Capítulo 1
Orilla este del río Tigris, trescientos
kilómetros al norte del Gran Mar
—Despierta, Eskkar, ¡vamos, despierta! Nicar quiere verte. ¡Debes presentarte de inmediato!
Eskkar se dio cuenta de que la frase había sido repetida varias veces, acompañada de fuertes sacudidas. Ahora había dejado de ser un simple murmullo y se había convertido en un mensaje coherente que lentamente se abría paso entre la niebla en la que todavía estaban sumidos su mente y su cuerpo, como consecuencia de la borrachera de la noche anterior.
—Basta —protestó Eskkar, dando un torpe manotazo al mensajero. Pero el hábil joven lo esquivó con facilidad. Se obligó a sentarse sobre su camastro, mientras todo daba vueltas a su alrededor y la sangre se agolpaba en su cabeza, resultado del brusco movimiento. Tenía la garganta reseca, como el polvoriento suelo bajo sus pies descalzos, y su cráneo parecía a punto de partirse en dos en cualquier momento. Era parte del precio que tenía que pagar por el vino avinagrado de la noche pasada.
—Agua —gruñó.
Momentos después, el mensajero colocó una taza de madera en las temblorosas manos de Eskkar. Éste bebió unos sorbos, aunque parte del líquido goteó por su mentón y sobre su pecho desnudo. Sus ojos se resistían a enfocar las cosas, y el brillo de la luz del sol que entraba por la puerta abierta en la oscura estancia destinada a los soldados se sumaba a su miseria.
Tan pronto como Eskkar bajó la taza, el joven comenzó nuevamente.
—Deprisa, Eskkar. ¡Nicar te espera! Debes presentarte de inmediato.
Por amor a los dioses, ¿qué podía querer de él? Pero el nombre y la posición de Nicar como jefe de la aldea de Orak lograron que se pusiera en movimiento, primero hacia la maloliente letrina en la zona común del recinto de los soldados y luego de regreso a su camastro para ponerse la túnica.
Al dejar los barracones, con los ojos entrecerrados para protegerse de la luz del sol, Eskkar se las arregló para encontrar el camino hasta el pozo. Se inclinó por un instante sobre las toscas piedras y acercó el balde para salpicar su rostro con agua, antes de beber.
Un poco más despejado, levantó la vista, sorprendido al ver el sol tan alto en el cielo. Por los demonios de las entrañas de la tierra, debía de haber bebido todo un odre de cuero de aquel amargo vino de dátiles. Se maldijo a sí mismo por ser tan necio.
Cuando se dio la vuelta, vio que un grupo de hombres de la guardia que deberían estar ocupados en sus actividades cotidianas se encontraban de pie, inquietos, muy cerca de él.
—¿Dónde está Ariamus? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular. Su voz resonó áspera en sus oídos. Ariamus, capitán de la guardia, aplicaba las escasas leyes de Orak y defendía la aldea contra bandidos e intrusos.
—Se ha marchado —respondió un veterano de barba grisácea, escupiendo en el suelo para mostrar su disgusto—. Ha huido, llevándose una docena de hombres, caballos y armas. En el mercado se ha extendido el rumor de que los bárbaros se encaminan hacia el Sur, dirigiéndose a Orak.
Eskkar estudiaba sus rostros mientras dejaba que las palabras hicieran su impacto. Vio miedo e incertidumbre, mezclados con cierto estupor por haber perdido a su jefe. Ahora entendía por qué lo buscaban a él. Si Ariamus había huido, él estaba al mando, al menos hasta que se eligiera un nuevo capitán. Eso explicaría la urgencia de Nicar.
El sonriente mensajero tiró de su túnica. Se resistió a apresurarse, tomándose su tiempo para dar otro trago del balde del pozo. Se lavó las manos y la cara antes de volver a los barracones a ponerse las gastadas sandalias. Sólo entonces siguió al joven a lo largo de las serpenteantes calles hasta la imponente casa de adobe y piedra de Nicar, el principal mercader y primero entre las Cinco Familias, las más poderosas, que decidían las actividades diarias de la aldea.
El joven empujó a Eskkar más allá de la valla de entrada, hacia la casa, y lo condujo por los estrechos escalones hacia las estancias superiores. La casa parecía en calma, sin ninguno de los habituales visitantes esperando su turno para ver al ajetreado comerciante.
