Capítulo 17
En el jardín tapiado de Westwood crecía un tulipero en flor. Las hojas verde oliva y los pétalos coloreados de púrpura caían por encima del muro y, cada noche, Margaret subía hasta allí dando un paseo para contemplarlo y tomar el fresco antes de acostarse. La hierba del césped oval estaba creciendo tan deprisa que Cortway tenía que recortarla cada dos o tres días. Casi siempre se lo encontraba allí sobre las ocho, dando largas y apresuradas pasadas con el cortacésped de acá para allá sin levantar la vista del suelo.
Los jardines eran tan antiguos como la casa y, con el paso del tiempo, sus arbustos se habían tupido y extendido, y se habían tornado en macizos e impenetrables tiranos que proyectaban una sombra densa e impedían que crecieran las flores. Había laureles de Portugal, arrayanes, rododendros y lauros. Los laureles comunes estaban bien podados, pero sus hojas parecían tan duras como el mármol veteado de verde y había más de un pino y de una araucaria que contribuían a la proverbial oscuridad del jardín. Distribuidos entre estos arbustos sombríos y con escasas flores, había parterres en forma de diamantes, corazones u óvalos sembrados de flores amarillas, escarlatas y azules de temporada. Sin embargo, durante el invierno, cuando no crecía ni una flor, el jardín parecía más auténtico, como si su lóbrego y solemne espíritu se hubiera liberado. La imagen que proyectaba entonces se asemejaba más a la de un bosque y, curiosamente, carecía del poder estimulante de la mayoría de los jardines: era difícil combinar oscuridad y viveza.
Era una tarde tranquila y soleada y Margaret salió a dar un paseo con Zita por el jardín. El contraste de cientos de enormes narcisos teñidos de amarillo bajo los oscuros y densos arbustos le resultó casi desagradable. Pero entonces, le llegó una ráfaga a tierra removida procedente de los diminutos setos podados que bordeaban los caminitos y, por un instante, tuvo la sensación de que había dado con algo muy antiguo. Y lo había hecho, desde luego. Se trataba de la idea de un jardín que había pertenecido a una Inglaterra de otro tiempo: los setos recortados, las plantas, los arbustos y unas cuantas flores de belleza dura y refinada. La depresión del terreno en que se hallaba el jardín incrementaba su oscuridad y, como solo los rayos de sol bajos y deslumbrantes del atardecer y del alba penetraban directamente por las ramas, lo más normal era que estuviera iluminado por luces extrañas y transformadoras, y que sus frondosos setos lo protegieran del resplandor del mediodía. Aquel era un jardín poco común, opresivo y silencioso, pero, a medida que fueron pasando los meses y las rosas carmesís florecieron bajo los lustrosos arbustos de laurel, Margaret llegó a adorarlo.
Los jardines delanteros de la mansión eran menos formales. En el pequeño, que se extendía a la izquierda de la verja, junto al tulipero, las madreselvas trepaban por las paredes y había arriates llenos de narcisos de los poetas, tulipanes, alhelíes y capuchinas que Cortway cuidaba con esmero. Sin embargo, junto al camino que conducía a la entrada lateral de la casa, crecía la fronda plumosa de la zanahoria silvestre, y una maraña de pequeña enredadera rosa que emanaba esencia a vainilla estaba colonizando todo el muro que se alzaba en esa zona. Cortway nunca se preocupaba por esta parte del jardín, pues se suponía que las visitas no la iban a ver, y no le importaba que crecieran algunos hierbajos, pero a Margaret le encantaba recorrer dos o tres veces por semana aquel caminito de guijarros, estrecho y musgoso al atardecer, y descubrir qué nuevos zarcillos y lechos alfombrados de verde y de flores iban naciendo a medida que la primavera se extendía como una marea por toda Europa.
En este tiempo, el propio jardín de los Steggles se había transformado gracias al duro esfuerzo de la familia, y ahora lucía un césped que, aunque todavía estaba disparejo, crecía verde y sano, y unos cuantos arriates, bastante bien cuidados, que tendrían un aspecto más frondoso cuando nacieran las flores veraniegas tardías. Había, además, una gran lila florecida a cuya sombra la señora Steggles se sentaba en ocasiones. Dick Fletcher seguía viniendo la mayoría de los sábados por la tarde y, en la última ocasión, lo recompensaron con un gran ramo de lilas, los primeros frutos (según le dijo la señora Steggles) de su trabajo; más tarde, serían rábanos, lechugas y judías pintas. Él envolvió las lilas con cuidado en papel marrón, sin el menor atisbo de la vergüenza que suelen mostrar los hombres al llevar flores, y Margaret se preguntó si las pondría en su apartamento o se las regalaría a la chica a la que veía los domingos.
