Capítulo 17

Durante los siguientes diez días, Eskkar pasó las mañanas junto a sus lugartenientes, preparándose para los distintos tipos de batalla a los que podrían tener que enfrentarse. Luego se entrenaba con sus soldados, más que nada para darles aliento. Con el relato de la victoria de Eskkar sobre Alur Meriki, el clan del Halcón ayudó a levantar la moral. Cada vez que era repetida, la batalla era magnificada y engrandecida, y la confianza de los soldados en su jefe crecía a la par, aumentando a medida que la muralla se concluía. Eskkar quería que sus hombres creyeran en sus propias capacidades y confiaran en sus lugartenientes. Seguramente les haría falta cuando comenzara la lucha.

Los soldados practicaban con espada, lanza y hacha. El orgulloso clan del Halcón tomó el liderazgo y hacían de atacantes, arremetiendo con entusiasmo contra la muralla. Los arqueros marcaron las distancias al muro con piedras semienterradas, pintadas de diferentes colores, para poder calcular la posición de sus enemigos. Los viejos blancos fueron derribados. Los arqueros practicaban sólo desde la muralla, para asegurarse de que estaban preparados. Bajo la guía de Totomes aprendieron a lanzar a distancias determinadas.

Las armas y la comida continuaban llegando a Orak. La afluencia de refugiados en las vías de acceso había disminuido a medida que Alur Meriki se aproximaba, pero seguían presentándose hombres, muchos deseosos de trabajar o de luchar, que pedían protección para sus familias. El tráfico fluvial aumentó, y las barcazas cruzaban el río a diario innumerables veces. Cada embarcación traía mercancías de primera necesidad. Los almacenes se llenaban y todos se quejaban de que ya no quedaba espacio libre en la aldea.

Cuando el capitán salía a caminar, los pobladores lo aclamaban, gritando su nombre o deseándole suerte en la inminente batalla. Trella era igualmente popular, sobre todo entre las mujeres, los pobres, los niños y los ancianos. Visitaba a muchas de esas familias a diario, para asistirlas y organizarlas, asegurándose de que las mujeres supieran la tarea que tenían asignada en el combate.

Gatus tenía suficientes soldados para aleccionar a las mujeres y a los ancianos. Sus hombres les enseñaban a combatir el fuego y a utilizar palos cortos y afilados en la muralla para derribar escalas.

Cientos de piedras fueron transportadas a lo alto del parapeto y lanzadas por los pobladores. Cuando un grupo terminaba, volvían a recuperarlas para el siguiente, una tarea que se sucedía a lo largo del día, hasta que los músculos de todos estaban doloridos y las piedras habían despellejado, con su roce, las palmas de sus manos. Miles de aquellos proyectiles se acumulaban a los pies del parapeto.

El entrenamiento de soldados y pobladores continuó hasta que dominaron cada técnica, herramienta o arma. Las mujeres cubrieron todas las superficies de madera de Orak con una capa de barro para evitar las flechas incendiarias o antorchas que pudieran ser lanzadas sobre la muralla. La aldea estaba preparada para el asedio, pero Eskkar podía apreciar tanto el optimismo como el miedo en los rostros de todos.

Al final de una larga pero reconfortante jornada, el capitán regresó a casa antes de la caída del sol. Primero se dirigió al pozo situado en la parte trasera. El lujo de contar con agua en la casa lo satisfacía. Disfrutaba de poder lavarse el sudor y la tierra que le cubrían el cuerpo.

Cuando estaba terminando su aseo escuchó que la puerta de entrada se abría con un chirrido. Un joven harapiento pasó por debajo de los brazos del sorprendido guardia, aunque éste estuviera apostado para evitar, justamente, semejantes intromisiones.

El muchacho corrió hacia la casa, gritando con voz aguda.

—Capitán, capitán, ven pronto… ¡Ama Trella ha sido apuñalada!

Esquivó a un sirviente que salía de la casa. Bantor apareció en la puerta y agarró al jovenzuelo con fuerza. Eskkar fue corriendo hacia el muchacho.

—Aquí, muchacho, aquí estoy. ¿Qué le ha sucedido a Trella? ¿Dónde está?

Sintió cómo el miedo le crecía en la boca del estómago.

—Ama Trella regresaba a casa cuando un hombre se le acercó por detrás y sacó un cuchillo. —La voz aguda del pequeño amontonaba las palabras—. Le grité para prevenirla, pero llegué tarde y él la apuñaló. Entonces salió corriendo, pero lo agarré de una pierna hasta que el guardia lo atrapó. Él me ha enviado a buscarte.

—¿Dónde? ¿Dónde está?

—En la calle de los carniceros, cerca de la carpintería.

—¡Que se quede aquí! —Eskkar empujó al muchacho hacia Annok-sur cuando ella se le acercó.

Corrió por el jardín y salió hacia la calle de los carniceros. Pero antes de que hubiera dado una docena de pasos, una multitud se le acercó, encabezada por un fornido soldado que llevaba a Trella en brazos. Su vestido, cubierto de sangre y rasgado en un lado, le arrastraba por el suelo. Su brazo colgaba, inerte. Sus ojos estaban en blanco. Eskkar no supo si estaba viva. Reconoció al guardia, Klexor, designado aquel día para custodiarla.

Klexor se abrió paso empujando al capitán como si no lo reconociera. Tres soldados de la guardia, todos pálidos y con las espadas desenvainadas, lo seguían de cerca.

—¿Está viva? —Eskkar pronunció las palabras con dificultad y la voz ronca.

El guardia que llevaba a Trella cruzó el patio y entró a la casa. Alguien había despejado la mesa grande y la colocaron allí con cuidado. Annok-sur le abrió el vestido. Alguien había cortado una tira de la tela y la había usado para vendar la herida, cubriéndole completamente el torso, debajo del pecho.

Eskkar se acercó a la mesa. Vio cómo el pecho de la muchacha subía y bajaba. Todavía estaba viva. Pero su rostro estaba pálido y la sangre brotaba de su costado izquierdo.

—Manda llamar a un curandero —le gritó Annok-sur mientras colocaba una manta doblada bajo la cabeza de la muchacha.

Klexor seguía de pie, atontado, en el lugar donde Annok-sur lo había empujado. Eskkar se acercó a él y lo agarró por el brazo.

—¿Qué ha sucedido? ¿Quién ha hecho esto? El hombre se giró y miró fijamente a Eskkar durante un instante.

—Sí, capitán, está viva —respondió el guardaespaldas, como si recordara de repente la pregunta que Eskkar le había hecho antes—. Un hombre la acuchilló en la calle. Pero un curandero pasaba en aquel momento y acudió en nuestra ayuda cuando escuchó los gritos. Él le vendó la herida y dijo que debíamos traerla aquí. —El guardia miró a su alrededor—. Dijo que nos seguiría… ah, ahí está.

Un hombre anciano, de cabeza calva, entró resoplando a la sala. Llevaba una gran bolsa de cuero con su instrumental. Eskkar reconoció a Ventor, un curandero que asistía con frecuencia a los soldados. Demasiado vulgar para las clases nobles, Ventor era más apropiado para el tratamiento de heridas de guerra que para curar dolores de cabeza o estómagos doloridos.

—No os quedéis ahí parados —ordenó el curandero mientras se aproximaba a la mesa—, traed agua fresca y telas limpias. Y todas las lámparas y velas que encontréis.

Annok-sur se puso al lado de Ventor, que abrió su bolsa y sacó un cuchillo para cortar el improvisado vendaje.

Eskkar permanecía de pie, conmocionado, zarandeado de un lado a otro por las mujeres. Miraba incapaz de hacer nada, mientras la esposa de Bantor y una sirviente limpiaban la sangre del cuerpo de Trella y el curandero echaba agua sobre la herida.

Al principio pensó que la habían apuñalado en el pecho, pero al desparecer la sangre, vio que la herida estaba en el lado izquierdo, desde la axila hacia la cadera. El largo corte continuaba sangrando, pero Ventor seguía echando agua con una jarra a lo largo del mismo. El agua ensangrentada salpicó el suelo.

