Capítulo 25

Eran las seis en punto de la mañana cuando Jane trepó a su cama y le pidió que le diera «calorcito», pues tenía las piernas heladas. En menos que cantaba un gallo, según le pareció, estaban todos sentados a la mesa del desayuno metiéndose cucharadas de leche con cereales en el gaznate. Había leche en abundancia, pues lady Challis tenía una preciosa vaca jersey llamada Blossom, que era la atracción de los niños y que vivía en el cercado al fondo del jardín, así como una cabra que no era tan popular, y Bertie las ordeñaba a ambas todas las mañanas y todas las tardes. (Hicieron un poco de café también para el señor Challis, a ver si así le mejoraba el humor).

Hebe parecía incluso más plácida que de costumbre sentada junto a Emma, a la que dirigía una y otra vez la cuchara, que la cría estaba aprendiendo a usar, en dirección a la boca, a veces sin atinar. Aunque declaraba que se aburría soberanamente en la casa de su abuela, y que echaba de menos los placeres de la vida en Londres, aquella atmósfera le sentaba bien, sobre todo porque había más gente joven con la que podía salir al pub por la noche y hacer cosas propias de su edad. Como sus hijos eran su interés principal, esta casa, donde la rutina giraba en torno a los niños, constituía su lugar natural, y solo de vez en cuando se declaraba aburrida del menú a base de estofado irlandés, macarrones con queso y pudin de sémola, y de las conversaciones consabidas, basadas en adivinar acertijos, contar los mismos chistes de siempre, de los que nadie se cansaba, hacer preguntas estúpidas y reírse a carcajadas sin motivo.

Sin embargo, seguía muy disgustada con Alex, y le molestaba su incapacidad para sentirse satisfecho con la vida que a ella le satisfacía. Había recibido una postal, escrita al parecer desde Dunster, que decía, escuetamente: «Espero que estéis todos bien. Yo lo estoy. Un abrazo, Alex». Pero de eso hacía ya quince días y desde entonces no había habido más. Dos de sus amigos pintores habían pasado con un coche viejo y se habían llevado Los buscadores de metralla, así que supuso que tenía intención de terminarlo en el estudio de sus amigos y que no volvería a casa durante un tiempo, pues estaba todavía a medio pintar. Había decidido, por tanto, que, en cuanto volviera a Londres, intentaría encontrar un sitio donde pudieran vivir todos juntos. «Tengo un buen dinero reservado —pensó, pues era ahorradora y tenía buena cabeza para los negocios—. Eso nos dará para empezar de manera desahogada y esta vez me aseguraré de que la casa sea lo bastante grande para todos. ¡Se va a enterar!». Cada dos por tres le entraban violentos ataques de nostalgia por Alex, a quien echaba de menos en dolorosos arrebatos. Pero es sorprendente cómo uno puede controlar el dolor solo con negarse a ceder ante él, optando, en su lugar, por enfadarse. Además, justo ahora, Hebe estaba disfrutando de la relajada existencia que le proporcionaban los cuidados de la maternidad, sobre todo cuando Margaret y las otras mujeres le quitaban de los hombros el peso de algunas obligaciones.

Después de las confidencias a Margaret la noche anterior, decidió que su deuda ya estaba saldada y no volvió a abrir la boca. «Struggles adora oír hablar del abuelo y de la abuela, y si cae algo de papá en la conversación, mejor que mejor —le había dicho a su madre—. Podríamos utilizarlo en vez de darle las gracias; nos saldría más a cuenta». Ella no consideraba a su familia sacrosanta, de modo que la ferviente pasión que la pobre Struggles sentía por su padre le resultaba hasta graciosa. «Ya cuesta bastante tener que querer a alguien que te ha concebido, como para tener encima que beber los vientos por alguien que ni siquiera intentó concebirte —pensaba—. Pero la abuela siempre anda diciendo: “Hay gente para todo, Hebe, hay gente para todo”. Y ya sabes lo que se suele decir: las personas mayores siempre tienen la razón».

Margaret se pasó la mayor parte del día en el jardín.

Sus obligaciones consistían principalmente en echar un ojo a los dos bebés que no sabían andar y en llevarlos «a ver a Blossom» cuando su interferencia en los juegos de los niños mayores se volvía un incordio. Cuando escuchaba un grito exasperado de los niños pidiendo que los pequeñajos se quitaran de en medio, Margaret soltaba el libro y acudía al rescate. Tras una ruidosa y alegre merienda-cena en el cercado, esta vez se llevó a sus niños a la cama antes que la noche anterior y pasó el resto de la tarde sentada apaciblemente con un libro junto a la chimenea del comedor, leyendo media página cada vez y levantando la vista para intercambiar una palabra amable con cualquiera que acabara de entrar del jardín.