Para entonces, la leve incomodidad que había existido entre ellos al principio había desaparecido ya, y ella lo aceptaba, del mismo modo que él parecía aceptarla a ella, aunque sin llegar a echarlo en falta cuando no estaba. Encajaba bien en las costumbres de la familia, rara vez hablaba de algo salvo de temas de interés doméstico general, y nunca discutía ni metía baza en las conversaciones de la familia. A veces, se le veía taciturno o susceptible, pero los Steggles estaban acostumbrados a los cambios de humor y aceptaban los suyos sin rechistar. Parecía que le gustaba ir a la casa y la señora Steggles se mantuvo fiel a su decisión de darle la mejor acogida.
Margaret estaba tan hecha a la forma de ser de Dick que, una tarde que Hilda fue a tomar el té, se sorprendió al descubrir una nueva faceta suya. Empezó la velada más callado que de costumbre, observando a Hilda malhumorado mientras ella intentaba deslumbrarle con su chispa, pero pronto empezó a reír y le dijo una o dos cosas preciosas, halagadoras y absurdas.
—Me gusta el amigo de tu padre —dijo Hilda cuando Margaret y ella subieron a su cuarto.
—Normalmente no es tan tonto —contestó Margaret, sintiendo vergüenza ajena.
—¿Quién ha dicho que sea tonto? Es un encanto.
Margaret no volvió a decir nada, pero siguió pensando que los cumplidos de Dick Fletcher eran poco dignos de él. Aún no había aprendido la lección de la fea: que las guapas siempre hacen que los hombres pierdan encantados su dignidad.
Las semanas fueron transcurriendo plácidamente y los días aburridos e interminables de la escuela dieron paso a las vacaciones, con su música, sus tardes largas y luminosas, sus flores y sus encuentros fortuitos con los fascinantes moradores de Westwood. Zita y ella eran ya íntimas amigas, cuando no inseparables, y habían hecho planes juntas con vistas al verano que ya se aproximaba, que incluían pasar una semana de vacaciones en Salisbury para admirar las bellezas de su catedral e ir a los conciertos que se celebraban en la ciudad. Esto sería en agosto, así que Margaret ya estaba deseando que llegara el calor.
Fue al comienzo del último trimestre cuando se dio cuenta de que estaba deseando inconscientemente que llegara el momento en que no tuviera que dar más clases. Durante el segundo trimestre, hubo semanas en que planificaba su trabajo de forma mecánica y corregía los ejercicios a toda prisa para no faltar a sus encuentros con Zita, de modo que el final de las vacaciones de Pascua, durante las que tuvo toda la libertad del mundo para frecuentar Westwood tanto como quiso y para pasar el día haciendo planes por gusto, le cayó como un jarro de agua fría. La vuelta a las clases le resultó particularmente odiosa: las niñas le parecían todas feas, sin interés y absolutamente estúpidas; sus colegas, llenas de prejuicios, incultas y estrechas de miras. Sus sentidos, enriquecidos con la belleza de Westwood, rehuían la fealdad de las instalaciones de la escuela.
Empezó a temerle a los largos años de ejercicio que le quedaban por delante, en los que tendría que seguir ganándose la vida con un trabajo que se le estaba haciendo cada vez más insufrible. Intentó un par de veces transmitir a sus clases el mejor de sus entusiasmos, pero la lentitud de las chicas para captar las cosas que decía le irritaba sobremanera y terminó por desechar la idea. Además, sospechaba que algunas de las alumnas mayores creían que sus arrobamientos eran ridículos y, como a ella le salían del alma y era incapaz de adoptar un tono más frío, prefirió abandonar la idea definitivamente. Sin embargo, no cejó en su empeño de intentar transmitir los felices descubrimientos que había hecho a sus alumnas, que eran menos inteligentes y afortunadas que ella, aunque ¿qué se podía hacer (se preguntaba) con chicas que recordaban hasta el más mínimo detalle de la vida de cualquier estrella de cine y a las que era imposible convencer de que mostraran verdadero interés por cualquier otro tema? Le parecía que sus jóvenes mentes estaban empachadas de platos demasiado dulces, que siempre ansiaban más de lo mismo, que se alimentaban apenas de espuma y que crecían sin una sola cualidad que las condujera a una satisfacción más sólida o a un placer que les durara toda la vida. No se daba cuenta de que la imaginación de sus alumnas estaba todavía en estado muy embrionario, y de que estas no veían el mundo tal y como lo ven los adultos, sino como algo que esa imaginación, deslumbrante, soñadora y más satisfactoria que cualquier alimento sólido para la mente, revestía de glamour.
