Capítulo 21
Margaret volvió a casa a toda prisa, malhumorada y temerosa de haber podido echar a perder su amistad con Zita y, en consecuencia, el preciado privilegio de visitar el Westwood de Highgate. Sospechaba que Zita era muy capaz de deshacerse de una amiga con la misma facilidad con que tiraría un periódico o cualquier otra cosa que dejara de resultarle útil. Su mal genio y sus ataques de celos parecían apuntar precisamente en esa dirección. Margaret (que estaba decidida a que no se deshicieran de ella) llegó a casa en estado de agotamiento, irritación y desasosiego, deseando arreglar el problema de Dick Fletcher y poder reconciliarse con Zita, y dispuesta a discutir con su madre a la menor provocación.
A los pocos minutos de su llegada, ya lo estaban haciendo, pues la señora Steggles estaba tan ansiosa por oír con pelos y señales todo lo que había dado de sí el día de Margaret que la siguió escaleras arriba. Y no dejó de hacerle preguntas y proferir exclamaciones hasta que, al final, Margaret la interrumpió y le preguntó sin rodeos si estaría dispuesta a tener a Linda en casa durante quince días.
—¿Qué? ¿Cuidar yo de una tarada? —exclamó la señora Steggles—. No, gracias, tengo mejores cosas que hacer. ¡Habrase visto! ¡Espero que no le hayas dicho que sí!
—Le dije que te lo preguntaría a ti. Y no es ninguna tarada. Tiene solo un ligero retraso —espetó Margaret, que se estaba quitando el vestido para ponerse una bata de estar en casa.
—Lo mismo es. ¡Puaj! No soporto esas cosas. Siempre le he dado gracias a Dios por que Reg y tú fueseis niños normales y hermosos.
—Por norma general, yo tampoco las soporto, pero Linda no es así en absoluto. No tiene nada de repulsivo y él la quiere mucho. Muchísimo. Tendrías que ver cómo la mira.
La señora Steggles se encogió de hombros.
—¿Y no puede enviarla a una residencia mientras tanto?
—¡Madre!
—¡Qué! No veo por qué no. He oído que los tratan estupendamente bien en esos sitios.
—Creo que deberías traértela, en serio —dijo Margaret, ciñéndose el cinturón—. Es la primera vez que te pido que hagas algo de ese tipo por mí. Tenemos sitio de sobra, y papá y yo estamos fuera todo el día…
—¡Muy bonito! ¡Que tu padre venga a casa por la noche y se encuentre a una tarada babeando por toda la casa!
—No babea, madre. Te digo que es prácticamente normal.
—Prefiero rodearme de gente normal del todo, gracias. No insistas, Margaret, por favor. No voy a quedármela y tendrás que decírselo. Eso te pasa por tomarte la libertad de decidir por mí.
—Madre, no lo hice. Solo le dije que te preguntaría.
—Bueno, pues ya me has preguntado y ya te he dicho que no, así que no hay más que hablar, ¿no?
Margaret echó la cabeza hacia atrás, y su espesa y lacia melena le cayó por la cara sonrojada.
—Supongo que no —dijo amargamente al fin—. Pero me va a resultar muy difícil.
—Haberlo pensado antes. Tú solita te has metido en este lío, así que tú solita tendrás que salir de él —sentenció su madre. Y a continuación salió de la habitación.
—¡Madre! —gritó tras ella—. ¿Y qué excusa voy a poner? ¡Va a pensar que es una auténtica crueldad! —estalló. Luego arrojó el cepillo en la cama y se metió los dedos entre el pelo. Estaba temblando.
—Di que no quiero asumir esa responsabilidad. ¿Quién querría hacerlo? ¡Haz el favor! ¡Él lo entenderá!
Pero Margaret, a quien se le acababa de ocurrir una idea, salió corriendo de su habitación e iba ya escaleras abajo.
—Ay, madre, déjame pasar… ¡Lo siento! —exclamó mientras empujaba a su madre para llegar al teléfono—. Siento haber sido tan grosera… Acabo de caer en alguien que puede… —Y, agitada, empezó a marcar un número.
La señora Steggles le lanzó una mirada desdeñosa, todavía molesta, aunque también curiosa por saber cuál sería su siguiente paso.