Los jóvenes habían bajado otra vez al pub, pero esta vez el señor Challis no los había acompañado y Margaret había rehusado (por miedo a sentirse excluida) una invitación que luego deseó haber aceptado, pues descubrió que estaba un poco aburrida del libro que estaba leyendo; sus ánimos estaban exaltados con la belleza de la primavera, el cambio de aires y la compañía de gente nueva e interesante. Linda, Dick Fletcher y la casa de Brockdale ya parecían muy lejanos. Ahora tenía en mente la promesa de lady Challis, y observaba a su anfitriona con total devoción mientras esta iba de acá para allá, normalmente con un libro bajo el brazo, una herramienta de jardinería o un niño de la mano, y le maravillaba que la madre significara ahora tanto para ella como su hijo, aunque fuesen espíritus tan diferentes. Sin embargo, era la calidez de su corazón y su afectuosa naturaleza lo que más le atraía de lady Challis, y estaba celosamente segura de que este manantial, si alguna vez tenía la oportunidad de beber de él, nunca se secaría.

Tenía necesidad de profesar devoción por alguien y, como estaba avergonzada por haberse abandonado a aquellos tiernos sentimientos que tan de buena gana había entregado al alma y la obra de Gerard Challis, tomó la firme determinación de intentar no fijarse más en él y volcar sus afectos en su madre.

El domingo, día en que el grupo debía volver a casa, no amaneció tan despejado como los dos días previos, pero a Margaret el clima le pareció lo suficientemente bueno como para llevarse a Emma, Claudia, Dickon, Edna y Barnabas a El Paseo.

Este paseo era tan especial porque era el único que había en Martle-field (como suele ser el caso en cualquier remoto lugar campestre), y antes o después, todo el que se quedaba en Yates Row lo recorría y admiraba los campos que lo rodeaban desde la colina de cincuenta pies, coronada por un magnífico ejemplar de roble centenario.

Mientras tanto, en Highgate, Zita y Cortway estaban pasando un fin de semana lleno de sobresaltos…

El viernes por la noche, Grantey parecía sentirse casi igual que las últimas cinco semanas, durante las cuales había mejorado a ritmo lento pero constante. La enfermera ya no creía necesario quedarse por las noches junto a ella, aunque venía todos los días para cuidarla, de modo que Zita y Cortway no contaban con ayuda ninguna cuando, el domingo en plena madrugada, el sonido ininterrumpido de la campanilla procedente de la habitación de Grantey los despertó. Cortway acudió de inmediato a la llamada y se la encontró azul, dando boqueadas y señalando las pastillas que le habían dejado en la mesilla por si ocurría alguna emergencia. Mientras él las trituraba bajo la nariz de su hermana y observaba, con gran alivio, cómo empezaban a surtir efecto, Zita subió dando traspiés, medio dormida y gritando alarmada. Su ansiedad y su pena eran genuinas, pero sus lamentos no fueron de mucha utilidad, pues lo único que acertaba a hacer era ir de acá para allá gritando: «Ach! Mein Gott!» y bajar a toda prisa las escaleras para traer bolsas de agua caliente y litros de café y así ayudar a Cortway a sobrellevar la vigilia. Aunque luego, como se olvidaba de qué había ido a buscar abajo, siempre volvía al dormitorio con las manos vacías.

Al final, Cortway, desesperado, la mandó de vuelta a la cama y se quedó toda la noche en vela sentado junto a su hermana, intentando controlar su respiración y viendo cómo la oscuridad de la ventana daba paso al amanecer estival. Cada dos por tres echaba un vistazo a la cara de su hermana. Parecía muy mayor, enmarcada en aquel pelo gris desparramado por la almohada y, sin embargo, veía en ella a la niñita que siempre fue, y que poblaba todos sus recuerdos infantiles.

Siempre habían estado juntos, Allie y él, y que decidiera casarse con el tal Wally Grant supuso un duro mazazo para todos. Pero aquello había salido mal y Allie había vuelto al servicio con los Braddon, recomendada por él, puesto era el chófer de la familia. De eso hacía ya veinte años y ahí estaba ahora de nuevo su Allie, yéndose, eso saltaba a la vista, aunque, esta vez quizá fuera para siempre.

Con las luces del nuevo día empezó a dar cabezadas y, cuando Zita subió a las siete y media con una taza de té, lo encontró dormido al lado de su hermana.

Mientras Grantey dormía, los miembros del servicio se reunieron y debatieron si debían llamar a la señora Challis. Sin embargo, como la enferma parecía encontrarse mejor y casi había recuperado el color de la cara, decidieron esperar hasta oír el diagnóstico del médico.