Nicar estaba en el pequeño balcón que se abría sobre el poblado. Bastante más bajo que Eskkar, el mercader de cabellos grises era de complexión gruesa, signo inequívoco de los hombres de fortuna.
El soldado masculló algo que intentó que sonara como un saludo y esperó inmóvil mientras el hombre más importante y rico de la aldea lo miraba de arriba abajo. Se dio cuenta de que Nicar lo estaba estudiando con el mismo detenimiento que empleaba para seleccionar al mejor esclavo entre un grupo mediocre.
Hacía casi tres años que Eskkar había llegado con dificultad a Orak, sin otra posesión que una espada y una herida infectada en su pierna. Desde entonces había visto a Nicar muchas veces, pero la persona principal de Orak nunca había prestado particular atención a aquel soldado alto, de cabellos oscuros, que rara vez hablaba y nunca sonreía.
Cuando Nicar concluyó su examen, le dio la espalda y volvió a mirar hacia la aldea. De repente, Eskkar se sintió incómodo con su túnica raída y sus sandalias gastadas.
—Bien, Nicar, ¿qué es lo que deseas? —Las palabras le salieron más cortantes de lo que hubiera querido.
—Todavía no estoy muy seguro, Eskkar —respondió el mercader—. ¿Sabes que Ariamus se ha marchado? —Eskkar asintió—. Tal vez no sepas que los bárbaros han cruzado hace poco el Tigris por el Norte. La matanza y los saqueos ya han dado comienzo en esa zona.
Transcurrió un instante antes de que las palabras de Nicar atravesaran los vapores que oscurecían la mente de Eskkar. Finalmente se dio cuenta de lo que significaban. Por una vez el rumor era cierto. Se recostó pesadamente contra la pared del balcón, consciente del dolor de cabeza. Sufrió una dolorosa punzada en el estómago, y creyó que iba a vomitar. Se esforzó por mantener el control sobre sus pensamientos y su estómago. Nicar continuó.
—Desde el Norte, a través de las colinas, y luego descendiendo hacia las llanuras por el lado del río. —Titubeó un instante, intentando darle tiempo a Eskkar para que comprendiera bien lo que decía—. Se están moviendo, claramente, hacia el Sur. Es probable que se dirijan hacia aquí, aunque pasarán meses antes de que lleguen.
Nicar habló con calma, pero Eskkar detectó una leve señal de miedo y resignación en su voz.
El soldado se pasó los dedos por su enmarañada cabellera y luego se acarició la barba.
—¿Sabes cuál es el clan? —Incluso después de todos esos años, la palabra bárbaro le seguía molestando.
—Creo que se llaman Alur Meriki. Es posible que sea el mismo que nos atacó la última vez.
Eskkar hizo una mueca. Era el clan en el que había nacido. Ya no era su pueblo, desde hacía muchos años, desde que lo habían expulsado.
—Los Alur Meriki son un clan feroz con muchos hombres y caballos.
—¿De qué clan provienes, Eskkar? ¿O es ésa una pregunta que no debo hacer?
—Pregunta lo que quieras. Pero yo nunca ataqué esta aldea, si es eso lo que deseas saber. Apenas empezaba a aprender a cabalgar con los guerreros cuando mataron a toda mi familia.
—¿Eso es lo que sucedió? ¿Por eso te marchaste?
Eskkar se mordió el labio, maldiciéndose por haber mencionado su pasado. Incluso los pobladores más ignorantes de la aldea sabían que los guerreros nunca abandonaban sus clanes de forma voluntaria, sólo después de haber caído en desgracia.
—No me marché, Nicar. Huí para salvar la vida. Tuve suerte de poder escapar.
—Ya veo. Tienes razón, no tenía que haber preguntado.
Los pensamientos de Eskkar volvieron a Alur Meriki. Así que el clan de su familia se dirigía hacia Orak. No, dirigirse no daba una idea del lento y constante movimiento, que podía retrasarse durante meses avanzando unos pocos kilómetros.
—¿Cuánto tiempo hace que sabes que se dirigen hacia aquí, Nicar?
Éste se acarició su barba grisácea.