—Oh, señora Wilson… —empezó Margaret—. ¿Es usted? Soy Margaret. No, no ocurre nada, es solo que me preguntaba si podría usted cuidar de una niña pequeña, la hija de un amigo mío, durante quince días… Me refiero a que viniera y se quedara con usted. Tiene un ligero retraso, pero es muy dulce. Sí… El ama de llaves resultó herida en un ataque aéreo anoche y su padre no tiene con quién dejarla.
—Lo haría, Margaret, y encantada —respondió la voz calmada de la señora Wilson dos calles más allá, con la serenidad que confiere la posesión de una excusa genuina e irrebatible—, pero mi hermana va a quedarse con nosotros durante quince días y solo tengo una habitación libre. Lo siento muchísimo. ¿De quién es la pequeña?
—Del señor Fletcher… Fue a su fiesta de Nochevieja. La pequeña es un trozo de pan, de verdad, pero no se la puede dejar sola, claro, y él está en la oficina todo el día…
—Sí. Hoy en día resulta muy difícil, ¿verdad? Como todo el mundo ha sido llamado a filas o está trabajando en las fábricas, ya no queda nadie que se pueda encargar de hacer ese tipo de trabajillos, como cuidar de los niños y de los inválidos —dijo la señora Wilson en tono risueño—. ¿Lo has intentado con el W. V. S. o con la Oficina de Atención al Ciudadano?
Margaret le explicó las circunstancias con más detalle y tan educadamente como le fue posible, aunque estaba claro que no iba a obtener ninguna ayuda de la señora Wilson.
—Es que mi madre no quiere cargar con esa responsabilidad… —concluyó bajando la voz.
—Ya, bueno, es que es una responsabilidad muy grande, ¿no crees? La hija de otra persona y, encima, retrasada. Le va a resultar difícil encontrar a alguien.
Cuando Margaret colgó el teléfono, tuvo la desagradable convicción de que se había puesto de los nervios. Había discutido amargamente con su madre y se había abandonado a la merced de la señora Wilson (por quien sentía cierto desprecio al considerarla una mujer del todo vulgar). Y, al final, no había conseguido ayudar a Dick Fletcher en lo más mínimo.
Su madre estaba sentada junto al ventanal abierto del salón con el periódico vespertino en las manos, disfrutando de la dulce luz de la puesta de sol y de la suave brisa procedente del jardín. Levantó la vista y dijo con todo el sarcasmo del mundo:
—Bueno, se la va a quedar, ¿verdad?
—Pues claro que no. No sé qué hacer. Estoy desesperada.
—Y seguirás estándolo como quieras arreglar los problemas de los demás, querida —observó la señora Steggles, echando una mirada de descontento al reloj. El señor Steggles llegaba tarde, como de costumbre.
Margaret se sentó y se puso a balancear un pie. Su madre volvió al periódico.
—¿No tienes hambre? —preguntó por fin, sin levantar la vista—. Si quieres, no esperamos a papá.
—No mucha —contestó Margaret indiferente—. ¿Qué has hecho hoy?
—Lo de siempre. Esta tarde he ido al cine con Elaine.
—¿Quién demonios es Elaine?
—La señora Piper. Se llama Elaine Sybil —replicó la señora Steggles.
—¡Dios! —Y Margaret olvidó sus preocupaciones con una risita—. Eh… ¿Estuvo bien la película? ¿Qué visteis?
—Las cuatro plumas. Demasiado inverosímil para mi gusto. Desierto todo el rato.
—Creo que voy a llamar ya —farfulló entonces Margaret.
Se levantó y salió de la habitación a toda prisa.
—¿Diga? —respondió Dick Fletcher al otro lado del teléfono—. Oh, Margaret, no había reconocido tu voz. —Parecía cansado y abatido.
—Dick, no sabes cuánto lo siento —empezó Margaret en tono trágico—. Mi madre dice que no puede quedarse con Linda. Cree que sería demasiada responsabilidad. Y he llamado a nuestra vecina, la señora Wilson, que se habría quedado con ella, pero solo tiene una habitación libre y justo le viene visita. Así que creo que lo mejor…
—Te agradezco muchísimo que te hayas tomado tantas molestias, pero nuestra vecina de al lado ha acudido al rescate —contestó él un poco sorprendido—. Puede pasar la mayor parte del día con Linda, y alguien del W. V. S. vendrá para quedarse todas las mañanas con ella mientras nuestra vecina se encarga de hacer sus compras.