Este llegó alrededor de las nueve. Tras examinar a Grantey, les dijo que no había motivo para alarmarse, aunque creyó oportuno que informaran a la señora Challis de cómo estaban las cosas, y ya habían decidido llamar por teléfono cuando Grantey por fin se despertó. Parecía encontrarse tan mejorada que sus miedos se disiparon. Le subieron un poco de té, le dieron pan con mantequilla y luego vino la enfermera, con la que intercambió montones de chascarrillos mientras esta la aseaba. Así que decidieron esperar: no había necesidad de alarmar a la señora Challis sin motivo. Grantey pidió que le trajeran el Daily Mirror y sus agujas de hacer punto, y Cortway la dejó con sus labores y se fue abajo. Hacía un día precioso, la luz del sol inundaba la casa y la música sonaba en la radio para entretenimiento de Zita. Grantey marcaba suavemente el ritmo con sus gafas mientras echaba un vistazo a las fotos del Mirror. No sabía por qué, pero no le apetecía ponérselas esta mañana: parecían pesarle una tonelada en la cara.

Pero volvamos ahora a Bedfordshire…

Habían añadido a Jeremy al grupo de Margaret, lo que significaba que habían tenido que tomar prestado el carrito grande de William, que pasaría la tarde gateando por el jardín, y colocar a Emma y a Jeremy en extremos opuestos del mismo. Cargada de este modo y tras rechazar los amables ofrecimientos de Barnabas y Edna de ayudarla a empujar, Margaret partió después de almorzar por el largo carril que constituía la primera etapa de El Paseo. Claudia se adelantaba tanto que, durante los primeros cinco minutos, tuvo que gritarle un par de veces con todas sus fuerzas para no perderla de vista, mientras que Dickon, que tenía su propia idea de lo que era un paseo, se quedó atrás nada más empezar. Edna y Barnabas se pegaban tanto al carrito que Margaret se obligaba a decirles cada dos por tres que se quitaran de en medio, y solo Jeremy parecía estar tranquilo, saciado de leche; Emma se pasó todo el camino cantando.

—¿Podemos entrar en el bosque? —preguntó Barnabas de repente—. ¡Esta carretera es un aburrimiento! —Y balanceó el carrito haciendo que se inclinara.

—¿Podemos meternos en el campo, Margaret? —le pidió Edna, también balanceando el carrito.

—¡Claudia! —gritó Margaret, haciendo señales a la figura de largas piernas que seguía alejándose hasta una distancia de unas cien yardas, justo donde el carril empezaba a describir una curva—. ¡No te vayas muy lejos!

Claudia hizo señas minuciosas, como de alguien con muchas ganas de oír lo que le han dicho, pero que no puede.

—Dickon ya no se ve —comentó Edna, con el tono de satisfacción que siempre utilizaba para anunciar desastres o malos augurios—. ¿Ya se ha perdido? ¿No es mejor que lo esperemos?

—¡Claudia! —aulló Margaret, justo cuando la niña empezaba a desviarse. Tan alto gritó que el durmiente Jeremy abrió los ojos como platos y Emma dejó de cantar y alzó la vista sorprendida.

—¡Lo siento! —dijo Claudia con una sonrisa, volviendo danzarina por la carretera con el pelo al viento—. Oh, ¿no querías que me alejara tanto? Mamá siempre me deja.

—Mentira, Claudia —dijo Edna—. Tu mamá se preocupa mucho cuando lo haces. Mi mamá cree que es una tontería.

—Mi papá lleva en el ejército más tiempo que el tuyo, y por eso mi mamá ha tenido que criarme sola y, como te atrevas a decir que es tonta, te pego un tortazo, así que cállate —replicó Claudia.

—¡Ya basta! —dijo Margaret, interrumpiendo su llamada a Dickon, que se había esfumado. El largo carril, bordeado a cada lado por espinos bajos de un verde brillante, se desplegaba a lo lejos sin que se viera un alma. Por su cabeza desfilaron absurdas historias de niños secuestrados por gitanos.

—Siempre hace lo mismo —apuntó Barnabas, aburrido—. Vamos a seguir, ya nos alcanzará.

—¿Y su madre le deja? —le preguntó Margaret a Claudia.

—¡Claro que no! —gritó Claudia—. ¡Si lo supiera, le daría un patatús!

—Eso no es verdad, Claudia, siempre le deja, sabes que es verdad —dijo Edna.

—Oh, no, estaría horrorizada —declaró Claudia de nuevo, echándose todo el pelo por la cara y sonriendo a hurtadillas.

—¡Allí está! —chilló Barnabas, dando saltos cuando una figura apareció caminando sin ninguna prisa por el camino, balanceando un ramo de flores silvestres—. ¡Venga, date prisa, vamos al bosque!

