Capítulo 4

Como era de esperar, al día siguiente había mucho que hacer, así que Margaret estuvo ocupada toda la mañana. Sin embargo, declaró con rotundidad que pensaba sacar tiempo para salir a dar un paseo por la tarde y, aunque su madre empezó a ponerle peros, al final acabó por admitir que hacía un día estupendo y que un paseo le sentaría bien; no tendría mucho tiempo para pasear una vez empezaran las clases.

Observó con sentimientos algo confusos los intentos de su madre de hablarle de una de sus famosas amistades relámpago. En esta ocasión, se trataba de la vecina de la izquierda, que se había presentado con una delicada bandeja de té y unas rebanadas de pan con mantequilla alrededor de una hora después del desembarco de la familia. ¡La señora Steggles no tenía palabras para describir tanta amabilidad, tanta atención, tantas muestras de buena vecindad! Debían invitar a la señora Piper a tomar el té con ellos en cuanto se hubieran instalado; parecía una buena mujer, una de su estilo, no como esas frescas londinenses. ¿Se había fijado Margaret en lo bonita que tenía la casa? Su jardín era casi el más cuidado de la calle y la casa era la única, junto con la de ellos, que tenía cortinas drapeadas. Vaya coincidencia: vivir puerta con puerta y tener ambas las cortinas drapeadas.

El temperamento celoso e irritable de la señora Steggles la hacía desear de manera inconsciente amistades y afectos que dicho carácter mantenía a raya. En ocasiones, su soledad la llevaba a entablar una amistad intensa con mujeres de las que apenas sabía nada y a las que conocía por casualidad en una tienda de té, o en la cola del pescadero. Al principio, todo iba bien y se deshacía en elogios para con su nueva amiga, pero pronto afloraba su verdadero yo y comenzaba a encontrarle defectos y a darle consejos que nadie le había pedido. Así que, por lo general la amistad no tardaba en enfriarse y, al final, se rompía. Cada fracaso iba acrecentando su resentimiento, pues no se le ocurría pensar que la culpa fuese suya y acusaba a todo el mundo de tenerle envidia, de ser rencoroso y de tener dos caras. La señora Piper, que había traído la bandeja de té, parecía una mujer de lo más agradable y Margaret esperaba que, viviendo al lado, aquella amiga le durase un poco más que las demás, que solían ser flor de un día, le hiciera compañía a su madre y lograra que se interesase por algo más aparte de su propia casa. No obstante, abundaban los mismos presagios de siempre, y estos no eran precisamente buenos.

Sin embargo, cuando a las dos de la tarde se marchó en dirección a Hampstead, Margaret ya no se acordaba de nada de esto. No sabía muy bien a qué hora salir, pues debía evitar a toda costa llegar a Lamb Cottage a la hora del té por si acaso pensaban que quería que la invitaran a merendar, así que al final decidió presentarse exactamente a las tres en punto.

Los barrios de Highgate y Hampstead están separados por una milla larga de pequeños valles, colinas y sotos, una extensión de más de seiscientos acres de campo abierto levantada sobre dos amplias y abultadas colinas que miran hacia la inmensa mancha gris del viejo Londres al sur, y hacia la creciente dilatación roja y blanca del nuevo Londres al norte. Ambos barrios estaban dominados por la agujas de sus respectivas iglesias, auténticos puntos de referencia para el que se aproximara a ellos desde la distancia, y ambos tenían el mismo aspecto romántico y encantador, con sus estrechas calles empinadas y sus pequeñas casas de dos siglos de antigüedad muchas ellas. Por todas partes se elevaban mansiones de la época del rey Guillermo y la reina María, o de los años del reinado de Jaime I, como Fenton House en Hampstead y Cromwell House en Highgate; pero su principal encanto residía en la belleza y claridad de su cielo, cargado perpetuamente con los aromas de abril, y en las vistas de la ciudad desde la cima de sus pendientes tachonadas de grandes olmos o robles, cuyas ramas caían de modo abrupto sobre aquella compleja maqueta envuelta en humo (conformada por miles de tonalidades grises en invierno y por delicados tonos crema y azulados en verano) que era Londres.