Su clase seguía siendo igual de disciplinada, pero sus alumnas no habían obtenido buenos resultados en los exámenes del segundo trimestre y la señorita Lathom no dejó pasar la oportunidad de hacérselo saber. De hecho, la señorita Lathom estaba extrañada, pues Margaret había empezado de un modo magnífico, y esos malos resultados la habían pillado por sorpresa. Algo debía de haber ocurrido en la vida privada de su nueva y prometedora maestra que había echado a perder su trabajo y la señorita Lathom tuvo que hacer un esfuerzo para que esta obviedad no la irritara. Experimentaba muy poca compasión por la gente que se metía en la enseñanza sin tener una verdadera vocación, y sospechaba que Margaret, aunque reunía muchas de las cualidades de una maestra de primera, adolecía de esta misma falta. Quizá otros intereses la estuvieran atrayendo. La inteligencia de la señorita Lathom le daba para esperar que, al menos, estos intereses tuvieran que ver con un joven, pero temía (pensando en el desastrado aspecto de Margaret) que ese no fuera el caso.
Una tarde, hacia finales del segundo trimestre, Margaret recibió el recado de que la señorita Lathom quería verla de inmediato en su despacho. De repente sintió que el corazón se le iba a salir del pecho, pues temía que la directora quisiera sacar a colación los desastrosos resultados de su clase.
Sin embargo, cuando abrió la puerta del despacho de la señorita Lathom, se encontró con dos figuras sentadas junto a la ventana abierta entre los jarrones de flores primaverales: y una de ellas era la señorita Lomax, su antigua directora de Lukeborough. La señorita Lathom observó con benevolencia el cariñoso saludo que se dispensaron y, después de una breve conversación, banal por lo demás, se hizo un incómodo silencio. Margaret se encontraba ante un dilema: sabía que debía invitar a su anterior directora a tomar el té a su casa o, al menos, sugerir que pasaran un rato juntas aquella tarde, pero Zita y ella habían planeado ir a dar un paseo a Hampstead para visitar la antigua iglesia parroquial, y llevaba todo el día deseando que llegara ese momento. Mientras ella se debatía en sus pensamientos, la señorita Lathom miró su reloj y comentó:
—Bueno, Monica, tengo una cita con un padre dentro de tres minutos, así que, si me perdonáis, voy a tener que pediros que salgáis. —Y dirigiéndose solo a la señorita Lomax le dijo—: Así que decidido: el jueves te vienes a tomar el té conmigo. Supongo que la señorita Steggles tendrá mucho que contarte. —Dicho lo cual, las despidió con una sonrisa. Previamente, había puesto a su vieja amiga al tanto de la reciente decepción que se había llevado con Margaret, y le había pedido que intentara descubrir dónde residía el problema. El jueves, si todo iba bien, oiría el informe completo.
Mientras Margaret y la señorita Lomax recorrían los largos pasillos desiertos charlando sobre amigos comunes dejados en Lukeborough y sobre la nueva vida en Londres, Margaret empezó a lamentar con creciente amargura el haber sacrificado su tarde. Siempre había sentido un gran afecto por la señorita Lomax, aunque su cultura superior y su fuerte carácter la intimidaban un tanto. Ahora, mientras observaba desde su mayor altura el sencillo sombrero de fieltro de la señorita Lomax (se notaba a la legua que la tela era buena), se dio cuenta de que seguía sintiendo afecto por ella, pero que la intimidación se había desvanecido casi por completo: la actitud de la señorita Lomax parecía innecesariamente perentoria, más que autoritaria, y sus ropas sosas constituían una ofensa para sus ojos, acostumbrados a la indumentaria de la señora Challis y Hebe Niland. Descubrió que la perspectiva de pasar una tarde con este enérgico personajillo era de lo más deprimente.
—Vendrá a casa a tomar el té conmigo, ¿verdad, señorita Lomax? —se vio obligada a preguntarle al final. La misma forma de invitarla sonó diferente a como la habría hecho seis meses atrás. Escuchó la respuesta presa de una total desazón.