Dickon, atraído con semejante señuelo, echó a correr pesadamente hasta que por fin los alcanzó. Bajo un copete rubio lleno de polvo mostró una cara encantadora, roja como un tomate, y, cuando sonrió, sus diminutos dientes blancos semejaron una fila de avellanas.

—Lo siento —dijo alegremente—. ¡Venga, vamos al bosque!

—¡El bosque, el bosque! —gritó Claudia, dando brincos.

—Me temo que no podemos ir al bosque —anunció Margaret—. (No te cuelgues del carrito, Edna, por favor).

—¿Por qué no? —rugió Dickon, cuya alegría se borró de un plumazo y se vio sustituida por la desesperación más absoluta. Hasta el ramo de flores que llevaba en la mano se inclinó hacia delante y pareció marchitarse de repente.

—Porque no hay ninguno por aquí cerca —lo atajó Margaret—. (Barnabas, no te cuelgues del carro, por lo que más quieras). Además, vamos a Sharps Hill.

Varios miembros del grupo hicieron elaboradas imitaciones de tener arcadas.

¡Sharps Hill! ¡Dan ganas de vomitar! —gritó Claudia.

—No sé por qué estás montando todo este numerito. Ya sabías que íbamos a ir a Sharps Hill —dijo Margaret, sin dejar de empujar el carrito por el interminable carril. Grandes nubes púrpura estaban desplegándose lánguidamente por el este y no corría ni un soplo de viento—. Va a llover —añadió.

—¡Viva! —gritaron todos, recuperando el buen humor, y volvieron a correr delante, aunque pronto el calor asfixiante y la calma los dominaron; se congregaron alrededor del carrito y caminaron a su lado, quejándose o en silencio. El Paseo continuaba su curso poco estimulante describiendo suaves curvas hacia otros carriles de idéntica forma; franqueando cercas que daban paso a campos de trigo o de avena de un verde espectacular en contraste con las nubes azul ciruela de tormenta que se extendían sobre las llanuras; elevándose sobre el Martlet, de seis pies de ancho, a lo largo de cuyas orillas se alzaban viejos sauces que reflejaban sus brotes verde amarillentos en las lentas aguas; incluyendo entre sus vistas un mirlo completamente seco y aplastado, víctima de un coche, probablemente, que sumió a Claudia en un lloriqueante estado de duelo, y proporcionando, al fin, una perspectiva de la distante colina coronada por un roble que constituía el objetivo último de la expedición.

—¡Allí está! —exclamó Margaret llena de alegría, tras lo cual se detuvo a secarse la cara. Emma se había quedado dormida y estaba recostada con sus pequeños y pálidos miembros al descubierto. Una gota de sudor adornaba su frente. Todos los demás parecían alicaídos y cansados.

—¿Echamos una carrera? —sugirió Barnabas, aunque sin mucho entusiasmo, y nadie aceptó el reto.

—Ya que la hemos visto, ¿no podemos dar media vuelta? —sugirió Dickon—. Me muero de hambre.

—Yo también —dijeron varias voces al unísono.

—¿Podemos volver ya a casa, Margaret?

—No hasta que hayamos subido a la colina. Son solo las tres y media.

—Se me ha metido una piedra en la sandalia. Me está matando.

—Pues sácatela, Claudia.

—¿Y dónde me siento? —Claudia echó un vistazo desdeñoso a los estrechos arcenes de hierba de las cunetas y a la polvorienta carretera—. Lo peor del campo es que siempre hay vacas.

—Allí hay un trozo de hierba; ve.

—¡Campo asqueroso! —refunfuñó Claudia, atravesando la carretera—. ¡Cómo lo odio!

—¿Que odia el campo? —gritó Dickon, mirando a Margaret con los ojos como platos—. ¿Cómo es posible? Debe de estar loca.

—Loco tú —replicó Claudia, sin volver la vista.

—Date prisa, Claudia. Creo que me ha caído una gota de lluvia.

Esto dio pie a que empezaran a dar carreras de un lado a otro con las caras levantadas hacia el cielo para capturar las primeras gotas, pero no hubo más hasta que el grupo llegó, después de que Claudia se hubiera sacado la piedrecita, a una cerca por cuya escalera de paso se accedía a un prado cubierto de margaritas enormes y, de ahí, a la colina.

—Podéis subir a la colina, niños. Yo me quedaré aquí. No puedo pasar el carrito por encima —dijo Margaret, contenta de tener la oportunidad de descansar.

—Ay, ¿tenemos que hacerlo? Es muy aburrido.

—Pues entonces vete a coger margaritas.

—Hace mucho calor.

—Me muero de hambre. Me bebería hasta seis vasos de naranjada helada y me comería hasta doce emparedados de sardinas.

—En cuanto todos hayáis subido a la colina, daremos media vuelta y nos iremos a casa. Vamos, daos prisa, me ha caído otra gotita.