—Traed otra jarra —pidió el curandero. Cogió una vela y examinó cuidadosamente la herida, manteniendo la llama cerca del cuerpo—. No hay nada en la herida.

Sacó aguja e hilo de la bolsa, enhebró la aguja con cuidado y rápidamente anudó el hilo. Volvió a lavar la herida y después, ayudado por las mujeres, comenzó a coserla.

No era la primera vez que Eskkar presenciaba algo semejante. Él mismo lo había sufrido en su propio cuerpo, e incluso había observado mientras lo hacían, pero en esta ocasión tuvo que apartar la mirada. Le temblaban las manos Trató de mantenerse tranquilo, apretando los puños. La mujer de Bantor se acercó al capitán y a su marido.

—Creo que vivirá —murmuró Annok-sur—. La herida es grande pero no profunda, y el puñal resbaló sobre las costillas. Aunque seguramente se habría desangrado si el curandero no hubiera estado cerca para detener la hemorragia.

—Te lo agradezco, Annok-sur. Por favor, quédate a su lado. —Eskkar miró a Ventor, que continuaba agachado sobre la mesa terminando de coser la herida. Después vendó a su paciente, utilizando lino limpio que trajeron los sirvientes—. Cuando termine, que se quede aquí para cuidarla. —Se dirigió a Bantor—. Averigüemos ahora quién morirá esta noche.

Salió al patio, donde le esperaban sus hombres armados. Las antorchas iluminaban la creciente oscuridad. Cuando vieron el rostro serio del capitán, un lamento unánime surgió de sus gargantas.

Bantor los tranquilizó rápidamente.

—No, no, está viva. El curandero está con ella.

Se escuchó una confusa ovación, que encontró eco más allá del muro. Eskkar se dio cuenta de que la calle también debía de estar llena de gente que quería mostrar su preocupación por Trella. Dos miembros de la guardia se abrieron paso entre los soldados arrastrando a un hombre harapiento, cubierto ya de golpes, con las manos atadas fuertemente a la espalda y un trapo en la boca. El prisionero se sacudía tanto que se habría caído si los soldados no llegan a sostenerlo.

—Éste es el que la atacó, capitán. —El guardia le dio al prisionero un golpe en las costillas—. Klexor lo atrapó antes de que pudiera escapar.

Los soldados gritaban.

—Mátalo… mátalo ya.

Eskkar alzó el brazo pidiendo silencio, mientras daba órdenes a Bantor.

—Vigílalo, y mantenlo vivo.

Luchó contra el impulso de golpear al hombre, pero aquello podía esperar. Primero pensar, después actuar. Era lo que Trella siempre le decía. Comenzó a pensar con claridad por primera vez desde que habían traído a Trella herida. Miró a su alrededor y vio a Klexor, sentado solo en un rincón, desconsolado, agarrándose la cabeza con las manos.

—Klexor, ven aquí —dijo y después le gritó a Bantor—: Despeja el patio, pero quédate aquí con veinte hombres. Cierra las puertas y envía al resto de los hombres a las murallas. No quiero que nadie huya amparado por las sombras de la noche. Mata a quien lo intente. Luego regresa. Gatus, Sisuthros, venid conmigo.

Klexor se levantó, temblando. Eskkar lo agarró por el brazo y lo llevó hacia la casa. Ignorando a los que estaban congregados en torno a Trella, se dirigió con el soldado a la estancia superior y lo sentó en una silla, frente a la mesa. Sirvió dos copas de vino, una pequeña para él y otra más grande para Klexor.

—Toma esto. —Esperó a que el soldado bebiera la mitad de la copa y luego se la quitó de los labios—. Despacio. Dime qué ha sucedido. Tómate tu tiempo y cuéntamelo todo.

Se sentó al otro lado de la mesa, ante el soldado. Examinó cuidadosamente al guardia. Klexor era un veterano experimentado y fornido, un poco más bajo que él, pero más musculoso, con unas manos como martillos. No era uno de los soldados que habían estado desde el principio, pero Eskkar lo conocía lo suficiente y el hombre ya había custodiado a Trella con anterioridad.

Klexor se pasó el dorso de la mano por la boca.

—Capitán, no fue culpa mía, yo…

—Sólo quiero que me cuentes lo que ha sucedido. No fuiste tú quien la atacó. Dime exactamente qué ha pasado. No omitas nada.

Klexor tomó otro trago de vino y luego miró a Sisuthros y a Gatus, que estaban recostados contra la pared.

—Fui asignado hoy para vigilar a Trella. Recorrimos toda la aldea, de arriba abajo, visitando gente, instruyendo a las otras mujeres. Ya nos disponíamos a regresar, pero algunas mujeres quisieron hablar con ella, así que se detuvo con ellas un momento. —Su voz se quebró y tomó otro trago de vino—. Pero se estaba haciendo de noche. Estábamos en el barrio de los carniceros. Allí la calle se estrecha, por lo que me puse delante, abriendo paso entre la multitud.

Se detuvo y se pasó la mano, temblorosa, por los cabellos.

No te detengas, hombre, estuvo a punto de gritarle Eskkar.

—Estábamos a pocos pasos de ese taller grande, en donde hacen ruedas y… —Eskkar asintió con la cabeza—. Nos encontrábamos allí cuando oímos un grito… un chico en la calle gritó: «Un cuchillo, tiene un cuchillo». Cuando me di la vuelta, vi que un hombre le estaba asestando una puñalada. Trella gritó y cayó al suelo. —Klexor vació la copa y la puso torpemente sobre la mesa—. Me quedé de pie, inmóvil, capitán, durante un instante no pude ni siquiera moverme. Pero el muchacho que había gritado agarró al asesino por una pierna mientras trataba de escapar, y le hizo caer. Lo hizo estupendamente, o habría muerto él también. Vi cómo el cuchillo pasaba sobre la cabeza del muchacho. En aquel momento ya me había recobrado y corrí hacia el hombre justo cuando se levantaba. Lo golpeé, se cayó… volví a golpearle. —Se detuvo, pensativo—. Escuché que Trella decía «Vivo… mantenlo vivo», antes de desmayarse. El otro hombre, Ventor creo que se llama, se acercó y me apartó. Vendó la herida y me dijo que enviara al niño a avisarte, y después me ordenó que trajera a Trella a la casa.

—Y al que la apuñaló, ¿lo conoces? —preguntó Eskkar.

—No, no lo reconocí —respondió Klexor—, aunque… espera, lo había visto antes, por la tarde. Es probable que estuviera entre la multitud junto a la muralla cuando las mujeres fueron a practicar. Estoy seguro de que es ahí donde lo vi. A lo mejor las mujeres lo recuerdan.

Klexor comenzó a temblar otra vez, consciente de que podía ser ejecutado por haber fallado en su misión.

—¿Dices que intentó acuchillar al niño? ¿Todavía tenía el cuchillo cuando le pegaste?

El guardia se concentró en lo que había ocurrido y contestó.

—Sí, capitán, todavía tenía el cuchillo. Pero estaba tratando de escapar, no de usarlo.

—Entonces le golpeaste. ¿Por qué no usaste tu espada?

—Trella dijo que lo mantuviéramos con vida… no, eso fue después. No sé, quería atraparlo. No me acuerdo de lo que estaba pensando. Me olvidé de desenvainar la espada.

Eskkar trató de imaginarse al hombre y lo que había hecho.

—Te doy las gracias, Klexor. No creo que nadie pudiera haberlo hecho mejor. Hiciste bien en no matar al asesino. Ahora ve a la cocina y que te den un poco más de vino, pero sólo una copa. Necesitas mantenerte sobrio. Habrá otros que querrán escuchar lo que me has contado.

El hombre se puso de pie, evidentemente aliviado.

—Capitán… lamento lo que… ella… ella es una buena mujer…

Su voz se quebró y no pudo seguir hablando.