Hacía una tarde preciosa y no hacía viento. Había mucha gente trabajando en los huertos que habían proliferado desde el comienzo de la guerra sobre la ladera sur de Parliament Hill, y el soleado valle que yacía entre esta y Kenwood. Este último era lo único que quedaba del impresionante bosque que una vez se extendiera por toda la región. Había espléndidos abetos y Margaret distinguió una mansión entre los árboles, con el cráter de una bomba en la verde pendiente de césped que daba paso a la casa. El plácido sol brillaba en el improvisado lago que se había formado en la hendidura, y había huellas de zapatos infantiles en el suave fango circundante. Aquellas noches de luna en las que el aire zumbaba y tronaba hora tras hora con el silbido de las balas y el rugido escalofriante de las bombas, y en las que el hedor caliente de los explosivos empañaba los dulces y húmedos aromas del otoño, le parecían una pesadilla y apenas conseguía recordarlas. El recuerdo solo pervivía en los corazones de la gente tranquila y alegre que trabajaba en las parcelas y, cuando dos o tres de ellos se reunían a tomar una taza de té o cualquier otra bebida, tarde o temprano el Blitz[4] salía a colación; y es que muchas de aquellas mujeres con hijos pequeños ya nunca volverían a ser las mismas tras los bombardeos.

Margaret caminaba a buen paso, preguntándose si sus ropas serían adecuadas. Aun así, pensó con desdén, estaba segura de que, por mucho que llegara a ver a Alexander Niland en persona, este nunca se fijaría en su atuendo. Sin embargo, si lo pensaba bien, aquel tipo era pintor, así que, aunque fuera de manera involuntaria, seguro que lo hacía. Se había recogido el cabello con la moña de terciopelo y enfundado un traje de color marrón oscuro. Llevaba un pañuelo amarillo y carmesí anudado bajo la barbilla y buenas medias y zapatos, como los que acostumbraban a lucir la mayoría de las chicas inglesas por aquel entonces. El corazón le latía más rápido de lo normal y notó que había empezado a temblar. Buena parte de sus ansias por disfrutar de una vida más hermosa y satisfactoria pasaba por codearse con gente interesante, y la posibilidad de conocer a una de esas personas, aunque fuera de pasada, le producía una emoción casi dolorosa. Durante las compras de la mañana, había encontrado un hueco para buscar su nombre en el listín telefónico y había averiguado que vivía ¡en Lamb Cottage! Así que aquella Hebe debía de ser su esposa, ¿o quizá era su hermana? No, creía recordar que había pintado varios retratos de su esposa: Hebe Niland. El nombre era extraño, y a Margaret le pareció bonito. Alguien con aquel nombre partía con ventaja sobre cualquiera que se llamara Margaret Steggles, como ella. «¿Cuál sería su apellido de soltera? —se preguntó—. Si alguna vez me caso, me desharé del mío. ¡A menos, claro está, que me topé con uno aún peor! Aunque no creo que me case, así que, ¿para qué preocuparse?».

Sus sentimientos hacia la naturaleza eran los propios de una persona sensible que ha sufrido un desengaño. Las flores de primavera y los bosques otoñales le parecían bellos a rabiar, y las puestas de sol le recordaban a Frank Kennett, y al verlas le daban ganas de llorar. Ahora, al subir las últimas cuestas que conducían al Spaniard’s Walk y contemplar el bosquecillo de pinos que desembocaba en su fuente de piedra, se acordó de uno de aquellos paseos que había dado con Frank. Las ramas de color verde oscuro susurraban suave y solemnemente contra el frío azul del cielo, pues se había levantado viento. El sonido era inconfundible y distinto del producido por los árboles que se habían despojado de sus hojas, igual de solitario y misterioso cuando soplaba desde esa precaria y maltrecha arboleda que cuando lo hacía desde el aire puro de una cordillera alpina. «Fue cuando me dijo que tenía una voz bonita», pensó Margaret, suspirando. Al cabo de unos instantes, se encontró caminando por Hampstead High Street.

Hampstead era menos pintoresco de lo que parecía desde la distancia. Como el resto de Londres, necesitaba una buena mano de pintura. Lo habían bombardeado fieramente, sus calles estaban desfiguradas por innumerables refugios de ladrillo y sus muros estaban empapelados de carteles que instruían a la población sobre cómo lidiar con las bombas mariposa o con las incendiarias. La mayoría de los pequeños comercios que antes de la guerra se dedicaban a la venta de antigüedades, dulces caseros o sombreros elegantes se encontraban vacíos ahora, y las estrechas callejuelas estaban atestadas de forasteros, pues los refugiados se habían apropiado del barrio y de los distritos de Belsize Park, St. John’s Wood y Swiss Cottage, que casi habían doblado su número de habitantes. No obstante, había una nota de esperanza en aquellos rostros tristes y cetrinos y en esos acentos extraños. Jóvenes madres de resonantes voces empujaban cochecitos con bebés regordetes que parecían bellotas en su cascabillo, se saludaban efusivamente por encima de las cabezas provistas de tocados de las extranjeras y se preguntaban unas a otras si habían podido conseguir galletas o pescado.