Treparon por la escalerilla con todo un despliegue de piernas morenas y sandalias gastadas, y arremetieron contra el prado, llegando hasta la profunda espesura de delicadas margaritas salpicadas aquí y allá de botones de oro de siete tallos, dorados, entre platas y verdes, a semejanza de ricos candelabros. Margaret colocó el carrito bajo un arbusto viejo, felicitándose porque Emma y Jeremy siguieran dormidos. Poco después, subió por la escalerilla y se perdió entre las flores, cogiendo los mejores ejemplares hasta que en su mano empezó a formarse un pequeño ramo. De algunas flores que, por error, había arrancado de cuajo colgaban interminables raíces, y el ligero aroma que emanaban todas aquellas preciosas caritas florales que la miraban parecía encerrar la mismísima esencia de los prados. Las margaritas eran de un blanco sobrenatural bajo aquella luz descendente, y la hierba, de un verde vivo. De repente, en el cielo brilló un relámpago, seguido de un sonido bronco y prolongado en la distancia. La pandilla, que iba ya escalando la colina, dio media vuelta de inmediato y empezó a precipitarse en dirección contraria, acicateada por Claudia, a quien Margaret podía oír gritando: «¡Cañones! ¡Cañones! ¡Os digo que son cañones!».

Margaret le hizo señas para que se callara, pero la niña no hizo el menor caso y pronto todos pusieron rumbo a la cerca, atravesando el prado de margaritas entre los primeros goterones de lluvia y chillando: «¡Cañones! ¡Cañones! ¡Son cañones!». En ese preciso instante, se oyeron alaridos procedentes del carrito.

—Ea, ea, shhh, no pasa nada, Emma, Jeremy, cariño, solo es lluvia… —Margaret trepó a toda prisa por la escalerilla. Ayudó a Emma a sentarse, pues estaba forcejeando para incorporarse; la acomodó, le puso el ramo de margaritas en la mano y luego meció a Jeremy, que volvió a quedarse dormido.

—¡Bonitas! —dijo Margaret, asintiendo y sonriendo a Emma mientras echaba las dobles capotas del carrito. Llovía cada vez más intensamente. De la escalerilla llegaron gritos de «¡Me estoy empapando!», «¡Está diluviando!», «¡Vamos a pillar un resfriado espantoso!» y otras profecías halagüeñas.

—Oh, oh, mira —dijo Emma, tendiéndole a Margaret una flor de tamaño excepcionalmente grande con expresión de estar preguntándose algo.

—Fló bonita, sí.

—Oh, oh, mira.

—Venga, vamos —dijo Dickon, subiendo a toda prisa, seguido de los demás—. Va a llover a mares y tenemos que llegar a casa lo más rápido posible.

—Claudia seguro que pilla un resfriado —dijo Edna con tono de satisfacción—. Siempre le pasa…

Claudia emitió un gruñido y Margaret le ordenó que se aligerara para no quedarse atrás. Llevó el carrito hasta la carretera y echó a andar a toda prisa en medio de la lluvia, que ahora estaba cayendo a cántaros. Miraba con ansiedad de un lado a otro, pero era inútil: no había ni un árbol ni un arbusto ni un granero donde refugiarse, y Emma llevaba ya un mohín dibujado en la cara porque la lluvia se colaba entre las capotas y le estaba empapando los pies.

—¡No! ¡No! —exclamó Emma, pataleando.

—No pasa nada, cariño, solo es un poco de lluvia. No le va a hacer daño a Emma —dijo para tranquilizarla, pero cuando intentó poner las capotas más juntas, Emma protestó porque estaba «todo negro», y tuvo que separarlas de nuevo. El bendito de Jeremy, mientras tanto, seguía durmiendo.

—¿Qué? ¿Qué? —gritó Margaret, en respuesta a un chillido lejano de Claudia, que iba a la zaga con Edna, detrás incluso de los chicos, ambas con sus mugrientos pañuelos echados por la cabeza a modo de dudosa protección contra la lluvia.

—¡Le duelen las piernas! ¡Ya no puede andar más! —chilló Claudia en tono dramático, saltando en los charcos que se estaban formando con gran rapidez.

—Oh, maldita… —murmuró Margaret, secándose las gotas de lluvia de los ojos—. De acuerdo —gritó—. Venga, que se suba.

Tuvo que detenerse hasta que el grupo alcanzó el carrito y siguieron escenas de confusión mientras la llorona de Edna, cuyos mechones de pelo colgaban lacios y sin vida a ambos lados de su cara, fue colocada en el carrito entre Jeremy y Emma y cubierta con la capota impermeable.

—¡No! ¡No! —dijo Emma frunciendo el ceño, aunque, al parecer, le asombró tanto ver a uno de los niños mayores llorando que no dijo nada más y se limitó a retirar celosamente su ramo de flores de los pies de Edna.

