Capítulo 20

Dos noches más tarde, tres horas después del ocaso, Eskkar condujo a cien hombres a través de la puerta del río.

Tardaron casi la mitad de la noche en trasladarse, junto al armamento, a la otra orilla. Al amanecer, los soldados ya se encontraban tierra adentro, fuera del alcance de cualquier observador.

Marchaban lentamente. Cada hombre cargaba unos treinta kilos de equipamiento: un escudo de madera, un arco, dos carcajs con flechas, además de una espada, comida y agua. Gatus le dijo a Eskkar que los hombres, a un paso constante, no podrían cargar más de veinticinco kilos. El primer día de marcha sería el más duro. El peso se iría reduciendo con el paso de los días.

Eskkar caminó junto a los soldados. Habían traído sólo cuatro caballos para los rastreadores, además de dos burros para cargar agua y comida. No esperaban estar ausentes más de una semana; si fuera así, tendrían que aprovisionarse con lo que encontraran. En aquella orilla del Tigris no se había destruido nada, y los rebaños de cabras y ovejas pastaban en las colinas.

Gatus había insistido en ir. Había entrenado a los soldados para que pelearan en grupo y quería ver el resultado de sus esfuerzos. Sisuthros se había quedado para supervisar la defensa de Orak. La noche siguiente, Jalen cruzaría con Mesilim y los Ur-Nammu, y luego se encontrarían con los soldados de Eskkar en el lugar convenido.

Durante la marcha pensó en las conversaciones mantenidas con Mesilim y Subutai. Al día siguiente de su llegada, el capitán y sus lugartenientes habían llevado a Mesilim y a su hijo a recorrer la muralla. Eskkar les explicó su plan de combate, poniendo a Mesilim en el papel del jefe guerrero de Alur Meriki. Cabalgaron de un lado a otro, examinando la construcción desde todos los ángulos y buscando puntos débiles.

Después condujo al jefe bárbaro al interior del poblado y le mostró los grandes arsenales de armas y los preparativos para la defensa. El jefe de Ur-Nammu, sorprendido, pudo comprobar con sus propios ojos la enorme cantidad de flechas y piedras. Cuando terminaron, no encontró fallos en el plan de Eskkar.

—Pero no debes dejarles que crucen la muralla. Una vez dentro, aplastarían a tus hombres.

Eskkar y Gatus se miraron con satisfacción. Era el mismo mensaje que habían transmitido a sus soldados desde el primer día. Los bárbaros debían ser detenidos antes de atravesar la muralla.

El tiempo se acababa tanto para Eskkar como para Alur Meriki. La gran batalla tendría lugar muy pronto, y necesitaban proteger la retaguardia destruyendo a los bárbaros que entrarían desde el Oeste. Los hombres, el ganado y los suministros enviados al otro lado del río no debían perderse, u Orak pasaría hambre aunque expulsaran a los atacantes.

Eskkar quería llevar más hombres consigo, confiando en volver antes de la llegada de los Alur Meriki. Pero las miradas de pánico de las Familias lo convencieron de no dejar la aldea sin demasiados soldados a aquellas alturas de los acontecimientos.

Mesilim y sus hombres saldrían a la noche siguiente, así podrían tener un poco más de tiempo para descansar. Durante los cuatro días transcurridos desde que habían llegado a Orak habían contado con abundante comida y habían recuperado buena parte de sus fuerzas. Con caballos frescos, alcanzarían rápidamente a Eskkar y a su lenta caravana de soldados.

Contando a Mesilim, quedaban treinta y siete guerreros y dos muchachos. Uno de los guerreros estaba muy débil y lo habían dejado atrás con la orden de cuidar de las mujeres y niños que permanecerían en Orak.

Eskkar apresuró el paso tanto como pudo durante dos días, caminando junto a los hombres y cargando su propio equipo. Podría haber cabalgado, pero los caballos prestarían un mejor servicio si los usaban los rastreadores, y prefería permanecer cerca de sus soldados.

Estaban terminando de acampar al final del segundo día cuando Mesilim y sus hombres llegaron al campamento. Eskkar los miró a medida que se aproximaban. Los cuatro días de descanso se reflejaban en sus rostros. Ropas nuevas reemplazaban a los viejos atuendos. Muchas de sus armas eran regalos de Orak.

Cada lanza tenía atada una cinta amarilla, otro regalo de Trella, y de cada arco colgaba una cinta similar. Todos los guerreros llevaban en su cintura un cinto amarillo. Los colores eran algo más que un elemento decorativo. En una batalla cuerpo a cuerpo, servían para distinguir a los amigos de los enemigos, algo muy necesario para los soldados de Orak.

Los caballos de los Ur-Nammu también parecían fuertes, y los que no se habían recuperado completamente habían sido reemplazados por los últimos animales que quedaban en el poblado. Los guerreros de Mesilim se mostraban confiados y vigorosos, todo lo contrario de lo que parecían pocos días antes.

El jefe bárbaro desmontó y saludó al capitán, mientras Subutai conducía a los jinetes al campamento, a poca distancia del de Eskkar. Sus hombres tenían poca experiencia con los bárbaros y querían evitar cualquier discusión o pelea con los Ur-Nammu por cualquier insulto no intencionado. Era mejor mantenerlos separados hasta la batalla, cuando nadie despreciaría a un aliado. Ninguno de los jefes quería tener un incidente.

—Tus hombres parecen en buena forma, Mesilim —dijo Eskkar mientras le tendía la mano en señal de amistad. Durante la guerra, las formalidades desaparecerían—. ¿Algún problema para seguirnos el rastro?

—No. Hace horas que os habríamos alcanzado, pero hemos dejado descansar a los caballos con frecuencia.

Después de haber comido, los dos jefes se quedaron cerca del fuego y discutieron los planes para los próximos días. El lugar de la emboscada era de suma importancia, y llegarían allí al día siguiente. Cuando Mesilim se fue, Eskkar extendió su manta en el duro suelo y se quedó dormido de inmediato.

Por la mañana el capitán montó a caballo por primera vez. Con Jalen y Gatus, se sumó a Mesilim y Subutai, cabalgando por delante de los hombres hasta que llegaron al lugar escogido para la emboscada, a unos pocos kilómetros del río y en el interior de una zona de colinas. Grandes extensiones de hierba verde claro salpicaban el terreno, pero muy pronto las colinas se volverían de color pardo bajo el implacable sol.

El pequeño valle elegido para la celada se extendía aproximadamente en dirección norte-sur y estaba rodeado de colinas escarpadas. En la entrada sur algunos granjeros habían construido unas chozas de barro, un corral para algunas ovejas, cabras y gallinas e intentaban cultivar la tierra. Pero según los informes de Jalen, eran menos de una docena de hombres, pocos para semejante tarea, y ninguno de ellos estaba habituado a manejar una espada. Habrían sido víctimas fáciles de la primera banda de forajidos que se cruzara en su camino.

