en el olor, que inundaba todo el piso, de los productos químicos que su padre utilizaba para revelar las fotografías, en el estruendo del ferrocarril elevado que se te metía en los oídos y no te dejaba dormir, y en sus luces planeando en plena noche, colándose en la habitación oscura y abrasadora en la que dormía cuando era pequeño.

Pensó en lo extraño que era (recostándose en aquella silla que un primo del infame duque de Buckingham había regalado a un antepasado del señor Challis) que los países difiriesen tanto unos de otros. «Si alguien me hubiera preguntado de niño si pensaba que alguna vez apuntaría alto, le habría contestado que sí, y esa era mi intención, pero nunca imaginé que llegaría a estar en un sitio como este. No sabía que hubiera sitios así fuera de las películas. Bueno, tampoco es que sea como en las películas. Es más pequeño».

Se quedó allí sentado, sin apenas mover sus diminutos y melancólicos ojos oscuros, salvo para pasar de un objeto antiguo y encantador al siguiente, y con sus largas piernas, enfundadas en pantalones de dril, extendidas sobre una alfombra persa cuyos desvaídos rojos y verdes armonizaban con las rosas inglesas de la fastuosa silla. El mismísimo primo del duque de Buckingham no habría podido mantenerse más erguido ni parecer más reservado.

Cortway entró, anunció la cena y se retiró, pues ahora era costumbre que se sirvieran los propios comensales.

El señor Challis conversaba con todo el mundo con su voz musical, como emitida desde la cima de una montaña inmensa en un día gélido, aunque lo que decía no tenía nada de condescendiente o dictatorial. Seraphina, por su parte, hablaba y reía, y se parecía más a un valle soleado. Lev no podía quitarle los ojos de encima, aunque mantenía como autodefensa una sardónica media sonrisa. Earl desvió la conversación hacia los libros, pues estaba convencido de que un hombre tan instruido como su anfitrión encontraría placer en hablar de literatura.

—En los interludios entre mis obligaciones militares —dijo Earl, sonriendo a sus interlocutores, lo cual dio pie a que todos vieran que tenía los dientes perfectos—, me he dedicado a leer, casi a estudiar, se podría decir, la obra de un famoso filósofo chino moderno, Lin Yutang. ¿Ha leído El arte de vivir, señor Challis?

—Un título verdaderamente atrevido, si me lo permite —respondió el señor Challis—. Sí, lo he hojeado vagamente.

—¿No es ese quien dice que deberíamos ser todos unos pícaros[19]? —inquirió Seraphina—. Creo que es una idea excelente: estoy preparadísima para convertirme en una auténtica pícara.

—Es una filosofía muy masculina —dijo Earl, volviéndose hacia ella y buscando con timidez en su cara sonriente algún parecido con Hebe—. No me la imagino aplicada a… a… las mujeres. (No le pareció oportuno decir «a su sexo, señora Challis»).

—Oh, ¿quiere decir que no se imagina a las mujeres sentadas como pilluelas mientras los demás hacen el trabajo? Creo que lleva muchísima razón: yo misma, y de hecho la mayoría de nosotras, jamás estamos contentas si no nos creemos unas mártires, ¿no le parece? Aunque creo que yo soy bastante pícara por naturaleza.

—Y creo que Hebe también —observó el señor Challis, dibujando una sonrisa que brilló como un rayo de sol en un glaciar.

—Oh, ¡no me lo puedo creer! —dijo Earl riendo, poniéndose colorado y mirando a través de sus gafas a unos y a otros—. ¿Tú lo crees, Alex?

—¿Hebe? Sí, yo diría que sí. No he leído el libro, pero creo que la describe muy bien —dijo Alexander, ausente—. Seraphina, ¿son cacahuetes de verdad?

Seraphina le dedicó a Lev un gesto elegante.

—Sí. ¿A que son divinos? Había olvidado lo ricos que estaban. Los ha traído Lev. —Y sus enormes ojos se posaron con gratitud en él.

—¿Le gusta el chocolate? —preguntó este—. Puedo traerle un poco si lo desea. —Su profunda voz musical no concordaba con su rostro poco agraciado.

Yo no me atrevo a comerlo, aunque es usted amabilísimo. Sin embargo, a mis nietos les encanta —respondió Seraphina, que no disimulaba su amor por Barnabas y Emma. (El señor Challis evitó estremecerse por fuera, pero lo hizo por dentro).

—Los he bombardeado literalmente con caramelos esta tarde —admitió Lev.

—Oh, es usted un ángel —dijo Seraphina—. Siempre se comen toda su ración de una vez, y la del pobre Alex también. Hebe se niega a compartir la suya.

—A mí no me importa —dijo Alexander, muy serio.