—Ahora, veréis cómo vamos más rápido —suspiró Margaret—. ¡Claudia, no hagas eso! Vas a estropearte los zapatos. Venga, todo el mundo, ya veréis lo pronto que llegamos a casa.

—Vamos a cantar —sugirió Edna, en parte recuperada de su berrinche.

—De acuerdo, si queréis… ¿Qué cantamos?

Aquel que es valiente[71] —propuso Claudia.

Dios salve al Rey —apuntó Dickon.

—No, no, Jesús nos pide que brillemos[72] —dijo Edna en tono autoritario, y, acto seguido, se puso a cantar con voz de pito y sin el menor ritmo:

Jesús nos pide que brillemos con luz clara y puraaaa…

Ninguno de los otros se sabía el himno o, si se lo sabía, preferían cantar lo que habían elegido, menos Barnabas, que saltaba de una canción a otra según le convenía. Emma encandiló a Margaret, en medio de aquella barahúnda, uniéndose al grupo con una diminuta cantinela (decía: «Na-na-na») de su propia invención.

La lúgubre procesión continuó su marcha, con la ropa de verano empapada y las piernas al aire desagradablemente bañadas por el agua. Cada dos por tres, un nuevo chaparrón de goterones más gordos que los anteriores hacía que todo el mundo corriera en zigzag y chillara. Jeremy se había despertado y Margaret se asustó por la fuerza y la pasión de su llanto. En cuanto ponía a Emma y a Edna apretujadas en uno de los extremos del carro para dejarle espacio, ellas volvían sigilosamente a su sitio y lo hacían llorar, Edna cantando todo el rato y Emma enfadada intentando secar con el pico de la manta la lluvia que le estaba calando los pies. Claudia, Barnabas y Dickon cantaban también, esta vez a coro, deteniéndose de vez en cuando para intercambiar impresiones sobre lo mojados que estaban y para escurrirse el agua de la ropa, y Margaret bregaba con el pesado carro, ahora seriamente alarmada ante la perspectiva de que todos los niños a su cargo pillaran una neumonía.

—¡Ahí viene alguien! —gritó Dickon de repente.

—Ay, ¿dónde? ¿Es un coche? —gritó Margaret, intentando atisbar algo entre la lluvia con la esperanza de que alguien la ayudara a transportar a los niños.

—¡No, es un soldado con un paraguas y un carrito! —dijo Barnabas.

—¡Es papá! —chilló Claudia y salió corriendo por la carretera en dirección a la alta figura que Margaret veía que se acercaba a ritmo constante hacia ellos. Hasta que un momento después, Claudia titubeó, se detuvo y dio media vuelta muy despacio—: Vaya, se me había olvidado —dijo en voz baja e inclinando la cabeza—. A estas horas ya se habrá ido. Mamá dijo que se iba anoche…

—Es un soldado americano —anunció Barnabas—. ¿Crees que habrá venido a por nosotros, Margaret? ¿Puedo ir a preguntarle?

El soldado estaba ahora muy cerca de ellos y bajo el gran paraguas, que sujetaba con una mano para cubrirse la cabeza (mientras con la otra guiaba diestramente lo que Margaret consideró el segundo carrito más grande de todo Yates Row), reconoció la cara sonriente de Earl Swinger.

—¡Hola! ¡Qué pasa! —dijo en tono simpático cuando Barnabas se abalanzó hacia él—. Será mejor que te metas aquí debajo ahora mismo, hijo. Margaret, por favor, perdone que no la haya saludado. Como ve, estoy bastante ocupado. Y ahora, ¿por qué no ponemos a tu hermanita en este otro carro? Y a ti también —dirigiéndose a Edna—. Bueno, esta situación es bastante diferente a la última en que tuve el placer de… ¿Verdad, Margaret? —y se dirigió a Edna, ayudándola a salir con cuidado de un carrito y trasladándola al otro—. Sube, preciosa. Ahora, la pequeña.

—Oh, señor Swinger, ¡no sabe cuánto me alegro de verle! —gritó Margaret, que permanecía clavada en el sitio, toda empapada y había empezado a reírse—. ¡Qué amable ha sido al venir! Lo hemos pasado fatal. Estamos medio ahogados, como puede comprobar.

—Al ponerse a llover, lady Challis sugirió que viniera. Pensé que era una excelente idea —contestó, acomodando a la callada Emma, que lo observaba fijamente bajo la capota, y colocándole por encima una funda impermeable—. Aquí traigo dos paraguas más —dijo, sacándolos del lateral del carrito—, y también un chubasquero para Margaret —concluyó, poniéndoselo por los hombros y dedicándole una sonrisa a su cara empapada por la lluvia.