—Lo sé. Ahora márchate y envíame al muchacho que vino a avisarme. —Se giró hacia Gatus y a Sisuthros, luego hizo una pausa mientras esperaba a que regresara Bantor, que se cruzó con Klexor en la escalera—. Parece que el hombre seguía a Trella, y que el guardia cumplió con su trabajo.

—Los hombres se quejan de que es imposible custodiaros a los dos —dijo Gatus— con tanta gente alrededor. Pero Trella no quería que le asignaran otro vigilante. Klexor cumplió con su tarea tan bien como cualquiera.

—Nadie acepta tus buenos consejos, Gatus. Ella me dijo lo mismo. Yo debería…

La puerta volvió a abrirse y Annok-sur introdujo al niño en la habitación; llevaba en la mano un pedazo de pan con manteca y tenía la barbilla cubierta de migas y grasa. Parecía temeroso.

Eskkar se levantó y acompañó al pequeño hasta el asiento que había dejado libre Klexor, pero esta vez el capitán se sentó a su lado en un taburete. Calculó que el niño tendría nueve o diez estaciones.

—No tengas miedo, muchacho. ¿Cómo te llamas?

Los ojos del pequeño se abrieron desmesuradamente mientras miraba a su alrededor. Sin duda, nunca había visto una habitación tan grande en toda su vida, o tan bien amueblada. Eskkar repitió la pregunta.

—Enki, noble señor, me llamo Enki.

El nombre del dios de las aguas que habitaba en el río.

—Un buen nombre, Enki. Has prestado un gran servicio, y estoy en deuda contigo. Sin ti, el atacante habría escapado. Ahora quiero que me cuentes todo lo que hiciste hoy, adonde fuiste, cuándo viste a Trella por primera vez, todo. ¿Crees que podrás hacerlo? Empecemos por el momento en que la viste por primera vez.

—Fue en los entrenamientos, señor. Fui a ver cómo practicaban las mujeres. A veces tropiezan y caen, o se les levantan los vestidos. Cuando ama Trella llegó, muchos de nosotros corrimos hacia ella. La semana pasada le llevé un mensaje y me dio una moneda de cobre. —El recuerdo lo entristeció—. Pero otros niños mayores me la quitaron.

—Eso se puede arreglar. —Eskkar se levantó, se dirigió a la mesa, abrió el cajón y sacó dos monedas de cobre. Se las dio a Enki, que las cogió con su mano libre, mientras la otra todavía aferraba el pedazo de pan. El capitán volvió a sentarse—. ¿Y después qué pasó?

—Ama Trella estuvo mirando cómo se entrenaban las mujeres y después empezó a entrenar ella también. Para ser una mujer tiene mucha fuerza, ¿sabes? Y puede manejar la lanza corta ella sola, o el palo para las escalas. Muchos de los que estaban allí aplaudían y se reían. Cuando terminaron, las mujeres se lavaron en el pozo. También me gusta verlas ahí.

Muchas de las mujeres se quitaban las túnicas y se echaban agua encima. Eskkar sonrió ligeramente. También él las había observado.

—Sí, siempre es divertido mirar. Ahora, Enki, mientras estabas allí, ¿recuerdas haber visto al hombre que atacó a Trella? ¿Estaba allí?

Enki frunció el ceño intentando recordar.

—No, allí no. No lo vi en aquel lugar. Después, cuando comenzamos a caminar, pasó cerca de mí y de Trella. Yo la seguía, con la esperanza de que me diera otro mensaje o algo. El hombre se abrió paso y siguió adelante. Después volvió y continuó caminando detrás de nosotros. Miraba a su alrededor, me acuerdo de eso.

—Muy bien, Enki. ¿Qué sucedió después?

—Ama Trella se detuvo a conversar con alguien. Algunos niños se acercaron, pero el guardia los apartó. Ella habló con las mujeres bastante tiempo, luego le dio a una de ellas una moneda de cobre antes de seguir su camino. El guardia tuvo que empujar a la gente para que se apartara y pudieran avanzar.

El muchacho miró a su alrededor y se dio cuenta de que todos lo estaban mirando. Probablemente nadie le había prestado atención hasta entonces, y ahora cuatro hombres adultos escuchaban atentamente cada una de sus palabras.

—No tengas miedo —dijo Eskkar tranquilizándolo—. Continúa.

—Me dejaron atrás, y estaba tratando de acercarme cuando el mismo hombre volvió a empujarme para abrirse paso. Casi me caí, y le insulté. Entonces vi que sacaba un cuchillo de debajo de su túnica. Se acercó muy rápido hacia donde estaba Trella. Grité y ella se giró. Entonces vio el cuchillo y levantó el brazo, pero el hombre la apuñaló igualmente. Seguí gritando. El asesino dio media vuelta y salió corriendo, pasando por mi lado, así que me agarré a su pierna hasta que ambos nos caímos. Se puso de pie, pero el guardia lo atrapó y empezó a pegarle.

—¿Te acuerdas de lo que gritaste? ¿Las palabras exactas? —Eskkar quería todos los detalles.

—Me acuerdo. Grité: «Ama Trella, tiene un cuchillo, ama Trella…». Entonces vi la sangre en el cuchillo del hombre cuando pasó corriendo junto a mí.

—¿Gritaste muy alto, Enki? ¿Puedes decirnos cómo?

Sin dudarlo, el niño gritó, salpicando el rostro del capitán de migas de pan, mientras su aguda voz resonaba en toda la estancia. Era lo suficientemente alta para que cualquiera se detuviera y se diera media vuelta. Si Trella no hubiera girado, la puñalada habría sido en su espalda.

Eskkar hizo que el joven repitiera la historia una vez más. Cuando no tuvo nada nuevo que añadir, echó una mirada a sus tres lugartenientes, que seguían de pie, recostados contra la pared.

—¿Queréis preguntar algo?

Gatus y Bantor negaron con la cabeza, pero Sisuthros dio un paso y se inclinó a examinar la nuca del pequeño, revolviéndole el cabello, hasta que Enki dio un grito de dolor.

Quitó la mano, manchada con un poco de sangre seca.

—Me había parecido que era sangre. El cuchillo falló por poco, aunque dudo que lo hubiera matado.

Los ojos de Enki se abrieron espantados a la vista de su propia sangre. Sisuthros acarició la cabeza del pequeño.

—Es sólo un rasguño. Nada de lo que deba preocuparse un hombre valiente.

—Gracias otra vez, Enki —dijo Eskkar mientras se ponía de pie—. ¿Dónde está tu familia?

—No tengo, señor. Tenía un hermano mayor, pero desapareció. Duermo en los establos, o cerca del río.

Probablemente el hermano había sido capturado en la calle y vendido a un traficante de esclavos.

—Entonces de ahora en adelante te quedarás aquí. —Eskkar se dirigió a sus hombres—. Ha llegado el momento de hablar con el asesino.

Cogió al pequeño de la mano, lo acompañó al piso inferior y se lo entregó a la mujer de Bantor antes de ir a ver a Trella. El curandero, que estaba sentado a su lado, se levantó cuando lo vio acercarse.

Eskkar miró el pálido rostro de la muchacha; su cuerpo estaba cubierto con una ligera manta y tenía otra doblada bajo la cabeza. La habían peinado. Sus ojos estaban cerrados, pero respiraba con regularidad.

—¿Cómo está, Ventor? ¿Vivirá? —No pudo evitar que se le quebrara la voz.

—Sí, capitán, creo que se recuperará —dijo Ventor—. A menos que sus heridas se infecten. Ha recibido el golpe en las costillas y hacia abajo. El atacante debería haber dado la puñalada de abajo hacia arriba, hacia el corazón. Las costillas se rompen con un golpe desde abajo, pero desde arriba el arma resbala de costilla en costilla. No era un asesino experimentado. —Levantó la manta y observó la herida—. Es joven y fuerte. Se recuperará rápidamente. Le he dado un poco de vino y ordené que le trajeran sopa tan pronto como sea capaz de alimentarse.

Eskkar respiró aliviado.