La bienvenida a Eskkar y a sus hombres no fue precisamente cordial. Reaccionaron con resentimiento al ver que se les quitaba su tierra, aunque fuera por poco tiempo. Se tranquilizaron cuando les dijeron que un gran grupo de bárbaros se aproximaba en aquella dirección y que, sin duda, les cortarían el cuello.

Entre los campesinos había varias mujeres. Eskkar no quiso que permanecieran junto a sus hombres. Podían ser motivo de violaciones y de peleas. Les dio a los campesinos una docena de monedas de plata para compensarles por la pérdida de sus casas y corrales y les ordenó que se marcharan de inmediato hacia el Sur. Cuando se quejaron de nuevo, se ofreció a quitarles las monedas y convertirlos en esclavos, si así lo preferían. Eso logró que se pusieran en movimiento, cargaron sus posesiones en tres carros y se llevaron sus rebaños.

El estrecho valle se extendía en línea recta, elevándose ligeramente hacia el Norte. En el extremo sur, donde los campesinos habían levantado sus casas, la entrada tenía unos noventa pasos de ancho. A partir de ahí, el valle se ensanchaba rápidamente hasta alcanzar casi el doble. El otro extremo estaba a más de un kilómetro y la salida tenía una anchura de doscientos veinte pasos. Sin embargo, un poco más adelante las paredes rocosas se estrechaban hasta reducirse a unos ciento veinte pasos.

Eskkar examinó las paredes. Al ser escarpadas, ofrecían pocos lugares por los que un jinete pudiera, con cuidado, llegar a la cima. En el valle el terreno era plano y despejado, sin lugar para ocultarse o defenderse. Pero ni Eskkar ni Mesilim parecían completamente satisfechos con la elección.

Jalen se fijó en sus rostros preocupados.

—Capitán, éste es el mejor sitio que pude encontrar. Tú querías que estuviera cerca del río para que pudiéramos cerrarles el paso. Y está muy próximo a la línea de marcha hacia Orak.

—Estoy seguro de que es el mejor que has podido encontrar —dijo Eskkar—. Pero va a ser difícil tender aquí una emboscada. Tendremos que dividir a los hombres y eso significa que los Alur Meriki serán más que cualquiera de los dos grupos. Y la extensión del cañón implica recorrer un largo trecho para que los hombres se acerquen.

—Aquí el desfiladero se ensancha —añadió Mesilim—. Nuestras tropas serán escasas y nuestro enemigo podrá concentrar sus fuerzas en cualquier punto. —Se dirigió a Eskkar—. Recuerda que dijiste que teníamos que matarlos a todos, no sólo derrotarlos. Si ven el tamaño de nuestro grupo, se darán la vuelta e irán al Sur por otro camino.

Jalen se mostró dudoso.

—¿Sin presentar batalla?

—No van a luchar a menos que tengan posibilidades de ganar. No ven deshonor alguno en salir al galope o en disparar flechas desde lejos durante horas o incluso días. —Eskkar sacudió la cabeza—. Primero tendremos que pensar en algo para atraerlos, y luego para evitar que escapen.

El grupo avanzó lentamente hacia el Norte y examinó el terreno. La entrada era tan ancha como temía Eskkar, aunque las paredes se estrechaban antes de la misma. Pero no tenían alternativa. Aquel lugar tendría que ser suficiente. Los Alur Meriki llegarían pronto y no tenía tiempo para buscar un sitio mejor.

Eskkar, Gatus, Jalen, Mesilim y Subutai volvieron al centro del valle, cerca del lado este, desmontaron y se sentaron en círculo. Durante dos horas los cinco examinaron las alternativas, teniendo en cuenta la capacidad de los arqueros, los guerreros Ur-Nammu, el terreno y la posible estrategia del enemigo. Una vez decidido el plan de ataque, pasaron todavía más tiempo intentando mejorarlo, hasta que cada uno supo dónde y cómo habría de luchar.

Cuando los jefes terminaron, nadie quedó completamente satisfecho, pero habían elegido las opciones más favorables. Eskkar y sus hombres volvieron hacia la entrada sur, donde los soldados esperaban, con gran tensión, para conocer su futuro.

El capitán los miró y se dirigió a ellos en voz alta.

—Vosotros queréis pelear, ¿no es cierto? Bueno, vais a tener una batalla para recordar. Os lo prometo. Será distinta a las demás. Obedeceréis las órdenes o acabaréis por desear no haber nacido. Y trabajaréis como esclavos si queréis seguir vivos. ¡Recordadlo! ¡Si queréis seguir vivos!

Tras estas palabras, en el campamento comenzó una febril actividad. Subutai recogió todo lo que necesitaba y se llevó consigo a quince de los mejores caballos y guerreros. Tenía el trabajo más arriesgado, hacer de cebo para la trampa. Cabalgaron hacia el Sur, por donde habían venido, planeando dar una vuelta completa al valle, para no dejar ningún rastro. Finalmente se dirigirían hacia el Norte en busca de los Alur Meriki, se dejarían ver y tratarían de que el enemigo los persiguiera hacia el valle.

Gatus formó un grupo de trabajo de treinta hombres, con algunas de las herramientas para cavar de las granjas. Caminaron a lo largo de la escarpada ladera este para evitar dejar huellas en el centro de la hondonada. Entretanto, Mesilim apostó a sus hombres como vigías en las alturas, para asegurarse de que nadie los sorprendiera. Otro grupo se dirigió con los burros a la entrada sur con el fin de reunir tanta leña como pudieran encontrar.

Durante el resto de ese día y el siguiente, los hombres de Eskkar trabajaron y practicaron sus movimientos con los arcos y las señales. Los más experimentados marcaron las distancias a lo largo del valle, para que los arqueros las tuvieran siempre presentes. Las paredes escarpadas harían de parapeto contra el viento. Al final, los preparativos quedaron ultimados.

Ahora todo dependía de Subutai. No sólo debía encontrar a los Alur Meriki, sino que tendría que conseguir que los siguieran hacia aquel lugar, lo suficientemente cerca para que el plan funcionase, pero no tanto como para que pudieran descubrir la trampa.

Había tantas cosas que podían salir mal que Eskkar intentaba no pensar en ellas. En cambio, se quejaba de todo lo que hacían sus hombres, maldiciéndolos a la vez que los apremiaba a esforzarse aún más. Cubiertos de sudor, todos miraban al horizonte y a las colinas, siempre con las armas cerca. Cuando terminaron, se tomaron un pequeño descanso y prepararon sus armas.

Comenzó la espera. Mesilim también parecía tenso, y les gritaba a sus hombres a la mínima infracción. El jefe de Ur-Nammu estaba preocupado por su hijo. Jalen caminaba de un lado a otro, seguro de que le echarían la culpa por la elección del valle si las cosas no salían bien. Sólo Gatus parecía que estaba al margen de todo, asegurándose con tranquilidad de que los hombres tuvieran claras sus obligaciones, sus armas preparadas y de que se entrenaran en cualquier momento libre.