—Y yo puedo pasarme por las tardes cuando quieras salir —lo interrumpió Margaret, a quien le molestaba enormemente la repentina intrusión de todas esas otras mujeres en su nuevo Westwood. Había decidido que no usurparían su lugar.
—¿De verdad? Es un detalle por tu parte —le contestó, y sus palabras no sonaron a mero cumplido—. Pero ¿no será una horrible carga para ti?
—En absoluto, lo haré encantada. ¿A qué hora voy mañana?
—Oh, sobre las doce, si puedes. Tendré el almuerzo casi preparado. Soy bastante cocinillas.
Margaret emitió un sonido compasivo que no expresó ni la cuarta parte de la compasión que sentía por el pobre Dick, que se manejaba con tanta torpeza entre sartenes. No era de esas mujeres que admiraban a los hombres de su casa, y lo cierto era que se impacientaba cuando a alguno le daba por invadir la cocina, un lugar al que tampoco ella le tenía especial apego.
—Adiós, hasta mañana entonces —se despidió—. Eres un sol. Buenas noches.
Margaret tuvo la enorme tentación de volver a llamar a Zita, pero el orgullo se lo impidió. Pensó que no podía permitir que fuese tan grosera e injusta sin dar luego la más mínima muestra de arrepentimiento, de modo que se fue a la cama sin saber si Barnabas había encontrado o no a su mono.
Esta resultó ser la mejor manera de tratar a Zita, pues, a la mañana siguiente, antes de que Margaret se pusiera en camino hacia Brockdale, la llamó por teléfono, le restó importancia a su enfado del día anterior y se mostró deseosa de llevar a su amiga a pasear por el Heath. Hubo cierto atisbo de irritación cuando Margaret le dijo que iba a salir, pero Zita tenía tantas cosas interesantes que contarle que le propuso pasarse por su casa para estar media hora con ella, y acompañarla luego a la estación.
Margaret llevó tumbonas y cigarrillos al jardín, y Zita llegó poco después, enfundada en un vestido de lino de mangas enormes, muy elegante. Ambas se sentaron al sol para fumar y cotillear.
La señora Steggles las observaba con mirada reprobatoria desde su dormitorio, donde estaba sin hacer nada. «¡Hablar, hablar, hablar! Esa pequeña criatura no ha dejado de hacer aspavientos con las manos y de charlar desde que llegó a esta casa». La señora Steggles no despreciaba a Zita. De hecho, la primera vez que la invitó a su casa a tomar el té se quedó enormemente impresionada con ella, y en contra de su voluntad, con sus modales (que eran los de un mundo bastante más ancho que el de la señora Steggles) y con su ropa. Pero pensaba que era rara y que además podía convertirse en una mala influencia para Margaret. Aquella Zita era muy capaz de llenarle la cabeza de pajaritos y de incrementar sus veleidades artísticas. «Ya no le vemos el pelo a Hilda —pensó la señora Steggles—. Supongo que estará demasiado ocupada persiguiendo a sus queridos chicos».
Margaret prestó suma atención a todo lo que Zita tenía que contarle: Grantey debía guardar cama y el gran cuadro del señor Niland estaba a salvo, después de todo. Habían encontrado a Nico entre los escombros, todo cubierto de polvo blanco, pero sin mayores daños. Y lo mejor de todo (aunque muy triste, por supuesto; terrible, en realidad) era que el señor Niland se había marchado. ¡Había dejado a la señora Niland y a los niños, y nadie sabía cuándo iba a volver!
—Puede nunca —concluyó Zita, agudísima, bajo un rígido sombrerito de paja como los que llevaban los galanes en los noventa.
—Lo siento —respondió Margaret visiblemente apesadumbrada, tras una breve pausa. La vergüenza ante su propio apetito de noticias truculentas había reemplazado a la exaltación. Envidiaba y detestaba a Hebe, pero ninguna persona sérieuse podría oír la noticia de la ruptura de un matrimonio sin lamentarlo. Aunque tampoco experimentó esa conmoción personal que habría podido sentir si hubiese ocurrido algo tan improbable como la ruptura del matrimonio de los Challis.