—Gracias, Ventor. Me gustaría que te quedaras esta noche. Y que después vinieras un par de veces al día a visitarla. Se te pagará bien por tu trabajo.

—Los nobles emplean sus propios curanderos, capitán.

—Sí, pero yo soy un soldado, y tú tienes experiencia con heridas de combate. Además, no quiero una docena de curanderos discutiendo sobre qué poción administrar o a qué dioses elevar las plegarias. Atiende su herida como lo harías con cualquier soldado.

Eskkar se dirigió al patio. Lo recibió una ovación de sus soldados. A pesar de sus órdenes, más de veinte de sus hombres estaban concentrados allí, iluminados por las antorchas.

Levantó una mano.

—Trella está siendo atendida por el curandero. Ahora tenemos trabajo por delante, pero necesitaré vuestros servicios un poco más tarde. Así que despejad el patio. Los del clan del Halcón y los guardias de la casa, quedaos. Gatus, retira a los hombres. Bantor, trae al asesino a la parte trasera.

Eskkar siguió a los soldados que arrastraban al hombre hacia el fondo de la casa. El pequeño jardín contaba sólo con un banco y dos pequeños árboles poco más altos que un hombre. Se situó de pie ante el atacante. Dos hombres sostenían al prisionero por los brazos. Le obligaron a arrodillarse, con los brazos en la espalda y el trapo todavía en la boca.

Eskkar puso una rodilla en tierra y acercó su rostro al prisionero. Los ojos de éste estaban desorbitados por el terror, y el olor a orina flotaba a su alrededor. Le sacó el trapo de la boca y pudo oír cómo llenaba de aire sus pulmones. Después empezó a hablar.

—¡Silencio! —ordenó Eskkar con furia—. Si habla o se queja, hacedlo sufrir un poco.

Los soldados apretaron las muñecas del prisionero, retorciéndolas hacia arriba, hasta que gritó, dolorido, y la saliva le comenzó a caer por la boca abierta. Eskkar estudió con detalle al detenido, pero no lo reconoció. Aunque aquello no significaba nada. Podía llevar en Orak meses o días, o quizá se trataba de un recién llegado.

—¿Alguien conoce a este hombre? —Nadie habló—. ¿Cuál es tu nombre? —El hombre no dijo nada, y Eskkar le hizo una seña a los soldados que lo sostenían. Levantaron un poco los brazos del prisionero y la nueva oleada de dolor le aflojó la lengua.

—Natram-zar… mi nombre es Natram-zar, señor. —Habló con voz ronca, sin acento reconocible. El capitán imaginó que vendría del Sur, probablemente de Sumeria.

—¿Por qué atacaste a mi mujer, Natram-zar?

—Quería robarle, noble señor. Sólo soy un ladrón. Quería robarle la bolsa.

Ahora suplicaba, con el miedo reflejado en su mirada.

—Entonces eres un pésimo ladrón, Natram-zar. Su bolsa seguía colgada de su cuello. —Eskkar se puso de pie—. ¿Llevaba alguna cosa?

Bantor se adelantó con una bolsa de cuero muy gastada y cosida que contenía cinco monedas de cobre, unas pocas pertenencias y el cuchillo.

Eskkar lo cogió y apretó los labios al ver la sangre de Trella. Se trataba de un buen cuchillo. El filo de cobre encajaba perfectamente en un mango de madera curvo y tallado. Pequeña y bien hecha, no era el arma de un soldado, pero resultaba perfecta para esconderla bajo la túnica, e ideal para un asesinato silencioso. Demasiado buena para un ladrón corriente. Por supuesto, podía habérsela robado a alguna víctima adinerada.

—¿Nada más?

—Nada, capitán. Sólo esta bolsa y el cuchillo.

—Ponedlo de pie y quitadle las ropas. —El hombre comenzó a quejarse, pero los soldados lo levantaron, ignorando sus protestas, que pronto se convirtieron en quejidos. En pocos instantes lo desnudaron. Dejaron sus ropas amontonadas ante él, incluida la sucia y hedionda ropa interior que había empapado con su orina.

Valiéndose del cuchillo del prisionero, Eskkar revolvió entre aquellas ropas. Por poco se le pasó inadvertido un pequeño bolsillo cosido a lo largo del dobladillo inferior de la túnica. Cortó la costura y escuchó el apagado tintineo de unas monedas. Cada una de ellas había sido envuelta en un pedazo de tela para amortiguar el sonido.

Contó diez monedas de oro, brillantes bajo la luz de las antorchas. Las miró con atención, pero todas eran usadas, con varias marcas de distintos mercaderes y nobles. Revisó el resto de las ropas, pero no encontró nada. El oro hablaba por sí solo. Se trataba de un asesinato por encargo.

Se levantó y se dirigió a Natram-zar.

—Me has mentido una vez. No vuelvas a cometer el mismo error. Si quieres evitar el fuego, di la verdad. —Eskkar oyó que Gatus lo llamaba—. ¿Qué sucede?

—Muchos de los nobles están en la calle. Nicar y los demás quieren entrar, pero los he mantenido fuera, tal como ordenaste. Además, los hombres apostados en las murallas escucharon algo en la oscuridad y cuando fueron a investigar encontraron un caballo atado a una piedra, a trescientos pasos de la muralla. Su dueño desapareció en las sombras. Es un buen animal, con provisiones y un odre de agua.

Tendría que haber previsto algo así. El asesino necesitaría escapar rápidamente después del crimen..

Ahora los nobles esperaban fuera. Eskkar no estaba seguro de querer dejarlos entrar, especialmente cuando podía ser Néstor el que había contratado al asesino. Sin embargo, si no los dejaba presenciar lo que aquel miserable tenía que confesar, tal vez después no creyeran a los testigos que él presentara. Malditos sean los dioses.

—Bantor, averigua si alguien reconoce al caballo, quién es su dueño y de dónde viene. Dudo que este canalla haya mantenido un buen caballo en un establo durante días, pero si es así, alguien ha de saberlo. —Miró a Gatus, que seguía esperando—. Deja entrar únicamente a los jefes de las Familias. Si no quieren hacerlo, no los obligues. —Se volvió al prisionero—. ¿Listo para hablar, Natram-zar? El tiempo de las mentiras ha terminado.

—Noble señor, sólo soy un ladrón. —Su voz sonaba apagada por la sed y el dolor.

—Atadlo a los árboles con las piernas abiertas. Traed fuego de la casa. Y mucha leña.

Natram-zar gritó, mientras los hombres que lo sostenían lo arrastraban. Uno de los guardias dejó caer el brazo un momento, se puso frente al prisionero y lo golpeó salvajemente en el estómago; la fuerza del golpe hizo que se doblara en dos.

—Silencio, perro, o recibes otro.

Aseguraron al prisionero entre los dos árboles, extendiéndole los brazos y atándolos a las ramas más largas. Después le sujetaron los tobillos, abriéndole las piernas y ajustando las cuerdas a la base de los troncos. Cuando terminaron, Natram-zar colgaba indefenso, incapaz de hacer otra cosa que moverse un poco.

Al mismo tiempo, los jefes de las Familias iban entrando, nerviosos. La visión del prisionero no hizo más que aumentar su intranquilidad.

—Justo a tiempo, nobles —comenzó Eskkar—. Este hombre ha intentado matar a Trella, y sólo un niño avispado con buenos pulmones le salvó la vida. Este perro fue capturado en el acto. Su nombre es Natram-zar. Tenía diez monedas de oro cosidas en la túnica y un caballo esperándole al otro lado de la muralla. ¿Alguno de vosotros le conoces?

La vista de las monedas brillando bajo las antorchas lo cambiaba todo. Ningún ladrón poseía aquella cantidad. Sólo los nobles y algunos de los comerciantes más acaudalados podían hacer semejante gasto para un asesinato por encargo. Y ningún ladrón con tanto oro encima arriesgaría su vida por la pobre bolsa de una muchacha esclava, aunque esa esclava fuera Trella.