—Será todo un placer, Margaret —contestó la señorita Lomax con elegancia. No se le habría pasado por la cabeza siquiera que una maestra subalterna pudiera tener cosas más agradables que hacer que entretenerla—. Me encantará ver a tu madre de nuevo. Además, quiero tener una larga charla contigo.
En el autobús de camino a Highgate, no surgieron más comentarios de índole personal y, aunque durante el té la conversación giró en torno a temas triviales, la reunión fue de todo menos entretenida, pues la señora Steggles, advertida por teléfono de la inminente llegada de la distinguida invitada, había sacado su mejor mantel de lino y preparado a toda prisa una decena de pequeñas tartaletas, cuyo horneado la había dejado echando humo. Durante todo el tiempo no paraba de glosar la amabilidad de la señorita Lomax para con Margaret, y la buena suerte que esta había tenido al encontrar un trabajo tan interesante y unas compañeras tan agradables. Su presencia contribuyó a crear una atmósfera tan cargada de falsedad y de tensión que Margaret sintió un verdadero alivio cuando se vio por fin en la calle, dando un paseo con la señorita Lomax colina arriba, después de que la directora le expresara su vivo deseo de conocer Highgate Village. Desde allí cogería luego el autobús que subía por todo Spaniard’s Walk hasta Hampstead, donde había quedado a cenar con unos viejos amigos.
Sin embargo, cuando llegaron al barrio, la sorprendió sugiriendo que fueran dando un paseo por Spaniards a fin de disfrutar del frescor de la brisa primaveral. A ambos lados de la carretera, abruptos terraplenes descendían hasta marañas de arbustos con flores blancas, de donde ascendía el dulce canto vespertino de mirlos y tordos, y el cielo, azul y sereno, se reflejaba en los charcos formados por la lluvia que rielaba en los baches del camino. La carretera, ancha y elevada, discurría en línea recta entre dos ejidos y por ella soplaba la brisa de abril, con olor a hojas nuevas y a lluvia.
—¿Por qué se llama Spaniards este sitio? —preguntó la señorita Lomax, sin detener la marcha e inspirando una gran bocanada de aire.
—En realidad se llama Spaniard’s Walk, pero no sé por qué… —confesó Margaret, concentrando a duras penas su atención. Había telefoneado a Zita para cancelar su compromiso justo antes de salir de casa, y le había dado la impresión de que ella se había sentido molesta y herida. Comprendió, contrariada, que tendría que enfrentarse a la fastidiosa tarea de apaciguarla.
—Deberías procurar averiguar por qué se llama así —le dijo la señorita Lomax riendo en tono amable—. En estos dos barrios debe de haber material muy interesante para un anticuario aficionado. Me sorprende descubrir que sabes tan poco sobre ellos. Me pregunto si no habrás estado dando alas a tu debilidad por fantasear con lo que tienes fuera de tu alcance. Me sentiría muy decepcionada contigo si hicieras caso omiso a lo que tienes delante de tus narices —concluyó, con una mirada cómplice. Dio un giro al mango de su paraguas. Le gustaba enfrentar a la gente a sus defectos y debilidades.
Margaret se ruborizó de tal modo que se vio obligada a volver la cara hacia el valle. Pero no era lo que había dicho la señorita Lomax lo que le turbaba. Le había venido de pronto a la cabeza (a esa cabecita suya, hastiada, confundida y desilusionada) un verso de Alice Meynell:
Yo corro, corro y tu corazón me atrapa
Así que, en ese momento, le fue imposible contestar. Se imaginó entre los brazos de Gerard Challis, con la cara escondida en el hueco de su hombro, y, por un momento, todas sus penas se mitigaron. Rara vez se dejaba llevar por ensoñaciones de tal calibre, y quizá fuera por eso que el poder con el que esta la atrapó fue de lo más intenso.
—¿Lo has hecho?
Margaret meneó la cabeza.
—No sé, señorita Lomax…
—Porque esa siempre ha sido tu debilidad, ya lo sabes, querida. No tienes ni idea de cómo es la vida real, con toda su fealdad y su crudeza. Me da la impresión de que has vivido muy protegida, Margaret.
—¿En serio? Yo no lo veo así.