—La noticia me llegó hace tres días. La comenté sólo con Ariamus. Él me sugirió que no la difundiera mientras consideraba la posibilidad de defender la aldea.
Eskkar sacudió la cabeza despectivamente; el brusco movimiento le produjo una oleada de agudo dolor que le hizo arrepentirse de aquel gesto. Ariamus, como jefe del pequeño batallón del poblado, había planificado bien las cosas. Pero la defensa de Orak no entraba en sus planes, ni habían incluido a Eskkar, tercero en la cadena de mando. El segundo, uno de los serviles amigos de Ariamus, había muerto la semana anterior a causa de la viruela. Eskkar ya sabía que no sería ascendido. Nunca se había molestado en llevarse bien con el capitán.
En cambio, dos días antes su jefe le había ordenado que persiguiera a un esclavo fugitivo. La tarea le habría llevado una semana de no haber sido por un afortunado accidente, en el que el torpe esclavo se había roto una pierna contra unas rocas. Eskkar recordó la expresión de sorpresa en el rostro de Ariamus cuando lo vio de regreso la tarde del día anterior.
La última noche, Ariamus, jovial, había invitado a los soldados en la taberna a beber y a cantar, pagando el fuerte licor que se bebiera durante toda la noche. Eskkar debió de haber sospechado algo después del primer trago, porque el avaro de Ariamus nunca compraba más de un jarro de cerveza de centeno para sus hombres. Pero cansado, sediento y satisfecho de haber recuperado al esclavo tan rápidamente, ni siquiera se había dado cuenta. Una vez más se maldijo por haber sido engañado con tanta facilidad.
La cabeza de Eskkar había comenzado a latirle otra vez, y su garganta estaba seca.
—Bueno, Nicar, ¿qué esperas que haga? ¿Que salga a perseguir a Ariamus y los demás? Estoy seguro de que se llevó consigo a los hombres más jóvenes y belicosos. Es probable que también haya robado los mejores caballos. Habrá recorrido ya un buen trecho cuando nosotros estemos listos para emprender su persecución, y con una docena de guerreros puede enfrentarse a todo aquel que enviemos en su busca.
La afonía volvió a su voz, que a duras penas pudo emitir las últimas palabras. Nicar se dio cuenta de la aspereza en la voz de su visitante y llamó a un criado. El mismo muchacho que había escoltado a Eskkar, sin duda, que esperaba en los escalones, fuera de la estancia, apareció al instante. Nicar se dirigió al guerrero.
—¿Agua o vino?
Eskkar quería vino, y lo quería con desesperación y en aquel mismo instante, pero ya había sido suficientemente estúpido durante demasiado tiempo.
—Agua, para empezar. Quizá vino más adelante, Nicar. —Eskkar no intentó ocultar el sarcasmo. Había vivido en Orak durante casi tres años pero sólo había entrado a la casa de Nicar una vez, y únicamente para entregar un mensaje. Ahora el rico comerciante le ofrecía vino, casi de su propia mano. Estaba intrigado por saber lo que sucedería.
Mientras el muchacho le servía una copa de agua, Eskkar pensó en el capitán de la guardia, que podía haber desvalijado la aldea sin inconvenientes antes de desaparecer. Se preguntó por qué no le había cortado a él la garganta. Los dioses conocían sus numerosas discusiones con Ariamus. La simple idea de yacer en una cama, indefenso, como un cerdo borracho preparado para el matadero, le produjo escalofríos. Evidentemente Ariamus no lo había considerado digno ni siquiera de matarlo.
Bebió un poco de agua y luego se puso de espaldas al balcón. A pesar de las malas noticias, el agua fresca le hizo sentirse mejor. Recordó sus modales.
—Gracias, Nicar. Pero te pregunto una vez más, ¿quieres que salga en persecución de Ariamus?
—No, no deseo que vuelva. Ya fui demasiado estúpido al confiarle la protección de Orak. Ahora lo mataría si pudiera. Lo que quiero hacer es preparar al poblado para la defensa. Debemos estar listos para enfrentarnos a los bárbaros.
La imagen del débil mercader encarándose a un veterano guerrero como Ariamus casi hizo sonreír a Eskkar. Comenzó a hablar, luego dudó, tratando de pensar mientras pasaba la mano por la áspera superficie de la pared del balcón. Nicar no le había hecho ir a su casa para una charla casual. Quería saber qué se podía hacer por Orak. O mejor aún, qué podía hacer Eskkar por Orak.