A media mañana del día siguiente, uno de los centinelas apostados hacia el Norte dio un grito. A los pocos momentos apareció en el valle un jinete al galope en una montura agotada. Todos lo siguieron con la mirada. El sudor cubría los flancos del caballo. Atravesó el valle hasta llegar a las chozas del extremo sur donde esperaban Eskkar y Mesilim. Era Fashod, a quien Subutai había enviado con noticias.

Tras desmontar, Fashod le habló a tal velocidad a Mesilim que Eskkar tuvo problemas para entenderlo. Finalmente, el jefe bárbaro se dirigió al resto de los hombres.

—Subutai encontró un pequeño grupo de exploradores de Alur Meriki ayer por la tarde y les tendió una emboscada, dejando que algunos se escaparan. Después se encaminó hacia el Oeste, fingiendo ocultar el rastro, antes de cambiar de rumbo hacia el Sur. El grupo principal de los Alur Meriki le viene siguiendo y él está cabalgando lentamente, como si sus caballos estuvieran cansados. Fashod cree que hay unos setenta hombres en el grupo de exploradores. Llegarán en una hora con los Alur Meriki detrás de ellos, si todo sale bien.

Eskkar sintió que el sudor comenzaba a humedecerle las manos, pero no se las secó contra su túnica. Sería un gesto que todos los hombres verían y entenderían. Cualquier cosa podía salir mal. Los bárbaros podían alcanzar a Subutai antes de lo previsto; podían detenerse por cualquier motivo; o simplemente dar la vuelta y emprender el camino hacia el río. Pero aquél no era el momento de mostrar miedo ni dudas.

—Entonces ha llegado la hora. Gatus, hazte cargo. —Eskkar miró a Mesilim—. Que los dioses nos sonrían en este día.

—Estaré a tu lado cuando comience la batalla —respondió Mesilim. Se volvió entonces a Fashod—. Quédate con Gatus y asegúrate de que cuando Subutai llegue, sepa dónde estamos y qué es lo que haremos.

Después Mesilim fue a encontrarse con sus guerreros y de inmediato el resto de los Ur-Nammu cabalgaron hacia el Sur, fuera del valle, dejando sólo a Fashod con Gatus y cincuenta soldados en aquella entrada. El jefe bárbaro debía cabalgar una hora a través de las colinas para dar la vuelta al valle y aparecer por el Norte.

Eskkar buscó a Jalen.

—Que los hombres empiecen a moverse, y por los dioses, que no se dejen nada ni olviden sus órdenes.

Eskkar, Jalen y cincuenta arqueros se movieron hacia el Norte en fila india, pegados al lado este del valle y pisando con cuidado para no dejar ninguna huella. En los últimos dos días, todos habían evitado pisar la hierba en el centro. Cuando los Alur Meriki entraran cabalgando, no debían ver rastro alguno de sus hombres.

Cerca del extremo norte del valle, en donde las paredes se hacían más estrechas, Eskkar y sus soldados hicieron una pausa para poder dejar sus armas en el hoyo que habían excavado y disimulado con habilidad.

Después continuaron avanzando, dejando la entrada norte y dirigiéndose hacia el Noreste. Los dos últimos hombres usaron ramas y arbustos para eliminar cualquier rastro de su paso. A trescientos pasos de la entrada del valle, Eskkar, Jalen y los cincuenta hombres esperaban hombro con hombro sentados en el suelo, apiñados en una pequeña hondonada.

Uno de los hombres, que tenía buena vista y sabía contar, fue designado como vigía y se agazapó en unas rocas a unos pasos de donde estaban ocultos. El capitán se había puesto en cuclillas junto a sus hombres. El olor de la batalla, esa mezcla familiar de sudor, orina y heces, pronto llenó el estrecho lugar, en donde cincuenta hombres desarmados esperaban en un espacio más reducido que su propia estancia de trabajo.

Sin armas, excepto unos cuchillos, un niño con una espada podría matarlos a todos. Eskkar sabía que ésta era la parte más peligrosa de la trampa. Había decidido quedarse con los hombres más expuestos al peligro, para mantenerlos tranquilos al compartir el riesgo con ellos.

—¡Llegan jinetes! —anunció en voz baja el centinela.

Eskkar se imaginó a los hombres de Subutai entrando en el valle por el Norte. Se habían acercado con lentitud, permitiendo que los Alur Meriki se aproximaran a ellos. Se esforzaba por oírlos pero las colinas se interponían entre ellos, y tampoco podía sentir ninguna vibración en el suelo.

Los hombres estaban nerviosos, respiraban agitadamente, esperando liberar la energía contenida. El capitán resistió la tentación de acercarse al centinela, pero no había mucho espacio para ambos donde esconderse y un hombre podía ver tanto como diez. La espera les jugaba malas pasadas. En un momento Eskkar no oía nada y al instante le parecía escuchar el rugido de las llamas y los gritos de guerra de Subutai.

—Los bárbaros están a la vista. Se están acercando… ¡se han detenido! ¡Guardad silencio! —siseó el centinela.

El hombre se agachó contra el suelo. Los hombres dejaron de moverse. Nadie habló ni hizo ruido alguno, y cada uno miraba a su vecino atentamente para evitar que una tos o un estornudo lo estropearan todo.

Los jinetes bárbaros pasarían a poco menos de trescientos pasos del escondite de Eskkar. ¿Se darían cuenta los Alur Meriki de que se adentraban en una trampa? ¿Verían a los hombres en su escondrijo? ¿Avistarían al centinela? Quizá los caballos pudieran olerlos. Trató de ponerse en el lugar del jefe enemigo.

Los Alur Meriki verían entrar a los Ur-Nammu en el angosto valle, con un pequeño asentamiento al final, que ya estaría en llamas. El jefe bárbaro escucharía los gritos de los hombres, gritos de guerra, y pensaría que los Ur-Nammu estaban demasiado ocupados saqueando y matando para darse cuenta de que los perseguidores les habían dado alcance.

Morded el anzuelo, rogaba Eskkar. Podéis atrapar a vuestro enemigo y el botín. Entrad al galope y cogedlo. Escuchó los cascos de los caballos. El grupo de los Alur Meriki, más numeroso, hacía más estruendo que el de Subutai. Cuando los sonidos comenzaron a amortiguarse, supo que su enemigo había entrado en el valle. Vio la excitación en los ojos de Jalen.

El eco del último casco había desaparecido. Permanecieron inmóviles hasta que el sonido de unos pasos le anunció que el centinela estaba a la entrada.

—¡Han entrado en el valle, capitán, tal como dijiste!

La sonrisa del hombre era tan grande que parecía partirle la cara en dos.

—¿Todos? —preguntó Eskkar—. ¿Cuántos eran?

—He contado setenta y tres —susurró el hombre—, ¡y entraron todos!

El capitán se levantó.

—¡Vamos! En silencio, ¡y corred más rápido que nunca! —dijo, y salió disparado hacia la entrada del valle; el centinela pasó a su lado como un relámpago, marcando el rumbo. Eskkar alcanzó la entrada del desfiladero justo a tiempo para ver a los Alur Meriki, casi en el centro del valle, embestir contra lo que suponían que era un grupo de Ur-Nammu desprevenidos.

