Capítulo 9
Al dirigirse a casa cada noche en autobús, Margaret solía quedarse absorta en el enorme laberinto de calles oscuras que se extendía ante ella en todas direcciones, hasta desembocar en los racimos de casitas y los caminos sin asfaltar de las Downs[22], al sur, y las Chiltern Hills[23] al norte. Le parecía entonces que el peligro, el peligro que siempre había acechado en los callejones y en las viejas casas de Londres, pero que el moderno alumbrado público y la moderna fuerza policial habían desterrado a unos pocos barrios lóbregos y pobres de la ciudad, se había cernido de nuevo por toda la ciudad con la llegada del apagón. Los pasos sigilosos y las figuras furtivas que poblaban las páginas de las novelas antiguas estaban empezando a reaparecer en este Londres maltrecho de los años cuarenta: los malhechores volvían a cometer asesinatos amparándose en las sombras y la gente esperaba a que saliera la luna llena para ir a cenar a casa de los amigos, como se estilaba doscientos años atrás. Una y otra vez, al contemplar las luces de los reflectores barriendo y sondeando los nublados cielos nocturnos, le venían a la cabeza las palabras de Winston Churchill: «Vivimos en una era oscura que será aún más siniestra debido a las luces de una ciencia pervertida». Y, aunque su ánimo y sus pensamientos la tenían presa de una fascinación aterradora, se sentía aliviada cuando abría la puerta de su casa cada noche, entraba en el recibidor bien iluminado, y dejaba tras ella la ciudad oscura y silenciosa con su interminable laberinto de casas alineadas. «La nuestra es una vida clandestina y yo he conseguido escapar del laberinto metiéndome en él de lleno», pensaba mientras permanecía allí de pie, con la mirada perdida, dejando que el sombrero se le desprendiera de la mano y cayera al suelo, y anhelando la llegada de la primavera, de aquellas largas puestas de sol azules y aquellos almendros en flor.
Entonces, subía despacio las escaleras, pensando en el festín para los sentidos que se desplegaría ante ella cuando llegaran aquellas tardes claras, cuando la ciudad se abriera ante ella llena de lugares por descubrir, de salas de música, de teatros, de galerías de arte que visitaría los sábados por la tarde para admirar las superficies rugosas y brillantes de los cuadros expuestos en ellas.
La escuela estaba situada en un barrio especialmente deprimido que una vez había sido un área residencial bonita y majestuosa, pero que ahora se estaba deteriorando a pasos agigantados, hasta convertirse en una barriada marginal. Las casas eran enormes y sólidas, y en casi todas había que subir cincuenta escalones para llegar desde los jardines delanteros hasta los áticos, pero sus fachadas grises o color crema estaban ahora descoloridas y desconchadas. Ya no tenían enrejados ni verjas para proteger la privacidad y los ventanales estaban o bien tapados con tablas porque habían estallado en alguna explosión, o bien cubiertos con tiras de papel. Gatos, perros y niños entraban como flechas en los indefensos jardines y salían de igual modo después de haber pisoteado toda brizna de hierba que hubiera sobrevivido a las bombas y al abandono. Fragmentos de periódicos volaban y se enganchaban en los setos de alheña o de laurel, y se quedaban allí varados hasta que sus hojas se tornaban amarillas con el paso del tiempo. De vez en cuando, tras los oscuros ventanales, se podían atisbar objetos borrosos en las habitaciones, como vistos a través del cristal de un acuario: una gran estatuilla de bronce de tres muchachas vestidas de campesinas o unos anaqueles finamente labrados encima de la chimenea llenos de jarrones con flores artificiales; rara vez, una estantería de libros que parecía que alguien amara y leyese, o ramos de jacintos marchitos en un vaso.