Margaret preguntó a varias personas dónde se encontraban Lamb Cottage, o Romney Square y, al fin, una señora armada con un bastón que sorteaba a los refugiados como si vadeara un pantanal infestado de malaria, le dijo, muy seca y señalándole con el bastón, que cogiera la primera a la izquierda y que subiera la cuesta. Margaret le dio las gracias e hizo lo que le decía. El reloj de la torre frente a la parada del metro dio las tres en punto.

Romney Square no era una plaza, sino una sucesión de viejas casas con jardín agrupadas de manera irregular en una especie de triángulo de hierba en la ladera de una colina. Más allá de una de las casas, una preciosa revestida de madera blanca con largas galerías y torrecillas, Margaret divisó una avenida de viejos tilos que se adentraba en el horizonte azul. Miró a su alrededor y, por fin, justo enfrente de ella, lo vio: Lamb Cottage. Era un cottage, poco impresionante, con una fachada a base de pequeños ladrillos que el tiempo había oscurecido, pero tenía una preciosa puerta de color escarlata y, triplicando su altura, una estancia de techos altos sobre la que se abrían tres alargados ventanales sin cortinas que dejaban entrar toda la luz de aquel día de otoño. El corazón se le aceleró. Tenía hasta un estudio.

Decidió llamar en seguida porque pensó que resultaría raro que alguien la viera merodeando alrededor de la casa. Así que, agarrando firmemente la cartilla de racionamiento con una mano, cruzó la calle, se acercó a la lustrosa puerta (tenía el aspecto de estar recién pintada) y tocó el timbre.

Las sensaciones que experimentó mientras esperaba eran tan confusas como poderosas: se sentía a la vez nerviosa, esperanzada, desafiante, y confiaba en que ocurriera algo maravilloso, al tiempo que trataba de convencerse de que, de un momento a otro, no tendría más remedio que soltarle su explicación a una doncella que le abriría la puerta, recogería la cartilla de racionamiento, le daría las gracias y le diría que transmitiría el recado a la señora Niland. Después, daría media vuelta, cerraría la puerta y asunto zanjado.

Mientras esperaba, oyó llorar desconsoladamente a un niño dentro de la casa y luego escuchó unos pasos apresurados por un corredor. Se abrió la puerta con brusquedad y una voz exclamó:

—¡Grantey! ¡Gracias a Dios que has venido! ¿Dónde demonios…? —Una mujer joven se la quedó mirando con los ojos muy abiertos. Tenía un niño en brazos y otro berreando a sus pies—. ¡Oh! —La observó sin comprender—. Ha de disculparme, creía que era otra persona. Dígame, por favor… ¡Barnabas, cariño! —se dirigió al niño que lloraba, propinándole un empujoncito con la rodilla—, ¿crees que podrás dejar de hacer ese ruido tan insoportable solo durante un instante, por favor?

—Lo… lo siento —tartamudeó Margaret, perpleja por la repentina aparición de la joven mujer y por los sollozos del niño. Levantó la cartilla de racionamiento—. Creo que esto es de usted. Me la encontré en el Heath hará cosa de un mes y se me olvidó enviársela, discúlpeme. Lo siento muchísimo. Yo…

—¡Ay! ¡Mi cartilla de racionamiento! —De repente, sonrió, y la expresión de enfado se esfumó de sus bonitos ojos grises. Miró a Margaret de arriba abajo—. Siempre la ando perdiendo… aunque esta vez ha sido mi marido, ¿sabe? ¿Dónde la encontró?