A lo lejos, las llamas y el humo negro se elevaban hacia el cielo mientras las chozas y los establos ardían, avivados por los montones de leña y hierba seca colocados en su interior. En un instante, Gatus y sus hombres saldrían de sus escondites y lanzarían la primera andanada de flechas, aunque esperarían hasta el último momento para darle a Eskkar tanto tiempo como fuera posible.

Éste corría tan rápido como le permitían las piernas. Tenían que recorrer medio kilómetro para llegar al lugar donde habían dejado las armas y pertrecharse, y debían hacerlo antes de que los Alur Meriki los descubrieran. Mientras practicaban, los mejores corredores habían cubierto la distancia en el tiempo que le llevaba a un hombre contar hasta setenta y ocho.

Pero ahora corrían por sus vidas y sus armas, y sus hombres seguían adelantándole. Jalen ya le había pasado; al ser el más joven y ágil, había superado con facilidad a su jefe. Eskkar se maldijo por ser tan viejo y lento. Para su grupo había elegido a los hombres más veloces. Tenían que alcanzar las armas, equiparse y formar una línea de batalla en el paso más estrecho del valle, antes de que los bárbaros se percataran del truco y escaparan por donde habían llegado.

Si el plan funcionaba, la trampa ocuparía un área considerablemente menor que el largo del valle, tal vez lo suficientemente pequeña para permitir que los hombres de Eskkar se dieran apoyo mutuo cuando los bárbaros lanzaran toda su fuerza contra uno u otro contingente en su esfuerzo por huir.

El capitán llegó por fin a las armas y encontró su espada desenvainada, y apoyada contra una roca. Aunque había sido el primero en salir, todos sus hombres le habían adelantado. Ya se había comenzado a establecer la formación, mientras los hombres iban colocándose el equipo y se extendían a lo ancho del valle. Había prometido una moneda de oro al primero que llegara a su puesto. Ahora se movían con más lentitud. Cada uno tenía que cargar con una espada, arco y carcaj, el escudo de madera y un arnés para sujetarlo.

Aferró su espada, sin molestarse en ponerse el cinto, y corrió hacia el centro del valle. Vio al primer soldado alcanzar el punto medio, plantar su escudo y preparar una flecha. La trampa estaba casi lista.

Momentos después se colocó en el centro, al mismo tiempo que Mesilim y su grupo comenzaban a llegar para completar la línea de combate. Los Ur-Nammu se formaron en dos filas. Los jinetes, a pocos pasos unos de otros, con los arcos en mano y las lanzas sobre la espalda, tenían una expresión decidida, dispuestos a hacer pagar a su odiado enemigo las matanzas que habían sufrido.

Los cincuenta hombres de Eskkar tapaban dos tercios del paso. Mesilim y sus veintidós guerreros, el resto.

Tras coger aire, el capitán se detuvo unos pasos detrás del caballo de Mesilim, mientras éste ocupaba su lugar. Echó un primer vistazo a todo el valle.

Los Alur Meriki miraban a su alrededor, intentando comprender qué estaba sucediendo. Un poco antes se encontraban cargando contra un grupo de jinetes Ur-Nammu que habían desmontado. Pero ahora una hilera de hombres había surgido, como por arte de magia, de la tierra y lanzaban una lluvia de flechas contra ellos. Al mismo tiempo, los guerreros Ur-Nammu que estaban dedicados al saqueo subieron a sus cabalgaduras y comenzaron a disparar sus flechas.

Los Alur Meriki, sorprendidos, habían espoleado a sus caballos, tratando de salir del alcance de las saetas. Eskkar supo entonces que habían perdido la mejor oportunidad para huir. Si hubieran continuado con su ataque, habrían sufrido grandes pérdidas pero al menos algunos habrían cruzado la línea de los hombres de Gatus y Subutai.

Observó al jefe enemigo, rodeado por sus soldados mientras intentaba comprender por qué aquellos hombres no los atacaban, por qué se quedaban de pie gritando e insultándolos y blandiendo sus arcos, mientras los Ur-Nammu galopaban de un lado para otro. Eskkar contó trece caballos sin jinete entre los enemigos, a causa del primer ataque con flechas de los hombres de Gatus.

Esas flechas habían caído sobre los bárbaros hasta que éstos se detuvieron y dieron media vuelta. Entonces los arqueros cesaron bruscamente. Los guerreros de Subutai permanecieron detrás de los soldados de Gatus que, protegidos desde los pies hasta la mitad del pecho por pesados escudos, esperaban el próximo ataque.

Mientras Eskkar observaba la batalla, un guerrero Alur Meriki, gritando y sacudiendo su arco, se acercó a su jefe y le señaló hacia el Norte. El jefe miró hacia el camino por donde habían llegado y vio una línea de hombres ocupando el paso más estrecho de la quebrada, con guerreros Ur-Nammu a su lado.

Los Alur Meriki acababan de darse cuenta de que habían caído en una trampa.

Eskkar echó una mirada a sus soldados y vio que estaban preparados. Cada hombre estaba colocado a dos pasos de su compañero, protegido parcialmente por el escudo de las flechas de los Alur Meriki. Todos llevaban un carcaj atado a la cintura y otro apoyado contra el escudo, con las flechas al alcance de la mano. Sus espadas estaban clavadas en la tierra, listas para ser utilizadas si los bárbaros sobrevivían a las flechas.

Jalen estaba a cargo de los hombres más próximos a las paredes rocosas, de pie, espada en mano, mientras que Hamati, uno de los subalternos de Gatus, tomaba posiciones en medio de los arqueros para dirigir su ofensiva.

Todos se encontraban en sus puestos. Todo había salido como lo habían planeado. Ahora Eskkar y sus hombres aguardaban. Sólo faltaba una pieza para que la trampa estuviera completa.

Hamati, masticando con parsimonia una brizna de hierba y con una sonrisa en los labios, se acercó al capitán. Habían guardado tres odres de agua en el escondite y les habían entregado el último a los soldados. Todos podrían beber antes de la batalla.

—Bien, capitán, ya tienen agua. Ahora van a poder mear todo lo que quieran. —Miró hacia el valle—. Creo que no se han dado cuenta de que todavía están al alcance de las flechas de los hombres de Gatus.

—Es verdad, están confundidos —agregó Eskkar—. No están acostumbrados a combatir de esta manera, pero pronto idearán una nueva estrategia. ¿Están listos los hombres?

Aquélla era una pregunta estúpida. Lamentó haberla hecho.

Hamati, ya veterano, había escuchado cientos de veces preguntas semejantes a jefes experimentados.

—Están listos. Y les he dicho que apunten a los caballos. —Sonrió ante la preocupación de su capitán—. Confían en la victoria, sabedores de que Gatus los ha detenido. No te preocupes, nosotros también haremos lo mismo.

Hubo un movimiento entre las filas de los Alur Meriki y los jinetes comenzaron a dirigirse hacia Eskkar, en una línea irregular. Su jefe había decidido no volver a arriesgarse e intentaría escapar por donde había venido.