—Pues yo no, yo alegro. Está bien empleado a él. Ella no tiene alma para arte, es solo una mutter —le endilgó Zita con desdén—. No está bien que se haya casado con gran pintor y que haya tenido él que irse con amante.
—Oh, Zita, ¿de verdad piensas eso? ¡Qué horror!
—Por supuesto que pienso. ¿Adónde más ir? Seguro tiene por ahí alguna fräulein culta, guapa y con mucho sexo, y ha ido con ella.
—Pero la señora Niland… Hebe, ¡es muy guapa!
—No sex-appeal. Todos amigos míos piensan. Les he preguntado a todos y todos dicho lo mismo. Los hombres entienden de esas cosas.
Margaret no tenía nada que decir a eso, aunque tal unanimidad de criterios le parecía un tanto sospechosa. Le habría gustado hablar con Zita acerca de la diferencia entre sex-appeal y belleza, un tema que le intrigaba tan a menudo como intriga a la mayoría de mujeres de bien, pero era tímida y no deseaba que la tomara por ingenua. Además, se estaba acercando la hora de salir hacia Brockdale. Acababa de abrir la boca para decir que debía irse, cuando…
—Y ese Dick Fletcher… ¿quién? —le preguntó Zita, inclinándose hacia delante con una mirada pícara, y dándole un ligero golpecito en la rodilla—. Estuviste todo día con él. Sola. ¡Es novio!
—¡Oh, no…! —exclamó Margaret—. Es mucho mayor que yo. Es amigo de mi padre.
—¡Y Margaret también! —dijo Zita socarronamente—. ¿Por qué no me hablas antes de él? No abres tu corazón a mí, Margaret. —Y su cara de tití volvió a caer en un extremo desánimo—. ¿No quieres confiarme secretos?
—No es ningún secreto. Solo fui a su casa para ayudarle a cuidar de su hijita porque su ama de llaves resultó herida en el ataque.
—¡Pero eso no habías contado!
—Bueno… —dijo Margaret, que no quería recordarle que, cada vez que había intentado explicárselo por teléfono, ella la había interrumpido enfadada.
—Estás enamorada de él —anunció Zita, escrutándola con los ojos entrecerrados y con más aspecto de mono listillo que nunca.
—No… No… —rio Margaret con dulzura, contenta de que, si tenía que haber alguna sospecha, esta recayera sobre Dick Fletcher y no sobre Gerard Challis.
—Pero gusta a ti… Y atrae… Es hombre atractivo para mujeres —insistió Zita mientras la seguía hasta el interior de la casa.
—En realidad no lo es, Zita. Y supongo que no conoces a nadie que quisiera quedarse con una niña pequeña en su casa durante una semana o así, ¿verdad? Tiene un pequeño retraso, pero es un primor.
Zita no estaba prestando atención a la pregunta. Las niñas pequeñas con retraso no le interesaban, salvo como objeto de comentarios horrorizados y sentimentaloides, de modo que dio una respuesta vaga que no sirvió de nada. Fueron caminando hasta la estación sin dejar de cotillear, y Margaret escuchó con avidez todo lo que Zita sabía sobre las críticas de Kattë. Ella misma había reservado ejemplares del Observer y del Sunday Times para ver qué decían las reseñas teatrales de esos periódicos sobre la obra, y los llevaba escondidos en el bolso. Los leería en cuanto estuviera a solas en el Westwood de Brockdale.
Le costó bastante calmar a Zita cuando esta se enteró de que Margaret iba a tener ocupadas todas las tardes durante las siguientes tres semanas, pero, de algún modo, se las ingenió para conseguirlo, y Zita se despidió de ella en la estación con el ceño fruncido, aunque tampoco mucho.