Margaret la puso al corriente mientras la joven, que a esas alturas se había apoyado al bebé en la cadera como si cargara con un paquete, la contemplaba con aquella misma mirada dulce, divertida y atenta que tan guapa la hacía. Los ojos del bebé, idénticos en forma y color a los de su madre, la escrutaban igualmente, y Margaret sintió que las mejillas se le encendían, así que se dio prisa en terminar de contar la historia. El niño había dejado de llorar entre tanto, y se secaba la cara de manera metódica con un pañuelo sucio, pero cuando bajó la vista hacia él con una tímida sonrisa, se sintió desconcertada al encontrarse con la ascendente mirada de otro par de ojos sublimes, de un gris más oscuro que los de su hermano, tirando a violeta. La confusión fue tan grande que solo pudo hacerse una vaga idea del aspecto de la joven, pero no pudo dejar de advertir que estaba embarazada, por mucho que sus elegantes ropas blanquinegras intentaran disimularlo.

—¿Dónde está Grantey? —la interrumpió el niño pequeño tirándole de la falda—. Creías que era Grantey, ¿verdad, mamá? ¿Quién es esa señora? Creías que esta vez era Grantey, ¿verdad, mamá?

—Sí, Barnabas, eso creía. —Lo miró—. Es que estábamos esperando a la asistenta de mi madre —le explicó a Margaret—. Pensaba salir y ella iba a quedarse con los mocosos.

Aunque la verdad es que no parecía tener mucha prisa, allí de pie con el bebé (la niña debía de tener unos dos años e iba vestida con un pelele de algodón brillante) enganchado a su cintura. Sus ojos seguían examinándola de arriba abajo.

—Me imagino que habrás estado muy atareada para haberte quedado con mi cartilla todo este tiempo y no haber podido sacar ni media hora para traérmela, ¿no es así? —dijo por fin con voz divertida.

A Margaret le salió una risa extraña. Le gustaba la familiaridad con que había dicho aquello, pero no estaba segura de si se estaba riendo de ella.

—Oh, sí, claro… Lo siento mucho… —farfulló.

—Bueno —dijo la señora Niland, alargándole la niña—. ¿Por qué no vuelves a ser un ángel y le echas un ojo a estas dos criaturas hasta que venga Grantey? Estará al llegar. No sé por qué se habrá entretenido tanto… Si yo se lo mando, serán buenos… Uy, qué tarde es. De acuerdo. No echarás de menos a nadie, ¿verdad que no, cielito? —Y entonces se dirigió a Margaret—: Anda, entra.

Margaret había cogido al bebé con cierta torpeza, pero con manos firmes, pues estaba tan alarmada por la responsabilidad que de repente había contraído que todos los recursos que poseía acudieron en su ayuda. Acomodó a la niña en sus brazos con delicadeza, gesto que debió de agradar a la niña, pues balbuceó algo ininteligible y sonrió, mostrando dos dientecillos disparejos.

—Me encanta tu pajarita Mozart —dijo la madre sin prestar atención, guiando a Margaret por el pasillo—. Barnabas, corderito, cierra la puerta, ¿quieres? Sí, puedes dar un portazo. Por aquí —se inclinó sobre un amplio diván y sacudió los cojines—, siéntate. Esta latita es su sonajero (es un poco siniestra, pero la adora) y Barnabas está construyendo una casita con los carbones de la chimenea. Puede tirarse así horas; solo que cuando Grantey llegue, no le dejará que siga jugando, claro. Eres un ángel —añadió, sonriendo a Margaret a través de un espejo antiguo y oscuro que colgaba de la pared, mientras ladeaba sobre sus ojos un sombrero. Margaret se fijó en que no era más que una enorme flor en tonos blanquinegros.

Sonrió y murmuró algo, tratando de parecer a gusto. Notó que le ardían las mejillas. Había sentado a la niña junto a ella en el diván y aún mantenía una mano en su espalda cuando esta se hundió en los cojines. Estaba deseando echar un vistazo a toda la estancia, pero no podía evitar seguir observando a la señora Niland; sabía que había una pequeña escalera al fondo. ¿Conduciría al estudio?

La señora Niland recogió del suelo un enorme bolso, unos guantes y un abrigo de visón.

—Barnabas, amor. —El crío le dio un beso sin prestarle atención.

—Que lo pases bien en la fiesta, mami —dijo, como si repitiera una fórmula aprendida y sin levantar la vista del carbón. Era un niño muy gracioso.

—Seguro que sí. Dile a Grantey que en la nevera hay manteca muy rica para la merienda.

—¡Rica, rica! —exclamó Barnabas, aún sin levantar la vista de su casita.

—¡Ica, ica! —repitió el bebé, dándole a Margaret un coscorrón con su cabecita rubia y risueña.