Margaret trataba de no pensar demasiado en la cantidad de objetos feos e inútiles que debían de acumularse en aquella media milla cuadrada que ocupaba Curtis Park, en Highbury, pues la imagen la deprimía y hasta le hacía sentirse un poco mareada. Cada día pasaba a toda prisa por aquellas avenidas y largas calles con elegantes formas de media luna, pues el fantasma de aquel estilo victoriano que las rondaba, pausado, espacioso y ordenado, no lograba ejercer ningún poder sobre su imaginación.
El número de alumnas de la Escuela Anna Bonner para Chicas se había incrementado considerablemente tras su vuelta a Londres desde Worthing, donde había ocupado tras la evacuación dos grandes mansiones pertenecientes a un anciano pariente de su fundador. Muchas escuelas secundarias continuaban en el exilio, y sus antiguas alumnas asistían ahora a la Anna Bonner, que, en consecuencia, contaba en la actualidad con cerca de doscientas muchachas, más las que seguían llegando semana a semana. Las casas anejas al edificio de la escuela (cuya forma sugería una capilla, con sus rústicas piedras y pesados gabletes) se habían acondicionado para alojar a las nuevas alumnas y las clases habían crecido tanto que la atención que podían dispensar a cada chica se había visto seriamente comprometida. Como la atención individualizada era una de las máximas de la escuela, la señorita Lathom, la directora, se había visto obligada a dar una solución al problema creando dos aulas adicionales con las alumnas que sobraban de las otras clases y poniendo a dos nuevas maestras a su cargo. Una de esas maestras era Margaret.
El tipo de estudiante que asistía a la Anna Bonner había cambiado a lo largo de los veintiséis años transcurridos desde que finalizara la Primera Guerra Mundial. La escuela se había fundado en los años ochenta como una iniciativa privada inspirada en las famosas escuelas Frances Mary Buss de Camden Town. Sus primeras alumnas habían sido las hijas de los prósperos comerciantes, dentistas, hombres de negocios o funcionarios que habitaban en el barrio, además de unos cuantos médicos y clérigos. Sin embargo, a medida que pasaron los años y Highbury y Curtis Park se fueron deteriorando poco a poco, las grandes casonas donde estos profesionales vivían y trabajaban se convirtieron poco a poco en edificios de apartamentos para luego pasar a ser simples casas de vecinos. Los médicos y dentistas empezaron a ganar más dinero y se mudaron a barrios más modernos y elegantes. Entonces las diferencias entre la Anna Bonner y las escuelas secundarias públicas se difuminaron del todo.
Fue entonces cuando la Anna Bonner, ante la perspectiva de captar nuevas alumnas, cuyo número aumentaba en un barrio que todavía resultaba atractivo a residentes recién llegados, aunque pobres, a causa de sus grandes jardines y sus anchas calles, se vio obligada a abrir sus puertas a cualquiera que pudiera pagar las cuotas y superar la prueba de acceso. Su fama como escuela privada (aunque ahora tenía un consejo escolar y se beneficiaba de alguna que otra ayuda del Ministerio de Educación) le otorgaba ese ligero prestigio adicional que buscaban los padres ambiciosos, y sus prácticas y tradiciones la hacían diferenciarse en cierto modo de las escuelas públicas del montón.
Con todo, a aquellas alturas las alumnas de la Anna Bonner no eran ya las tiernas y refinadas criaturitas de 1918, que nunca se quitaban el sombrero en la calle ni hablaban en voz alta en los tranvías. Las de la Anna Bonner no hacían esas cosas, no, señor. Ellas eran robustas amazonas que jugaban en pantalón corto los días de competición y que al salir de clase se paraban en las esquinas de camino a casa para flirtear con los cadetes de la Fuerza Aérea; iban al cine por norma dos o tres veces a la semana y sabían el número de maridos que acumulaba toda estrella de cine que se preciase. Sus padres eran dependientes de tiendas, operarios de linotipia o ingenieros de radio y, algunos, los menos, trabajadores de fábrica especializados.