Sin duda, los treinta y tantos guerreros que quedaban le seguirían, al menos durante algún tiempo, ya fuera por lealtad o necesidad. La mayoría tenía mujer e hijos en el poblado, o había envejecido lo suficiente como para pensar en ir a saquear los campos.
Eskkar pensó en sus treinta y una estaciones. Había luchado desde que cumplió los catorce, cuando mató a su primer hombre de una puñalada por la espalda. Su padre, jefe de una veintena de guerreros, había ofendido de alguna manera a Maskim-Xul, el dirigente de Alur Meriki, y el castigo había significado la muerte para toda su familia. Había visto morir a su madre y a su hermano menor, y a su hermana convertida en cautiva. Pero el hombre que había asesinado a su hermano jamás volvería a matar. Nunca supo qué fue lo que llevó a la enfurecida guardia de Maskim-Xul a las tiendas de su padre. Eskkar consiguió escapar en medio de la oscuridad, para no regresar nunca más a los campamentos de su pueblo.
Tendría que abandonar Orak. No podía arriesgarse a que lo capturaran. Sus antiguos compañeros lo matarían por el mero hecho de haber abandonado el clan. Y si recordaban a su familia, su destino sería aún peor.
Volvió al presente y se dio cuenta de que Nicar continuaba estudiándolo.
—Tendremos que escapar, Nicar. Aunque Ariamus y sus hombres estuvieran todavía aquí, la aldea sería sometida. No conseguiríamos nada ni siquiera con cien soldados. Si los clanes se están trasladando, habrá cientos de guerreros, puede que un millar.
Eskkar sacudió la cabeza ante aquella idea. Mil bárbaros, un número increíble de guerreros, a caballo y bien armados, podían arrasar cualquier grupo de pobladores sin apenas detenerse.
Nicar no dijo nada en un principio y tamborileó con sus dedos sobre las mismas piedras en las que Eskkar se había apoyado.
—No. Debemos quedarnos. Quedarnos y luchar. Orak debe resistir. Si escapamos, no quedará nada a nuestro regreso y tendremos que reconstruir todo de nuevo. —Eskkar advirtió una gran determinación en la voz de Nicar. Ambos se dieron la vuelta y se quedaron cara a cara. El mercader prosiguió—: Éste es mi poblado, Eskkar. Cuando llegué, Orak era apenas un poco más que un grupo de chozas de barro. Yo mismo lo edifiqué, junto a las otras Familias. Hace veintisiete años que estoy aquí y todos nosotros hemos prosperado día a día. Aquí está todo lo que poseo. Nunca antes habían vivido los hombres en un mismo lugar, a salvo, con comida, bebida y herramientas para compartir. Mira a tu alrededor. ¿Quieres volver al modo de vida de tus padres, viviendo en tiendas, peleando continuamente para conseguir comida, matando a otros para arrebatarles lo que les pertenece? ¿O quieres arrancarle tu alimento a la tierra, sin estar a merced de cualquier banda de asesinos?
Eskkar, como todos los demás, sabía lo que Nicar había conseguido. También sabía que la aldea existía ya en aquel mismo lugar muchos años antes de la llegada de Nicar. Y tampoco el rico comerciante había logrado todo por sí solo. Otros mercaderes y campesinos poderosos habían trabajado en común para gobernar Orak y, juntos, su poder y sus fortunas habían crecido, hasta poder atribuirse el título de «noble» para ellos y sus hijos. Durante años, las Cinco Familias habían dirimido las disputas y regulado las costumbres, en la medida en que sus casas y su influencia aumentaban.