Margaret se sentó en el tren con un suspiro de alivio, y se limitó a mirar por la ventana. Zita era un auténtico suplicio. Su primera sensación placentera en aquella sociedad efervescente estaba siendo reemplazada poco a poco por la exasperación de tener que estar continuamente aplacándola y calmándola. Y aun así, cada vez que iba al Westwood de Highgate, el encanto que sobre ella ejercía aquella casa era tan fuerte que sentía que cualquier sacrificio merecía la pena con tal de poder conservar su derecho a visitarla. Siguió soñando despierta con su antigüedad y su belleza, percatándose de que aún no sabía en qué año había sido construida, pues a Zita no le interesaba y a Margaret le había dado demasiada vergüenza preguntárselo al señor Challis. Sin embargo, llevaba bajo el brazo la Historia de Highgate de Lloyd[59] y tenía intención de sacar tiempo para leerla mientras cuidaba de Linda.
Dick se marchó justo después de almorzar. Margaret pensó que daba su presencia por descontada y que parecía preocupado y bastante impaciente. No le gustó tanto como el día anterior, y empezó a lamentar haberse ofrecido a ir todas las tardes durante las próximas tres semanas: todas las tardes, sin un respiro ni una visita reparadora a su propio Westwood para liberar la tensión. Pero Linda pareció alegrarse de veras al verla. Fue hasta ella arrastrando los pies con una dulce sonrisa vacía, deslizó confiada su fría mano en la de Margaret y permaneció feliz a su lado mientras despedían a su padre.
Cuando estaba ya entretenida con su montón de arena en el jardín, Margaret se dispuso ansiosa a leer las críticas de Kattë.
El Sunday Times, tras hacer referencia a Sarah Bernhardt y a Janet Achurch, llegaba a la conclusión de que la semejanza física de la señorita Schatter con el tipo de mujer interpretado en Kattë la había ayudado tanto que merecía menos reconocimiento por la recreación de su personaje del que conseguiría de no haber existido una afinidad semejante. Y la palabra que utilizaba para describir la obra era «esmerada».
El Observer, sin referirse a Janet Achurch ni a Sarah Bernhardt, venía a decir más o menos lo mismo.
Margaret dejó los periódicos sumida en una honda consternación.
¿Por qué lo hacían? ¿Por qué los críticos, que habían otorgado tan respetuosa atención a su obra antes de la guerra, e incluso durante los dos primeros años, se mostraban ahora casi irritados con ella y no encontraban nada, o casi nada, que decir para alabarla? Podían afirmar, por ejemplo, que trataba de pasiones y de dilemas que perdurarían mientras lo hiciera la raza humana, y no de meros temas de interés actual o de propaganda. ¿Es que el humor de Inglaterra había cambiado? ¿Acaso la gente había visto y experimentado ya tales horrores de primera mano que no quería ver tragedias para las que no había razón alguna y en las que no creía?
Era cierto que el público de obras sensacionalistas o de intriga era mayor que nunca, y que la gente pagaría lo que fuera para ver tragedias de Shakespeare o de Ibsen. Pero, en el primer caso, el efecto del horror se veía amortiguado por la irrealidad de la historia dentro de su rígido marco convencional y, en el segundo, se trataba de tragedias que constituían en sí mismas grandes obras de arte.
Entonces, ¿los dramas de Gerard Challis no eran grandes obras de arte? Siempre había creído que sí lo eran. Pero si los espectadores solo se sintieron indignados, en lugar de conmovidos, se debía a que Challis no había sido capaz de convencerlos de que la tragedia de Kattë era inevitable. Ir al teatro hoy en día para sufrir por algo que nunca tendría que haber sucedido si los personajes se hubieran esforzado por arreglar las cosas con calma era la gota que colmaba el vaso.
«Ni siquiera intentaron salir a que les diera el aire —pensó—. Se limitaron a quedarse sentados aguantando el chaparrón, y fueron de mal en peor. No puedes sentir empatía por gente así, lo que te gustaría es zarandearlos. La razón por la que uno se siente tan mal por la pobre Maggie Tulliver[60] es porque ella sí que lo intentó. Lo intentó con todas sus fuerzas, a pesar de ser débil, apasionada y cariñosa, y su propia debilidad la traicionó. Crees que era buena, a pesar de sus defectos, y por eso lo sientes tanto por ella».
«Después de todo —siguió pensando mientras permanecía de pie junto al ventanal, mirando a Linda aunque sin llegar a verla—, no necesito que me gusten todas sus obras por igual. Aire de montaña y El pozo escondido son preciosas y nadie me las va a quitar. Ojalá a los críticos también les gustara Kattë».