Todo esto fue muy reconfortante y, cuando Margaret volvió a acomodar a Jeremy, aliviada cuando comprobó que sus llantos habían cesado, se alegró mucho de que hubiera sido Earl y no el señor Challis quien hubiera acudido en su rescate. Solo de pensar que él pudiera acercárseles en medio de la lluvia, cargado de carritos y paraguas, su ánimo se derrumbaba, así que, cuando la procesión se puso en marcha de nuevo, alegremente entretenida ahora al intentar manejar los paraguas y calcular lo lejos que estaban de casa, se preguntó de qué utilidad sería el señor Challis ante un aprieto cotidiano que requiriese más alegría y sentido común que integridad y austeridad.

—¿Es esta su primera visita a Yates Row, Margaret? —le preguntó Earl, avanzando en medio de niños que caminaban a toda prisa y de carritos que se deslizaban con sus silenciosos ocupantes sobre el embarrado terreno como si lo hubiera estado haciendo toda la vida, y sin dejar de sostener el paraguas sobre la cabeza de Margaret.

—Oh, sí. Llegué el viernes con la señora Challis, la señora Niland y los niños. ¿Y usted? ¿Es la primera vez que viene?

—Oh, no. Tuve el placer de visitar a lady Challis hace seis semanas y, muy amablemente, me pidió que volviera. Esa casa posee un espíritu delicioso, ¿no cree?

—¿A que es preciosa? —respondió ella ilusionada—. Estaba deseando poder contarle a alguien lo mucho que me ha gustado.

Lady Challis es una anfitriona maravillosa. Muy atenta.

—¡A que sí! —Aunque Margaret era consciente de que él había utilizado una palabra que no expresaba ni por asomo la impresión que lady Challis le había causado realmente.

—¿Cómo está su amigo, el señor… Levinsky? ¿No era así? —continuó Margaret y luego se dirigió a Claudia—. Cielo, no hagas eso; llevas ya los zapatos empapados.

—Sí, pero, por norma general, sus amigos lo llamamos Lev. Está muy bien, gracias, pero rezongando, como siempre. Sin ánimo de crear polémica, Margaret, puedo decir que a Lev no le gusta Inglaterra.

—Vaya por Dios. Lo siento. ¿Y por qué?

—Bueno, hay un puñado de razones y quizá sería mejor no mencionarlas aquí —respondió Earl, haciendo gala de un tacto que, de algún modo, sirvió para dejar en segundo plano el color que se le subió a la cara, fresca y joven, y la débil melancolía que se reflejaba en sus ojos. Durante un rato, caminaron en silencio. Margaret se preguntaba qué habría apenado tanto a Lev para hacer que su amigo se sonrojara de ese modo, y Earl pensaba con nostalgia en las chicas americanas, chicas alegres, de dulce olor y ojos grandes, primorosamente vestidas con volantes y medias de seda, con cinturas de avispa, pies pequeños y pelo lustroso. Por supuesto, no iba a confesarle a esta agradable chica inglesa con cuánta desesperación Lev y él, así como el resto de soldados americanos, echaban de menos a las chicas de su país y cómo consideraban a esas pequeñas británicas unos pobres sucedáneos. En vano le había explicado con paciencia a Lev que los británicos llevaban ya casi cinco años de guerra con los alemanes a menos de cien millas de Londres; que sus mujeres no podían conseguir los pintalabios y las cosas que necesitaban porque ya no se fabricaban en Inglaterra; que todas las chicas guapas de aquí llevaban uniforme (y qué uniformes, se quejaba Lev) y las pocas que estaban fueran del Servicio no podían conseguir medias de seda a menos que recurrieran al mercado negro. Lev había oído todos estos razonamientos sin que le convencieran del todo, y lo único que dijo al final de la caballerosa defensa de las mujeres británicas que hizo Earl fue: «Puede ser, pero no es a lo que estoy acostumbrado». Earl sabía perfectamente cómo se sentía su amigo, pues él sufría la misma dolorosa soledad. Pero, al tener un carácter sencillo, serio y hogareño en lugar de uno juerguista, como el de Lev, se las arreglaba para disfrutar de Inglaterra más que su amigo. Era un lugar pobre, pequeño, mal organizado y sucio, pero, personalmente, había conocido a gente muy amable y estaba fascinado por la disciplinada paz que se respiraba en muchos de los hogares británicos que había visitado, y por la delicada belleza a pequeña escala del campo. ¡Y su trigo! Era maravilloso: sus gavillas pesaban dos veces más que el trigo de los campos de cien acres de su propio estado natal de Kansas, y sus espigas grandes, duras y pesadas se encamaban con su propio peso. Durante la época en que estuvo ayudando a apilar los tresnales en una granja de Gloucestershire el verano anterior, tenía que pararse a descansar cada dos por tres y admitir que este trigo inglés, sin duda, era de los que hacía mella en los músculos de sus brazos. Pero los hogares tranquilos, la amabilidad y el maravilloso trigo no compensaban a las chicas americanas ni el sentimiento consolador e inconcebible de su propio país y, bajo aquella fachada simpática, seria y amable, se escondía un joven americano solitario que añoraba su hogar como el que más.