—Nicar, sé lo que Orak significa para ti. Pero aunque consiguiéramos hacer frente a una pequeña avanzadilla, sólo lograríamos que regresaran con más guerreros. Si la fuerza principal de Alur Meriki se enfrenta a nosotros…
—No, Eskkar. No quiero escucharte. —El mercader golpeó con su mano las piedras de la balconada—. Han transcurrido diez años desde la última vez que vinieron. En aquella ocasión nadie nos avisó. Recuerdo cómo los hombres se peleaban para subirse a las barcas para cruzar el río. Muchos quedaron atrapados en la aldea. Se convirtieron en esclavos o murieron. Los que alcanzamos la otra orilla corrimos hasta que nuestros corazones estuvieron a punto de estallar. Cuando regresamos, nada quedaba en pie. Todas las casas habían sido destruidas, los sembrados incendiados, los animales sacrificados y arrojados a los pozos. Tardamos dos años en reconstruir todo. Dos años perdidos. ¿Sabes cuánto tiempo tardaríamos ahora en reedificar la aldea entera? —Eskkar negó con la cabeza. Dos años le parecían más que suficientes para reemplazar las cabañas de barro y preparar una nueva cosecha—. Orak se ha duplicado desde entonces. Creo que ahora nos llevaría unos cinco años reconstruirla, suponiendo que los comerciantes no se establezcan en alguna otra población cercana al río. Es posible que Orak nunca vuelva a crecer tanto. No puedo perder cinco años. No voy a perderlos.
Eskkar había vivido entre aquellas gentes el tiempo suficiente para entender su miedo, pero quejarse de los bárbaros era una pérdida de tiempo.
—Nicar, los bandidos del Norte y del Este han atacado estas tierras durante generaciones. No hay nada que se pueda hacer. Al menos esta vez tienes tiempo suficiente para preparar tu… marcha.
El comerciante desvió de nuevo la mirada hacia el poblado.
—Eres como los demás. Todos dicen que no se puede hacer nada. Me sorprendes, Eskkar. Se supone que eres un guerrero, y sin embargo tienes miedo a luchar.
—Cuida tus palabras, Nicar. Me he enfrentado ya una vez a Alur Meriki. Pero no soy tonto. Me gustaría matar a muchos de ellos, pero no voy a combatir cuando no existe ni la más mínima posibilidad de derrotarlos. Si hubiera alguna manera de detenerlos… pero son demasiado fuertes. Te conviene reunir tu oro y escapar.
—No. No voy a huir, ¡y no daré a esos bárbaros el oro que gané con tanto esfuerzo! Mejor usarlo para intentar defender Orak. Estoy demasiado viejo para empezar de nuevo. Esta aldea es mía, y aquí me quedo. Y así será si es que tú puedes defender Orak.
—Nada puede detener a Alur Meriki.
—Tal vez tengas razón y no se pueda hacer nada. Pero antes que volver a salir corriendo, quiero saber por qué no nos podemos defender contra sus ataques. Quiero entender por qué Orak, con tanta gente, resulta tan indefensa. Dímelo, Eskkar.
Nicar tenía razón con respecto al poblado. En todos sus viajes, Eskkar jamás había visto una aldea de aquel tamaño. Raro era el día en que alguien no se trasladara a Orak. Incluso algunos empleaban una nueva palabra para describirla: dudad. La ciudad, el grupo de habitantes más grande que jamás se había establecido en un lugar. Un sitio con una verdadera empalizada de troncos y dos sólidas puertas para impedir la entrada. Pero Eskkar sabía que ambas cosas servían sólo para detener a ladronzuelos o a pequeñas bandas de intrusos, no a un grupo trashumante de las estepas.
De todas las plagas que azotaban la tierra, los bárbaros de las estepas era la más aterradora. Guerreros implacables y jinetes insuperables, ninguna fuerza podía oponérseles. Nadie lo había logrado, al menos que Eskkar recordara, ni siquiera en las leyendas de otros pueblos.
—Nicar, ¿dónde han visto a los bárbaros? ¿A qué distancia están de aquí?
—A muchos kilómetros, en las estepas del lejano Norte —respondió el mercader—. Llegarán aquí a mitad del verano. La gran curva del Tigris les obligará a dirigirse al Este antes de que puedan avanzar hacia el Sur. Pero esta vez su dirección parece señalar hacia nosotros. Puede que sea algo más que un grupo de ataque el que se acerque a Orak el próximo verano. Las noticias de nuestra prosperidad han llegado incluso hasta ellos, según me aseguran los mercaderes.
—Entonces tenemos casi seis meses para prepararnos. Claro que los grupos de avanzadilla podrían llegar mucho antes, Nicar, mucho antes.