La señorita Lathom, la directora, creía que el nuevo tipo de chica Anna Bonner poseía algunas cualidades excelentes: era menos sentimental y pendenciera de lo que su madre, alumna de la escuela a su misma edad, habría sido seguramente. Tenía mayor sentido del humor y ponía más interés (tal vez porque la escuela la obligaba a ello) en los asuntos públicos. Que a la escuela Anna Bonner le costase más cada año imponerle a las chicas las cualidades de Conciencia, Concentración y Cortesía sobre las que el fundador había basado las normas de la escuela era más culpa de su ambiente que de ella misma.
Margaret encontraba que estas londinenses rápidas, despreocupadas y radiantes eran sensiblemente diferentes a las niñas de Lukeborough a las que estaba acostumbrada, pero no las temía tanto como podría haberse esperado. Ella no era ni tímida ni cohibida, salvo en compañía de gente como Hebe Niland, que poseía todo lo que ella adoraba en el mundo y era lo que más deseaba ser, de modo que, cuando estaba en presencia de estas cockneys, tal vez la clase menos impresionable del mundo, se mostraba firme, diestra y competente. A ellas les impresionaba más la personalidad que cualquier otra cualidad de la condición humana, pues era esta la que buscaban y admiraban en las estrellas de cine, y Margaret tenía la suficiente como para dejarlas a todas sentadas de la impresión. Representaba su papel a conciencia: no hablaba a no ser que fuera estrictamente necesario, era ingeniosa cuando se daba la oportunidad y utilizaba la sorpresa, la seriedad o el sarcasmo para mantenerlas controladas.
Estaba sorprendida de su propio éxito. Pasados los primeros quince días, mientras supervisaba desde la tarima las filas de cabezas serenamente concentradas en sus ejercicios, experimentó la estimulante sensación de tener fe en sus propias capacidades, algo del todo nuevo para ella. Despreciaba a aquellas jovencitas de risa tonta que tanto la confundían, incluso después de haber aprendido a distinguir a Shirley Bates de Grace Plender, y desdeñaba los intentos de decorar las clases, mientras que las profesoras de más edad le parecía demasiado habladoras y chapadas a la antigua. No obstante, esta era una próspera escuela londinense de larga tradición y buena fama, y ella, Margaret Steggles, era una de sus maestras, y de las buenas. Y con solo veintitrés años. Era un triunfo pequeño, se decía a sí misma, pero un triunfo al fin y al cabo.
Se habría sentido aún más orgullosa de sus logros si hubiera sabido lo satisfecha que estaba con ella la señorita Lathom. La señorita Lomax, de la Escuela de Educación Primaria y Secundaria Sunnybrae de Lukeborough, había escrito una carta a su vieja amiga y antigua compañera de trabajo en la Escuela de Marroquinería de Croydon y le había hablado de esta interesante joven que enseñaba en la Sunnybrae. Según la señorita Lomax, allí estaba desperdiciando su talento. La señorita Lomax creía que Margaret tenía futuro en el mundo académico y que un día podría llegar a ser una reputada directora. Consideraba que poseía un don para la enseñanza y una personalidad de gran solidez.
A la señorita Lathom, Margaret no le acababa de convencer del todo. Como la mayoría de la gente, la directora era más sensible al encanto que a la personalidad marcada. Otro punto en contra de Margaret era que no mostraba por los demás aquel interés inmediato y cordial que sirve para hacer que una persona de natural insípido resulte agradable. La señorita Lathom (que, tras veinticinco años como directora, se enorgullecía de poseer un talento innato para descifrar la personalidad femenina) sabía muy bien que bajo su actitud demasiado impaciente y su expresión ensimismada se escondían fuertes sentimientos y un gran corazón, pero también que a la chica aún no le había ocurrido nada que la obligara a sacar esas cualidades a la luz y a hacerlas más fuertes que su egocentrismo. Existe una naturaleza, meditaba la señorita Lathom, que la tragedia debe machacar como en un mortero para que florezca y su perfume emane.