Entonces se dio media vuelta y se sentó delante de una mesita desvencijada que, desde luego, no había sido diseñada para soportar un trabajo intenso y continuado. Abrió su cuaderno y la Historia de Highgate de Lloyd.
Había comprado la Historia una noche cerrada y tormentosa de la semana anterior, cuando se dirigía a casa a toda prisa. Entró en una tiendecita que vendía ropa de segunda mano y leña, así como unos cuantos libros cuyas cubiertas estaban tan mugrientas que dudó entre tocarlas o no hacerlo en absoluto. Estaba abriendo con cautela los sermones y biografías decimonónicos de personajes respetables pero de escasa importancia, muertos hacía mucho tiempo, cuando, de repente, vio este gran tomo antiguo, que una vez estuvo magníficamente encuadernado en verde botella, y que todavía conservaba en la cubierta una ilustración de Highgate Archway laminada en oro. No tenía ningún precio marcado en el interior, pero una mujer malhumorada salió a la tienda al oír la entrada de Margaret y le dijo que costaba un chelín con seis peniques, de modo que se llevó el magnífico y viejo mamotreto.
Durante los últimos días solo había tenido tiempo de echar un vistazo a sus xilografías y al retrato de Coleridge (muy inspirado e incómodo) que conformaba su frontispicio. Pero ahora, con todo un largo y soleado día por delante, estaba deseando descubrir algo sobre el Westwood de Highgate.
Fue pasando las gruesas páginas de color crema, con sus caracteres grandes y legibles, muy lentamente. Observando aquí y allá algún que otro verso curioso que trataba de la historia del pueblo, o párrafos en letra más pequeña con citas de los registros antiguos de Hornsey y Harringay[61]. Se detenía de vez en cuando para leer alguna nota a pie de página o para estudiar las ilustraciones de mansiones e iglesias desaparecidas hacía mucho tiempo, desde que las cubrieran de ladrillo y mortero. Soñaba con la belleza bucólica que transmitían todas y cada una de aquellas fotografías, a pesar de su aspecto estilizado y de las figuras acartonadas y convencionales de los caballeros y los campesinos que aparecían en las imágenes.
Sin embargo, no encontró ninguna referencia al Westwood de Highgate, pues faltaba parte del índice y también unas quince páginas del cuerpo del libro, así que se vio obligada a llegar a la conclusión de que la casa nunca había desempeñado un papel importante en la vida del pueblo, y de que ni siquiera la habían considerado lo suficientemente llamativa como para merecer una foto en la Historia de Highgate.
Era decepcionante, pero siguió leyendo, revoloteando con la mente hacia el pasado como haría una golondrina que bebiera de un lago insondable. Los silenciosos minutos iban transcurriendo. El sol que se colaba a través de los finos visillos de seda era una delicia, y las campanillas tintineaban débilmente al paso de una ligera brisa, hasta que el sonido se desvanecía. Leía con avidez, con impaciencia, anotando palabras que le iban surgiendo como heredad y área, intentando adivinar su significado y utilizándolo para construir la imagen que poco a poco iba fraguándose en su mente. La historia no era de fácil lectura, porque aportaba multitud de datos sociológicos, geológicos e históricos en un lenguaje técnico, y no se había hecho el menor esfuerzo por insertarlos en una descripción general expresada con frases fluidas. El libro había sido escrito en los ochenta, cuando los lectores poseían tiempo libre de sobra, además de mucha atención que dedicarles a sus serias lecturas, de modo que, cuando compraban un libro, esperaban poder consagrarle ambos elementos: horas y concentración. Por tanto, la imagen que estaba empezando a delinearse en su mente no poseía la especiosa nitidez que aquel híbrido moderno, aquel novelista-historiador-anticuario, habría dibujado en la mente de un lector de la época, pero contaba con la validez y lo inesperado de la veracidad: se erigía sobre una base de hechos escrupulosamente anotados que le resultaban más atractivos aún debido precisamente a esa exactitud. Con todo, no tardó en dejar volar su imaginación.
Soledad, una soledad de bosques frondosos, rota de vez en cuando por claros y por pequeñas praderas donde los porquerizos tenían sus chozas. Pequeñas casuchas, tan cerca de la tierra, y tan indefensas, como raíces o piedras musgosas e, igual que ellas, parte indisoluble del paisaje. Una soledad cuya susurrante quietud no quebraba durante días ningún sonido humano, salvo la nota distante de un cuerno de caza.