Los pueblos de las estepas siempre contaban con dos o tres grupos que hacían incursiones en los alrededores del núcleo de la tribu, buscando la oportunidad de apoderarse de caballos, herramientas, armas o mujeres, y no necesariamente en ese orden, aunque ninguno pasaría por alto un buen caballo para perder el tiempo con una mujer. Una aldea de aquel tamaño tendría que atraerlos como había sucedido en otras ocasiones. Podría haber en el poblado tanta gente como en la tribu nómada. Le resultó extraño que no se les hubiera ocurrido antes semejante idea.
Eskkar apuró su copa de agua. El agudo dolor detrás de sus ojos había disminuido y lo había reemplazado un latido sordo. Las palabras de Nicar volvían a resonar en sus oídos, y ahora parecían contener un desafío.
—¿Quieres comprender por qué debemos huir, Nicar? ¿Es eso? Porque no tenemos soldados. Tenemos granjeros, campesinos, artesanos y unas docenas de hombres entrenados para luchar. Los Alur Meriki pueden enviar cientos de guerreros a hacernos frente. Ni siquiera los soldados combatirían ante semejante situación.
—Si lucháramos detrás de la empalizada…
—No resistiría. Con unas cuantas cuerdas la derribarán.
—Entonces necesitamos una barrera más fuerte —dijo Nicar, con mayor convicción—. ¿Podríamos construir algo así a tiempo?
Eskkar echó una mirada desde el balcón. La cerca que rodeaba Orak se alzaba casi directamente a sus pies, a una docena de pasos de distancia; se detuvo a examinarla como si la viera por primera vez. No era lo suficientemente alta, ni fuerte, eso ya lo sabía. Orak necesitaba muros sólidos. Un muro de barro, si pudiera construirse de una altura considerable y bastante resistente, tal vez frenara momentáneamente a los bárbaros. Pero ni siquiera una muralla detendría a aquellos guerreros, aunque tendrían una ventaja. Necesitaban algo que resistiera lo suficiente para que los atacantes se dirigieran a blancos más fáciles.
—Necesito pensar sobre todo esto. Lo que me pides tal vez no sea posible. Dame algo de tiempo. Regresaré cuando caiga el sol y te expondré mi opinión.
Nicar asintió, casi como si estuviera esperando el comentario.
—Ven a cenar, entonces, después del ocaso. Hablaremos de nuevo.
Eskkar hizo una reverencia y abandonó la casa. Caminó a través de las retorcidas callejas hacia el recinto de los soldados, pensando en lo que había dicho Nicar. En los barracones ignoró a los soldados que estaban allí y se dirigió hacia los establos. Pidió un caballo y, mientras los mozos de cuadra se lo preparaban, volvió a salir. Se aproximó al vendedor más cercano y gastó sus últimas monedas de cobre en pan y queso.
Metió los alimentos en su alforja, después se aprovisionó de agua y finalmente montó y avanzó lentamente por la aldea. Atravesó la puerta principal y saludó al centinela, que lo miró con cierto nerviosismo, preguntándose, sin duda, si regresaría. Los rumores irían en aumento, alimentados, en parte, por la repentina huida de Ariamus.
El aire fresco hizo desaparecer los últimos efectos del vino, y Eskkar prestó toda su atención a su montura, que parecía igualmente contenta de encontrarse fuera de los límites del poblado. Puso al animal al trote hasta llegar a la cima de una colina, a unos tres kilómetros al este de la aldea. Desde aquel lugar tenía una excelente perspectiva tanto de Orak como del Tigris que serpenteaba detrás.
Detuvo su caballo y comenzó a comer el sabroso pan y el queso seco que había comprado, dejando que las ideas invadieran su mente. Para su sorpresa, se le ocurrieron varias posibilidades sobre lo que se podía o no llevar a cabo. Mientras comía las últimas migajas de pan y queso que quedaban entre sus dedos, estudió la aldea, como si la viera por primera vez.
Orak se asentaba sobre un promontorio de tierra endurecida y piedras que obligaba al río a desviarse, de modo que la rápida corriente prestaba una protección natural a la mitad del poblado de un ataque directo. El terreno sobre el que se elevaba Orak había estado rodeado de pantanos. A medida que el asentamiento fue creciendo, los campesinos desecaron las ciénagas, utilizando la tierra recuperada para establecer sus cultivos y sus chozas. Docenas de canales, grandes y pequeños, se entrecruzaban en los campos rodeando la aldea y llevando agua del río hasta las granjas.