—No esperaba que lo hicieras. En cualquier caso, es una realidad. Tienes grandes dotes para hacer el bien, como siempre te he dicho, pero aún no las has aplicado a algo real. Piensa en todo lo bueno que tienes: una casa, unos padres que te quieren (admito que quizá no te entiendan del todo, pero te quieren) y un trabajo agradable bajo el mando de una directora maravillosa. Y aun así…
—Yo no he dicho en ningún momento que estuviera descontenta, señorita Lomax —dijo Margaret recuperándose y hablando con más vehemencia de la que habría sido capaz en sus días en Lukeborough—. Me doy perfecta cuenta de mi situación privilegiada, se lo aseguro, y le estoy muy agradecida por todo lo que ha hecho por mí.
La señorita Lomax permaneció callada durante un momento. El nuevo tono de Margaret la había desconcertado un tanto. Veía muy cambiada a su protegida, y no para mejor, aunque era difícil determinar con exactitud dónde residía ese cambio. Decidió alterar su propio tono.
—Bueno, algo va mal contigo, de eso no me cabe duda —dijo casi en broma—. ¿Qué es todo eso de los malos resultados en los exámenes? ¡Con lo bien que habías empezado!
Margaret desafió con gravedad su mirada inquisidora.
—Sí, mi clase ha salido muy mal parada —contestó, guardando la compostura—. Es que la enseñanza ya no me apasiona…
—¡Bueno! —exclamó la señorita Lomax después de una pausa dramática—. ¡Por fin un poco de sinceridad! ¿Te das cuenta de lo que acabas de decir?
Margaret asintió.
—Sé que esto debe de sonarle fatal, sobre todo, después de lo que ha hecho por mí. Siento parecer una desagradecida.
—No es eso, querida —repuso la señorita Lomax en tono serio—. Siempre he pensado que tenías un verdadero don para la enseñanza, como ya sabes, y me alegro de haberte ayudado a desarrollarlo. Pero estoy muy preocupada, y también alarmada, de oírte decir que la enseñanza ya no te apasiona. ¡Y lo dices tan tranquila! ¿Qué te apasiona, entonces? —concluyó, siguiendo con ese tono bromista. Empezó a pensar que el comentario de la señorita Lathom de que quizás hubiera un joven en todo esto quizá no iría tan descaminado.
—No es fácil… —contestó Margaret después de una pausa—. Parte de la culpa la tienen las canciones de Wolf y de Schubert. Además, he hecho nuevas amistades… y…
—¡Ah! ¡Conque es eso! —dijo la señorita Lomax entusiasmada, lanzándole una mirada triunfante y girando su paraguas como una veleta—. ¿Y quiénes son esas nuevas amistades?
—No creo que las encontrara interesantes —contestó Margaret. Utilizó tal tono que la señorita Lomax se sumió en el más absoluto de los silencios. Durante lo que pareció una eternidad, estuvieron caminando sin abrir la boca, mientras, en lo alto, los variados colores del cielo de abril confluían en una delicada puesta de sol de tonos grises, turquesas y anaranjados.
Por fin, Margaret bajó la mirada hacia la pequeña figura que caminaba a su lado y se arrepintió de sus palabras. Había sido una desagradecida.
—Siento haber sido grosera —confesó, confiriendo toda la ternura a su voz de la que fue capaz—. Por favor, perdóneme…
—¡Ah, esa es la Margaret que yo recordaba! —exclamó la señorita Lomax, que volvió hacia ella un rostro en cierto modo desencajado bajo el sombrero de fieltro del bueno—. ¡Sonabas tan dura, tan resentida! ¡Apenas si te reconocía!
—No soy nada dura, en serio…
—Bueno, espero que no, querida, por tu propio bien. Pero lo cierto es que estás cambiada. ¿Sabes? Siempre he pensado que lo que necesitas para hacer de ti un excelente ser humano es una gran conmoción: una pérdida, un sacrificio…
—Ya le he oído eso mismo a otra persona —comentó Margaret volviendo la cara de nuevo hacia el valle—; aunque no se refería a mí precisamente.
—… igual que la manzanilla despide más olor cuando la restriegas —remató la señorita Lomax.
—¿Y qué pasa con la felicidad? ¿No puede la felicidad convertir también a las personas en seres excelentes?
—La gente feliz siempre es egoísta, o casi siempre. «El sufrimiento es el yunque sobre el que se fragua la espada de cristal de la integridad». Lo encontré en un volumen de obras de teatro que estuve leyendo el otro día. He olvidado el nombre del autor.
—Gerard Challis. Es de una obra suya llamada Aire de montaña —dijo Margaret estudiando aún el valle.