Las chozas, los campos y las iglesias, e incluso los castillos, eran pequeños en este Haia-gat (o «aldea-a-la-entrada-del-cercado») de hacía novecientos años, y la propia gente, con sus armaduras y sus lisas vestimentas rojas y azules, que una vez habían sido de tonos vivos pero que ahora estaban manchadas y descoloridas por la suciedad y los años, parecía salir de una oscuridad de hojas podridas, paja putrefacta y porquería. Los campesinos llevaban jubones hechos de pieles de animales que conservaban todo su pelaje. Por aquel entonces nada estaba limpio, tal y como concebimos hoy la limpieza, salvo las flores, las hojas y, en los monasterios, el Altar de Dios. El Nombre de Jesús se hallaba siempre en boca de todos, y Su Nombre y Su Espíritu quemaban. Rezaban al Dulce Nombre de Jesús. Si un niño enfermaba, lo más habitual era que muriese, y lo mismo ocurría con hombres y mujeres. Había millas y millas y millas de ese bosque fresco, umbrío y sobrecogedor, ese horrida sylvis, como lo denominaban los romanos. Ese bosque que se extendía hasta Hampstead y por todo Harringay (o Harringhaia, «el-cercado-del-campo-de-liebres»). Ese bosque que cubría las colinas al norte de Londres de un manto azul verdoso en verano, y marrón púrpura en el caduco invierno. Y hasta aquí, cruzando a caballo el interminable bosque, por estrechos senderos marcados con excrementos de lobo, venía el obispo de Londres, que poseía estas tierras, para cazar jabalíes. La forma negra y púrpura del animal hozaba afanosamente entre la maraña de zarzas, y, al escarbar las raíces que había de comer, hacía que se desprendieran las flores blancas en primavera y las hojas rojizas en otoño. El jabalí tenía las cerdas de las patas delanteras apelmazadas por el barro. Margaret se imaginó los pies del obispo príncipe enfundados en botas de caza de piel, y la daga en la vaina de plata repujada que llevaba a su lado. Cada pieza de su ropa había sido tejida a mano y era valiosa por su rareza. Todo zapato, sombrero o guante era valioso en aquellos días porque había muy pocos, y se tardaba mucho tiempo en hacerlos y en enviarlos a las pocas centenas de tiendas que se distribuían por toda Europa. Recordaba una píxide que había visto una vez, tallada en 1520, de forma un poco irregular, pero bonita. Poseía el patetismo de un objeto hecho a mano, que dejaba al descubierto la falibilidad de esta. En las aldeas, pensó, en las aldeas las calles no estaban pavimentadas y no había luces por la noche. Durante las largas tardes de verano, en las calles de esas aldeas, construidas alrededor de un pequeño castillo de madera y piedra, los niños debían de haber jugado en medio del polvo. Tal vez tañese una campana en la iglesia de piedra, diminuta y oscura, que conservaría un libro en latín confinado en un cofre de madera. Toda esa gente era cristiana.
Los árboles del bosque proyectaban sus alargadas sombras sobre el claro en que estaba situada la aldea, y las mujeres que acarreaban el agua miraban hacia la espesura, que ya se mostraba oscura y sombría, y pensaban en el invierno y en los lobos.
Volvió a posar sus ojos sobre el libro. «La caza de un ciervo o de un jabalí, o incluso de una liebre —leyó—, se castigaba con la pérdida de los ojos del delincuente».
Y entonces, con su fértil imaginación resplandeciendo como una rica vidriera de colores, leyó que, según la tradición, Odo de Bayeux, hermano de Guillermo el Conquistador, había sido el primer propietario normando de los bosques de Highgate, y que uno de estos obispos locos por la caza (probablemente el mismo Odo) había mandado construir un pabellón en una colina del bosque en los años que mediaron entre 1066 y 1080, y había convertido el gran parque de Haringey (Hornsey) en un coto de caza.
Embelesada, siguió con la lectura. El pabellón de caza era «sin duda una fortaleza cuadrada de sillares de piedra… rodeada por un foso y cuya entrada la constituía un puente levadizo».