Quizá la tierra podía volver a inundarse, dejando un único acceso principal hasta la puerta de la aldea. En su imaginación, Eskkar veía una línea de arqueros sobre una muralla, de pie, hombro con hombro, lanzando una lluvia de flechas a un enjambre de guerreros a caballo que se enfrentaban a ellos. Sólo con arcos podían equiparar los débiles comedores de tierra a los guerreros de Alur Meriki, siempre y cuando los arqueros contaran con un muro tras el que protegerse.
Enfrentados a una muralla sólida, la mayoría de las ventajas del guerrero a caballo desaparecían. No habría una lluvia de flechas para desmantelar a los defensores y así dominarlos y dispersarlos por la carga de los caballos. Ante un muro semejante, la mayor fuerza física de Alur Meriki y su habilidad con la espada y la lanza se verían limitadas. Sí, podía funcionar. Si Orak fuera capaz de construir el muro, tendría una posibilidad. Que la aldea pudiera transformarse a sí misma era algo que todavía estaba por ver.
Orak se parecía a otros asentamientos que Eskkar había visto. La mayoría de las edificaciones eran pequeñas chozas construidas con barro del río y paja, aunque los hogares de los mercaderes más ricos y de los nobles solían ser más grandes o tener dos pisos. Una empalizada rodeaba la aldea, pero numerosas casas y tiendas se habían establecido fuera de la misma, incluidas algunas que, en contra de las órdenes de Nicar, se apoyaban contra la estructura.
En cuanto a los habitantes, pertenecían también, como en todas partes, al mismo tipo de gente. La mayoría contaba con pocas posesiones: una túnica de algodón, un cuenco de madera para comer, y quizá algunas toscas herramientas. Pero los campesinos de los alrededores de Orak cosechaban grano en abundancia, que los panaderos transformaban en un pan nutritivo, el único aroma agradable en el oloroso aire de la aldea.
Los granjeros producían lo suficiente no sólo para alimentarse a sí mismos y a sus familias, sino también para intercambiar o vender en el poblado. Ese excedente permitía que en Orak vivieran individuos que no necesitaban trabajar la tierra para sobrevivir: mercaderes, comerciantes, carpinteros, vendedores, taberneros, herreros y otros múltiples oficios. Estos trabajadores especializados abastecían la aldea de lo necesario, y también efectuaban un continuo transporte de mercancías por el río y hacia las granjas circundantes, cobrando por su trabajo ya fuese en grano o en las monedas forjadas por los comerciantes y nobles más prósperos.
Sólo su tamaño diferenciaba a Orak de los otros lugares que Eskkar había visitado. El asentamiento ya era grande cuando él llegó, y desde entonces casi había duplicado su tamaño. En sus viajes había aprendido que cuanto mayor era la aldea, más fácilmente lo aceptaban. Un gran poblado siempre necesitaba hombres para su defensa y, por lo tanto, un guerrero con experiencia y conocimiento de caballos podía encontrar trabajo y un lugar seguro donde dormir, aun cuando los habitantes se rieran a sus espaldas de su origen bárbaro. Pero rara vez se burlaban en su cara; las cicatrices de antiguas batallas en su cuerpo intimidaban a la mayoría de aquellas gentes. Al menos no lo expulsarían, temerosos, algo que le había sucedido más de una vez en su errante vida. Aquellos viajes lo habían llevado lejos, llegando al Gran Mar del Sur. Tres años antes había decidido regresar a la tierra de su juventud. Se sumó a la caravana de un comerciante que se dirigía a Orak, mezclado con la media docena de mercenarios contratados para proteger las mercancías del comerciante. Cuando veinte bandidos atacaron la caravana una noche, los guardias, superados en número, habían sido vencidos. Herido, Eskkar y unos pocos sirvientes lograron escapar y llegar a Orak una semana después. Los sirvientes que lo acompañaban no sólo dieron testimonio de su valor, sino que también permanecieron a su lado hasta su recuperación. Decidido a quedarse durante unos meses, se incorporó, como un soldado más, a la fuerza que custodiaba la aldea, hasta que abandonó la idea de marcharse. Desde entonces se las había ingeniado para llegar a ser el tercero en la cadena de mando, participando en la mayoría de las patrullas y persiguiendo a esclavos fugitivos y ladronzuelos.