Gatus observó el desplazamiento y comprendió lo que significaba. Eskkar no pudo oír la orden, pero de repente una lluvia de flechas cayó sobre los bárbaros, que estaban al alcance de los arcos más grandes de los soldados. Mitrac podía hacer blanco con facilidad. Había preferido dejar al joven con Gatus, pensando que estaría más seguro.

Una lluvia mortal volvió a caer sobre los Alur Meriki, hiriendo a hombres y animales, confundiéndolos. Uno de los caballos enloqueció de dolor, pateando y mordiendo hasta que alguien lo mató.

Los bárbaros trataron de ponerse fuera del alcance de las flechas, pero Gatus reaccionó de inmediato e hizo avanzar a sus hombres cincuenta pasos antes de detenerlos para formar una fila con sus escudos. Los guerreros Ur-Nammu los acompañaban por detrás en sus caballos.

—Es hora de ponerse a trabajar, Hamati —dijo Eskkar, con rostro serio—. Ya se han dado cuenta. —Regresó junto a Mesilim—. ¿Qué harán ahora? ¿Irán hacia tu lado o hacia el mío?

—Al tuyo —respondió Mesilim sin apartar la mirada del enemigo, erguido sobre su montura, intentando ver lo más posible—. Van a intentar cruzar entre tus hombres y alejarse de los nuestros todo lo que puedan. Ahora sólo quieren huir, y no creen que tus arqueros puedan detenerlos. Si tus hombres los frenan, entonces los destruiremos.

Había algo en la voz de Mesilim que le dio escalofríos a Eskkar. Había escuchado aquel tono alguna vez. Era la furia de la batalla que enloquecía a los hombres de odio hacia sus enemigos. Pero no tenía tiempo para pararse a pensar sobre ello. Los Alur Meriki comenzaron a avanzar al galope hacia el este del valle, afanándose por la ligera pendiente.

—Arriba los arcos, distancia máxima —gritó Hamati, empleando las mismas palabras que había dicho en miles de entrenamientos, mientras calibraba la longitud para la primera andanada—. Apuntad a los caballos. Si alguien intenta pasar, usad las espadas contra las patas de los caballos.

Tensaron los arcos, con las flechas en ángulo apuntando hacia los blancos lejanos.

—¡Preparados! —La voz de Hamati recorrió toda la fila—. ¡Disparad a discreción!

Cincuenta flechas salieron silbando al mismo tiempo. Una segunda andanada fue lanzada tres segundos más tarde, y luego otra, haciéndose más irregulares a medida que los arqueros más rápidos se adelantaban a los otros.

Hombres y caballos empezaron a caer, aunque no tantos como hubieran deseado, y los bárbaros seguían avanzando. Eskkar vio que los soldados disparaban tan rápido como podían. Los gritos de guerra de los Alur Meriki, mezclados con el estruendo de los cascos de los caballos, hacían temblar la tierra.

Los bárbaros debían recorrer más de medio kilómetro hasta donde estaban los hombres de Eskkar, y seguirían estando al alcance de las flechas al menos hasta la mitad del trayecto. El capitán contó las andanadas. Una… dos… tres. Cada una equivalía a cincuenta flechas, todas dirigidas contra sesenta guerreros. Cuatro… cinco… seis.

Las flechas volaban en ambas direcciones. Uno de los arqueros cayó, luego otro, Eskkar oyó un zumbido muy cerca de su oreja. Siete… ocho… nueve. Pero las flechas de sus soldados continuaban siendo certeras a medida que se acortaba la distancia. Diez… once. Caballos y jinetes eran derribados, retrasando a los que venían detrás. Los arqueros de Orak estaban utilizando la táctica de rápidas descargas contra la gente de las estepas, con una eficacia y puntería incluso mayores.

Escuchó a Mesilim dar una orden y vio que el primer grupo de jinetes Ur-Nammu comenzaba a moverse. Doce…

Con un grito, Mesilim condujo a sus diez hombres a un asalto formando una línea curva hacia la izquierda para intentar atacar a los Alur Meriki desde uno de los laterales, justo antes de que llegaran a donde estaban los arqueros. Sus aliados dispararon sus flechas mientras cabalgaban. Al mismo tiempo, la segunda línea de jinetes Ur-Nammu colocó en formación a sus caballos detrás de los hombres de Eskkar, por si alguno de los Alur Meriki conseguía escapar.

Cuando el jefe de los Alur Meriki vio a los Ur-Nammu situarse tras los arqueros, supo que no podrían romper la línea. Trece… catorce. A menos de setenta pasos de los soldados, los guerreros bárbaros comenzaron a frenar sus monturas, incapaces de continuar bajo la persistente lluvia de flechas.

Eskkar oyó gritar al jefe, intentando que sus hombres torcieran hacia la izquierda para cruzar por el sitio donde habían estado los Ur-Nammu. Pero se encontró con Mesilim y sus diez jinetes haciéndoles frente.

Se suponía que los restantes Ur-Nammu esperarían detrás de las líneas para detener a quien intentara escapar. Pero al ver a sus compañeros en acción ante ellos, ignoraron las órdenes y se abrieron paso entre los arqueros, derribando a algunos soldados, impacientes por alcanzar al enemigo.

Esto obligó a los arqueros de Orak a detenerse, al haberse mezclado los aliados con los enemigos.

Los hombres y caballos de Mesilim estaban descansados y listos. La primera lluvia de flechas derribó a algunos de sus enemigos. Prepararon las lanzas y espadas. Eskkar vio a Mesilim derribar un caballo con su primera flecha y luego a un guerrero con la segunda, antes de bloquear con su montura al jefe de los Alur Meriki. Mesilim dejó caer su arco y aferró su lanza y luego desapareció entre la confusión y la polvareda que levantaban caballos y jinetes.

Maldiciendo a todos los dioses que recordaba, Eskkar se lanzó a la carrera, decidido a detener a todos los que intentaran escapar por la brecha que se había abierto a su izquierda. Tres Alur Meriki trataban de huir, pero Hamati, percatándose del peligro, sacó a algunos hombres de la formación y los envió hacia ellos.

Una lluvia de flechas cayó sobre los tres guerreros, derribándoles.

Los supervivientes intentaron huir desesperadamente, dando media vuelta hacia el centro del valle. Eskkar volvió a ver a Mesilim. El jefe Ur-Nammu estaba aferrado al cuello de su caballo, incapaz de reorganizar a sus hombres. La sangre resbalaba por el jinete y su montura. El capitán llegó justo a tiempo para impedir que Mesilim se cayera.

Tendió al herido en el suelo. Su montura, con paso tambaleante, tenía un tajo en el cuello y le miraba con ojos desorbitados. Había muchos caballos sin jinete y algunos hombres de Orak intentaron capturarlos.

Los Ur-Nammu desmontaron rápidamente y rodearon a su jefe, apartando a Eskkar, pero enseguida volvieron a montar. Uno de ellos se dirigió a él.