—La cuestión es que hasta que no hayas sufrido de verdad, Margaret, no serás la excelente persona que podrías llegar a ser. Bueno, ¡basta de sermones! Aunque la enseñanza ya no te apasione, dime cómo te está yendo en la escuela.
El jueves, la señorita Lathom recibió debida cuenta de esta conversación y ambas maestras llegaron a la alarmante conclusión de que lo que padecía Margaret no era un desencanto pasajero de su profesión, sino una corrupción de su sentido del deber generada por las malas compañías, a saber, por las nuevas amistades de las que su protegida le había hablado. La señorita Lathom no podía hacer más que ir pensando en algunas frases para ese sermón que algún día tendría que soltarle; mientras tanto, la señorita Lomax podía escribirle una carta larga, severa y redactada con vigor, recordándole sus obligaciones, y así lo hizo. En ella, le insinuaba que no era consciente de las serias consecuencias que podría acarrear su negligencia y terminaba con estas palabras:
«Si creemos, al igual que Keats, que este mundo es “el valle donde se forjan las almas” (y yo, al menos, así lo siento), no podemos permitirnos el lujo de desperdiciar ninguna oportunidad que se nos presente para enderezar, endulzar y embellecer nuestras propias almas o para impedir, con una advertencia bienintencionada, que cualquier otra se hunda en el Pantano del Desaliento[41]. ¡Eso es lo que te estoy ofreciendo, Margaret!».
A veces ocurre que una persona agradable, normal y corriente, a la que conocemos de toda la vida, hace un comentario que nunca olvidamos. Otras, una persona relativamente extraña nos regala una opinión o un consejo, tan valiosos que las atesoramos durante toda la vida. Margaret no conocía la cita de Keats que la señorita Lomax había utilizado en su carta; sin embargo, su sombría belleza había impactado de lleno en su imaginación, como una enorme nube que va tapando sigilosamente el sol de mediodía, dotando al paisaje de un nuevo tipo de luz. No hizo mucho caso al resto de la carta, pues era un fiel reflejo de los pensamientos que cabría esperar de la señorita Lomax, pero las palabras de Keats terminaron anidando en su corazón para quedarse.
Pero sí que debió de hacer un poco de caso a lo que la señorita Lomax le había dicho con tanta seriedad porque, a partir de ese día, su clase empezó a rendir mucho mejor. Ya no dedicaba todas sus fervorosas y concienzudas energías a enseñar a sus chicas, aunque tampoco descuidaba por completo el trabajo, y le resultaba cínicamente divertido ver lo bien que podía realizarlo ejercitando tan solo la mitad de sus aptitudes. La señorita Lathom se sintió aliviada por esa mejora y recuperó la cordialidad con Margaret.
Por aquella época, el señor Challis le había dado ya los últimos retoques a su nueva obra y estaba a punto de estrenarla en Londres. Margaret le había oído algún que otro comentario a Zita sobre los progresos del dramaturgo y ella los había guardado como un tesoro: que si había llegado un gran paquete de memorias de diplomáticos austriacos y mujeres de la alta sociedad vienesa de la Biblioteca de Londres para el señor Challis; que si él se quedaba trabajando todas las noches hasta las tantas; que si estaba leyendo a Arthur Schnitzler; que si estaba almorzando con la notoria y malhumorada mujer a la que consideraban la única actriz con el suficiente carácter como para interpretar a Kattë; que si estaban ensayando ya la obra; que si Edward Early iba a hacer de galán, aunque el señor Challis decía que no había galán en su obra; que si el estreno iba a ser el cuatro de mayo…
Margaret, que contaba con la ventaja de que Zita la había puesto sobre aviso, tenía preparada una carta para entregar en la taquilla del teatro la mañana en que la fecha del estreno fue anunciada en la prensa, pues había insistido en que Zita no le pidiera entradas a la familia y se había ofrecido a pagar las dos. Asumió que tendría que ir con ella; de lo contrario, si insistía en ir sola, el agudo olfato de Zita se lo olería todo, así que tendría que conformarse con dejarlo para más adelante. Permanecer sentada tres horas en compañía de Zita ocultando sus sentimientos sería todo un reto, pero debía hacerlo así y su consuelo era la perspectiva de ver la obra y de oír cómo alababan el magnífico trabajo del señor Challis. Como el cuatro de mayo estaba ya a la vuelta de la esquina, se tiró días enteros sin poder pensar en nada más.