—Por cierto, ¿cómo te llamas? —le preguntó la señora Niland, deteniéndose en la puerta con el abrigo de visón echado por los hombros. La luz de la ventana se reflejaba en su pelo castaño, que se había recogido, dejando al descubierto su blanca nuca.

—Margaret. Margaret Steggles —dijo Margaret. Su propia voz le pareció cohibida y apagada y aborreció su nombre más que nunca.

—Pues adiós, Margaret Steggles, y no asesines a mis hijos. Adiós, cielito —dijo la señora Niland, dirigiéndose al bebé.

Margaret sonrió y trató de parecer alegre al despedirse de ella. Apenas un segundo más tarde, oyó cerrarse la puerta de la calle. Justo en ese instante, el bebé rompió a llorar.

—Ay, cielo, no hagas eso… Ven aquí, preciosa —murmuró Margaret angustiada, cogiendo aquel cuerpecito que no dejaba de temblar. La niña lloraba a mares con los ojos muy apretados. Margaret pegó su mejilla a la cálida y húmeda carita del bebé, pero este seguía berreando a lágrima viva.

—Odia que mamá salga —observó Barnabas en tono distante—. Siempre hace lo mismo.

—¿Cómo se llama? —quiso saber Margaret.

—Emma.

—Emma, no llores… ¡Mira! —Margaret cogió la latita y la agitó—. ¿Cómo se llama esto? —le preguntó al reservado Barnabas, enseñándole la lata.

Ya no se llama de ninguna manera. —La observó por primera vez—. Pero antes se llamaba Chiquitita.

—Emma, mira, cariño, aquí está Chiquitita. No le gusta verte llorar. ¿Quieres a Chiquitita?

Emma hipó, arrugó el ceño y luego se quedó en silencio. Sus húmedos ojos grises lanzaron a Margaret una mirada enfurruñada y cargada de reproche, y dos lágrimas rodaron por sus mejillas muy, muy despacio.

—Ay, pobrecita… —susurró Margaret, contemplando el rostro minúsculo y rojo como un rosal japonés.

—Tiene mocos —comentó Barnabas, que se levantó y alcanzó un pañuelo—. No pasa nada. No está resfriada, solo llorando. —Le estrujó la nariz; Emma emitió un breve gruñido y trató de zafarse—. Odia que le limpien la nariz —añadió, y se limpió la suya—. No pasa nada, yo tampoco estoy resfriado. Grantey dice que solo son mocos. —Entonces se lanzó de nuevo al suelo y continuó jugando.

Emma se bajó con brío del diván y gateó por el suelo. Barnabas la observó con recelo hasta que la niña pasó por delante de su casita y se acopló entre una pila de ladrillos en la otra punta de la habitación. Después, volvió a su juego de construcción dando un suspiro de alivio apenas perceptible.

—¡Ladillo! —chilló la niña, con una sonrisa exultante, y le tendió un ladrillo a Margaret.

—Sí, preciosa. ¡Qué bonito!

Emma se quedó un rato callada, rebuscando en la caja, y Margaret, que respiraba ahora más tranquila, aprovechó la ocasión para echar una ojeada a la sala. A pesar de la tímida admiración que despertaba en ella la sorprendente señora Niland, se sentía un poco indignada. Le hubiera gustado decirle a algún amigo imaginario: «¡Pobrecitos! Se va y los deja con una completa desconocida. Por lo visto, hace días que no limpia el polvo y el fuego está casi apagado, aunque, de hecho, los pocos muebles resplandecen como el satén y la alfombra roja está bien cepillada». Las paredes estaban revestidas de paneles pintados de un extraño color verde azulado. En lugar de cuadros, había blancos jarrones de cerámica italiana colgados a intervalos, con ramos de violetas y jacintos blancos que perfumaban deliciosamente la cálida atmósfera. Un pequeño fuego ardía en la rejilla de la chimenea, pero Margaret pensó que seguramente la casa disponía de calefacción central. La pequeña ventana, decorada con cortinas de amarillos brocados chinos, daba a un patio de grava con una fuente en el centro y varios laureles de Portugal en macetones azules, pero, a lo lejos, como suele ocurrir en Hampstead, se apreciaban lúgubres muros blancos y feos tejados. La roja alfombra, salpicada de juguetes, encajaba a la perfección con los paneles de madera, y Margaret notó que a pesar de lo grande que era la casa, no había corrientes de aire; los niños, los libros que atiborraban las blancas estanterías y las exuberantes flores que exhalaban su tácito perfume parecían encerrados en una caverna templada y silenciosa excavada en una gema de vivos colores. Desde allí dentro, el frío bañado por la luz otoñal parecía irreal. Margaret se quedó quieta, se recostó en los cojines para relajarse y templar sus nervios y miró en derredor suyo.