—Mesilim está agonizando. Pero nos ordenó obedecerte hasta que Subutai decida.

—Revisad todos los animales. Nadie debe escapar colgado de la panza de un caballo. Envía cinco hombres a vigilar la entrada norte y diles que permanezcan allí sin abandonar su puesto bajo ningún concepto. Asegúrate de que todos los Alur Meriki estén muertos. Atraviesa a cada uno de ellos con una lanza.

Dirigió su mirada hacia el centro del valle y pudo ver cómo los bárbaros, en retirada, recibían una nueva sorpresa. Gatus había adelantado a sus hombres al inicio de la batalla y ahora sus soldados estaban doscientos pasos más cerca. Cuando Hamati, a su vez, ordenó a sus hombres que avanzaran cincuenta pasos, los bárbaros se encontraron bajo una lluvia de flechas en dos direcciones.

No podían aproximarse más. De hacerlo, estarían en la zona más amplia y la formación se abriría demasiado. Sin embargo, comenzaron a volar flechas desde los dos lados del valle, elevándose hacia lo alto antes de caer sobre el enemigo.

Eskkar alcanzó a ver al jefe de los Alur Meriki. Había sobrevivido al ataque de Mesilim, pero parecía herido. Hizo un cálculo rápido: quedaban vivos sólo veinte bárbaros. Gatus volvió a avanzar otros cincuenta pasos antes de formar una nueva línea.

Los caballos y jinetes Alur Meriki continuaban siendo abatidos, heridos de muerte por aquellas flechas con punta de bronce lanzadas desde una gran distancia. Su jefe no tenía suficientes hombres para romper la formación por ninguno de sus lados. Dio una nueva orden y sus hombres salieron en dirección a la ladera occidental.

Comenzaron a trepar por la escarpada pendiente, a pie, arrastrando a sus monturas cuesta arriba. En aquel momento, los Ur-Nammu atacaron por ambos lados, esquivando las flechas de los soldados que volaban sobre sus cabezas y hacían blanco en los fugitivos.

El capitán vio cómo los caballos resbalaban y caían, relinchando de dolor, pero, a pesar de las bajas causadas por las flechas, los Alur Meriki continuaron ascendiendo, luchando contra la pendiente rocosa mientras intentaban escapar. Sin embargo, cuando el primer hombre llegó a la cima, cuatro Ur-Nammu alcanzaron el borde del precipicio y comenzaron a lanzar sus flechas hacia los que intentaban subir.

Aquéllos eran los hombres de Subutai, junto a dos muchachos que habían cabalgado con ellos. Había enviado a tres hombres y a un muchacho al lado oeste, y a dos hombres y otro muchacho al este, para evitar que alguno de los Alur Meriki tratara de huir. Les había llevado todo ese tiempo llegar a su puesto, pero lo habían hecho en el instante preciso para tomar parte en la matanza.

Los pocos Alur Meriki que sobrevivían estaban indefensos. Si soltaban a sus caballos, éstos se escaparían. No podían disparar flechas con una sola mano. En poco tiempo, todos estarían muertos o agonizando, tanto por las heridas de flecha disparadas a corta distancia desde la cima del acantilado, como por la oleada de flechas de Subutai y sus hombres al pie de la ladera. Los Ur-Nammu se habían congregado en la colina para terminar la carnicería. Algunos de ellos se burlaban de los caídos mientras les disparaban sus flechas.

Uno de los soldados logró detener a uno de los caballos y se lo acercó a su capitán. Eskkar montó sobre el asustado animal. Una vez que pudo controlarlo, cabalgó hacia el interior del valle y llegó hasta donde estaban los Ur-Nammu justo cuando el último cadáver caía rodando cuesta abajo, empujado por uno de los hombres que descendía.

Subutai, con sangre en los labios y mirada triunfante, parecía estar ileso. Sus hombres, entusiasmados, lanzaban sus gritos de guerra. Vio a Eskkar. Sus ojos se abrieron desmesuradamente al ver que su padre no lo acompañaba.

—Tu padre se está muriendo. —Eskkar no encontró otro modo de anunciar las malas noticias.

Subutai lanzó un grito de furia y frustración pero no dijo nada. Eskkar no podía esperar.

—Tenemos que revisar todos los cuerpos, asegurarnos de que ninguno se esté haciendo el muerto o se oculte entre las rocas. Tenemos que contarlos, ¿entiendes?

El joven tardó un momento en responder, intentando controlar la ira que asomaba a su rostro.

—Llévame junto a él.

Antes de alejarse a caballo por la ladera, dio instrucciones a sus hombres.

Cabalgaron hacia el lugar donde los guerreros Ur-Nammu atendían a su jefe. Mesilim yacía inmóvil, muerto o inconsciente. Eskkar los dejó solos y fue a asegurarse de que Jalen y Hamati hubieran cerrado la entrada al valle y contaran a los muertos. Después se dirigió al encuentro de Gatus, que siguiendo las órdenes se había retirado hacia el extremo sur del valle.

—Gatus, vigila la entrada y mantén a los hombres alerta a lo largo de las paredes del desfiladero.

El viejo soldado se ocuparía de los detalles, así que Eskkar hizo girar a su caballo y volvió junto a Mesilim. Al desmontar, se dio cuenta de que seguía empuñando su espada; no se había preocupado de enfundarla y, sin haberla usado, la había llevado de un lugar a otro.

El jefe de los Ur-Nammu había muerto. Eskkar permaneció de pie al lado del cuerpo y dirigió plegarias a los dioses por el alma del guerrero. Cuando hubo terminado, hizo una inclinación de respeto a Subutai y dejó que los guerreros realizaran los rituales funerarios. Tenía suficiente trabajo por delante.

Comenzó con los cadáveres de los Alur Meriki. Transcurrió algún tiempo hasta que el capitán se dio por satisfecho, y sólo después de haber contado los cadáveres personalmente. Ignoró los números proporcionados por Jalen y Gatus y exigió que todos los cuerpos fueran llevados al mismo lugar para asegurarse de que los setenta y tres Alur Meriki estaban realmente muertos. Había comenzado a caer la noche y los hombres encendieron una hoguera. Cuando Eskkar se sentó cerca de las llamas se dio cuenta de que estaba exhausto, como si hubiera estado peleando todo el día, aunque no había levantado su espada ni siquiera una vez.

Alguien le acercó un odre de vino robado de la granja y bebió agradecido, sin preocuparse, por una vez, de si había suficiente o no para que bebieran todos.

Gatus había perdido sólo tres hombres y dos más estaban heridos. Los soldados de Eskkar habían sufrido más bajas, cinco muertos y cuatro heridos, pero sólo uno o dos estaba grave y podría morir. Los pesados escudos que habían transportado entre protestas sin duda habían salvado muchas vidas y evitado heridas.

Cuatro de los Ur-Nammu habían muerto y dos habían resultado heridos cuando Mesilim cargó contra los bárbaros. Era una victoria increíble, setenta y tres enemigos muertos contra doce de los suyos únicamente. Eskkar jamás había oído hablar de una batalla semejante, en la que un grupo fuerte y poderoso podía ser derrotado con tanta facilidad y tan pocas bajas.