Eskkar miró a Néstor, pero el anciano parecía tan sorprendido como los demás. Nicar, Decca, Rebba y Corio observaban al capitán sin comprender. Nicar fue el primero que consiguió hablar.

—¿Quién le pagó para que lo hiciera? ¿Por qué querrían hacerle daño a Trella?

—Vosotros esperaréis aquí en silencio —ordenó Eskkar con voz dura—. Ni una palabra.

Echó una mirada a Gatus, que sentía poco aprecio por los nobles.

—Gatus, acompáñales al otro lado, desde donde puedan ver y escucharlo todo. Asegúrate de que permanezcan callados.

Desde allí, el prisionero no podría verlos.

A aquellas alturas, Natram-zar había recuperado el aliento y alzado la cabeza. Un ancho cuenco de barro lleno de madera y algunos pedazos de carbón fue colocado en el suelo frente a él. Otro hombre se acercó desde la casa con tres brasas de carbón sobre un pedazo de arcilla. Las echó en el recipiente y comenzó a remover los trozos de madera sobre ellas. En pocos momentos empezó a arder un pequeño fuego.

Eskkar se agachó y puso la mano sobre las llamas; cuando le llegó el calor, la retiró.

—Calentadlo un poco.

Maldar se arrodilló y colocó el fuego bajo las piernas de Natram-zar. Con las piernas abiertas, las llamas se alzaban a poca distancia de sus testículos.

El prisionero pegó un grito tan pronto como el calor llegó a sus genitales. Luchó por apartar el cuerpo, pero los soldados, a su lado, hicieron uso de sus rodillas para volverlo a poner en la posición inicial, manteniéndolo sobre las llamas. Maldar echó más leña al fuego. Las llamas se incrementaron.

Eskkar esperó pacientemente, mirando el brillo del fuego y viendo cómo el hombre retorcía el cuerpo frenéticamente e intentaba retirar la entrepierna de un fuego cada vez mayor, tratando de que sus genitales no se quemaran.

Pero los frenéticos movimientos de Natram-zar pronto lo dejaron agotado. Tenía que recostarse sobre las cuerdas, lo que volvía a colocarlo directamente sobre las llamas. Al instante, el dolor hacía que volviera a levantarse, sacudiéndose y revolviéndose una vez más, hasta que el agotamiento le situaba de nuevo sobre las llamas y el proceso volvía a repetirse.

El capitán dejó que aquello continuara durante un tiempo, mientras Maldar se aseguraba de que el fuego no disminuyera. Los gritos se hicieron constantes. Eskkar sabía que se escucharían en varias calles a la redonda. En el exterior de la casa se oía un griterío de alegría, procedente de la gente que adivinaba lo que estaba sucediendo.

Cuando el olor a carne quemada comenzó a aumentar, Eskkar hizo una señal a Maldar para que retirara el cuenco con el fuego. El prisionero se desplomó sin fuerzas sobre las cuerdas, con el vello de sus muslos quemado y sus genitales de un rojo brillante por el calor.

Eskkar se adelantó.

—¿Quién te contrató para matar a Trella? Habla ahora o continuaremos con el fuego.

El hombre gimió mientras el dolor le recorría el cuerpo. La sangre brotaba de su boca, herida al morderse los labios.

—¡Piedad, noble señor… piedad! ¡Sólo soy un ladrón!

—Coloca de nuevo el fuego —ordenó a Maldar.

Se retiró hacia atrás, mientras el soldado volvía a poner el cuenco debajo del prisionero y añadía más leña. La punta de las llamas casi rozó el cuerpo de aquel desgraciado.

Los gritos del asesino rasgaban el aire de la noche, lo suficiente como para que se oyeran por todo Orak. Se sacudía y pedía clemencia, y su voz desesperada rebotaba en las paredes que lo rodeaban. Natram-zar sabía que iba a morir, pero ya no le importaba nada, salvo que cesara el dolor.

Eskkar hizo una señal de que se detuvieran.

—Dadle agua y escuchemos lo que tiene que decir.

Un soldado trajo un jarro de agua del pozo y lo acercó a los labios del hombre.

—Ahora habla, y si mientes, no habrá compasión. Y hazlo en voz alta, para que todos te oigan.

Natram-zar respiró hondo antes de poder articular palabra y entonces su voz, quebrada por el dolor y el miedo, se oyó claramente.

—Fue Caldor. Caldor me pagó. Caldor, el hijo de Nicar. Hice lo que me pidieron los nobles.

La voz se apagó, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

Un murmullo de incredulidad recorrió a los hombres congregados en el patio. Todos pudieron oír la exclamación de Nicar.

—¡No! ¡No puede ser cierto!

Incluso Eskkar se quedó sorprendido. Esperaba que el hombre nombrara a Néstor. Aunque aquello era una estupidez. Néstor no tendría interés en matar a Trella. Puede que quisiera eliminarle a él, pero no tenía problemas con la muchacha. Había sido generoso con ella en todas las reuniones. ¿Pero Caldor? ¿Cómo podía ser tan estúpido? Una oleada de rabia recorrió su cuerpo. Él tenía la culpa. Tenía que haberse ocupado del hijo de Nicar mucho antes.

—¿Quién más, Natram-zar, quién más? —Eskkar agarró al hombre por los hombros y lo sacudió—. ¡Habla o volveré a ponerte al fuego!

Aquellas palabras hicieron reaccionar a Natram-zar. Ahora haría cualquier cosa para evitar las llamas.

—Nadie más… sólo Caldor… y su sirviente, Loki. Se me acercaron en la taberna… preguntaron qué sería capaz de hacer por oro, mucho oro. Me ofrecieron… diez monedas por matarla. Les dije que necesitaría un caballo… para escapar, así que me dieron doce piezas de plata para comprarlo.

—¿Dónde compraste el caballo? ¿Quién te lo vendió?

Aquel miserable murmuró el nombre de Zanar, dueño de un establo.

—Que alguien vaya a buscarlo, Gatus. Detenlo y pídele que te describa al hombre que compró el caballo, cuándo lo hizo y cuánto le pagó.

Eskkar se dirigió de nuevo al frustrado asesino, que temblaba sin control. El olor a la carne quemada de Natram-zar impregnaba el aire.

—Si la historia del dueño del establo es distinta a la tuya, pondré cada parte de tu cuerpo sobre las llamas, pedazo a pedazo. ¡Dime! ¿Por qué Caldor quería matar a Trella?

—Dijo que era por el bien de Orak. No sé la razón. —Natram-zar vio la oscura mirada en el rostro de Eskkar y volvió a gritar—. ¡No lo sé! Le pregunté, pero eso es todo lo que me dijo. Lo juro.

El hombre comenzó a sollozar.

Eskkar no tenía dudas de que había dicho la verdad.

—¿Cuándo ha sucedido todo esto? —Tuvo que sacudir al hombre con fuerza para que dejara de llorar—. ¡Dime el día y la hora!

—Hace tres días, señor… en la taberna de Dadaius. Lo juro. Me dio el oro y me dijo que nunca volviera a dirigirle la palabra. Sólo traté con Loki, cuando me trajo la plata para el caballo.

Eskkar volvió a hacer algunas preguntas. El hombre llevaba en Orak casi dos meses, evitando los grupos de trabajo y viviendo del robo y de su cuchillo.

Al terminar el interrogatorio, se dirigió hacia donde se encontraban los nobles. Estaban lívidos después de presenciar aquella tortura, con el miedo claramente visible en su semblante. Los soldados permanecían en la calle. Los nobles estaban a merced de Eskkar. Podía matarlos a todos y nadie protestaría.

—No es un espectáculo agradable, ¿verdad, nobles? Torturar a un hombre para sacarle información. Es fácil sentarse en una taberna y pagarle a alguien para que cometa un asesinato, pero no lo es mirar cómo la muerte se apodera de un hombre. Y hace falta ser muy cobarde para pagar por acabar con la vida de una mujer.

Se estremecieron al oírle, pero él ya no estaba preocupado por lo que pudieran pensar. Llegó hasta donde estaba Nicar.