Una tarde, hacia finales de abril, el señor Challis y Hilda, después de haber cenado temprano, estaban sentados en Hyde Park. Al señor Challis nunca le había gustado Hyde Park y, ahora que estaba tan lleno de soldados americanos, emplazamientos de la A. A.,[42] barreras de globos de peltre deslucido, pedazos de papel y polvo, el parque era toda una afrenta para su alma. Sin embargo, y a pesar de sus reservas, había accedido a ir allí cuando Hilda le sugirió tomar un poco el aire antes de volver a casa.
Estaba de un humor etéreo pero exultante. Dentro de unas pocas noches, el encanto de Kattë, con toda su calidez, su patetismo y su indefensión, brillaría ante encandilados ojos masculinos llenos de deseo (así es como el señor Challis se lo imaginaba). Cuando el destino de Kattë se hubiera decidido, llevaría a Hilda a los Kew Gardens y le contaría quién era y cómo había inspirado ella la obra maestra que estaba conmoviendo a todos en Londres por igual, y le confesaría que la amaba locamente. Mientras ese momento llegaba, sintió un deseo repentino y vehemente de que viera la obra.
Se giró hacia ella. Hilda estaba observando a las parejas que pasaban por delante y haciendo comentarios sobre las medias de las chicas.
—¡Perdón! —exclamó ella sonriendo y volviendo la cabeza hacia él.
—Te he preguntado si estarías libre el próximo miércoles por la noche.
—¿Por qué? —preguntó Hilda cautelosa.
—Si no lo estás, no importa. —Y se giró para mirar un coche que pasaba.
—Ahora no te hagas el interesante. ¿De qué se trata? Desembucha.
Al señor Challis, muchas de las expresiones que Hilda utilizaba sencillamente le sonaban a chino, porque estaba tan obnubilado con el concepto ficticio del personaje que no se esforzaba siquiera en intentar interpretar lo que decía, sino que se limitaba a recibir una impresión general de su significado.
—Oh, no tiene importancia. Un amigo mío ha escrito una obra de teatro y quería que la vieras y que me dijeras lo que pensabas de ella, ¡eso era todo!
Eso era todo. ¡Ni más ni menos que su obra maestra, cuyo argumento giraba en torno a un personaje inspirado en ella, que ya estaba lista para que él la rindiera a sus pies! Creyó que la ocasión bien merecía una leve sonrisa.
—¡Mira tú qué bien! —dijo Hilda, dándose palmaditas en la boca para disimular un bostezo—. Perdón… ¡Qué listo tu amigo! Bueno, supongo que alguien tiene que escribirlas. ¿Es de intriga?
—No en el sentido contemporáneo del término, pero espero que produzca el auténtico frisson de piedad y temor que purifica a la audiencia.
A Hilda, muchas de las expresiones del señor Challis también le sonaban a chino y solo recibía la impresión de que era muy intelectual.
—¿De qué va entonces? (Hazme un resumen y luego deberíamos largarnos, se está haciendo tarde).
—Es sobre… una chica.
—Oh, un musical.
—Tiene música, sí, pero no del tipo que se toca con instrumentos. La chica es una víctima de su propio poder para cautivar a los hombres.
En ese momento, no pasaban parejas y Hilda pudo prestar toda su atención a lo que el señor Challis estaba diciendo. Lentamente, fue girando la cabeza mientras él terminaba de hablar y se lo quedó mirando. Llevaba puesto un traje tan azul como sus ojos y su blusa, de delicados volantes blancos, daba una impresión de una frescura deliciosa, pero la expresión de su cara revelaba tan a las claras que no estaba comprendiendo nada en absoluto de lo que estaba diciendo que un leve estremecimiento asaltó al señor Challis. Había esperado en ella algún atisbo de entendimiento, por pequeño que fuera; sentía que, como ella había inspirado tantos rasgos del carácter de Kattë, debía sentir instintivamente algo de su tragedia, pues ella misma, algún día, sería víctima de su propio poder para cautivar, tal y como Kattë lo había sido. (Aquí debemos decir que el señor Challis le anticipaba a Hilda algún tipo de final trágico, por cuanto tenía la teoría de que ninguna cosa deliciosa dura para siempre).
—¿Qué diantres quieres decir? —le preguntó Hilda.
—Quiero decir —respondió el señor Challis, reprimiendo una ligera impaciencia— que la protagonista no puede impedir que los hombres se enamoren de ella y cuando eso… mmm… cuando eso ocurre, este hecho le produce dolor y sufrimiento, y al final llega a detestar su propio poder.