Habitualmente, en un combate la balanza se inclinaba a favor del grupo que poseía mayor número de combatientes, a menos que los oponentes estuvieran mejor entrenados, mejor armados o más descansados. En este caso, la batalla había sido planeada hacía semanas. Los detalles de la emboscada habían sido elaborados cuidadosamente. Eskkar decidió que podrían obtener victorias similares actuando de una forma semejante y preparándola con atención, al igual que habían planeado la defensa de Orak. Meditaría más adelante sobre todo ello.

Dejó el odre de vino en el suelo. Los soldados empezaron a reunirse a su alrededor. Los que estaban más cerca del fuego se sentaron, el resto permaneció de pie. Casi noventa hombres esperaban pacientemente a que él hablara.

Algunos murmuraban entre sí, pero la mayoría guardaba silencio. Todos lo miraban y en sus ojos se percibía admiración. Le llevó un instante darse cuenta. Las palabras de Trella volvieron a su memoria. Primero los hombres, Eskkar, asegúrate su lealtad. Recuerda que te hacen mucha falta. Algo tenía que decirles.

Se levantó. Los murmullos cesaron de inmediato y todas las miradas se posaron en él. Respiró hondo y levantó la voz.

—Hoy hemos derrotado a los bárbaros en la batalla. Pero éste no ha sido un enfrentamiento cualquiera en las colinas. Teníamos que matarlos a todos. Bien, hoy habéis acabado con setenta y tres bárbaros, mientras que nosotros hemos perdido solamente a doce hombres. Para ganar habéis tenido que obedecer las órdenes con exactitud y pelear con coraje. Tuvisteis que trabajar en equipo para protegeros. Lo habéis hecho muy bien, y además habéis demostrado que podemos derrotar al enemigo con arcos y flechas. Ahora no contarán con una fuerza en nuestra retaguardia cuando lleguen a Orak, y podremos derrotarlos del mismo modo que hemos hecho aquí. Hoy la gloria es vuestra. Yo no he hecho nada, excepto ser adelantado por mis soldados a causa de mi lentitud. He corrido como una gallina vieja. —Sus hombres rieron, algunos comentaron que estaba envejeciendo. Alzó la mano y señaló hacia la otra hoguera, a cincuenta pasos, en donde los Ur-Nammu estaban sentados en silencio, mirando cómo Eskkar hablaba a los suyos—. Pero no quiero que olvidéis que nuestra fortuna no habría sido favorable sin su apoyo. Algunos de ellos han muerto por ayudarnos, incluido su jefe. Por eso debemos honrarlos como si fuesen nuestros hermanos. —Miró al círculo de hombres a su alrededor. Pudo ver que los ojos de algunos de ellos brillaban por la emoción—. Esta noche muchos hombres se unirán al clan del Halcón. Gatus, Hamati, Jalen… todos pudimos ver a muchos soldados peleando con valor. Pero todos habéis contado con alguien a vuestro lado, y podéis dar cuenta del coraje de vuestro compañero. En primer lugar quiero nombrar a Phrandar, el corredor más veloz y el primero en llegar a la línea de batalla. Se ha ganado una moneda de oro por su velocidad. Estuvo en un extremo de la formación. Yo os pregunto, ¿merece pertenecer al clan del Halcón?

Un grito de aprobación fue la respuesta. Los hombres decían los nombres de otros soldados, hasta que alguno comenzó a aclamarle. «¡Eskkar…! ¡Eskkar…! ¡Eskkar!». Todos se sumaron a la ovación, hasta que las paredes del valle le devolvieron el eco de su nombre. Duró tanto tiempo que el capitán pensó que les explotarían los pulmones. Cuando se tranquilizaron, los soldados siguieron de pie, con sus ojos fijos en él.

El capitán jamás había sido testigo de semejante homenaje. Aunque había hecho muy poco, le estaban concediendo el mérito de la victoria. Creían completamente en él. Más aún, confiaban en que él los mantendría con vida. Trella tenía razón. Ya no necesitaba luchar para demostrar su valor y para que lo respetaran. Sus soldados aceptaban su liderazgo y lo consideraban capaz de guiarlos en las victorias futuras. Se había ganado su lealtad. Ahora necesitaba reforzarla.

—Soldados de Orak —comenzó—, el clan del Halcón espera a los más valientes entre los valientes. ¡Dadme sus nombres!

Otro clamor se elevó en el cielo nocturno cuando gritaron de nuevo los nombres de sus compañeros, hasta que Gatus se levantó y puso orden. Cuando terminaron, dieciocho hombres más podían llevar el símbolo del Halcón. Y todos juraron que seguirían a Eskkar hasta los infiernos si era preciso.

Finalmente, el capitán se alejó de sus hombres y se acercó a Subutai y a los suyos. Velaban a su jefe en silencio, mientras observaban la celebración de los soldados.

—Subutai —empezó respetuosamente Eskkar—, he venido a ofrecerte mi agradecimiento a ti y a tus hombres. Sin tu ayuda no habríamos logrado esta victoria. También quiero darte mis condolencias por Mesilim. Era un gran guerrero, un hombre valiente que guió a los suyos con sabiduría.

—Honras a mi padre, y te lo agradezco. Murió como había querido siempre, en la batalla. —El muchacho alzó la voz, clara y fuerte, para que todos lo oyeran, la voz de un jefe—. Pero tú también eres un gran jefe, y nos has llevado a una gran victoria. Por ello declaro el Shan Kar de mi padre satisfecho. Nos has dado el Shan Kar y este triunfo, pero ahora ambos han concluido. Volveremos al Norte, de donde hemos venido.

En cuanto Subutai declaró finalizado el Shan Kar, Eskkar supo que los Ur-Nammu no volverían a pelear. Mesilim había acordado una alianza con Eskkar, no su hijo, que no estaba atado por ningún juramento u obligación. No podía contradecir su decisión. Los Ur-Nammu eran muy pocos para luchar. Tendrían suerte de seguir vivos.

—Me alegra que tu Shan Kar haya concluido. Pero la amistad entre nuestros pueblos no terminará. Te debemos mucho, y recordaremos nuestra deuda.

Eskkar le comentó su decisión de regresar a Orak al amanecer. Enterrarían a sus muertos con las primeras luces del alba. Subutai les acompañaría para recoger a las mujeres y a los niños que se habían quedado en el poblado.

Pasaron varias horas antes de que todos se acomodaran para dormir. Eskkar estaba agotado, más por las preocupaciones que por la batalla. Finalmente, se apostaron centinelas y se organizó la guardia. Estaba a punto de envolverse en su manta cuando oyó su nombre. Se volvió y vio que Subutai se acercaba entre los soldados. Comenzó a levantarse, pero el joven se sentó a su lado.