—¿Dónde está Caldor, Nicar?

El comerciante parecía incapaz de articular palabra, y sólo sacudió la cabeza.

Eskkar se dirigió a Sisuthros.

—Busca a Caldor. Si no está en las calles, probablemente esté en su casa. Y también a su sirviente, Loki. Asegúrate de inspeccionar la casa de Nicar de arriba abajo. Puede que haya escondites en las paredes o en el suelo. Derríbala si es necesario, pero encuéntralo.

Nicar trató de protestar y avanzó hacia Eskkar, pero Gatus lo empujó con tanta fuerza que fue a parar contra la pared de la casa.

—Quédate donde estás, noble. A menos que quieras hacer compañía al amigo que tienes ahí delante.

Eskkar sabía cuánto apreciaba Gatus a Trella. El viejo soldado estaría ansioso por matar al que hubiera intentado hacerle daño.

—Bantor, que nadie abandone la aldea, y dobla la guardia en las murallas durante toda la noche. Quiero una patrulla de jinetes preparados para salir al alba a perseguir al que estaba encargado del caballo. Natram-zar nos dará su nombre. Quiero agarrarlo. Que los rastreadores salgan con las primeras luces.

—Bien, nobles —dijo Eskkar volviéndose de nuevo hacia ellos—, ¿alguno de vosotros sabía algo de esto? —Se detuvo delante de Corio—. ¡Respondedme!

—Capitán, te juro que no sé nada de esto. Aprecio a Trella, lo sabes. Jamás intentaría hacerle daño.

Repitió la pregunta a los demás, obteniendo la misma respuesta, hasta llegar a Néstor.

—Bien, noble Néstor, ¿y tú? ¿Tenías conocimiento de todo esto?

Néstor negó con la cabeza.

—No, capitán. Nada. Lo juro por todos los dioses. Nunca le haría daño a Trella.

Eskkar le miró fijamente a los ojos, intentando leer sus pensamientos, tentado a creerle. No había negado que podía sobornar a un hombre para asesinar al capitán de la guardia, pero Trella era otra historia.

Se alejó de los nobles con enorme disgusto. Quería pensar, y aún tardarían en encontrar a Caldor. Dio órdenes a sus hombres.

—Que se queden aquí. Gatus, ven conmigo.

Eskkar dejó allí a los nobles, mientras se dirigía a la casa seguido de Gatus. Se detuvo en el interior y agarró al viejo soldado por un brazo.

—Vigílalos, Gatus. No quiero que ninguno de ellos hable con nadie o que pueda enviar algún mensaje. Que tus hombres se queden con ellos en todo momento.

Gatus asintió y se dirigió a cumplir lo que le habían ordenado.

Dentro de la casa, Eskkar se encontró con que la mesa había sido despejada. Los sirvientes habían terminado de lavarla y ahora estaban limpiando la sangre del suelo. Le miraron cuando entró, pero su seriedad hizo que desviaran la vista y continuaran con su tarea.

Corrió escaleras arriba hacia el dormitorio. Ventor y Annok-sur estaban sentados a ambos lados de la cama. Para su sorpresa, Trella había recuperado el conocimiento.

Sus acompañantes se levantaron y abandonaron la habitación, dejándolo a solas con Trella.

Se sentó en el banco que había ocupado Ventor y la cogió de la mano, tratando de evitar que la suya temblara.

—¿Te duele mucho?

Se acercó a ella y la besó en la mejilla.

Trella sonrió. Su voz era débil pero firme.

—No es tan malo, esposo mío. Ahora sé cómo se siente un guerrero cuando es herido. Te tiemblan las manos, Eskkar. ¿Ha sucedido alguna otra cosa?

—Todo va bien, Trella. Detuvimos al hombre que te atacó. Un ladrón contratado para asesinarte. Caldor le pagó diez monedas de oro, además de un buen caballo, para matarte. Debería haber acabado con él y con Néstor cuando regresé de la expedición. —Sacudió la cabeza, disgustado por su fracaso—. Estamos buscando a Caldor, y pronto lo encontraremos. Nadie se va a arriesgar a ocultarlo, y el poblado está rodeado.

Trella cerró los ojos un instante, y cuando habló, sus palabras le sorprendieron.

—Pobre Nicar, tener que soportar todo esto. No sabía nada, estoy segura. No te ensañes con él, Eskkar. Lo necesitas.

El capitán negó con la cabeza.

—Esto causará una disputa de sangre entre nosotros. Si Caldor muere esta noche, Nicar nunca me perdonará su muerte. Es mejor que él y su familia corran la misma suerte que Drigo. Nadie en Orak me lo reprochará. Nadie me quitará mi venganza.

—Necesitamos a hombres como Nicar y su hijo Lesu. Son buenos y no deben morir por culpa de la estupidez de Caldor. Busca la manera de evitar tener que matarle.

Sus ojos se cerraron antes de que pudiera protestar, pero Eskkar sabía que estaba pensando, así que esperó, sosteniéndole la mano.

La muchacha abrió los ojos y continuó hablando. El capitán tuvo que aproximarse para escuchar sus palabras. Cuando terminó, la miró fijamente.

—Puede que no funcione, pero voy a intentarlo.

Un golpe en la puerta hizo que se girara. Ventor estaba en la entrada.

—Déjala dormir, capitán. Necesita descansar.

Trella intentó hablar, pero Eskkar se inclinó y la besó con suavidad en los labios.

—El curandero dice que debes descansar. Ahora estás a salvo, y pronto estaré contigo.

Abandonó la habitación. Bajó a la cocina y pidió al cocinero un poco de vino y algo de comer. Se sentó en un taburete ante la mesa de la cocina durante largo tiempo, sin probar el vino y el queso que habían colocado frente a él. Todos en la casa temían dirigirle la palabra.

Permaneció inmóvil hasta que unos gritos en el patio le anunciaron el regreso de Sisuthros. Se levantó y se encontró con Maldar y Bantor esperando a la entrada de la cocina, de pie y en silencio.

—¿Lo habéis encontrado? —Fue todo lo que les preguntó cuando salieron. A la luz de las antorchas vio a Nicar sentado en un taburete que alguien le había acercado, con la cabeza entre las manos. Corio levantó la vista, vio a Eskkar en la puerta y sacudió la cabeza con incredulidad.

Los soldados arrastraron a Caldor y a Loki con las manos atadas hasta donde se encontraba.

El hijo más joven de Nicar tenía el rostro ensangrentado y un corte en una ceja. La cara de Loki reflejaba el miedo. Un simple sirviente no tenía el respaldo de un padre poderoso para protegerle. El odio de la multitud asustaría a cualquiera.

Uno de los soldados agarró a Caldor y lo arrojó al suelo, mientras otro derribaba a Loki y le daba una patada en las piernas. Ambos se retorcieron e intentaron volver a ponerse de rodillas. Sisuthros dio un paso adelante, con una sonrisa en el rostro.

—Aquí están, capitán. Caldor estaba escondido en un cuarto secreto en el sótano. Loki trató de escaparse por la tapia de la parte de atrás. Los guardias de Nicar quisieron impedirnos la entrada y tuve que matar a uno.

El brazo y la túnica de Sisuthros estaban salpicados de sangre reciente.

Eskkar se acercó y examinó a los dos hombres, sin que su rostro mostrara expresión alguna.

Caldor vio a su padre, custodiado por dos soldados.

—¡Padre, ayúdame! ¡No dejes que me hagan esto!

—Bantor, llévate a Caldor a la casa —ordenó Eskkar—. Procura que se calle. Si hace algún ruido, rómpele algún hueso.

Los hombres de Bantor sonrieron y levantaron al joven y lo arrastraron hacia el interior, mientras uno de ellos le tapaba la boca con la mano para mantenerlo en silencio.

Eskkar se concentró en Loki, un hombre de unas treinta estaciones que, probablemente, estaba al servicio de Caldor desde su juventud.

—Llevadlo a la parte de atrás.

