Epílogo

Sonó el tambor de guerra, débil al principio, creciendo luego en intensidad y cambiando a un ritmo atronador cuando un segundo y un tercer tambor se sumaron a él, y los rápidos golpes convocaron a todos los soldados y pobladores a sus puestos de batalla.

La sensación de bienestar de Eskkar se desvaneció en un instante y fue reemplazada por el miedo mientras las dudas volvían a acosarlo. El banco en el que estaba sentado cayó al levantarse bruscamente. Aferró su espada que colgaba de la pared y corrió escaleras abajo hacia el patio. Un soldado le trajo su caballo. Saltó sobre el animal y partió al galope por las calles, apartando a sorprendidos y asustados pobladores a su paso.

En la puerta principal los soldados estaban reunidos, confusos, maldiciendo mientras cogían sus armas y volvían a sus puestos. Desmontó de un salto y subió a la torre. Al llegar arriba se encontró con Gatus, que lo esperaba.

El viejo soldado señaló hacia el Este. El capitán dirigió su mirada hacia la desolada llanura. Vio que los guerreros se habían alineado sobre una de las colinas del Suroeste. Automáticamente, comenzó a contarlos, pero Gatus le ahorró el trabajo.

—Yo diría que son aproximadamente unos sesenta. —Escupió sobre la muralla—. No son suficientes para atacarnos, de momento.

Los jinetes bárbaros miraban en silencio hacia Orak y su muralla, o tal vez a los cadáveres de sus compañeros diseminados por la llanura. Pasaron unos momentos, pero los guerreros no hicieron movimiento alguno. Esperaron pacientemente, como si aguardaran algo.

Eskkar estaba tan confundido como sus hombres. Cuatro días después de que Alur Meriki fracasara en su intento de derribar la puerta, habían levantado el campamento y partido rumbo al Sur. Tres días habían transcurrido desde entonces, y no entendía por qué los jinetes habían regresado a Orak. Habían agotado la escasa hierba que había vuelto a crecer y carecían de fuerzas para emprender otro asalto. Sin embargo, ninguno de los habitantes del poblado se había atrevido todavía a abandonar la protección de su muralla para volver a las granjas. Por tanto, una patrulla de ataque no tenía sentido.

El centro de la formación se abrió. El gran estandarte del jefe de Alur Meriki se elevó detrás de la colina, precediendo a otros jinetes. Los guerreros cerraron filas cuando su jefe pasó entre ellos. Examinando la escena que se extendía ante él, el gran jefe permaneció sentado en su caballo frente a su estandarte. El único movimiento procedía de los cuervos y aves de rapiña que sobrevolaban en círculo los cadáveres. Finalmente comenzó a avanzar y toda la línea de guerreros lo acompañó, lentamente. Al pie de la colina pusieron sus caballos al galope y se lanzaron entre los campos asolados en dirección a la aldea. Se detuvieron antes de llegar a donde estarían al alcance de las flechas.

Mientras Eskkar observaba, el sarrum del clan avanzó unos pasos con su caballo. Desenvainó su espada y la alzó por encima de su cabeza. El bronce lanzó destellos dorados bajo el sol, mientras el sarrum movía lentamente su arma de un lado a otro, tres veces. Luego volvió a levantarla hacia el cielo. Así la sostuvo durante unos segundos, antes de bajar el brazo y señalar hacia la torre donde se encontraba Eskkar.

Sus palabras atravesaron la distancia que los separaba. El capitán se inclinó para escuchar mejor, pero pudo entender con bastante claridad el mensaje.

Ignoró el murmullo que se extendió por la muralla. Todos se preguntaban el significado de las palabras del bárbaro. Se puso de pie sobre la pared de la torre, con los pies en precario equilibro en el estrecho borde. Allí los muros se estrechaban en su parte superior, por lo que apenas tenía espacio para apoyar los pies. Gatus lo aferró por el cinturón, sosteniéndolo con firmeza.

Tras sacar la espada de su funda, Eskkar la alzó al cielo, la hizo girar sobre su cabeza tres veces y luego la bajó hasta que la punta señaló directamente al jefe de Alur Meriki. Respiró hondo y gritó su respuesta en la lengua bárbara.

El gran jefe volvió a levantar su arma, con el sol de nuevo reflejándose en la hoja, y luego la bajó, la envainó y dio media vuelta en su montura. Sin echar una mirada atrás, lanzó su caballo al galope y sus hombres hicieron lo mismo y le siguieron, con el gran estandarte ondeando en la brisa.

Eskkar vio cómo se alejaban colina arriba, cruzaban la cima y desaparecían. Una vez fuera de su alcance, le dio la sensación de que nunca habían existido. Envainó su espada y bajó de un salto del muro.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Gatus sin poder ocultar la curiosidad en su tono de voz—. ¿Qué le respondiste? Oí tu nombre.

Los hombres se agolpaban sobre la torre, sus lugartenientes, los soldados con sus armas, e incluso algunos pobladores, con el miedo evidente en sus rostros. Todos lo miraban boquiabiertos.

—Me dijo: «Yo soy Thutmose-sin, jefe de Alur Meriki». —Eskkar sacudió la cabeza, incrédulo—. De alguna manera, ha sobrevivido. No sé cómo se las ha arreglado… los dioses deben de favorecerlo.

Gatus se acercó a su capitán.

—¿Qué más dijo?

Eskkar echó una última mirada a la desierta colina antes de responder, alzando su voz para que todos pudieran oírlo.

—Dijo: «Habéis luchado con coraje, pero esto no ha terminado. Volveremos».

Susurros nerviosos recorrieron la multitud al escuchar la amenaza, y Gatus tuvo que alzar la voz para ser oído.

—¿Y tu respuesta?

—Le dije que mi nombre es Eskkar, hijo de Hogarthak, que había saldado mi deuda con Alur Meriki por la sangre de mi familia y que nunca regresara a estas tierras. —Los soldados se dieron la vuelta para repetir las palabras de su capitán, rompiendo en ovaciones y gritos de aprobación. Una sonrisa se dibujó en su rostro, aunque no había afecto en su mirada. Bajó la voz, para que sólo Gatus pudiera escuchar sus palabras—. Y le dije que le estaría esperando.

Fin… del principio.