—¡Esta mañana hemos estado en el Heath! —exclamó de pronto Barnabas—. Con Stephen y Barbara.

—Oh, eh… ¿y qué tal lo habéis pasado? ¿Es que no vas a la escuela?

—Iré cuando cumpla los seis.

—¡Anda! ¡Qué bien! ¿Y cuándo los vas a cumplir?

—El catorce de enero. Y también voy a tener un triciclo.

Volvió a hacerse el silencio. Por fortuna, Emma parecía entretenida con los ladrillos, mientras que la casa de Barnabas ya tenía tres pisos. Margaret no sabía si debía decirle que parara, no fuera a ser que dejara marcas en la alfombra, pero optó por no decir nada. Ya se encargaría Grantey cuando llegase. Aunque confiaba en que se demorara todavía un poco, puesto que estaba disfrutando enormemente, tratando de llenar su mente con todos los detalles de la habitación para después recordarlos cuando estuviera a solas. Sería imposible olvidarse de las flores: aquellas oscuras violetas de tallo curvo nacarado entre anchas hojas verdes; y, más asombrosas aún, las pálidas y delicadas corolas dobles de las violetas de Parma. Llevaba años sin ver una. ¡Pensaba que ya no quedaba ni un solo ejemplar en todas las islas Británicas!

«Deben de haberles costado una pequeña fortuna —pensó—, y eso que parece que no les sobra el dinero, aunque ella tiene pinta de ser una de esas mujeres que siempre consiguen lo que quieren».

Recordaba con nitidez cada uno de los rasgos de la señora Niland; el satinado de las avellanas y los blancos pétalos de las flores silvestres parecían haberse trasladado a su pelo y sus mejillas.

«En mi vida había visto a nadie como ella —siguió pensando—, aunque tampoco es que sea tan imponente; solo que por alguna razón es imposible quitarle los ojos de encima».

De pronto, llamaron a la puerta. La llamada se repitió con insistencia.

—¡Esa es Grantey! —dijo Barnabas, levantándose—. Iré a abrir.

—Idé a abir —repitió Emma al instante desde su rincón. Esparció los ladrillos por el suelo, se puso en pie a duras penas y se tambaleó hacia la puerta.

—No, Emma, cariño… No creo que… —empezó a decir Margaret, corriendo a cogerla suavemente de sus bracitos.

—¡Idé a abir! ¡Idé a abir! —exclamó Emma, escabulléndose.

—Vale… Entonces, vamos juntas —accedió Margaret, tendiéndole una mano, pero la niña la ignoró y se precipitó por el pasillo hasta la puerta de entrada, que Barnabas acababa de abrir.

Una mujer de aspecto severo, ataviada con una gabardina y un sombrero de fieltro, entró en el recibidor exclamando:

—Bueno, Barnabas, así que creías que Grantey se había perdido… El autobús ha sido muy malo y no me ha esperado, así que he tenido que coger el siguiente. Anda, ven a darle un beso a Grantey.

Barnabas obedeció levantando la cara sin entusiasmo.

—¿Y dónde está Emma? —bramó Grantey avanzando por el pasillo y lanzándole a Margaret, que estaba medio escondida junto a la puerta de la sala de estar, una mirada inquisidora. Cogió a Emma y la besó—. ¿Dónde está mamá, Barnabas? —preguntó, más calmada y sin dejar de mirar a Margaret.

—Se ha ido a la fiesta —dijo Barnabas, antes de que Margaret, que estaba empezando a sentirse algo incómoda, tuviera tiempo de abrir la boca—. Te estabas retrasando mucho, Grantey, y esta señora vino a traerle a mamá su cartilla de racionamiento. Se la encontró en el Heath. Así que mamá le pidió que se quedara con nosotros hasta que tú llegaras.

—Sí, eso… eso es todo —afirmó Margaret, adelantándose y soltando una risita fingida y nerviosa—. La señora Niland me pidió que le hiciera el favor. Le confieso que estaba muerta de miedo; no estoy acostumbrada a los niños tan pequeños, pero nos las hemos apañado muy bien, ¿verdad que sí, Barnabas?