Los obispos de Londres solían pasar allí algunas temporadas para cazar, pero, «debido a su antigüedad» y a su estado de deterioro, el lugar se derrumbó en el siglo XIV y lo único que quedó de él fueron restos de los cimientos y el foso. Algunas de las piedras de sus paredes se habían utilizado para reconstruir Hornsey Church, y dichas ruinas se conservaron hasta el año 1888. El propio John H. Lloyd, autor de la Historia, los había visto…
—Margaret, tengo hambre. Linda quiere almuerzo —dijo una voz lastimera a su lado. Aturdida, oyendo aún los cuernos de caza de hacía novecientos años, Margaret fue levantando la vista y se encontró con los dulces ojos de Linda. Durante un momento se quedó mirándola sin mediar palabra. Tan potente era la pócima en la que su imaginación había estado macerando que no experimentó ningún impacto al volver al mundo contemporáneo. El hechizo se había extendido hasta la habitación en la que se hallaba sentada, hasta la propia Linda y hasta cada uno de los objetos que las rodeaban.
—Linda tiene hambre —volvió a decir la niña, poniéndole con suavidad una mano en el brazo.
—¡Y Margaret también! —contestó entonces ella alegremente. Cerró el libro, se levantó y cogió la cariñosa mano de la pequeña—. Venga, vamos a ver qué hacemos de comer… ¡Vaya, Linda! Es casi la una. ¡No me extraña que tengamos hambre!
Ese día terminó de leer el relato del pabellón del obispo y, aunque aquel primer y maravilloso resplandor de deleite imaginativo ya no regresó, ella tomó la determinación de ir en persona a buscar el emplazamiento del pabellón y pisar el mismísimo terreno donde se había erigido. ¡Solo estaba a dos millas de su propia casa! Un campesino que hubiera vivido donde ella lo hacía ahora podría haber divisado la torre del pabellón en lo alto de la colina desde la pequeña entrada de su choza, mientras que, desde la propia torre, se podría haber visto el brillo de las lanzas moviéndose por la llanura arbolada a millas de distancia. Obtenía tanto placer con estas ensoñaciones, mientras se dedicaba a los quehaceres de la casa y jugaba con Linda, que el tiempo se le pasó en un suspiro y no experimentó la opresión que había sentido en su primera visita.
No cabía duda de que el de Linda era un espíritu alegre. Una sombra más de indefensión, una mayor anormalidad en su manera de hablar y en la forma de sus ojos y sus manos habrían producido una impresión tan desagradable que solo un amor verdadero podría haber soportado la presencia de la niña. Sin embargo, su naturaleza afectuosa (más incluso de lo que suele ser común entre este tipo de niños) se traslucía a través de las limitaciones de su cuerpo y casi expiaba sus deficiencias. Al final de la primera semana de viajes nocturnos al Westwood de Brockdale, Margaret empezó a cuidarla no como a una pobre niñita deficiente por la que cada vez sentía menos lástima, sino como a Linda: una persona que, aunque no completamente desarrollada, lo era tanto como un gato o un perro querido (¡odiosa comparación!, aunque no tan odiosa, quizá, como pueda sonar), con los gustos y los hábitos que conforman la personalidad y que marcan sus diferencias con otras personalidades. Tampoco cabía duda de que a Linda le gustaba que Margaret estuviera en casa, que le leyera, que jugara con ella y le cantara. Margaret incluso creyó detectar, después de haberla visitado durante diez días, una mejora leve, muy leve, del habla de Linda y un despertar de su inteligencia, y lo atribuía al estímulo que su cerebro, joven y rápido, ejercía sobre un cerebro retardado por naturaleza, pero cuyo desarrollo se había visto truncado de manera artificial por las conversaciones amables y poco inteligentes de la señora Coates. No se atrevía a mencionarle nada de esto a Dick. Le parecía muy arrogante y muy cruel para con la señora Coates, que había soportado dos años de existencia desnaturalizada con una niña deficiente mental. No obstante, lo cierto era que estaba cada vez más convencida de que Linda había estado llevando una existencia solitaria y anormal en el interior de su palacio de hadas en miniatura, y de que una compañía procedente del exterior, incluso una compañía infantil, le resultaría enormemente beneficiosa.