—Quisiera hablar contigo un momento —susurró en su idioma, aunque el hombre más próximo estaba a más de diez pasos—. Sé que mi padre prometió ayudarte, y lo haría si pudiera. Mis hombres están cansados y necesitamos recuperar nuestras tierras antes de que otro las ocupe. Pero no quiero partir como amigos al amanecer para convertirnos en enemigos al día siguiente.

Eskkar entendió el problema de Subutai.

—No hay deshonor en tu decisión. Tienes que hacer lo mejor para tu gente. Cuando cruces el río hacia el Norte, toda esa tierra es tuya. Nadie de Orak la ha reclamado nunca, y casi nadie la ha visto. No está cultivada, así que para nosotros carece de valor. Mientras no cruces el río, no seremos enemigos.

—Pasará mucho tiempo hasta que seamos lo suficientemente fuertes para cruzar el río.

—Incluso entonces no será necesario. Cuando esta lucha termine, necesitaremos ayuda para vigilar nuestras fronteras y estar sobre aviso de posibles ataques y nuevos enemigos. Podríamos establecer un intercambio contigo para lo que te haga falta; tu gente se beneficiaría.

—Tal vez podamos establecer ese tipo de relación —respondió Subutai—. El comercio en vez de la guerra. Pero primero debo reunir a los míos y volver a las montañas. Algunos de mis guerreros prefieren la idea de atacar a los Alur Meriki tal como habíais discutido mi padre y tú. Ya veremos qué nos deparan las próximas semanas. —Agarró a Eskkar por los hombros—. Partimos como amigos, como mi padre hubiera querido.

El capitán le devolvió el gesto.

—Como amigos nos separamos. Pero tal vez pueda hacer algo más en tu ayuda antes de que te vayas. Pensaré en ello y avisaré a Trella.

Cuando el joven se alejó, Eskkar volvió a dejarse caer sobre la hierba, pensando en sus palabras, «las próximas semanas». El nuevo jefe del clan Ur-Nammu le había anunciado que la aldea tendría que soportar el ataque de Alur Meriki durante bastante tiempo, pasara lo que pasara. Frunció el ceño mientras se abrigaba con su manta.

Trella se había percatado de cómo aquellas gentes podían ayudar a Orak ahora y en el futuro. Y lo que era más importante todavía: había sentido compasión por ellos, los apreciaba más allá de su apariencia guerrera. Lo mismo había hecho con él. No había tenido en cuenta al bárbaro que una vez había sido el hombre al que había sido entregada.

***

Bar’rack se arrastró hasta el borde del acantilado, espantando los mosquitos que le daban la bienvenida acribillándolo. Miró a través de un arbusto la entrada del valle. Ésta se encontraba a más de trescientos pasos, pero lo que alcanzó a ver lo mantuvo inmóvil contra el suelo.

Dos jinetes se encontraban en la boca del valle. Ambos llevaban lanzas con estandartes amarillos y arcos cruzados a la espalda. Su postura relajada hizo que Bar’rack apretara los dientes furioso. Sus hermanos del clan habían cabalgado junto a él hacía pocas horas; todavía era visible el claro rastro de los cascos que se extendía desde donde se encontraba hasta el paso de lo que seguramente sería un valle de gran tamaño.

Otro jinete apareció a lo largo de la cima del acantilado. Hizo un gesto con el arco a los otros dos, que le devolvieron el saludo pero no se movieron. Después de pasar un rato examinando el terreno que se extendía a sus pies, el tercer jinete se alejó y desapareció de su vista.

Bar’rack maldijo a los mosquitos que lo picaban, y después a sus hermanos de clan por haberlo dejado atrás, aunque empezaba a pensar que tal vez los dioses le habían salvado la vida. Su caballo había caído en un pozo, rompiéndose la pata y lanzando a su jinete al suelo. Demasiado mareado para subirse a la grupa de otro caballo, lo habían abandonado, ansiosos por acercarse a los Ur-Nammu. Había perdido el conocimiento y cuando se despertó se encontró solo.

Furioso, Bar’rack comenzó a caminar, actividad poco frecuente en él y que normalmente se reducía al trecho que iba de su tienda al caballo. Le había llevado casi dos horas, siguiendo el sinuoso rastro de sus compañeros, llegar a donde estaba. Por suerte, los jinetes no lo habían visto cuando se aproximó.

Transcurrió otra hora, pero no sucedió nada. El jinete había reaparecido en lo alto dos veces durante ese tiempo. Sus movimientos le indicaron a Bar’rack que los Ur-Nammu patrullaban las alturas del valle, así como sus accesos. Sus hermanos Alur Meriki no habían regresado por donde habían entrado, así que o bien habían salido por el otro extremo, en caso de que hubiera una salida, o los habían matado a todos. Esto último le parecía imposible, pero hacía pocas semanas había oído la historia de otros guerreros atrapados y aniquilados por los Ur-Nammu. La peor de las pesadillas. No podía creer que le hubiera sucedido algo así a sus compañeros de clan.

Un puñado de jinetes apareció en la boca del valle, y por un momento creyó que se trataba de sus compañeros. Pero aquéllos no llevaban estandartes, ni lanzas o arcos. Por la forma en que montaban, dedujo que eran comedores de tierra, excepto su jefe. Un guerrero alto, con aspecto de jinete experimentado, hablaba con los dos Ur-Nammu que custodiaban la entrada. El modo en que le respondieron, con respeto y deferencia, le sorprendió. Después el jinete dio media vuelta con su caballo y se adentró de nuevo en el valle, seguido de sus hombres.

Bar’rack había visto suficiente. Puso su cara contra el suelo e intentó pensar. Los comedores de tierra se habían aliado con los inmundos Ur-Nammu. Y o bien habían eliminado a todos los guerreros Alur Meriki o los habían forzado a ir hacia el Sur. De cualquier modo, él estaba ahora solo. Su responsabilidad hacia su clan era evidente: debía volver a cruzar el Tigris y advertir a los jefes de Alur Meriki.

Por un instante tuvo miedo. Si los Ur-Nammu volvían por aquel camino, tal vez vieran su rastro. Lo perseguirían a dondequiera que fuese hasta atraparlo. Alzó la vista hacia el sol. Quedaban pocas horas de luz. No se atrevió a moverse hasta que cayó la noche. Tendría que viajar en la oscuridad y tratar de alejarse todo lo posible de los Ur-Nammu, que, con seguridad, enviarían patrullas al amanecer.

Tenía que encontrar y robar un caballo en algún sitio, y después reunirse con Thutmose-sin. Se puso boca arriba y se cubrió los ojos con el brazo. Todavía tenía su odre de agua y su arco. Descansaría hasta la noche y luego saldría de su escondite sigilosamente. Con suerte, podía alejarse lo suficiente para escapar de las patrullas.

Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Su hermano menor había entrado al galope en aquel valle. Ahora tendría que comunicarle a su madre que había muerto. Lloró de forma incontenible, algo que no podía hacer en presencia de otros guerreros. Pero cuando se tranquilizó, juró venganza a los dioses en nombre de su hermano. Sería su forma de honrarlo. Los comedores de tierra y los Ur-Nammu pagarían la muerte de su hermano.