Barnabas se la quedó mirando con detenimiento.

—No lo sé —dijo por fin, encogiéndose de hombros. Luego, se metió las manos en los bolsillos y volvió despacio a la sala de estar. A Margaret le pareció un niño bastante desagradable.

—Así que eso es todo, ¿no? —dijo Grantey, y su fugaz sonrisa de oreja a oreja evidenció a la vez el orgullo que sentía hacia las extrañas maneras de la señora Niland y la negativa a comentar nada acerca sobre ellas—. En fin, espero que se hayan portado bien.

—Ah, sí, los dos han sido muy buenos —confirmó Margaret, entusiasmada. Esperaba con ello retrasar el momento de su partida—. Emma lloró un poquito cuando su madre… cuando la señora Niland… se fue, pero se le pasó en seguida y ha estado jugando con los ladrillos desde entonces. Más buena que el pan.

—¿Y qué ha estado haciendo Barnabas? ¿No habrá estado jugando con el carbón? —preguntó Grantey dirigiéndose a la sala de estar. El tono juguetón que había utilizado daba a entender que no creía posible semejante violación de las normas.

—No —se apresuró a decir Barnabas, y Margaret desvió la vista rápidamente hacia el rincón y comprobó que el cubo de carbón estaba lleno y que en la alfombra no quedaba ni una sola mancha negra. Su respeto y aversión por Barnabas aumentaron por momentos.

—Ah, no, claro que no —dijo Grantey con ironía, como si se conociera toda la historia desde el principio—. Ver para creer, como suele decirse. —Y Margaret, igual que Barnabas, se quedó pensando si la mujer sabría o no la verdad—. Bueno —continuó, dirigiéndose a Margaret—, supongo que le apetecerá una taza de té. No en vano le ha tocado cuidar a estos mocosos durante un buen rato. Yo, por lo menos, voy a tomarme una y confío en que usted me acompañe.

—Es usted muy amable —comenzó Margaret—, pero…

—Venga, mujer, no le llevará ni un minuto. Además, los niños también van a merendar —la animó Grantey—. Siempre tomamos el té sobre las tres y media o cuatro menos cuarto porque los chicos almuerzan a las doce.

El tono no era efusivo precisamente, pero a Margaret le dio la impresión de que aquella mujer quería que se quedara. De hecho, a la señora Grantey le encantaban las reuniones y ver alguna nueva cara de vez en cuando, y ya que tenía que pasar una de esas largas tardes sola con los niños en Hampstead (aunque esa parte del trabajo le agradaba bastante), quizá la experiencia sería más llevadera con un poco de compañía. Además, la señorita Hebe no le habría pedido a esta joven que se quedara con los niños si no le hubiera gustado su aspecto, y la propia Grantey aprobó también las sencillas ropas de Margaret y su más que evidente admiración por la residencia de los señores Niland.

—Bueno, es usted muy amable, si está segura de que no voy a comerme sus raciones… —aceptó Margaret, encantada con la invitación.

Grantey no se percató de este último comentario. No quería oír ni hablar de nada que tuviera que ver con la guerra. Para ella, el conflicto no suponía más que una pesada interrupción de su trabajo en las dos casas en las que servía.

Hizo que Margaret se quitara la bufanda y los guantes y los dejara en el pequeño recibidor. No tardaron en ir a por algo de té a la cocina, que no era más que una especie de alacena situada en la parte trasera de la casa, pintada de blanco y equipada con todos los aparatos modernos imaginables para facilitar las tareas del hogar; aunque, como no funcionaban, en lugar de aligerar el trabajo, lo complicaban todavía más. Grantey bajó una enorme bandeja de un aparador y comenzó a colocar tazas y platos en ella.

—Tomaremos el té en el cuarto de los niños; es el último donde da el sol —comentó. Los niños ya habían recogido los juguetes y habían subido arriba—. Esto ya está. Corte un poco de pan, ya prepararemos arriba las tostadas de manteca.