En ese momento, entró Zita con el café. Era la que mejor lo preparaba de toda la casa; mucho mejor que el señor Challis, que ponía la cocina patas arriba con aquellas cacerolas de barro especiales que se había traído de París, esa especie de achicoria tan exclusiva de la que nadie había oído hablar y aquellos cálculos exactos respecto a cuándo había que añadir el café al agua y Dios sabe qué más. El resultado era una bebida correcta, pero insulsa, que no merecía ni mucho menos todo aquel jaleo. Zita hervía agua en un pequeño cazo y luego le añadía puñados de café y decía, como si nada: «Es muy fácil… lo importante es que esté lo bastante fuerte», y al final salía un líquido negro caliente y aromático digno del mejor Brillat-Savarin[20]. Esto fastidiaba sobremanera al señor Challis, y Grantey lo corroboraba, alegando que era un derroche de café.

—Gracias, Zita —sonrió Seraphina y continuó, empezando a verter el café en unas tazas japonesas de fina porcelana con flores doradas y pájaros grises—. Nadie hace el café mejor que Zita. Estos americanos han venido desde Nueva York y Swordsville, Ohio, expresamente para probar tu café, Zita. ¿No te sientes halagada?

Ach, ¡señora Challis! Usted está bromeando, ¿sí? —exclamó Zita, a quien se le estaban saltando las lágrimas de alegría. Se le cambió la cara de la emoción al mirar con avidez al sonriente Earl y a Lev, que no sonreía.

—De ningún modo. ¿No es así? —a Lev.

—Por supuesto —asintió este, cogiendo la taza de Zita y sonriendo sin ganas. No se sentía atraído en absoluto por ella. ¡Qué bien conocía aquella aparente sensibilidad de las judías alemanas! «Pero son capaces de vociferar como locas cuando se enfadan— pensó, dando un sorbito al café. —En cambio, la señora Challis tiene auténtica clase; a ella nunca se le ocurriría pegarte un bocinazo. Al contrario, estaría todo el tiempo riéndose… Me gustan las mujeres que se ríen».

—¿Zita? —la llamó Seraphina, a punto de servirse otra taza de café—. ¿Por qué no te quedas y te tomas uno?

—Oh, no, gracias, no, señora Challis. Tengo que ir a mi club, están esperando. Voy a dar un discurso esta noche.

—¿Ah, sí? —preguntó Earl, con tono deferente—. ¿Y de qué tipo de club se trata, si no es mucha indiscreción?

Ach, el Free German Club de Swiss Cottage. Dos o tres veces a la semana, voy. Y leemos periódicos y debatimos periódicos. Esta noche voy a hablar de Stresemann[21].

—Seguro que es muy interesante —dijo Earl—. Ojalá tenga el placer de oírla alguna vez.

—Es usted amable, pero no soy buena oradora, aunque hago lo que puedo. Ahora debo irme ya. Buenas noches, señora Challis, muchas gracias a usted. Señor Challis. Señor Niland. Soldados americanos. Buenas noches a ustedes. —Cada vez que decía un nombre, alargaba la mano y todos se veían obligados a darle un pequeño apretón. Cuando llegó a los «soldados americanos», sonrió ante su ocurrencia y ellos sonrieron también; Earl se la estrechó con tanta fuerza que a punto estuvo de lastimarla. Luego, se marchó, dejando una agradable impresión entre los comensales.

—La pobrecita es muy buena —murmuró Seraphina, encendiéndose un cigarrillo con la llama que Lev le ofrecía—, y también habla de un modo muy encantador. Su familia es judía. Vivían en Hamburgo, ¿saben?, y… ay, la suya es una historia terrible.

Todos se quedaron callados por un instante, contemplando el humo de sus cigarrillos o mirando al suelo.

—Bueno, por eso estamos aquí —dijo Earl animosamente al fin.

—Puede que tú sí —dijo Lev, muy seco—. Yo estoy aquí porque me enrolaron mientras hacía el servicio militar. Señora Challis, lamento interrumpir de este modo la velada, pero Earl y yo no tenemos permiso para volver tarde esta noche. Gracias por todo, lo hemos pasado muy bien. ¿Es posible conseguir un taxi por aquí?

—Pónganse en mitad de la calle y alumbren su uniforme con la linterna —bromeó Seraphina.

El señor Challis, que solía tener problemas con los taxistas en tiempos de guerra a causa de sus maneras altivas y distantes, pareció molestarse, pero todos los demás rieron, y Lev volvió a pensar en lo fascinante —en el sentido menos espiritual del término— que era su anfitriona.

—Bueno —observó Earl cuando ya habían salido de la casa—. En mi opinión, hemos pasado una velada de lo más instructiva, a la par que agradable. Muy pocos soldados rasos tienen el privilegio de ser recibidos en una auténtica mansión inglesa como esa, cargada de historia.

Lev respondió con aquella voz pausada que implicaba que estaba meditando la cuestión a fondo:

—Oh, sí. Ellos no están mal. Aunque la choza… cuando pienso en cómo son la mayoría de los lugares, ya sabes, la mayoría de los lugares que tú y yo hemos frecuentado en nuestras vidas (bueno, tal vez tú no tantos, pero yo sí), me vuelvo loco solo de pensarlo. El sitio tiene clase, eso salta a la vista, aunque para mi gusto es un poco decadente. —Se quedó callado un momento y luego saltó—: Pero tiene clase, vaya que sí. Y es bonito.