En cuanto a su admiración por Hebe, sufrió un duro revés la primera vez que la oyó mostrarse verdaderamente grosera con alguien, así que, tras una época de abierta fascinación, ahora la miraba con cierta desaprobación.

Para mitigar el tedio del viaje, Claudia y Barnabas (que parecían hechos especialmente para tirarse los trastos a la cabeza el uno al otro) se pusieron de acuerdo para embarcarse en elaboradas tiritonas, castañeteos de dientes y peticiones de bebidas calientes en cuanto llegaran, pues juraban que estaban empezando a resfriarse.

—¿De verdad lo crees, Claudia? —le preguntó Margaret preocupada, después de que la hubieran advertido de que Claudia pillaba un resfriado con la misma facilidad con que la mayoría de la gente respira—. Espero que no hables en serio.

—Bueno, todavía no —confesó Claudia generosa—. Me estoy divirtiendo solamente; me gusta la lluvia —confesó, levantando una mojada cara de flor hacia el cielo lluvioso—. Un día que estaba diluviando, Helen y yo fuimos paseando por todo el camino de vuelta a casa muy despacito bebiendo ginger-ale de una botella, charlando y chupando juanolas rebozadas en mantequilla. Era una delicia.

—¿Juanolas? ¿Qué son?

—Caramelitos negros que te aclaran la voz y hacen que te huela bien el aliento. Ya no los venden. «Tu aliento olerá como el de los ángeles», dice en el paquete. Íbamos a hacer un picnic en las ruinas de una bomba, solo que llovió.

—¿Quién es Helen? —preguntó Earl, bajando la mirada hacia ella divertido.

—Es una amiga mía del querido Londres. ¡Ay, ojalá estuviera allí! —Y lanzó una patada hacia Bedfordshire.

—¿No te gusta el campo?

—¿Gustarme? Querido, ¡lo detesto y lo abomino! —dijo con un chillido afectado. Margaret, quien acababa de ver que Claudia, Barnabas y Dickon habían salido corriendo por la carretera aullando que ya estaban cerca de casa, se preguntaba si debía echarles una reprimenda. La lluvia casi había dejado de caer, así que Earl cerró sonriente su paraguas.

—Después de todo, gracias a usted no creo que se hayan mojado tanto —dijo Margaret. Su cara seria, que estaba empezando a adquirir una expresión meditabunda y tierna por su constante anhelo de belleza, estaba enmarcada en un pañuelo escarlata que dejaba al descubierto su pelo negro con la raya en medio. Aquella elegancia, adquirida con tanto dolor, aquella actitud honrada y aun así dulce, aquella vivacidad en su mirada, constituían claros puntos a su favor. Si hacía un año había mostrado el aspecto de una joven corriente y descontenta, ahora parecía hasta interesante. Para expertos como Gerard Challis, seguiría siendo corriente durante lo que le quedara de vida, pero a Earl Swinger le encantaba su aspecto solemne y lo elegantemente que movía las manos cuando palpaba a Edna para comprobar si estaba mojada.

—Es curioso… —dijo él repentinamente, mientras la observaba—. Cuando llegué aquí, estaba obsesionado con los libros y las ideas. Estaba trabajando en una teoría propia sobre la estética. Ahora, todo eso parece tan lejano…

—¿Qué enseñaba en América?

—Dibujo e Historia del Arte Europeo. Margaret —continuó de manera abrupta—, ¿le gusta la música clásica?

—Muchísimo. Es uno de mis mayores placeres.

—Fantástico, porque me gustaría invitarla a un concierto en Londres.

—Es muy amable por su parte, Earl, me encantaría —contestó en voz baja, empezando a empujar el carrito una vez más.

—¡Es una cita! —dijo sonriendo—. La llamaré dentro de un par de días, si a usted no le parece mal…

Y así llegaron a la casa, y poco después metían los carritos en el cobertizo donde solían guardarlos. Margaret decidió llevar a Emma y a Jeremy a la sala de estar. Pero cuando llegó allí, encontró a todo el grupo apiñado alrededor de Seraphina y de Hebe. Esta última estaba enjugándose las lágrimas mientras lady Challis la miraba, horrorizada y triste. Irene le contó en voz baja a Margaret que acababa de llegarles un mensaje telefónico desde Highgate. La vieja niñera, la señora Grant, había fallecido esa tarde, haría una hora escasa.