Hacía meses que Margaret no se sentía tan dichosa. Contemplar a una persona mientras está absorta en sus quehaceres producía en ella un curioso efecto balsámico, y más cuando esta no le hacía preguntas sobre su vida. Grantey carecía de imaginación y de sentido del humor, atributos que perturban nuestra paz terrenal, y, para la apasionada y cohibida Margaret, emocionada de por sí al encontrarse en la preciosa guarida de un genio, su personalidad era a la vez tranquilizadora y agradable. Y Margaret no era la única que se sentía apaciguada en presencia de Grantey. La noche en que empezaron a caer las primeras bombas sobre Londres, Alexander Niland se había sorprendido al escucharla tranquilizando al pequeño Barnabas: «Vete a dormir, como los niños buenos. Solo son unas pocas bombas de nada…».

Grantey no habló demasiado mientras preparaban el té, pero cuando se sentaron alrededor de la mesa en el cuarto infantil, soleado e insólitamente espacioso, mientras Barnabas y Emma se comían en silencio sus tostadas de manteca con caras de deleite, dejó claro que se moría de ganas por escuchar toda la historia de la cartilla de racionamiento. Margaret estaba deseando contársela también, pues se había quedado algo intranquila al ver la ligereza con que la señora Niland se había tomado el asunto. En su círculo, la pérdida de una cartilla de racionamiento era un tema importante, que incluso llegaba a revestir tonos trágicos. En realidad, después de pensarlo mucho, no se le ocurrió ningún otro círculo para el que aquello no fuera grave. O bien la señora Niland vivía en la despreocupación, o es que había decidido delegar las tareas más pesadas en otras personas. «Sin embargo, es ilógico que se lo haya tomado con tanta ligereza», pensó Margaret.

Grantey quería que le contara la historia desde el principio, así que le hizo unas cuantas preguntas interesantes e inofensivas para ir calentando, como por qué estaba en el Heath aquella tarde. También se mostró interesada por la mudanza de los Steggles.

—Así que Stanley Gardens. Vaya, si eso está justo aquí detrás —dijo, limpiándole los dedos a Emma, que los tenía pringosos de manteca—. El señor y la señora Challis, los padres de la señora Niland, viven en una casa enorme que está por allí. Supongo que le sonará. Se llama Westwood.

—Oh, sí… Westwood… De hecho la veo desde mi dormitorio —asintió Margaret y, extrañada ante su propio atrevimiento, añadió—: Perdone que le pregunte, pero es un nombre muy poco común. ¿No tendrá el señor Challis algún parentesco con Gerard Challis, el dramaturgo?

—¡Es él!: el señor Challis es el dramaturgo —dijo Grantey, ocupada ahora en limpiarle los dedos a Barnabas—. Así que ha oído hablar de él.

—¡Claro que había oído hablar de él! —Margaret tragó saliva. Aquel círculo era más atractivo de lo que había supuesto en un principio.

Grantey no dijo nada más. Cortó dos porciones de bizcocho casero y se las sirvió primero a Emma y luego a Barnabas. Nunca la había oído pronunciarse jamás respecto al señor Challis o sus obras.

Margaret percibió esta reticencia en el ambiente, pero achacó el silencio a que las obras del señor Challis estaban muy por encima de la supuesta inteligencia de Grantey. Aunque se notaba que ella tampoco tenía muchas ganas de hablar en ese momento. Margaret se sentía demasiado impactada, casi atemorizada. ¡Gerard Challis, el autor de aquellas obras hermosísimas y famosísimas, vivía justo en la colina que daba al jardín trasero de su casa! Y estaba sentada a la misma mesa que sus… sí, que sus nietos; pero si aún era joven, hacía poco había visto una fotografía suya. ¡Qué cara tan imponente, una cara de verdadero intelectual! ¡Qué suerte había tenido de ir al Heath aquella tarde! ¡Qué lugar tan maravilloso, Londres, donde los pintores famosos dejaban caer sus cartillas de racionamiento a los pies de una y los inspirados ojos de los dramaturgos célebres contemplaban cada mañana sin saberlo las ventanas de su dormitorio! «Vaya. Cuánta gente daría lo que fuera por estar sentada donde estoy yo ahora», pensó Margaret.

—El abuelo va a regalarme un triciclo por mi cumpleaños —dijo Barnabas.

—¿El agüelo? —dijo Emma, mirando a Grantey.

—El abuelo, sí, cariño. Cómete el bizcocho, anda —asintió Grantey. Justo en ese momento, el teléfono empezó a sonar en el piso de abajo.

—Discúlpeme un instante —se excusó Grantey, saliendo de la habitación para cogerlo—. Anda, demuéstrale a la señorita Steggles lo buena que eres.