Sin embargo, aunque la señorita Lathom no sintiera especial simpatía por la nueva maestra, estaba contenta con su trabajo. Habían confiado a Margaret una clase con uno o dos espíritus libres en el sentido más desagradable del término y, si hubiera sido incapaz de domarlos, el hecho habría salido a relucir al cabo de unos pocos días. Aún no se habían detectado signos de fracaso. La señorita Lathom había pasado por el Aula IV más de una vez, como por casualidad, durante el primer par de días de Margaret en la escuela, a horas en que se suponía que debía estar en su propia clase, y la había tranquilizado el sonido de una voz clara y serena que dictaba en medio de un silencio atento. También era un alivio que el aspecto de Margaret fuera convencional y pulcro, y que sus gustos artísticos (que la señorita Lomax había enfatizado) no se tradujeran en capas de color púrpura o en sombreros negros demasiado evidentes. La única nota discordante en su estilo era la pequeña moña de terciopelo negro que solía llevar, aunque, si bien al principio la señorita Lathom había tenido sus dudas y temía que la cosa fuera a más, al final decidió que se trataba de algo totalmente inofensivo.
Margaret se habría sentido consternada al saber que la suerte de la pequeña moña había pendido de un hilo, pues le tenía mucho apego desde que Hebe Niland hiciera aquel comentario sobre ella y, cada vez que se la ponía, pensaba en Mozart y en la música, en el Pasado, en Hebe y en todos los estilosos habitantes de Lamb Cottage.
No había visto a Grantey desde aquella tarde que pasó en la casa, hacía ya casi un mes, y tampoco había vuelto a Hampstead desde entonces. Aunque a menudo pasaba por Westwood de camino a las tiendas de Highgate Village y nunca podía evitar echar un vistazo a través de la verja, no consiguió atisbar ni una sola vez a sus moradores. Las ventanas estaban tapadas con visillos a través de los cuales era imposible ver nada y, de no haber sido por el buen aspecto que presentaba la mansión, cualquiera habría pensado que allí no vivía nadie. Vagaba con aire nostálgico por delante de la casa, sin que pareciera que estaba espiando, intentando alimentar con nuevas sensaciones a su imaginación, con la esperanza de que la puerta se abriera y pudiera ver a Gerard Challis en persona.
La idea de conocer a Gerard Challis era a sus ojos tan atractiva como el propio exterior de la residencia y cada día se sorprendía fantaseando con Challis y con el interior de la casa. Llegó a convencerse de que jamás llegaría a poner su mirada en ninguno de los dos.
¡Cómo ansiaba ver el interior de Westwood! Cada vez que pasaba y le echaba un vistazo, le asaltaba el mismo pensamiento: a pesar de los cambios que había sufrido la vida social en Inglaterra en el transcurso de los últimos cuatro años, del desmoronamiento de tantas barreras convencionales y del creciente control de las vidas privadas por parte de los poderes públicos, a una persona común y corriente como ella todavía le resultaba imposible entrar en la casa de una celebridad como Gerard Challis; más aún que hacía ochenta años, cuando las barreras sociales eran mayores, sí, pero los individuos cultos y los iletrados estaban separados por un abismo mucho más insalvable que el que existía en la actualidad. Supo que ella, como joven bien instruida y culta, habría estado en el mismo lado de la barrera que Gerard Challis. Tal vez la hubieran invitado a una fiesta veraniega en el jardín, o a una conversazione ofrecida por la señora Challis durante una velada invernal al sector culto de la comunidad en la pequeña y aislada Highgate Village de aquellos tiempos. Y, en lo que respecta a las peculiares ventajas sociales que se disfrutaban hoy en día, la suerte tampoco le acompañaba. Estaba en la lista de vigilancia de incendios de Stanley Gardens, pero hacía las rondas junto con el eficiente y obeso dueño de la verdulería de Archway Road y la cajera de un banco de la zona, mientras que el señor Challis seguro que vigilaba con otra gente en Simpson’s Lane así que, aunque sus casas distaban menos de un cuarto de milla, nunca se encontraban. «Es como en la letra de “El rico en su castillo, el pobre a su puerta[24]” —pensó Margaret sumida en el desaliento—. Vivimos en medio de una especie de caos organizado en el que siempre cabe la posibilidad de que conozcas a cualquiera, pero en el que esa posibilidad, en realidad, nunca llega a materializarse. Y resulta exasperante conocer a alguien que vive en esa casa, como Grantey, y sin embargo no poder hacer nada al respecto».