Los soldados empujaron al aterrado sirviente al fondo de la casa, donde Natram-zar todavía colgaba del árbol, desmayado, sangrando por la boca. Uno de los soldados lo había dejado inconsciente para que dejara de gritar.

Loki vio los genitales del prisionero ennegrecidos y olió la carne quemada.

—Que se acerquen los nobles.

Eskkar esperó hasta que los cinco hombres se aproximaran, escoltados por los soldados de Gatus. El capitán agarró a Loki por el cabello y lo retorció salvajemente hasta que quedó cara a cara con Natram-zar.

—Míralo bien, Loki. Esto es lo que te espera si no dices la verdad. Sabemos lo que pasó. Natram-zar nos lo ha contado todo. Ahora nos dirás todo lo que sabes sobre el ataque a Trella. Una duda, una mentira, y te colocamos en el lugar de Natram-zar, y vas a sufrir todavía más que él. —Empujó al hombre con fuerza y éste cayó al suelo—. Mírame, Loki, y recuerda. Si me mientes… Ahora empieza a hablar.

El sirviente tomó aire, respirando agitadamente, aterrado y sin poder controlar sus emociones. Miró suplicante a Nicar.

—Noble Nicar, por favor, ayúdame. No he hecho nada. Sólo…

—Desnudadlo y atadlo al árbol. Traed más leña para el fuego.

Eskkar no iba a perder más tiempo con aquel desgraciado, con Caldor esperando en la casa. Pero Loki se liberó de los soldados mientras intentaban levantarlo y se echó a sus pies.

—¡No, por favor, señor! ¡Te lo diré todo, todo! ¡Perdón! ¡Perdón!

Eskkar ignoró sus gritos, mientras sus hombres lo desnudaban. Otros desataron a Natram-zar y colocaron a Loki en su lugar. El siervo lanzó un grito cuando un soldado trajo más combustible y echó más carbones al fuego.

El soldado avivó las brasas hasta que las llamas volvieron a elevarse. Entonces cogió el cuenco y lo colocó bajo las piernas de Loki. Otro soldado echó más leña al fuego, mientras los guardias se colocaban a cada lado del indefenso prisionero.

Loki gritó, y luego comenzó a orinar sin control mientras su cuerpo se sacudía de un lado a otro. Las llamas sisearon con la orina, pero siguieron ardiendo. Sus ojos se abrieron aterrados y su voz se agudizó por el miedo, mientras pedía clemencia.

—Añadid más madera —ordenó Eskkar—. Que arda con más intensidad.

—Caldor me obligó, señor. —La voz de Loki sonaba frenética—. Fue Caldor. Él le pagó a Natram-zar diez piezas de oro para que la matara. Quería matarla… quería matarla.

Los soldados miraron a Eskkar.

—Esperad.

Con la voz rota, el relato de aquel canalla salió de forma casi ininterrumpida. La cantidad de oro, la plata para el caballo, los encuentros con Natram-zar en la taberna, Loki lo sabía todo. Los detalles de la historia coincidían con los del asesino. Nadie podía dudarlo ahora. Caldor era culpable, y todos los hombres del patio lo sabían. Cuando Loki terminó, cayó contra las cuerdas, mientras las lágrimas resbalaban por su rostro.

—Amordazadlo y traed a Caldor —exigió Eskkar—. Es hora de que escuchemos su historia.

Cuando Bantor arrastró a Caldor desde la casa, se escucharon los gritos de los soldados, que exigían su muerte. Aquellos gritos fueron repetidos por la gente reunida en la calle.

Arrojaron al joven ante Eskkar, de rodillas, con las manos atadas a la espalda.

—¡Silencio! —rugió Eskkar, y luego esperó a que todos callaran. Se hizo un silencio de muerte, consiguiendo que sus palabras se oyeran en todo el patio—. Caldor, hemos hablado con Natram-zar y con Loki. Nos lo han contado todo. El oro, el caballo, el plan. Ya no hay secretos. Ha llegado tu turno de hablar, u ocuparas el lugar de Loki en el árbol. Dime por qué querías matar a Trella.

Caldor miró a su padre, que permanecía de pie entre los dos soldados, más para impedir que cayera que para detenerlo.

—¡Padre, esto… todo es mentira! No he hecho nada, nada. Díselo, padre.

La voz de Caldor se alzaba aguda y chillona, como la de un niño, mientras se daba cuenta de que por primera vez en su vida ni siquiera su padre sería capaz de salvarlo.

Eskkar se volvió hacia Nicar, que permanecía de pie, lívido ante el horror que se le avecinaba. La multitud y los soldados exigirían la muerte de su hijo, y temía que él y su Casa sufrieran el mismo destino.

—Habla, hijo. —Nicar hizo un tremendo esfuerzo para balbucear aquellas palabras—. Diles la verdad y evita la tortura.

—No he hecho nada, padre, ¡debe de haber sido Loki quien lo hizo! Él quería a Trella cuando estaba en nuestra casa. ¡Loki… fue Loki!

Del amordazado Loki salían sonidos ahogados mientras escuchaba cómo su joven amo lo culpaba. Se retorció, pero las sogas y los soldados lo mantenían inmóvil.

La ira de Eskkar se desató. Agarró a Caldor por el cabello.

—¿De dónde sacó Loki diez monedas de oro, Caldor? ¿Y doce de plata para el caballo? ¿Tanto oro poseía? ¿E iba a gastarlo en ver morir a una mujer? ¿Tanto les pagas a tus sirvientes?

Un murmullo de satisfacción recorrió el patio cuando los soldados vieron con qué facilidad su capitán había descubierto las mentiras de Caldor.

—Por favor, Eskkar, perdona a mi hijo —rogó Nicar, con su hijo arrodillado en el suelo, buscando palabras para responder—. Te daremos oro… nos iremos de Orak… lo que quieras. Por favor, perdónale la vida, noble Eskkar.

El rico mercader nunca había usado aquel título honorífico antes, pero el capitán no hizo caso a sus palabras.

—¿Le perdono la vida para que vuelva a intentar matar a Trella o entregue más dinero a Sisuthros para que me traicione? —Un murmullo asombrado recorrió a los soldados y todos los ojos se posaron en su lugarteniente—. Sí, es verdad —continuó—. Caldor le dio otra bolsa de oro a Sisuthros y le prometió más si yo no regresaba. Pero Sisuthros me lo contó todo. Tendría que haber matado a Caldor entonces, pero pensé que el joven infeliz aprendería la lección y sabría comportarse.

Mientras Eskkar hablaba, Sisuthros buscó en su cinto y sacó el pequeño envoltorio que contenía el oro de Caldor. Lo abrió y lanzó las monedas, que cayeron al suelo a los pies del joven.

El terror de Caldor fue total.

—¡Padre, por favor! ¡Es sólo una esclava! ¡Dale plata, no, oro, para compensarle! —El hijo de Nicar conocía las costumbres del poblado. Si un hombre hería al esclavo de otro, o incluso si lo mataba, la multa era, habitualmente, diez piezas de plata—. ¡Podrá comprar diez mujeres mejores que ella! ¡No me puede matar por una esclava! ¡Por favor, padre! ¡Por favor…!

Su voz se fue apagando.

—¡Eres un estúpido, Caldor! —Nicar, con el rostro rojo de furia mientras se retorcía inútilmente en los brazos de los guardias, le gritaba a su hijo—. ¡No es una esclava! Eskkar la liberó antes de partir de la aldea. Corio y yo fuimos testigos en secreto. Y después los casó un sacerdote en el templo de Ishtar. ¡Es su esposa!

Todos miraron a Eskkar sorprendidos.

—Soltadlo —dijo el capitán a los soldados que sujetaban a Nicar.

Nicar se quedó de pie. Luego se acercó a su hijo y lo abofeteó con tanta fuerza que éste volvió a caer de rodillas.

—¡Desgraciado! Has intentado matar a una mujer libre, no a una esclava.

El comerciante intentó recuperar el aliento. Parecía a punto de derrumbarse.