—¿Y a santo de qué iba a hacer eso? —dijo Hilda, volviéndose para estudiar un par de medias que pasaban.
—Porque hace sufrir a los hombres… —continuó el señor Challis sombrío, observándola—, como haces tú.
—¡Yo no hago nada de eso! —exclamó indignada, dándose media vuelta—. Los chicos con los que salgo siempre se quedan muy contentos.
—Tal vez sufran sin que tú lo sepas.
—Bueno, eso no lo puedo evitar, ¿verdad?
El señor Challis meneó la cabeza.
—No, no lo puedes evitar. Ni ella tampoco. Esa es su tragedia.
—¿Qué le ocurre al final? —Y se incorporó—. Oye, será mejor que levantemos el campamento. Ya son más de las ocho y tengo frío.
—Se suicida —le anunció el señor Challis con entusiasmo lúgubre.
—Una obra muy alegre, sí, señor. ¡Vaya mente debe de tener tu amigo! —A esto se levantó y se alisó la chaqueta. Él también se puso en pie. Tenía la decepción escrita en la cara. Hilda, con uno de sus singulares gestos de simpatía ecuménica, deslizó su brazo por el del señor Challis.
—Vamos —dijo—. Caminemos rápido para entrar en calor. Tu problema, Marco, es que piensas demasiado. Deberías estar en el Brain Trust[43], ¿no crees? ¡Venga!
La presión de su brazo, joven y firme, era tan reconfortante y amable que, por un instante, Challis tuvo una visión fugaz de otro mundo muy diferente al suyo, un mundo en el que los sentimientos eran más simples y la vida era aceptada más que diseccionada. Fue uno de esos tentadores momentos de liberación de la cárcel de la personalidad que a veces experimenta la gente afectada en exceso. Por desgracia, esos momentos se desvanecen al instante.
—Debería haber sabido que habría sido mejor no contártelo —dijo al fin—. Debería haber sabido que no lo ibas a entender. Y me alegra que no lo hayas hecho. Le da a la situación una irónica simetría…
—Eso que dices está pero que muy bien —remató Hilda, mirando de izquierda a derecha antes de cruzar la calle—. Pero no podré ir a ver la obra de tu amigo. Me acabo de acordar. El miércoles tengo que salir.
—No importa. Puede ser cualquier otra noche…
—Oh, supongo que tu amigo siempre puede darte entradas. Como la escribió él… Bueno, será mejor que te lo confiese de una vez, Marco. ¡Preferiría no ir! ¡Ya está!
El señor Challis se quedó clavado en el sitio y le lanzó una mirada incrédula.
—¿Quieres decir que no vas a venir? ¿Nunca? —dijo por fin.
—Así es —contestó ella risueña, sin dejar de andar. Él la siguió, incapaz de creer lo que había oído.
—Mi amigo se sentirá muy decepcionado —concluyó en tono serio.
—Pues peor para él, pero ya pasan bastantes desgracias en el mundo, y más en estos días, como para que alguien ande escribiendo cosas como esa.
El señor Challis se había recuperado lo suficiente para reírse.
—Mi querida niña, ¡tú no lo entiendes! El mundo necesita más que nunca el poder purificador de un gran drama.
—Bueno, pues yo no. Así que tu amigo ya se puede ir buscando a otro invitado. ¡Mira, un taxi! ¡Qué suerte!
Hilda permaneció completamente serena durante su viaje a casa, porque, a esas alturas, ya estaba acostumbrada al viejo Marco y continuaba saliendo con él cada tres semanas o así porque a él parecía gustarle y a ella no le parecía mal del todo. Además, le divertía la leve rareza de su relación: no sabía ni su apellido, ni el número del piso en High View donde vivía, ni muchas otras cosas, y de hecho se sentía más halagada de lo que creía por sus atenciones y por los comentarios de su madre acerca de los admiradores mayores y prósperos que iban en serio.
El señor Challis procuró ocultar su enfado y su amarga decepción bajo una máscara de afectada dignidad. Estaba intentando escuchar la voz de su vanidad herida, que le decía que Hilda era una chiquilla de costumbres populares, alguien carente de imaginación, y procuraba silenciar la voz del amor, que le decía que era un encanto y que le obligaba a admitir que sería capaz de mandar al traste toda su fama y toda su dignidad a cambio de sus atenciones y sus besos.