Dejando estos pensamientos de lado, decidió examinar Orak del modo en el que Alur Meriki lo haría. Después tomó un trago de agua de su odre, cabalgó colina abajo y se dirigió hacia el río.
La brisa lo refrescó, el aire era frío y vigorizante. Solía echar de menos el viento sobre su rostro. La imagen de un caballo en la llanura siempre lo tentaba, convirtiendo, en ocasiones, los días que pasaba en los confines de la aldea en un tormento. Siempre serás un bárbaro, aunque tus compañeros te hayan expulsado.
Había vivido en Orak tres años, más tiempo de lo que había pasado en cualquier otro sitio, y en los últimos tiempos había pensado en marcharse, frustrado por Ariamus y sus mezquinas órdenes. Tal vez ahora fuera el momento de irse y viajar hacia el Este para visitar territorios todavía desconocidos.
No importaban los deseos de Nicar. Luchar contra Alur Meriki le llevaría al fracaso, y sólo conseguiría que lo mataran como recompensa por sus esfuerzos. Eskkar no les debía nada a aquellas gentes. Para ellos, él era únicamente un bárbaro más, perfectamente capaz de matarlos mientras dormían. Con frecuencia había sido testigo de la desconfianza y del miedo en sus rostros.
La idea de marcharse lo tentó, pero sólo por un instante. Un lugar nuevo no sería mejor que Orak, probablemente mucho peor. Tendría que comenzar desde el escalafón más bajo, un simple soldado, y ser tratado poco mejor que un novato. No. Pensaba lo mismo que Nicar. No huiría para empezar su vida de nuevo. No si podía encontrar otra manera, especialmente una que no terminara con su muerte.
Alur Meriki había asesinado a su familia, lo había expulsado del clan y acosado por las estepas, y casi había conseguido eliminarlo en más de una ocasión. Detestaba incluso la idea de volver a huir de ellos. Suponiendo que pudiera hacerse algo que no acabara con su garganta abierta de lado a lado, quería la oportunidad de dar, por una vez, un vengativo golpe contra ellos, para resarcirse de la muerte de su familia.
Si pudiera lograrlo, Orak y Nicar le deberían mucho. Como capitán de la guardia, tendría oro más que suficiente para establecerse durante el resto de su vida. Tal vez se sumara al grupo de nobles y se convirtiera en uno de los gobernantes. Eso sería casi tan placentero como destruir una parte de Alur Meriki.
Eskkar dejó estas agradables ideas de lado. Estudió el terreno, mientras trotaba lentamente hacia el Suroeste, deteniéndose cada poco tiempo para inspeccionar los alrededores de Orak, analizando todo aquello que los nómadas de las estepas verían cuando dirigieran su mirada en aquella dirección.
Cabalgó durante casi tres horas, hasta que completó un círculo en torno a Orak y se encontró de regreso en la colina desde la que había comenzado sus observaciones. Desmontó y se sentó apoyando su espalda contra una roca. Dejó que su mente vagara con las ideas que había tenido ese día.
Nadie había dicho nunca de él que fuera inteligente, pero Eskkar podía componer un plan sencillo tan bien como cualquiera. Esa habilidad, sumada a su estatura, fuerza y rapidez con la espada y el cuchillo, le habían garantizado su ascenso hasta equipararse a Ariamus. Ahora estaba solo, y Nicar le había pedido que hiciera algo que nadie antes había hecho: impedir que los guerreros de las estepas se apoderaran de la aldea y la destruyeran.
La enorme empresa que tenía que realizar amenazaba con sobrepasarlo. Repasó con cuidado las numerosas tareas necesarias para preparar la defensa, repitiéndoselas en voz alta varias veces para asegurarse de recordarlas todas. Cuando concluyó, notó que el sol se había desplazado hasta la profundidad del cielo occidental. Con un gruñido, se puso de pie y se desperezó; luego montó en su caballo y volvió sobre sus pasos hacia Orak, a su encuentro con Nicar. Por lo menos ahora sabía lo que diría aquella noche, aunque dudaba de que el principal mercader de Orak disfrutara de sus palabras.