En efecto, era demasiado sensata para forzar una visita cuando no tenía indicios de que fuera a ser bienvenida; incluso cuando, como en ese caso, la persona en cuestión a la que conocía era una vieja sirvienta.
No le habló a nadie de su obsesión por Westwood y por su dueño, pues temía parecer, en cierto modo, una escapista. ¡Mientras la agonía y la miseria se cernían sobre media Europa, creía que sonaría despreciable a los ojos de los demás que el principal interés de su vida secreta se centrara en un magnífico dramaturgo que vivía en una casa magnífica! Sentía vergüenza de sí misma.
Si hubiera sido lo bastante madura como para sospechar cuánta gente seguía adelante gracias precisamente a sus vidas secretas, intentando escapar de todo lo que estaba aconteciendo en Europa, sin duda habría dejado de sentirse tan mal.
Le había insinuado un par de veces sus sentimientos a Hilda, pero había recibido tan pocos ánimos por su parte que se había retirado de nuevo a su mundo. No había ni rastro de romanticismo en la naturaleza de Hilda. Era comparable a la temprana hora en que despunta el día: al principio todo era brillante rocío y gélidos rayos de sol, pero sus pocas y leves sombras se dispersaban con rapidez. Por muy placentera que tal compañía pudiera parecer a alguien de natural más profundo durante unas cuantas horas, a veces, la sensación de que faltaba algo flotaba en el ambiente y, a medida que las semanas fueron pasando, Margaret se dio cuenta de que su amistad con Hilda no estaba resultando tan deliciosa y consistente como ella había esperado.
No es que Hilda estuviera tan absorta en los reclamos de sus chicos que no tuviera tiempo para Margaret, pues siempre estaba encantada de verla o de oír su voz al otro lado del teléfono. Por lo general, se las arreglaban para ir juntas al cine una vez a la semana y, a menudo, cuando el tiempo no era demasiado inclemente, quedaban los domingos para dar un paseo por el Heath. Disfrutaban mucho en estas citas, pues Hilda era de lo más divertida cuando paseaban a toda prisa en medio del frío del atardecer, y cotorreaban sin cesar como un mirlo en celo. Hilda se sentaba junto a Margaret en el cine y se le agarraba al brazo por la emoción, pero no podía, o no quería, ser seria. Cambiaba inmediatamente de tema cuando Margaret empezaba a hablar de los asuntos que en verdad le interesaban, incluidas sus propias insatisfacciones. Hilda había decidido, después de oír la historia de Frank Kennett, que Margaret tenía que levantar el ánimo y la disuadía de cualquier debate acerca de la religión, o de cómo lograr reconstruir Londres de sus ruinas, porque, en esos casos, Margaret siempre terminaba desanimándose y se ponía muy aburrida. Lo hacía con las mejores intenciones, pues le tenía mucho cariño a su amiga y estaba segura de su buena fe, pero Margaret estaba empezando a encontrarla algo irritante y a desear otras compañías que, de vez en cuando, le permitieran hablar de las cosas que atormentaban su mente. Seguía queriendo a su amiga con locura: Hilda siempre ocuparía ese rincón que hay en el corazón de cada chica reservado para la amiga más antigua, aquella con quien no existe apenas otro vínculo que el de los veinticinco años o más transcurridos desde una infancia común. Sin embargo, a veces sentía, no sin remordimientos, que Hilda no estaba a su altura.