—Nicar —dijo Eskkar mientras se acercaba a él. Los soldados esperaban la orden para matar a Caldor y a su padre—. Siempre has mostrado respeto por mí y por Trella. Te di mi palabra de que defendería Orak cuando vi lo importante que era para ti la aldea. Así que te perdonaré la vida, e incluso la de tu infeliz hijo. —Eskkar echó una mirada a sus soldados, que escuchaban sorprendidos sus palabras—. En cambio, me iré de Orak. Si las Familias quieren deshacerse de mí tan desesperadamente, les evitaré el trabajo. Tan pronto como Trella pueda cabalgar, nos marcharemos. Puedes derrotar a los bárbaros tú solo, o no. Para mí ya no tiene importancia. Si alguien quiere seguirme, será bienvenido. —Se dirigió entonces a Bantor—. Suelta al niño de Nicar —dijo sarcástico, y luego volvió a dirigirse al mercader—. Ahora vete. Llévate tu oro y pídele a los dioses que jamás vuelva a ver a tu hijo.

Bantor no se movió. Nadie se movió. Nadie dijo una palabra, y mientras pasaban los segundos. Incluso Nicar permaneció inmóvil hasta que Caldor rompió el hechizo.

—¡Sí, padre, sí! Llévame a casa. ¡Que se vaya el bárbaro! ¡Que se vaya!

Gatus golpeó su espada con la mano.

—¡Por Marduk, me voy contigo! No voy a pelear con cobardes que apuñalan a una mujer por la espalda. Pero primero me ocuparé de esta basura.

Desenvainó su espada y se acercó a Caldor.

Eskkar le detuvo.

—No, enfunda tu espada.

Bantor habló.

—Yo también me iré contigo. —Se acercó al capitán, empujando con el pie a Caldor—. Y todos los hombres que quieran combatir.

Sisuthros se unió, y su voz se alzó sobre la del resto.

—¡Nos iremos todos! No necesitamos a Orak. Podemos construir nuestro propio poblado al Oeste, con Eskkar como jefe. Mejor construir y luchar por lo que es nuestro que pelear con cobardes y asesinos.

Un grito de asentimiento se elevó por los muros del patio hacia el cielo nocturno. Las espadas brillaron a la luz de las antorchas. Los hombres aclamaban a Eskkar y Trella, y otros gritaban «muerte a Caldor».

Fuera del patio, la multitud se dejó oír. Docenas de personas habían asistido a la escena, colgados de los muros del jardín para poder enterarse de lo que sucedía. Pero otros se sumaron a ellos, repitiendo los gritos del interior, sin entender claramente qué había pasado.

Eskkar permaneció de pie. Apenas si podía creer lo que oía. Nunca había visto tanta emoción, tanta lealtad. Ningún líder, ni jefe guerrero, ni noble del poblado había sido aclamado de ese modo. En ese momento, aquellos hombres lo seguirían a cualquier parte, harían lo que les pidiera. Con casi cuatrocientos guerreros, podían ir a donde quisieran y apoderarse de lo que desearan. Comprendió de repente que aquello era el poder, el verdadero poder, no el que se compra con oro. Y también se dio cuenta de otra cosa. Ahora era el jefe de Orak. Los soldados y los pobladores le habían otorgado el poder.

Otra voz se alzó, intentando hacerse oír en el tumulto. Corio empujó al guardia que lo custodiaba y levantó los brazos pidiendo la palabra.

—¡Soldados! ¡Pobladores! ¡Escuchadme, por favor! Eskkar no debe irse. ¡No debes irte! ¡No necesitas irte! Las costumbres de Orak condenan a Caldor, no la mano de Eskkar. Su mala acción lo sentencia a morir por intentar asesinar a una mujer libre. ¿No es así, nobles? —Corio se volvió hacia los representantes de las Familias reunidas allí, con el temor palpable en sus rostros—. ¿No es así? —repitió la pregunta a voz en grito, mientras su furia y su miedo daban fuerza a las palabras—. ¡Respondedme!

Rebba dio un paso adelante, recorriendo con sus ojos el patio.

—¡Muerte a Caldor! —La frase fue repetida por Decca, y después por Néstor—. ¡Muerte a Caldor!

Sólo faltaba Nicar, que estaba mirando a su hijo, hasta que la mano de Corio se posó sobre su hombro, lo sacudió con fuerza, y le obligó a levantar la vista. Éste miró sin ánimo, como si no lo reconociera.

—Muerte a Caldor.

Las palabras de Nicar fueron casi inaudibles.

El patio estalló. Las espadas brillaron bajo las antorchas y todos gritaron «¡muerte a Caldor!» una y otra vez.

Corio levantó las manos, de nuevo, pidiendo silencio.

—Todos están de acuerdo. Que lo lleven al mercado y que lo apedreen hasta morir. Lleváoslos a todos. Que vayan por las calles y proclamen su culpa frente a todos. Que Trella sea vengada. Que las mujeres le tiren piedras.

Un grito ensordecedor surgió de la multitud.

—Esperad. Dejadme hablar. —Las palabras de Eskkar detuvieron a los soldados antes de que salieran a toda prisa—. ¿Queréis que me quede y que nos enfrentemos a los bárbaros?

Otro grito se elevó, repetido como un eco en las calles.

—¡Quédate…! ¡Quédate…! ¡Quédate…!

Los soldados enloquecieron. Su sed de sangre se había extendido a la muchedumbre. Nada podía detenerlos.

Eskkar se volvió y obligó a Caldor a levantarse. Tuvo que gritar para hacerse oír, y acercó la cara al pálido rostro del muchacho.

—Morirás lentamente, Caldor, como mereces, y cuando estés muerto, pondré tu cabeza a los pies de Trella, aquí, en este jardín. Deberías haber escuchado a tu padre.

Dos soldados del clan del Halcón agarraron a Caldor. Otros desataron a Natram-zar del árbol y arrastraron a Loki, entre gritos, hacia la puerta.

—¡Gatus! Asegúrate de que todo se haga correctamente. Y después tráeme su cabeza. Se la prometí a Trella.

—No, ¡piedad! ¡Padre, ayúdame!

Gatus empujó al joven hacia sus hombres, gesto que desató otro clamor de los soldados. Llevándolo casi a rastras, atravesaron el patio. Muchos aprovecharon la oportunidad para golpearlo en la cabeza o los hombros. Otro grito surgió de la multitud cuando salieron a la calle. La turba vociferaba pidiendo su muerte.

El patio se quedó vacío. Eskkar escuchó cómo la multitud se alejaba por las calles de Orak. Las víctimas serían exhibidas ante todos. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba solo. Nadie se había quedado a su lado. Todos querían ver morir a los hombres.

Regresó a la casa y también la encontró vacía. Incluso los sirvientes se habían sumado a la muchedumbre, ávidos de sangre y deseando ver la ejecución. Pensó en ir a ver cómo estaba Trella, pero decidió esperar un poco. Emocionalmente agotado, fue a la cocina y se sentó en un taburete. Se sentía débil. El vino y el queso seguían sobre la mesa, sin que nadie los hubiera tocado.

Vació la copa y volvió a llenarla. Se obligó a comer un pedazo del queso de cabra, pero apenas notó su sabor y tragó con dificultad.

Había actuado del mejor modo posible. Caldor moriría, aunque no tan lenta y dolorosamente como hubiera querido. Posiblemente habría alguna posibilidad de hacer las paces con Nicar.

Había aprendido una dura lección que nunca olvidaría. De ahora en adelante, cualquiera que conspirara contra él, moriría de inmediato. Nunca daría a otro hombre semejante oportunidad. Cuando regresó a Orak, fue un estúpido al pensar que ya no corría riesgos, con los bárbaros a pocas semanas de distancia. Pero Caldor atacó a Trella.

Pensó en la muchacha. Ahora todos sabían que era libre, y que la había hecho su esposa. A pesar de sus objeciones, había insistido en liberarla y en casarse con ella antes de partir. Ya no sería una esclava. Y eso le hacía feliz.